CONOCIMIENTOS DE PAU
PAU es una ciudad agradable y simpática. Se yergue sobre una planicie que domina el valle ancho y riente en cuyo fondo corre el río en caprichosos meandros, dejando varias isletas. Hacia el Norte tiene un escalonamiento de cerros y hacia el Sur el panorama espléndido de los Pirineos, con las cumbres blancas por la nieve. El clima es suave y templado.
Esta ciudad del Mediodía de Francia, en pleno otoño y a personas como doña Cristina y Adrián, que venían del sur de Méjico, les pareció muy pálida y muy gris.
Llevaban una recomendación de don Fermín Esteban para un teniente coronel francés, Velaz, que residía en Pau y era amigo de los profesores del Seminario de Vergara. Este militar estuvo muy amable con Adrián y su madre y les recomendó el colegio al que debían dirigirse y el hotel donde doña Cristina podía hospedarse.
Adrián entró en el colegio a seguir los estudios, según los deseos de su padre de que aprendiera a hablar correctamente el francés y el inglés.
Los primeros meses debieron ser para Adrián un verdadero suplicio. Aquella sujeción le trastornaba, le volvía loco, pero se contenía como podía.
Durante las vacaciones, doña Cristina, que no quería de ninguna manera romper las relaciones con su hermano, volvió a Itzar, aunque Adrián se mostraba bastante reacio a ello.
«¡Para qué habremos venido a Europa! —decía Adrián algunas veces con desesperación—. ¡Esto es un presidio!».
El vicario les recibió muy bien, y Adrián, que iba perdiendo su tosquedad y salvajismo primitivos, se encontró poco después en la casa a gusto.
Don Fermín Esteban leía por entonces el Emilio, de Juan Jacobo Rousseau, a quien en aquella época no se le consideraba todavía como un réprobo. En muchas cosas estaba de acuerdo con el autor ginebrino.
Conforme con las ideas pedagógicas del autor, el vicario pensó que quizá a Adrián le conviniera aprender un oficio para serenarse. No le pareció prudente consultárselo a él. Se lo dijo a su hermana, y ésta, de acuerdo, mandó traer un banco de carpintero y herramientas.
Don Fermín Esteban quiso hacer unos nuevos estantes para su despacho. Como Adrián vio de lo que se trataba, empezó a trabajar con entusiasmo.
—¿Qué le parece a usted esto, tío? —le decía.
—Muy bien, muy bien.
—Pues lo he hecho yo.
—Muchas gracias, chico, te lo agradezco mucho.
Adrián iba perdiendo su desconfianza y su rudeza y llegó poco a poco a acompañar a su tío en sus paseos botánicos y a llevarle la caja de cinc y a ayudarle a arrancar las plantas con todo el cuidado posible. También aprendió a jugar al ajedrez, y adelantó tanto en el juego, que su tío tuvo que poner mucha atención en la marcha de las fichas para que no le ganara. Después, Adrián jugaba con el secretario, don Venancio, a quien ganaba implacablemente. Ya no tenía la hostilidad de antes por la casa y por todo lo de alrededor. Ahora atendía a la Mari Joshepa y había hecho amistades con el gato Cholín, antes tan enemigo suyo, que le consideraba lo bastante para ponerse en sus rodillas y estar haciendo runrún.
El vicario, por este tiempo, comenzó a hacer un estudio sobre los erizos de mar. Adrián le acompañó a las rocas de la costa y anduvo descalzo por las peñas negras buscando estos animales, que viven en sociedad. Oyó después las explicaciones de su tío, y al ver que entre las púas de su caparazón tenían conchas agujereadas, preguntó de qué provenían, y su tío le explicó cómo los equinodermos tienen un aparato en la boca, que los naturalistas llaman, no se sabe por qué, la linterna de Aristóteles, con la que rompen las valvas de los moluscos que encuentran para comerse su parte carnosa.
Adrián guardó la explicación en la memoria para cuando llegara un buen momento de lucirla.
En esto, el vicario aconsejó a su hermana que llevara a Adrián a pasar una temporada a una casa de su primo, que vivía en una aldea próxima llamada Lastur.
Adrián marchó contento, acompañó a los pastores a llevar el ganado por el monte Anduz, subió a otros montes próximos y volvió a gusto a casa. Por entonces lo que le espantaba era la perspectiva del colegio de Pau.
«No hay que formarse de antemano una idea negra de una cosa —le dijo su tío—. Antes también te parecía muy duro el estar aquí y ahora te parece agradable. Quizá te ocurra lo mismo cuando lleves tiempo en el colegio.»
Adrián no encontraba la hipótesis nada probable. Llegó el otoño, y el joven Adrián, que había mirado la época de marcharse de Itzar como una liberación, comenzó a creer que aquel rinconcito de la costa era muy simpático y que no sentía ningún placer en abandonarlo.
Tenía sus amigos y se entendía muy bien con su tío; comprendía que era un hombre recto y con un fondo de justicia y de bondad.
La vida en Pau, que se le presentaba como un camino áspero y duro, no sólo no lo fue tanto, sino que se le presentó con perspectivas muy inesperadas y halagüeñas.
El año anterior, en el hotel donde paraban, en la plaza Grammont, habían encontrado un señor de Azcoitia, pariente de la madre de Adrián. El señor, de apellido Emparan, estaba casado con una Altuna y tenía dos hijas en un colegio de monjas. Hablaron con él un momento. Aquel año el señor Emparan se presentó con dos muchachitas preciosas y con una parienta de unos cuarenta años, tía de las dos niñas.
El señor Emparan conocía a don Fermín Esteban y había estado años antes a visitarle en Itzar y había hablado con él.
Con este motivo se entablaron relaciones muy amistosas, y como la madre de Adrián, doña Cristina, tenía que quedarse toda la temporada en Pau, se dispuso que las dos señoritas de Emparan, los días de fiesta, fueran al hotel de la plaza Grammont a comer con doña Cristina y a salir a pasear cuando hiciera buen tiempo.
Al encontrarse Adrián en el hotel con aquellas dos muchachitas los domingos se mostró un tanto bruto y huraño. Ellas se reían y le hacían poco caso. Le tenían por cazurro, por sournois.
Eran las dos niñas de Emparan muy bonitas y prometían ser dos mujeres guapas. María, la mayor, era coqueta, brillante y satisfecha, muy entonada y ambiciosa. Dolorcitas, la pequeña, era alegre, sonriente, burlona. Se reía de todo el mundo, aunque con mucha diplomacia.
Muchas veces doña Cristina y las chicas, acompañadas de Adrián, fueron a contemplar el panorama de los Pirineos con sus dos picos, el de Midi d’Ossau y el de Midi de Bigorre, y el circo de Vignemale.
Adrián daba explicaciones para lucirse, pero las muchachas no le hacían siempre gran caso.
Aunque Adrián tuvo muchas rabietas por causa de las dos niñas, llegó a ser amigo de Dolores, la menor. A pesar de esto, ella se burlaba de él. Le contaba sus cosas, las cuestiones que tenía con sus amigas del colegio y los jóvenes elegantes que le presentaban. Entonces Adrián se sentía celoso y tenía rabia contra ella. En general, iba perdiendo su antigua tosquedad. En esta época Adrián no estaba nada contento de sí mismo; se encontraba feo, torpe, sin gracia, con unos movimientos de piernas y de brazos inarmónicos, estúpidos y desagradables. Tenía un gran odio por todos los estudiantes elegantes que veía.
Cuando doña Cristina iba a buscar a las dos niñas al colegio para llevarlas a paseo, Dolores se las arreglaba para hacer rabiar a Adrián. Él, muchas veces, quería devolverle la pelota, pero ella tenía más correa, y aunque le incomodara algo lo que le dijera, no se le notaba. En cambio él se sulfuraba con mucha facilidad.
En esta pequeña lucha se habían hecho indispensables el uno para el otro.
«Voilà que mademoiselle Dolores commence a taquiner monsieur Adrien», decía la camarera de la fonda.
En el colegio, la señorita Dolores tenía fama de finette. Se creía que era maliciosa e inteligente. Doña Cristina le llamaba percheta o perchenta, que en vasco, o por lo menos en vasco-francés, es una palabra de un sentido similar a la francesa finette.
Adrián iba perdiendo su tosquedad, pero no podía acabar con ella del todo. A veces se interrumpía mentalmente en una conversación, y pensaba: «Estoy diciendo lugares comunes con un aire de hombre ingenioso. Me estoy poniendo en ridículo —(después pensaba)—. ¿Ante quién? Ante mí mismo».
Pensó varias veces en lo difícil que era accionar con gracia y con medida, y se acostumbró a accionar lo menos posible y a no mover los brazos.
El accionado de los demás le parecía casi siempre ridículo.