EL CUMPLEAÑOS DE MARÍA
TIEMPO más tarde vino el cumpleaños de María Emparan, que contaba sus cuatro lustros. ¡Una eternidad! Las dos muchachas de la casa estrenaron para este día trajes de seda cortados por la modista de Pau a la última moda de París.
Margarita de Olano vino de Legazpia. Vestía de color de rosa, de un tono tornasolado. Las monjitas del colegio de Angulema, donde estudió, hubieran dicho que iba en jeune filie en rose. Le acompañaba su hermano Gastón, cada vez más arrogante y guapo, con casaca roja y calzón dorado. El organista Aristizábal, que había visto las Bodas de Fígaro, de Mozart, en París, comparaba a Gastón con Chuerubini.
Aquel día se preparó en la casa una gran comida. El señor de Emparan quería no solamente que se divirtieran los jóvenes, sino también obsequiar a las personas sesudas.
Los convidados eran varios. Además de un señor venido de América, antiguo amigo de la familia, se sentaron a la mesa varios señores respetables, entre ellos el cura párroco don Luis Arvizu, el coadjutor don José Joaquín de Eizaguirre, el padre Larramendi, confesor de la familia; el médico Erice, el escribano Cortázar, el organista de la iglesia de la Asunción, don Miguel Aristizábal, y dos señores viejos muy entonados, don Javier Ignacio de Eguía y don Josef Hurtado de Mendoza, ambos de la Sociedad Económica Vascongada.
El más hablador y el más inteligente de todos era sin duda alguna el párroco Arvizu. Era este hombre pequeño, flaco, con anteojos, la cara un poco asimétrica y llena de arrugas y los labios delgados. Sus ojos brillaban tras de los cristales llenos de malicia y de astucia. Tenía la costumbre de tomar rapé en una tabaquera de plata esmaltada.
El señor Arvizu era el que hablaba mejor y con más amenidad de todos los contertulios. No tenía ningún aire dogmático y contaba anécdotas y tenía frases felices, que se repetían después.
Se decía que este clérigo había conocido y tratado mucho en Vergara al abate Marchena, que le parecía un monstruo de saber y de perfidia. Don Luis Arvizu estimaba poco a la gente sin conocimientos, interrumpía la conversación del padre Larramendi, quien siempre se mostraba preocupado por las habladurías y chinchorrerías del pueblo, para divagar acerca de Horacio, de Virgilio o de Ovidio. Conocía también la poesía francesa y leía los versos de Ronsard, de Malherbe y de Boileau.
Era muy entusiasta de Voltaire como poeta, aunque no de su filosofía ni de su pesimismo sarcástico.
Entre los curas letrados había muchos que tenían cierta debilidad por el Voltaire literato. Naturalmente, Voltaire era un producto, más o menos directo, de la literatura clásica y de la filosofía de Seminario.
Don Luis Arvizu contó a los jóvenes una anécdota que había leído o se la habían contado a su vez a él acerca del autor del Diccionario Filosófico.
—Un día —dijo—, por un camino pedregoso llegó a una aldea de la Lorena un coche con una de las ballestas rota. Había que arreglarla para seguir el viaje. En la fragua del pueblo había mucha obra y pocos obreros. Era necesario esperar, por lo menos, unas horas. Al señor que había llegado en el coche le dijeron que la posada era incómoda; por otra parte, el señor juez, el señor cura, el alcalde y la propietaria rica del pueblo estaban en el campo. El viajero, que era un viejecillo delgado y fino, salió de la fragua a echar un vistazo al pueblo y vio una casita modesta con un pequeño campanario.
—¿Qué es esta casa, un colegio? —preguntó a una mujer.
—No, es una residencia de capuchinos.
—¡Ah! Muy bien. Voy a llamar. Pasaré un rato con ellos.
Llama, sale un fraile, le saluda y le dice cómo ha llegado al pueblo y que está sin alojamiento.
El hermano portero va al superior y le dice que ha venido un señor viejecito, muy flaco, un poco enfermo, muy elegante y que pide hospitalidad.
El superior se presenta y le dice al recién llegado que los capuchinos no tienen gran cosa, pero que lo que tienen lo ofrecen con gusto. El forastero se encuentra bien recibido y obsequiado. Escucha lo que le dicen y habla siempre con gran discreción.
Viene la comida modesta, el forastero come poco y no bebe más que agua. Se habla de Teología y el forastero oye y no da apenas su opinión. Después alguno de los frailes se refiere a las casas de la Orden que tienen en Italia y en Alemania, y el desconocido explica con detalles la sagacidad y el talento de los hijos de San Francisco para elegir los lugares donde ponen sus residencias.
En este camino, el superior cuenta alguno de los rasgos de humildad y de gracia del santo humilde de Asís, y el forastero cuenta otros varios. Después habla de su influencia en el arte, en las pinturas del Giotto, Chirlandajo y fray Angélico. Ya esto produce una gran sorpresa, y entre bromas y veras hay una pugna entre los capuchinos y el viajero sobre cuestiones de Filosofía, de Historia y de Literatura. Todo el mundo está encantado. Los frailes le dicen al forastero que debía quedarse con ellos, que le atenderían y le cuidarían. El viejecillo les ha conquistado con su gracia y su cultura…, pero el despertar de su sueño ha sido triste. A media tarde el coche aparece a la puerta del convento y el cochero dice al hermano portero:
—Dígale usted al señor de Voltaire, que está en esta casa, que el coche le espera.
—¿A quién dice usted? —pregunta el fraile asustado.
—Al señor de Voltaire.
Don Luis Arvizu, cuando contaba esto, sonreía con una sonrisa completamente volteriana. También cuando hablaban con desprecio y con burla de los hombres pequeños y débiles refería una anécdota del célebre escritor Pope.
Este escritor inglés era débil, jorobado y tenía las piernas torcidas, lo que le hacía andar de través. El rey de Inglaterra, que le vio un día en una calle de Londres, dijo a uno de sus cortesanos: «Yo quisiera saber para qué sirve este hombrecillo que anda siempre de mala manera».
La frase llegó a oídos de Pope, que replicó con viveza: «Este hombrecillo sirve para hacerle a él andar derecho».
Para las fiestas y veladas, Arvizu siempre extraía algunas poesías del patriarca de Femey. No decía de quién eran para no escandalizar a la concurrencia.
Una de las veces, a una de las señoras forastera y recién casada, que se llamaba Luisa y que estuvo unas semanas en el pueblo, le mandó ese madrigal:
Les plus puissants de tous les dieux
Le plus aimable, le plus sage
Louison, c’est l’amour dans vos deux
De tous les dieux le moins volage
Le plus tendre et le moins trompeur
Louison, c’est l’amour dans mon coeur
La señora no pudo comprender quién le había podido enviar aquellos versos, pero al parecer, los mostraba con gran satisfacción.
Agradecía don Luis Arvizu las invitaciones para comer en casa de Emparan, porque la cocina era excelente, como formada bajo los consejos y las recetas de la Eushebi. Había a veces platos suculentos que dejaban agradablemente sorprendido al comensal y sin saber si estaban hechos a base de carne o de pescado. El párroco consideraba el arte culinario cosa muy seria, y afirmaba que el comer y el beber sin exageración se podían considerar como placeres legítimos del hombre. Determinar dónde comenzaba la exageración debía de ser cosa difícil, hasta para los casuistas más alambicados.
Hablaba don Luis Arvizu con los jóvenes de uno y otro sexo, sobre todo si eran inteligentes, y le gustaba enterarse de sus aficiones, de sus estudios, de sus lecturas y darles consejos. Era muy amigo de Dolorcitas, a quien llamaba así cuando era niña y por quien tenía mucha estimación.
Para don Luis valía poco la categoría social; en cambio, tenía gran respeto por la gente sabia y letrada; también sentía admiración por la belleza física y la prestancia, y decía de Gastón de Olano que seguramente la suerte le reservaba un gran porvenir.
Al párroco le gustaba mucho la música y fue uno de los que contribuyeron a decidir a don Ignacio Emparan a que diera en su casa conciertos alternando con las comidas.
Varias veces, por la tarde, don Miguel, el organista, y María ejecutaron sonatas de Bach, de Haydn y de Mozart. Otras veces, Zabaleta se puso en el clave y tocó con Gastón de Olano, éste en el violonchelo, trozos clásicos.
También Zabaleta improvisaba canciones mezcladas con zortzikos y fandangos.
Para fin de fiesta, Dolores y Adrián cantaron aires que en este tiempo había hecho populares el tenor Garat en Versalles en la Corte de María Antonieta. Garat era entonces el cantor a la moda, famoso en todo el mundo. Este tenor se caracterizaba por no pronunciar las erres, cosa rara en un vasco. Entre las canciones que cantaba Garat, preferidas por la reina de Francia, estaban las tituladas Aitaric ez dut (‘No tengo padre’), Adiós ene maitia (‘Adiós, querida’) y otra que comenzaba diciendo:
Kanpoan zer ederra
Eper zango gorri
(‘¡Qué hermosa en el campo la perdiz de patas rojas!’)
También Garat cantaba, acompañándose con la guitarra, una canción que hizo furor en París, titulada Plaisir d’amour, letra de Florian:
Plaisir d’amour ne dure qu’un moment,
Chagrin d’amour dure toute la vie.
J’ai tout quitté pour l’ingrate Sylvie.
Elle me quitte et prend un autre amant.
El tenor vasco, como jefe de los incroyables y enemigo de las erres, pronunciaría:
Plaisi d’amou ne du qu’un moment
Chaguin d’amou du toute la vie.
Margarita Olano tenía poca voz, pero había cantado con don Miguel el dúo de Armida y de Ifigenia de Glück.
Le gustaba a Margarita, más que cantar, recitar en francés, y esto lo hacía muy bien; varias veces recitó con grandes aplausos los versos espirituales de Voltaire a Madame du Chátelet, que comienzan así:
Si vous voulez que j’aime encore
rendez moi l’âge des amours
Un día recitó del mismo autor una poesía dedicada a Luis XV y a su mujer:
Aspirer au parfait bonheur
Est une parfaite chimère
Il est toujours bon qu’on l’espere
C’est bien assez pour votre coeur
A la chasse, dans les amours
Le plaisir est dans la poursuite
On cour après, il prend la fuite
Il vous échappe tous les jours.
Soledad Ponce de León solía cantar con gracia seguidillas y boleros de Cádiz que había oído a su madre, y si no había mucha gente, no sólo los cantaba, sino que los bailaba, pero si veía muchas personas desconocidas se excusaba por timidez.
El señor Arvizu se creía el representante del buen sentido y del gusto literario. Era hombre de personalidad destacada. Muchas veces se plantaba en contra de la opinión de todo el mundo, y aunque los que lo oyeran protestasen, él seguía en sus trece defendiendo su tesis con energía y sin eufemismos. A veces parecía un ratón decidido y osado que no se intimidaba por nada ni por nadie.
Don Miguel Aristizábal, el organista, era alto, flaco, pálido, un poco encorvado. Daba la razón sin escrúpulo a dos personas de ideas contrarias al mismo tiempo, siempre que no se tratara del divino arte, porque en el terreno musical era intransigente y muy afirmativo. Usaba frases y gestos de organista de convento de monjas y parecía que había tenido interés en caricaturizarse. Hablaba de una manera lenta, con muchas pausas. Se le consideró siempre de joven como enfermo del pecho. Vivía con su madre. No tenía ambición ninguna, porque, fuera por modestia o por pereza, se había convencido de que para la música, que era lo único que le interesaba en el mundo, no tenía condiciones creadoras. Con frecuencia hacía observaciones al parecer cándidas, a veces con gracia y mucha malicia.
«Don Miguel es buena persona —decía la gente—, pero un poco chocholo».
Cuando tocaba en el órgano alguna cosa de empeño, preguntaba después sonriendo a las personas amigas:
—¿Qué tal, qué tal?
—Muy bien, muy bien —le contestaban los inteligentes.
—Sí: es de Haendel —observaba él—. ¡Es magnífico! ¡Qué genio!
Si alguno le decía: «Pero usted, ¿por qué no escribe música?» Él contestaba: «Hay que saber mucho para eso…, y yo no soy más que un pobre aficionado; nada más».