I

VIAJE EN COCHE

EL cochecito de dos ruedas había salido de Vergara por la mañana. Subió por el alto de Elósua, pasando después por el monte Musquirichu, y se fue acercando a Azcoitia por la orilla del río Urola.

La mañana de junio estaba brillante de luz y al mismo tiempo fresca. El campo aparecía muy verde, los montes frondosos y el cielo azul, con nubes blancas y pomposas, se presentaba encima de los picos y de las alturas.

Marchaban en el cochecillo dos jóvenes con aire de estudiantes. El que lo guiaba era un aldeano del país tocado con una montera de paño pardo.

Uno de los jóvenes era Adrián Erláiz, ya convertido en un mozo alto, fuerte y esbelto. Tenía el rostro bien perfilado, la nariz acusada y prominente, los ojos claros y la tez curtida por el aire y el sol. Llevaba el pelo largo. Daba la impresión de salud y de fuerza orgánica.

El que le acompañaba era más bajo, más moreno, con los ojos oscuros y brillantes.

Los dos jóvenes llevaban gabán gris con grandes solapas, sombrero de alas anchas y corbata de varias vueltas. En Francia hubieran dicho que eran dos muscadins, dos incroyables.

En el pescante se veía un baúl pequeño y una maleta.

Iban los dos viajeros mecidos por el movimiento del cabriolé sin hablar apenas, y al acercarse al río Urola y ver de lejos las casas de Azcoitia comenzaron una conversación para ellos entretenida, en la cual se referían a los condiscípulos que habían dejado en el Seminario de Vergara, donde ambos sin duda estudiaban. El compañero que iba en el coche con Adrián se llamaba Pedro Zabaleta.

—¿Qué vamos a hacer aquí? —preguntó éste.

—No tengas cuidado. Yo te aseguro que no te aburrirás —contestó Erláiz.

—¿Tienes algún programa?

—Sí; ya sabes que estamos invitados hoy a comer en casa de Emparan, en Azpeitia…; habrá chicas guapas…; después volveremos a Azcoitia y nos quedaremos ahí algunos días, si te parece.

—Bueno, bueno. Muy bien.

Adrián había cambiado desde que llegó por primera vez a Itzar. Pasó tres temporadas de curso en Pau y dos en Vergara. Tenía veintiún años. Los veranos, por las vacaciones, acompañaba a su tío el vicario; luego iba a Lastur y pasaba algunas semanas en casa de su pariente Altuna de Azcoitia. Los profesores de Vergara aleccionaban a los discípulos para que fueran sociables, visitaran a los amigos y parientes y supieran presentarse bien en sociedad.

El verano anterior, Adrián había estado en casa de su tío en Azcoitia y visitado con frecuencia a las señoritas de Emparan y escrito cartas incendiarias a Dolorcitas, de la que estaba cada vez más entusiasmado.

Para las vacaciones de aquel año Adrián había invitado a que pasara con él parte del verano en Itzar y en Lastur a su amigo y compañero de estudios Pedro Zabaleta. También pensaba que podría estar algunos días en Azcoitia, si el señor Altuna no tenía invitados de compromiso.

Zabaleta era de Irún y quería, por reciprocidad, que su amigo Erláiz pasara una temporada en su pueblo.

A medida que avanzaban en el camino al trote del caballo, la masa oscura y sombría del monte Izarraitz, entre Azpeitia y Azcoitia, se iba destacando amenazadora.

Izarraitz, la peña de la estrella en vasco, aunque no llega a los mil metros, tiene un gran aire de montaña clásica, con un contorno muy expresivo.

—¿Habrás subido varias veces ahí? —dijo Zabaleta a su compañero.

—Sí, con frecuencia —contestó Adrián—. Conozco ese monte casi tan bien como mi casa. He ido varias veces con mi tío a buscar plantas. Hay canteras de jaspe con vetas de variados colores y árboles magníficos.

—¿Así que vale la pena de que vayamos?

—Sí, tiene unos rincones fantásticos. Hay, además, jabalíes, zorros, gatos monteses, y algunos inviernos dicen que han aparecido osos. Claro que todo esto desaparecerá pronto.

—¿Crees tú?

—Naturalmente, con la civilización.

—¿Y brujas habrá también?

—Sí; no tantas como en la Peña de Amboto y en Murumendi; pero también las hay.

—¿Y eso a ti no te parecerá una vergüenza?

—A mí, no; ¿por qué?

—Y este río, ¿cuál es?

—Este es el Urola. Nace en la sierra de Aitzgorri, que viene de la parte de Legazpia. Con este nombre de Legazpia parece que se le conocía antiguamente, al menos en los libros, y así le llama Valbuena en su poema Bernardo del Carpio.

—Poema pesado.

—De plomo.

—¿Es que tú tienes admiración por los demás poemas famosos que sirven para embrutecernos en las clases?

—Yo, ninguna. Los detesto en detalle y en bloque.

—Veo que te avienes a razones.

—Siempre he sido razonable, aunque tú no lo creas.

—¿Y dónde desemboca este río?

—Aquí viene de la parte de Zumárraga y de Villarreal, cambia de dirección cuando le sale al paso el monte Izarraitz, y va por Azcoitia, Azpeitia y Cestona a salir a Zumaya.

Después de avanzar en línea recta en dirección del monte, el coche torció a la derecha siguiendo el curso del río y se acercó a buscar Azcoitia.

—Es hermosa esta vega —dijo Zabaleta.

—Sí, es fértil y soleada.

—En Guipúzcoa, sólo la de Irún es tan ancha, y quizá más.

—Tú, como eres de allí —dijo Adrián en broma.

—No, eso es verdad. Aquello es espacioso y soleado.

—Pues si fueras a América, ¿qué dirías?

—Eso ya se comprende. No vamos a presumir los vascos de tener tierras ubérrimas y feraces.

—¡Claro que no! Yo creo que cuando vaya a Méjico no me voy a poder acostumbrar a aquellas enormes llanuras.

—Lo que esto tiene —indicó Zabaleta— es como un aire más antiguo, más arcaico que lo de Irún. Por aquí debe de haber muchas ermitas, iglesias y conventos.

—Sí, muchas.

Siguieron marchando en el cochecillo.

Los campos estaban verdes, los maizales crecidos, en las laderas de los montes brillaban los prados con toda clase de matices de verde y en las huertas aparecían los manzanos llenos de fruta.

Hablando y bromeando llegaron a Azcoitia. Azcoitia tenía en esta época tres barrios: Iparcale, Laguardia y Santa Clara, cada uno con su portal que se cerraba de noche. En uno de estos portales, en la pared, se fijaban antiguamente los carteles de desafío de los banderizos y de los parientes mayores de la provincia. El pueblo tenía entonces murallas y se entraba y se salía por alguno de aquellos portales, que eran de piedra sillar.

Pasaron por una calle en cuesta, flanqueada a un lado y a otro por filas de alpargateros que trabajaban a las puertas de sus casas. Algunos, que, sin duda, conocían a Adrián, le saludaron levantando en el aire la mano armada con la lezna. El coche torció a la derecha y se detuvo ante un caserón grande. Bajó Adrián, después Zabaleta, y con ayuda del cochero llevaron el baúl pequeño y la maleta al portal.

—Yo creo que podemos seguir —dijo Adrián a su amigo—. ¿O es que tú quieres descansar?

—Yo, no; no estoy cansado.

—Bueno, pues entonces adelante. Vamos a Azpeitia, a casa de don Antonio Emparan, que celebra hoy su santo.

Saltó Zabaleta al birlocho, después Adrián, ocupó su asiento el cochero y salieron por otro portal a la carretera.

Adrián fue señalando a su amigo y condiscípulo lo que le parecía más interesante en el trayecto. A la derecha del río Urola le mostró primero la fábrica de paños, la ermita de San Martín, el hospital y la casa de la Misericordia, la torre de Biscargui, la ermita del Espíritu Santo, la casa de Peñaflorida, el santuario de Loyola con su hospedería, la fábrica de mármoles y el hospital.

A la izquierda del río le señaló otras casas solariegas, luego el camposanto, el convento de Santa Brígida, la casa de la Cadena, Nuestra Señora de Olás, el convento de San Agustín, el de Santo Domingo, el juego de pelota, la Magdalena, la Alameda de Ercusta y, por fin, la casa de Emparan de Azpeitia, donde iban a comer.

Llegaron a la plaza, se detuvieron ante el portal y bajaron del coche.

Adrián y Zabaleta se quitaron los abrigos ligeros que llevaban y aparecieron con casaca a la moda; la de Adrián era de color castaña y la de Zabaleta verde. Se ajustaron y arreglaron los pliegues del encaje de la pechera y subieron las escaleras muy lustrosas de la casa.

Esperaron en el recibimiento y todavía pudieron echar una mirada en el espejo para ver su indumentaria.

Adrián estaba de punta en blanco. Podía presumir. Tenía los hombros anchos, la cintura estrecha y vestía como un parisiense.

Llevaba pantalones de nankin, medias blancas de seda y casaca de color castaña con menos faldones que las antiguas, y que empezaba por entonces a llamarse frac, chaleco de terciopelo, pechera de camisa bordada y zapatos brillantes. Zabaleta usaba casaca de color verde dragón y pantalones más oscuros, e iba menos currutaco.

Una criada, con su cofia blanca, pasó a los dos jóvenes a un salón grande, en donde había diez o doce personas.

Adrián las conocía a casi todas, las saludó y les presentó a su amigo Zabaleta.