V

FAMILIA A LA ANTIGUA

DON Ignacio de Emparan y Recalde se tenía por hombre importante; se consideraba de la familia de San Ignacio de Loyola. Su casa solar radicaba en Azpeitia y en ella vivía su hermano don Antonio.

Esta casa, según aseguraban los de Emparan, se levantaba más que las de alrededor, por ser más distinguida y de más alcurnia. Si el hecho no era cierto y la razón de su elevación material no dependía de ningún motivo ético ni de categoría, sino de algo del ramo de la construcción, ello no era obstáculo para que la idea halagara a los habitantes de aquella casa hidalguesca.

Se decía que enfrente de la fachada principal había predicado San Ignacio y que una vez a una ventana de esta fachada se había asomado una persona de la familia, de ideas y de vida un tanto impías y libertinas, y que al oír la palabra del santo se convirtió inmediatamente.

El señor Emparan tenía el orgullo de su casta. Por entonces un primo suyo del mismo apellido se distinguía como marino de guerra de gran porvenir y estaba a punto de ser almirante y un sobrino llevaba la misma carrera con un parecido éxito. Don Ignacio era un segundón, y como la casa de Azpeitia quedó para su hermano mayor, él, al casarse con una señorita de Altuna, fue a vivir a Azcoitia, en donde su mujer tenía varios caseríos próximos al pueblo y una hermosa casa, algo apartada del centro de la villa, con huerta y un jardín próximo.

El suegro de don Ignacio, primo del Altuna famoso por su amistad con Juan Jacobo Rousseau, no se parecía nada en sus ideas a su pariente. Abominaba de Rousseau y de Voltaire, que comenzaban a ser las bestias negras de la época, aunque muy poca gente los había leído en el país y él tampoco.

La mujer de este señor, suegra de don Ignacio Emparan, había muerto en olor de santidad. Su hija, doña Petra, se creyó siempre, al menos en su juventud, que acabaría entrando en un convento; pero se presentó don Ignacio, le hizo la corte de una manera respetuosa y el noviazgo acabó en boda.

El matrimonio vivió algunos años modestamente en Azcoitia, tenía pocas rentas; pero en parte por la buena administración de las pequeñas fincas, y en parte también porque tuvieron una herencia que les permitió mejorarlas, don Ignacio y su señora pudieron salir de su mediocridad económica y llegar a la posición que correspondía a su abolengo.

El matrimonio tuvo dos hijas, María y Dolores, y un hijo, Pedro.

Doña Petra hacía una vida casi monacal, preocupada de cumplir estrictamente los preceptos de la Iglesia. Se confesaba, primero todas las semanas, y después, cada dos días. Además, las fiestas y funciones religiosas se empalmaban para ella constantemente. Unas veces eran novenas, otras triduos, el mes de las ánimas, el del Rosario o el de las flores.

Como doña Petra no tenía grandes condiciones para la vida activa, fue una hermana suya la que la sustituyó en la dirección de la casa. Esta hermana, más joven, la Eusebia, tenía grandes condiciones para mandar y mangonear y llevaba camino de quedarse soltera.

La Eushebi era ágil, morena, con los ojos negros vivos y el carácter alegre. El trabajar y el mandar formaba parte de su naturaleza. Tenía lo que las dueñas de casa llaman remango, es decir, energía, audacia y decisión.

La Eushebi había criado a sus sobrinos, los había lavado, arreglado, peinado y reñido.

El entusiasmo y la diversión de la Eushebi era el trabajar constantemente y el enterarse y el comentar las noticias que corrían por el pueblo. Para ella Azcoitia era el microcosmos. Por su curiosidad, la gente, que desconfiaba de su discreción, no le contaba nada o casi nada. Don Ignacio, su cuñado, bromeaba con ella y le decía muchas veces:

—Chica, como cuentera no vales un pepino. Andando de un lado a otro y metiendo la nariz por todos los rincones, cuando te enteras de una cosa ya todos los del pueblo estamos hartos de saber lo que ha pasado sin salir de nuestro cuarto.

—Será cierto —contestaba ella con enfado—, pero no porque los demás no sean chismosos, porque sois más chismosos que yo.

A la Eushebi le molestaba que la gente dudara de su discreción, pero sin tener malas intenciones le gustaba enterarse de todo lo que pasaba y hablar claramente, lo que hacía que en un pueblo levítico, como casi todos los vascos, no se le tuviera simpatía. La Eushebi, entre los treinta y los cuarenta años, había tenido proposiciones matrimoniales muy serias y halagüeñas, pero no quiso casarse y prefirió dedicar su vida a sus sobrinos.

Antes, según se decía, había tenido amores con un joven militar pariente suyo, pero no se arregló la boda. El militar, que era algo loco, se marchó a América, donde se improvisó comerciante, llegó a tener fortuna y poco después murió. La Eushebi, que no se había podido casar, era bastante casamentera y había terciado en matrimonios de jóvenes del pueblo.

La Eushebi tenía en la casa una dirección despótica, era activa y se creía persona de recursos casi maquiavélicos.

Sus dos sobrinas, de pequeñas, durmieron en su cuarto y ella las atendió en sus enfermedades y las cuidó y las mimó.

Cuando fueron mayores las acompañó a todas las reuniones y fiestas que había en el pueblo y en los vecinos.

El chico, Pedrito, no era de su devoción, lo consideraba como hipócrita y marrajo; tía y sobrino no se mostraban el menor afecto.

La Eushebi disfrutaba con los trabajos caseros; la limpieza en la casa de las alfombras, el frotado del suelo, la matanza de los cerdos, la poda de los frutales, la fabricación de la sidra y el abastecimiento de leña, eran para ella fiestas.

Las dos niñas, María y Dolores, habían oído muchas historias, recomendaciones y anécdotas de su tía Eusebia y la consideraban como a una hermana de más edad.

María, la mayor de las niñas de Emparan, era rubia, muy bonita, bastante coqueta. La segunda, Dolores, era más turbulenta, le gustaba correr y saltar, y su tía le motejaba de Mari chico. Durante algún tiempo, entre la niñez y la adolescencia, pareció más fea que guapa: el color pálido, los ojos brillantes, los pies largos, las rodillas abultadas y los movimientos bruscos y violentos. Pero de pronto empezó a cambiar y se convirtió en una muchacha alta, fuerte, decidida y llena de salud.

El hermano menor, Pedrito, era oscuro, reconcentrado y de mal humor; no parecía nada inteligente. A pesar de ello, era el preferido de su padre, porque, naturalmente, debía de ser con el tiempo el jefe de la casa. De las chicas, la mayor, María, tenía un aire lánguido, aristocrático y con frecuencia melancólico. Se creía destinada a una vida elegante. Sabía cantar, bailar y tocar el clave y hablaba y escribía muy bien el francés. Dolores tocaba la guitarra, bailaba, sabía escribir, cantaba con gracia y a todo lo que hacía le daba deliberadamente un aire popular.

Doña Petra quedó un poco asombrada de la educación mundana que las monjitas de Pau habían dado a sus hijas y que, por las muestras, ellas aprovecharon muy bien.

Le parecían un poco marisabidillas.

Hay esa idea plebeya de que la mujer, cuando sabe algo más de lo corriente, es pedantesca. Es natural que una persona, cuantos más conocimientos tenga, más se le puede achacar la pedantería. Es más fácil la naturalidad de la señora que habla sólo de la comida y de la huerta, del catarro del marido y de las travesuras de los chicos, que la de otra dama que quiera en sus conversaciones referirse a la música, al libro leído o a lo que haya oído contar a una persona culta.

Ahora que buscando la naturalidad como la suprema norma, se pasaría insensiblemente de la señora a la criada, de la criada a la labriega y de la labriega a la vaca.

María y Dolores Emparan, a quien algunas rivales les achacaban de marisabidillas, no tenían más que una idea escolar de la Historia y de la literatura. Para ellas, la fábula de La Fontaine, el trozo de Racine o la historia de Luis XIV, que les habían enseñado en el colegio de Pau, no eran más que trabajos del curso, deberes, como se decía entre las profesoras del colegio.

Muy amiga de las dos señoritas de Emparan, era Margarita de Olano, que vivía en Legazpia y pasaba en su casa solariega largas temporadas.

Margarita, durante los primeros años de su infancia fue caprichosa y rara y aficionada a la soledad. Se pasaba las horas muertas jugando con sus muñecas, todas ellas bastante feas, y contaba largas y complicadas historias de cada una. Tenía una imaginación exaltada y caprichosa. Las muñecas, unas veces eran parientes y amigas entre sí, otras enemigas irreconciliables, tenían nombres raros y las ocurrían cosas estrambóticas, las atropellaban los coches, las secuestraban los bandidos y las metían en cuevas o se caían desde una torre a la calle.

Si alguna niña del pueblo iba a jugar con Margarita, guardaba sus muñecas en sitios raros, como si temiera que las fueran a descubrir, y, un poco seria y displicente, hablaba con cómica gravedad de lo que estudiaba y de lo que decían en casa. Cuando la otra se marchaba aburrida, ella, contenta, volvía a sacar las muñecas de los rincones. Su madre la reñía con frecuencia por sus caprichos y por su carácter poco comunicativo, pero ella no hacía caso ni tomaba en cuenta las recriminaciones.

A Margarita, durante la infancia, no le gustaba salir de casa y tenía sus rincones favoritos en los cuartos y en la huerta, lugar donde les sucedían las desgracias a las muñecas, y entonces las exhortaba a tener más juicio y más prudencia y al mismo tiempo las preparaba emboscadas traidoras o las abandonaba en el hueco de un árbol o en el borde de un balcón, y luego volvía a buscarlas y a librarlas de todos los peligros y asechanzas.

Al desarrollarse y al ir al colegio de Angulema cambió de carácter, perdió su fantasía mítica y se hizo muy sociable.

«Yo soy un buen chico», solía decir en broma.

Cuando le hablaban de sus antiguas extravagancias se echaba a reír. A Pedro, el hermano de María y Dolores, se le consideraba como un presunto novio de la señorita de Legazpia; pero ella no le tenía ninguna simpatía y le encontraba aburrido y pedante.

El hermano de Margarita Olano, Gastón, era un chico guapo, rubio, de diecisiete a dieciocho años, todavía infantil, con los ojos azules claros, la tez sonrosada y los dientes blancos.

Estudiaba poco, andaba de un pueblo a otro, subía a los montes y jugaba a la pelota. Era un chico mimoso, servicial. Su falta de malicia hacía que pareciese sin carácter. Tenía unos ojos tan alegres, tan infantiles, que desarmaban a cualquiera que sintiese hostilidad para él. Además, era amable, dispuesto a servir a todo el mundo.

Su hermana Margarita, que le tenía cariño, le gustaba mortificarle. Aseguraba que a los tipos como él la gente morena del país le decían en vascuence que eran zuri eder falsuac (‘blancos, hermosos y falsos’), falsos en el sentido más de blandos y de flojos que de pérfidos. La frase, al hermanito, le incomodaba.

—No le hagas caso —le decía Dolores al muchacho en broma—, es envidia que te tiene porque ella a tu lado es como una gitana.

—¡Qué pedazo de bárbaro es este chico! —decía Margarita en broma, agarrando a su hermano de la barbilla—; es como un ternero hermoso.

Y pronunciaba esta palabra «hermoso» con una delectación que al muchacho le molestaba. Este luego la sujetaba entre los brazos y la decía:

—Si me insultas te doy un beso.

—No te atreves —le contestaba ella—; eres falso y me tienes miedo.

Gastón no sentía ningún entusiasmo por su guapeza y a veces decía que le molestaba que le miraran tanto. Gastón estaba aprendiendo a tocar el violonchelo. No tenía afición por las cosas prácticas y no le gustaba más que jugar a la pelota, montar a caballo y andar.

La vida de las señoritas de Emparan y de sus amigos revolucionó a gran parte de la juventud y hasta a las personas mayores del pueblo. Muchas chicas de otras casas copiaron los vestidos y los adornos que ellas trajeron de Francia. Las viejas las encontraban más que un poco descocadas y atrevidas. No tenían mucho derecho a la protesta, porque ellas habían usado los tontillos exagerados, los lunares a todo pasto, y algunas se habían mostrado en su tiempo con absurdos peinados a la «fragata» y al «almirante» de dos palmos de alto con un barco encima con velas y hasta con cañones.

No eran más exagerados los trajes y tocados de esta época, a la «Baronesa» y a la «Maravillosa», con sombreritos con lazos, que los antiguos, pero la gente cree siempre que lo antiguo es mejor y más discreto.

Las señoras respetables censuraban a doña Petra, que era, según ellas, una santa, el haber permitido que fueran sus hijas a Francia y en consentir aquellos trajes y adornos impropios, sin recordar que ellas habían hecho lo mismo en su juventud y que también se lo reprochaban. Algunas personas culpaban de todo lo que pasaba en la casa de Emparan a la tía Eushebi, que cuando se trataba de sus sobrinas, a las que quería como una madre, perdía completamente la cabeza.

La opinión de los señores era unánime; todos ellos pensaban que María y Dolores Emparan, Margarita Olano y Soledad Ponce de León formaban como un ramillete de juventud y de gracia que adornaba al pueblo.

Mientras estaban María y Dolores en el colegio de Pau, murió un tío de don Ignacio de Emparan, que le dejó en herencia varios caseríos y una casa en Placencia con muebles, cuadros, alhajas, tabaqueras, miniaturas y libros.

El muerto era de los suscritores a la Enciclopedia.

Viéndose don Ignacio con medios, se dispuso a arreglar su casa en Azcoitia, que estaba un poco abandonada, con lo que le había dejado su pariente y que se trajo de Placencia. Al volver María del colegio se erigió, con el familiar asenso, en dictadora de las obras caseras. Se quitaron varios tabiques inútiles, se abrieron ventanas y se cerraron otras, se renovaron los pisos de algunas habitaciones, carcomidos por el tiempo, y se habilitó un gran salón que hacía años que ya no se usaba.

En esta sala se compuso el artesonado del techo, se retocaron los medallones de pintura que representaban las cuatro estaciones y se restauró una puerta de cristales en arco adornada con guirnaldas de flores talladas en madera. Las señoritas de la casa se divirtieron mucho cuando registraron el desván y encontraron alguna cama pintada desvencijada y coja y algunas arcas talladas y carcomidas que guardaban espadines roñosos y pelucas apolilladas y llenas de polvo.

Se mandaron tapizar las sillerías antiguas y se les pusieron telas nuevas, se sacaron de las arcas cortinajes de seda y de terciopelo, que no se usaban desde la boda de los señores de Emparan, y se compuso un reloj esmaltado traído de París, de porcelana de Sèvres, que al dar las horas y los cuartos tocaba el principio de una gavota. Este reloj lo arregló e hizo que sonara un aficionado a la mecánica de Azcoitia. Producía la admiración del relojero del pueblo, que, según él, nunca había visto una pieza tan complicada y tan perfecta.

Luego se mandó afinar el clave que se trajo de Placencia, y en esto intervino el organista de la parroquia, don Miguel de Aristizábal, que aseguraba que aquel instrumenta musical era muy bueno. Se colocaron algunas figuritas de porcelana de Sajonia en la vitrina y sobre la chimenea. Hubo sus protestas porque, en opinión de doña Petra, no estaban ataviadas con el suficiente decoro.

Respecto a los libros del señor de Placencia, hubo también discusiones, y María zanjó la cuestión diciendo que como en casa no los iban a leer, ella pondría en los estantes todos los que tuvieran vistosas encuadernaciones.

Tales reformas se hicieron bajo la alta y omnímoda dirección de María, que había visitado casas elegantes de Pau con sus compañeras de colegio. Algunos muebles heredados del tío se pusieron en sitio de honor por su valor histórico; otros fueron relegados a la buhardilla. María era severa e insobornable en cuestiones de arte suntuario.

El salón, sobre todo, quedó muy elegante y muy pomposo. Este hacía esquina y era rectangular. En uno de los testeros tenía un mirador que daba a una plazoleta; en el otro, una ventana ancha y baja, y en la pared larga que caía a la calle tres balcones, y entre sus huecos retratos de parientes, que no eran buenas pinturas, pero sí muy decorativas.

Después de las innovaciones de María vinieron los trabajos de la Eushebi y de las muchachas. Se dio color a las maderas del suelo, que algunas eran nuevas, porque las antiguas estaban apolilladas y hubo que reemplazarlas, y a fuerza de cera y de frotar con cepillos y bayetas, con una energía digna de otra labor más trascendental, quedaron las anchas tablas: de castaño todas oscuras y relucientes. En algunos sitios se colocaron alfombras.

María, de cuando en cuando, revisaba y examinaba las habitaciones y tenía una inspiración súbita. Así se la oía decir:

—Estos cuadros hay que quitarlos de aquí y llevarlos a otra parte.

Constantemente cambiaba de sitio muebles, adornos o porcelanas. Doña Petra y la Eushebi no se ocupaban de la decoración, no les interesaba. Para ellas, el ideal era que nada se moviera del sitio en donde estaba de antiguo.

Don Ignacio de Emparan, que se veía con rentas muy saneadas y con dinero guardado, en vista de que la casa, con los aditamentos últimos, producía la admiración de los amigos y conocidos, habló largamente con su cuñada Eusebia. Convinieron los dos que María y Dolores se encontraban en estado de merecer, y como todo había quedado bien en la casa, convendría dar algunas reuniones, donde las chicas pudieran ir conociendo a la juventud distinguida del pueblo. En Azcoitia, por entonces, corría un airecillo de elegancia y de aristocratismo.

La primera reunión se celebró el día del santo de don Ignacio y tuvo mucho éxito. Se sirvió el chocolate y algunos refrescos, se tocó el clave y se bailó.

Desde la llegada de Adrián y de Zabaleta, Adrián bailaba con Dolores y Zabaleta con María Emparan. Dolores se veía que estaba prendada de Adrián y él de ella. No así María y Zabaleta, que bromeaban y se reían, pero nada más. Adrián y Dolores bailaron también el «aurrescu» en la plaza del pueblo al son del «chistu» y del tamboril, y entonces ya no eran ella una damisela elegante y él un pisaverde, sino ella una muchachita de la aldea y él un mozo capaz de dar saltos endiablados y pasarse una hora danzando.

Muchos jóvenes que no habían salido del pueblo no sabían bailar y esto producía envidias, rivalidades y desdenes entre los mozos, que miraban con celos a los que se distinguían.

Adrián se incomodaba ahora con la tosquedad y el salvajismo estúpido de aquellos jóvenes, sin pensar que él, todavía hacía pocos años, era igual a ellos. Él se creía un hombre a caballo en la situación, que tenía todo bien combinado y preparado para marchar por la vida. A veces erraba el camino y pretendía hacerse el interesante, con lo cual sorprendía a unos y molestaba a otros.

Había algunos jóvenes que pretendían tomar posturas elegantes y estudiadas, pero no sabían cambiarlas a tiempo de una manera fácil. Si alguno se preocupaba de sus ademanes y de su accionado, estaba perdido, porque ya no lograba tener sencillez ni naturalidad. La preocupación de no saber mover las manos, de no saber qué hacer con ellas en la conversación es muy frecuente en la juventud.

Las chicas siempre se comportaban con más elegancia y más mesura. Sin embargo, era indudable que había pequeñas conspiraciones de las madres para que sus hijas tuvieran mayores éxitos que las demás muchachas y que algunas de aquellas señoras no tenían inconveniente en emplear recursos de mala ley. Estas gentes orgullosas de aldea se estudiaban unos a otros como un gato puede seguir los movimientos de un ratón. Muchos estaban sorprendidos y humillados por la elegancia de la casa, otros fingían que no la notaban, como si estuvieran acostumbrados a vivir en palacios lujosos. Entre los jóvenes, muy pocos tenían una facilidad de hablar y de moverse como Gastón de Olano, que parecía un príncipe.

Quizá era esto consecuencia de su sencillez y de que no se preocupaba del efecto que podía causar. Gastón tenía una figura elegante y una actitud aristocrática.

El intento de buena armonía fallaba algunas veces. Era imposible poner a todos de acuerdo y la incompatibilidad y las diferencias saltaban a veces por motivos muy fútiles.

Se dio el caso de que a la gente joven y no acostumbrada a la pompa el salón de la casa de Emparan le pareciera demasiado decorativo y propusiera ir a reunirse a un gabinete contiguo, en el cual, por una escalera de piedra, se podía bajar al jardín.

Había allí sillas cubiertas con fundas blancas y vivos azules y un gran sofá con la misma envoltura de lienzo amarillento.

María protestó de este gusto, que le parecía chabacano y de una plebeyez algo ridícula; pero, en vista de la predilección de la mayoría, decidió mejorar el aspecto del gabinete. Hizo tapizar el cuarto, quitó las fundas blancas de lienzo crudo, mandó barnizar el marco de un espejo que había encima de la consola y puso en la pared unos grabados iluminados de la bahía de Nápoles con el Vesubio y sus llamas y otras vistas del Lago Mayor y el Lago de Como. En la puerta y en las ventanas colocó cortinas blancas con encajes.

El gabinete se consideró como un lugar delicioso, se habló de él como de una maravilla, y los jóvenes del pueblo de uno y otro sexo estaban anhelando que hubiera otra fiesta en casa de Emparan para acudir a ella.

Don Ignacio recibía a sus amigos y a las personas respetables de Azcoitia con cierta pompa, a la que era un tanto inclinado. Vestía este señor completamente a la antigua, no quería nada con lo moderno, lo consideraba vacuo y vulgar. Su mujer, a pesar de su tradicionalismo, transigía más con la indumentaria de la época.

La segunda fiesta importante en casa de Emparan se celebró el día del cumpleaños de doña Petra.

Por la mañana de este segundo día de gala fueron María, Dolores y Margarita Olano al cuarto del ama de la casa, que hacía algún tiempo, según ella, no se encontraba bien de salud.

Doña Petra, muy compungida y muy aficionada a echar discursos de moral, dijo que se hallaba acostada porque el médico le había prohibido levantarse temprano y hacer sus devociones. Las tres muchachas llevaban un regalito a la buena señora, un pañuelo bordado por ellas mismas. Doña Petra recibió el presente como si fuera un castigo con el cual el destino le condenaba, sin duda por sus pecados, y afirmó que su vida ya no podía ser más que una marcha desolada por un desierto. No se podía comprender bien dónde podría encontrarse este desierto en estas tierras del Urola, que tendían más bien a húmedas que a secas.

Al mediodía, la señora de Emparan pudo levantarse y sentarse a la mesa, a pesar de sus grandes escrúpulos, porque aunque el confesor, el padre Larramendi, le había asegurado que no debía tener ningún reparo en comer algo más el día de su cumpleaños, ella tenía sus dudas y pensaba que quizá aquello podía perjudicar a su cuerpo y a su alma.

Doña Petra recibió por la tarde otros regalitos de su marido, de la Eushebi y de algunas amigas, con el mismo estoicismo que los anteriores, y volvió a insistir en su idea sobre el desierto de la vida, en las márgenes húmedas del Urola.

Las fiestas de la casa de Emparan siguieron durante el resto del año. En las Navidades se representó la comedia de Marivaux, El Desenlace Imprevisto, con sus marivaudages lógicos en tal obra, y luego Las Castañeras Picadas y las Tertulias de Madrid, de don Ramón de la Cruz, con sus chulerías correspondientes.