III

LOS AMIGOS

ADRIÁN de Erláiz y su amigo Pedro Zabaleta, después de despedirse de las damas, fueron a la casa de Altuna, donde los recibió la madre de Adrián. Este presentó a su amigo a la familia y doña Cristina le dijo muy amablemente que tendría mucho gusto en acogerle allí, aunque la casa no era suya, sino de su primo don Manuel de Altuna.

El señor de Altuna parecía hombre elegante, correcto y muy preocupado de las formas sociales. Era sobrino y ahijado de don Ignacio de Altuna y Portu, amigo de Rousseau.

Los elogios extraordinarios que hizo el escritor ginebrino de su amigo vasco, a quien había conocido y tratado en Venecia, y después en París, habían conmovido y extrañado a todos los que conocían a éste y principalmente a sus parientes. No pensaban lo contrario; pero esta amistad tan estrecha de don Ignacio Manuel con un hombre que iba tomando una fama universal y no completamente grata para ellos les chocaba.

Don Ignacio Manuel tuvo también la idea de ofrecer al filósofo de Ginebra una casa en la aldea de Urrestilla, para que pasara allí sus días tranquilo y sin apuros pecuniarios. Cierto que por entonces Rousseau no tenía en España la fama de réprobo que tuvo más tarde. Sólo años después de su muerte, y cuando se vio su influencia en los hombres de la Revolución, corrió su nombre por toda Europa.

Afortunadamente, Rousseau no aceptó el ofrecimiento de su amigo vasco, porque hubiera sido un escándalo en el país que por el conducto de una familia vascongada hubiera vivido en España un hombre con fama universal de revolucionario y demagogo.

Los Altunas de Azcoitia siguieron fieles al espíritu de la Sociedad de Amigos del País, que representaba lo que se llamaba entonces la ilustración.

Don Manuel Altuna, el pariente de la madre de Adrián, era un poco entonado, pero comprensivo y buena persona.

A veces Adrián le jugó algunas pasadas, que su tío le perdonó.

Adrián, un tanto imprudente, y para el cual no había categorías, tenía un amigo barbero llamado Perico, hijo de otro de la misma profesión, borrachín, descuidado y perezoso, y con una familia igualmente desastrada y un poco absurda.

Un día, Perico le pidió por favor a Adrián que le diera un traje viejo, porque no tenía nada que ponerse.

Adrián le quiso dar unas ropas suyas al barbero, pero le venían grandes. Los calzones le servían y también una chupa ya vieja, pero la casaquilla no, y entonces le dio una bastante usada de su tío.

Este, que era observador, al ver a Perico el domingo en la plaza pavoneándose, le chocó el traje que llevaba y reconoció su casaca vieja. Le paró al barbero y le preguntó:

—Oye, oye, ¿de dónde tienes tú ese traje?

—Me lo ha dado su sobrino de usted, Adrián.

—Está bien, está bien.

Luego, al ver a su sobrino, don Manuel le preguntó:

—¿Por qué le diste al barbero una de mis casaquillas y no una de las tuyas?

—La mía no le venía bien.

—Bueno, bueno. Pues otra vez, si tienes que dar algo dalo de lo tuyo.

—¿Se ha incomodado usted?

—No; pero esa casaquilla me servía por las mañanas para ir y venir. Tú, sin duda, crees que vivimos en aquella edad de oro celebrada de don Quijote en su discurso a los cabreros, en la que se ignoraban las dos palabras tuyo y mío, pero no hemos llegado a ella, y si hay que ensayar, ensaya primero con lo tuyo.

El señor de Altuna era entonces alcalde de Azcoitia.

Aquel año, Adrián, durante las fiestas, intervino en el baile que llamaban baile Real, escu dantza (‘baile de mano’) y también guizon dantza (‘baile de hombres’).

El tomar parte en este baile era motivo de gran preocupación para el vecindario, porque intervenían en él las personas más distinguidas del pueblo.

Ocho o diez días antes de la fiesta patronal, el alcalde enviaba al alguacil a las aldeas vecinas para invitar a los alcaldes a comer en su casa y a bailar por la tarde. Con este motivo había cambio de cortesías entre unos y otros. Todos vestían casaca, calzón corto y sombrero de tres candiles.

Después de designar quién de ellos había de ser el delantero y el zaguero (el aurrescu y el atzescu) para luchar uno con otro en saltos gimnásticos, se elegían de antemano las parejas femeninas entre las alcaldesas, hijas de los concejales y señoras de la localidad.

Al terminar el baile, el alcalde daba un refresco en la Casa Consistorial o en su propia casa. Los señores formales quedaban allí hablando de los graves problemas de la época, mientras la gente joven volvía a bajar a la plaza a seguir bailando hasta el toque de Ángelus.

Los muchachos de buenas familias del país no tenían la cortedad que tuvieron después los de las generaciones posteriores; casi todos sabían saludar y bailar. Esto entraba dentro de la educación.

A los caballeros seminaristas de Vergara se les enseñaba la ciencia del baile, como dice un profesor de Moliere en la comedia Le Bourgeois Gentilhomme, y estaban acostumbrados a practicar esta ciencia lo mismo en la plaza de los pueblos que en los salones. Además de los bailes populares, aprendían otros de espectáculo y varias peligrosas novedades, como decían los vergareses pudibundos y castizos.

En aquel tiempo, en Guipúzcoa los días de fiesta solemne constituían no sólo una diversión, sino una importante función social. Las personas más graves de la familia, ya de cierta edad, los ricos y los hacendados tomaban parte en él.

El baile estaba dirigido por las autoridades. Los bailarines debían pedir la venia, antes de empezar las fiestas, al alcalde. Los tamborileros y chistularis, pagados por el Ayuntamiento, tenían tocatas especiales para los distintos momentos de la danza. Cuando el alcalde cumplía una de estas ceremonias le precedían tocando un minué, que en vascuence se llamaba Alcate soñua o ‘sonata del alcalde’.

En la plaza, los días de fiesta bailaba todo el mundo después de vísperas, desde los más ricos a los más pobres. Estrabón, según dicen los eruditos, describió a los montañeses del Norte de España como aficionados a bailar a la luz de la luna llena, y Voltaire dijo de los vascos, no que vivían, sino que bailaban en la cumbre de los Pirineos, como si el principio de su existencia fuera más danzar que vivir.