II

LA CASA DE EMPARAN

EL salón del piso principal era grande, alargado, con tres balcones anchos a la calle y en el lado opuesto de ellos una galería con ventanas a la huerta, por donde aparecían los árboles frutales formando un túnel y un cenador con enredaderas.

En el salón había muebles antiguos, sillas y sillones Luis XIV tapizados de seda de color, retratos de algunos señores, uno con hábito y otros con peluca, y un cuadro del paisajista Ignacio Iriarte, hijo del país, que colaboró con Murillo.

El dueño de la casa, don Antonio Emparan, que presidía la reunión, vestido a la antigua, tenía aire de hombre terco y poco inteligente; su señora, doña Francisca de Balda, de alguna menos edad que él, vestía de negro, traje de seda con encajes y llevaba joyas, alhajas ricas y excesivamente vistosas.

Los señores de Emparan de la villa de Azpeitia tenían una hija casada en Madrid y un hijo que era marino de guerra que llevaba una gran carrera y prometía ser pronto almirante.

Los Emparan habían sido, hacía años, de la Sociedad Económica de Amigos del País, pero comenzaron a encontrar que esta Sociedad marchaba por caminos un tanto peligrosos y que no era prudente intervenir en sus trabajos.

Don Antonio, en su juventud, no se había entendido bien con su hermano don Ignacio el de Azcoitia; en cambio, en la vejez, le llamaba a su casa y le invitaba con frecuencia a él y a sus hijos. Naturalmente, esta invitación era obligada el día de su santo.

Los dos hermanos tenían un aire de familia muy marcado.

Don Ignacio Emparan, el de Azcoitia, que estaba en el salón, no tenía el aire tan terco e incomprensivo como su hermano. Parecía un poco más abierto. Llevaba casaca oscura, medias de seda blanca, zapatos con hebillas y coleta que le caía sobre la espalda.

Otras personas importantes del pueblo se hallaban en la casa: un marqués, don Antonio de Aguirre; un señor Corral y varias jovencitas vestidas a la moda francesa.

Entre estas muchachas había tres que llamaban la atención por su belleza, por su frescura y por su elegancia.

Las tres vivían en Azcoitia y eran sobrinas del amo de la casa. La juventud de los contornos estaba conforme en considerarlas como las tres gracias. Una de ellas era María de Emparan, arrogante, rubia, con ojos azules, ademanes seguros y distinguidos y siempre vestida con una elegancia audaz. Parecía una francesa. Su hermana Dolores tenía el pelo más oscuro, los ojos castaños y brillantes y el aire español más castizo.

Las dos eran muy amigas de Adrián, a quien habían conocido en Pau.

La otra muchacha, que se consideraba como una de las tres gracias de Azcoitia, se llamaba Soledad Ponce de León. Era hija de un militar retirado amigo y pariente del escritor y marino Vargas Ponce y casado con una señorita de la familia de Emparan.

Esta chica era muy morena, con los ojos claros, el rostro poco animado. Silenciosa en las reuniones, no hacía más que sonreír.

Su padre, el señor Ponce, decía: «Esta chica mía tan guapa, yo no sé de dónde ha salido tan sosita».

A pesar de esta opinión paternal, los amigos y amigas decían que con ellos Soledad era muy parlanchina, graciosa y coqueta. Al parecer, la gente conocida y de alguna edad le intimidaba.

Pasaron todos los invitados al comedor y se sentaron a la mesa. La comida fue un tanto larga y complicada. Se habló de muchas cosas, la hermana de la señora de la casa se mostró muy severa con las costumbres del tiempo. Según ella, se iba al caos.

Pedro Zabaleta quedó algo extrañado del prestigio que su amigo Adrián tenía entre aquellas chicas. Sobre todo una de ellas, Dolores, no hacía más que mirar a Adrián y hablar con él. Se veía que se entendían los dos muy bien con la mirada y que tenían muchos secretos entre ellos. Durante la comida siguió este juego, hasta el punto de que ni él ni ella contestaban a veces muy acordes a lo que les preguntaban las personas serias.

Algunos filósofos que se han ocupado del amor han dicho, y no sabe uno si es cierto o no, que lo que hace que no se aburran los enamorados cuando están juntos es que hablan de sí mismos siempre o de algo muy relacionado con ellos. Es decir, que el amor para esos pensadores es el egoísmo a dúo.

Concluida la comida, pasaron de nuevo al salón. Dolores Emparan tocaba la guitarra muy bien. Había aprendido en Pau; Adrián sabía igualmente manejárselas con la vihuela, y ella y él se acompañaban y cantaban seguidillas, cachuchas, boleros y fandangos.

El señor Ponce de León dijo que debían cantar en vascuence, y, efectivamente, Dolores cantó con malicia, acompañada por Adrián, la canción de las tres señoritas donostiarras que tienen una tienda en Rentería y que saben mejor beber que coser:

Donostiako hiru damatxo

Errenterian dendari

Josten ere badakite baina

Ardoa edaten hobeki.

María, la mayor de las señoritas de Emparan, después de oír a su hermana y a Adrián tocar la guitarra y cantar, se puso en el viejo clavicordio, que estaba en la sala entre dos balcones, y empezó a tocar una contradanza de compás muy marcado.

Las muchachas comenzaron a bailar entre risas y bromas. Adrián se dispuso también a hacerlo, porque presumía de buen bailarín. Le habían dado clase en el Seminario de Vergara. Un sobrino de la casa, hermano de María y Dolores, que era un tanto huraño, no quiso bailar, a pesar de la invitación de las chicas.

Zabaleta, muy musical, y que estaba deseando lucir sus habilidades, cuando María Emparan se levantó del clave se sentó en el banco del piano y empezó a tocar otros contrapases clásicos. Tocaba no sólo la melodía sino el acompañamiento. María se puso a bailar. Lo hacía muy bien, recogiéndose las faldas con unas reverencias ceremoniosas dignas de Versalles. Adrián, que también había cultivado el baile en Pau, pasaba el brazo izquierdo por la cintura de la pareja y alargaba la mano derecha para tomar la punta de los dedos de la señorita de Emparan.

A media tarde apareció otra muchacha amiga de las tres gracias, Margarita Olano, que llegaba de Legazpia, donde vivía. Esta chica, en vista de que no había muchachos bailarines, hizo el papel de galán con Dolores, dedicándose a los saludos de cintura para arriba, como los caballeros, en vez de hacerlos echando el pie para atrás, como las damas. Margarita dominaba la técnica, que sin duda le habían enseñado en el colegio aristocrático de Angulema, donde estudió.

Era aquél un baile elegante y casi metafísico, sólo de figuras, que no tenía el aire erótico y sensual de las danzas del Mediodía ni el gimnástico y un poco infantil de las del Norte.

La que disfrutaba con estos bailes y canciones y no se cansaba de admirar a sus sobrinas era la tía Eusebia, hermana del señor Emparan de Azcoitia, que no opinaba como sus hermanos, ni como su cuñada, a quienes estas figuras y estos bailes tan alambicados traídos de Francia no les gustaban del todo.

La tía Eusebia, Eushebi le llamaban las personas mayores, vivía con su hermano don Ignacio Emparan en Azcoitia y era soltera.

Era una de esas mujeres que tienen una pasión del trabajo y de la actividad insaciable y a quien muchas veces la gente les atribuye defectos que no tienen, porque son excesivamente sinceras y de menos prudencia que los demás.

Hermana de la dueña de la casa, también soltera, y que pasaba temporadas con ella en Azpeitia, era Carlota de Balda. Esta era una mujer un poco triste, de unos cuarenta años. Tenía las facciones muy acusadas, como de galgo, y parecía que estaba siempre olfateando en el aire, como los perros de caza. Vivía parte del año en Urrestilla, donde tenía una casa solariega.

De inteligencia clara para las cosas prácticas, decían que era muy mística. Iba a la iglesia a la misa del alba y se aseguraba que durante la juventud llevó cilicio. Si había algún enfermo en el pueblo se quedaba a velarle, vestía a los muertos después de rezar con la familia y con el cura las oraciones rituales que se llaman las recomendaciones del alma.

A pesar de su perfección, era bastante sensible a la vanidad y al elogio, y el que la pusieran como modelo de mujeres perfectas y virtuosas la encantaba. Vestía de negro, hablaba muy poco, según decían para no murmurar de los demás. No salía casi nunca de casa, más que a la iglesia o a visitar a los enfermos.

A media tarde llegaron a felicitar a don Antonio Emparan dos señoritas de lo más distinguido del pueblo con su madre, casi centenaria: la señora y las señoritas de Oñez.

Era ella viuda de un militar que había estado en América y se había retirado a vivir en Azpeitia.

Las hijas parecían tan viejas como la madre. Esta tenía un aire impasible, como petrificada, la tez pálida y el pelo muy blanco lleno de rizos que le sentaban muy bien. La mayor de las hijas tenía un aspecto casi igual que su madre, la más joven quería alternar con las muchachas de poca edad y fingía una alegría y una animación que daba la impresión de ser falsa. Esta dama componía versos elegiacos y lacrimosos, que enviaba a los amigos con la firma que había adoptado, de Sirena del Urola.

Las señoras formales no querían que las muchachas se dedicaran toda la tarde a bailar; les parecía sin duda pecaminoso, y las incitaron a que salieran a la huerta. A ellas les siguieron los jóvenes y jugaron a la comba y a las cuatro esquinas. Esto tampoco pareció bien a las señoras, y dijeron a las chicas que subieran.

Aparecieron en el salón con unas rosas en el pelo. Las tres gracias indicaron que ya debían volver a Azcoitia. Margarita Olano decidió marchar con ellas.

Se despidieron de todos, se buscó a la tía Eusebia, se avisó al cochero de la berlina que las había traído y éste se presentó poco después. La tía Eusebia se puso una manteleta ligera y las chicas unos gorritos con cintas, y luego de despedirse afectuosamente de parientes y de amigos, el coche salió despacio, al trote de dos caballos blancos, camino de Azpeitia.

Poco después, el birlocho donde habían llegado Adrián y Pedro Zabaleta partió disparado en dirección de Azcoitia y alcanzó pronto a la carretela en donde iban las damas. Se vio agitarse un pañuelo en la ventanilla de la berlina y el cochecito avanzó y después retrocedió hasta ponerse detrás de ella.

Al llegar a Azcoitia, el coche se detuvo delante de una casa antigua de piedra, y el birlocho se paró un poco más atrás. Adrián y Zabaleta ayudaron a las señoras a bajar de la berlina y se despidieron de ellas. El cochero fue a encerrar el coche y los caballos a una cuadra próxima y el del cabriolé tomó de prisa el camino de Vergara.