ADRIÁN, DE CHICO
LA casa de don Fermín Esteban era espaciosa y cómoda. Tenía en el piso bajo un despacho en el cual se recibía a la gente para las cuestiones relacionadas con la parroquia, como misas, bodas y bautizos; un comedor, la cocina y dos cuartos para la Mari Joshepa y su marido; en el piso alto, su gabinete de botánico con sus libros y sus papeles, la alcoba y dos cuartos grandes cerrados, que por entonces no se usaban, y que se habilitaron para doña Cristina y su hijo Adrián.
En cuanto llegaron sus parientes, don Fermín Esteban, que ya tenía preparado el plan para la educación de su sobrino, pensó en ponerlo en práctica. El chico iría a la escuela. El maestro era al mismo tiempo el organista de la iglesia. No era hombre de mucha cultura ni de carácter, pero tenía paciencia, y con paciencia se puede hacer mucho. Después, el cura pensaba dar a Adrián dos horas de lección todos los días.
Este plan del vicario se estrelló ante el salvajismo del chico. Era imposible meterle en cintura. No quería estudiar, se consideraba con toda clase de derechos y sin ninguna obligación. No hacía caso de nadie, ni le importaba que le dijeran esto o lo otro.
Al principio le hizo don Fermín algunas recomendaciones: «No andes con los zapatos llenos de barro en el suelo encerado, porque la Mari Joshepa tiene mucho que trabajar.» «No revuelvas los pliegos donde tengo las plantas.» «No persigas al gato, déjale.»
Adrián no hizo caso de ninguna de estas recomendaciones. Quiso coger al gato varias veces, pero Cholín se le escapaba y se subía a un árbol y desde allí se le quedaba mirando.
—¿Qué se creerá este estúpido? —debía de pensar el gato—. ¿Que conmigo va a tomarse familiaridades?
El perro Capitán se hizo amigo del joven Erláiz.
Don Fermín Esteban, al mes de tener en su casa a su hermana y a Adrián, dijo a doña Cristina.
—Este chico va a ser un bárbaro. No tiene ninguna afición a la lectura. No sé lo que vas a poder hacer con él. Yo no soy de los que creen en el viejo refrán de que la letra con sangre entra; pero con éste, si sigue así, no vas a tener más remedio que llevarle a un sitio donde le domen, porque si no va a ser un salvaje. No quiere estar en casa un momento y no le interesa nada. Ya verás tú lo que haces.
—Ten en cuenta que está muy mal acostumbrado.
—Sí, ya lo tengo… Si no le gustara el latín, pero le gustara algo, las Matemáticas o la Historia natural…, estaría bien; pero es que no le gusta nada.
Adrián reconocía en su fuero interno que esto era cierto, nada de lo que le enseñaban le producía curiosidad o interés, fuera la Gramática, la Historia Sagrada, la Aritmética, etc. Todo le parecía de un aburrimiento letal.
Como decía la Mari Joshepa, Adrián no tenía idea buena en la cabeza. Había leído la primera parte del Robinsón y las hazañas de bucaneros y filibusteros y hubiese querido imitarles.
Le gustaba reunirse con dos o tres chicos los más zarrapastrosos del pueblo. Uno era un chiquillo desmedrado que se llamaba Sabino. De Sabino había pasado a llamarse Shabino y de Shabino se transformó en Shabiron o Shabiroya, que es un pez minúsculo que suele haber en las playas, y cuyas espinas se clavan en los pies descalzos y producen inflamaciones dolorosas.
Este chico, Shabiron, que entendía mal el castellano, se forjaba fantasías y confusiones extrañas. Había oído sin duda a los marinos del puerto de Elguea hablar del mar de los Sargazos, y decía que había sitios en el mar con caminos y jardines por donde andaban los camellos y las jirafas. Creía también que había bosques con castaños. Esta idea procedía de que en vascuence se llama itsas gastaiño (‘castaños de mar’) a los castaños de Indias. Otra extravagancia marina eran los vientos chocolateros, que se llamaban así, según él, porque arrastraban chocolate.
Shabiron tenía la obsesión del mar. Las mismas cosas que contaba Adrián de su viaje de Méjico a España, las volvía a contar Shabiron, arregladas y transformadas a su gusto.
El otro compañero de Adrián era el hijo de un campesino, a quien llamaban Satorra, ‘el Topo’. Este había heredado el apodo paterno y era decidido y valiente. Los tres chicos tenían la ilusión de hacer una casa en la costa vasca y luego recorrer los mares del mundo y recalar en su rincón, que sería como un museo de sus aventuras.
El mar les llenaba de asombro, y la idea de que estaba lleno de ballenas, de tiburones, de pulpos, de serpientes enormes, de fábricas de chocolate para los vientos chocolateros les admiraba. Les habían dicho que las serpientes de mar se levantaban más alto que las mayores olas y tenían unas melenas y unos ojos furibundos. Ello, unido a los piratas, a los tesoros escondidos, a las perlas, a los corales y a las fábricas de chocolate, les hacía palpitar el corazón.
Shabiron decía que había rebaños en el mar y dibujaba toscamente un barco en la arena y decía que en aquel barco viajaría él.
—¿Cuántos barriles de oro y de plata habrá en el fondo de estos mares? —exclamaba—. Y ¿de quién será todo esto?
—Probablemente, del diablo —contestaba Satorra.
Contaba también Shabiron que un día había encontrado en el campo a un hombre tendido en el suelo con un anillo en la oreja. Al verle, echó a correr, porque supuso en seguida que aquel hombre era un pirata. Esto de los piratas les llenaba de admiración. Adrián hablaba también de los bucaneros. Muchas veces había batallas de piratas y bucaneros entre la chiquillería al pie de las rocas, y se distinguían los unos de los otros porque unos llevaban un banderín rojo o un banderín blanco con una calavera y dos tibias. Estos terribles enemigos tiraban petardos que levantaban un poco de arena en el aire.
El padre de Shabiron era el sacristán, el campanero y el enterrador de la aldea. Tenía una casita y hacía redes para los pescadores de los pueblos próximos.
Otro amigo de Adrián, Ishquiña, no era marítimo, sino terrestre, de un caserío próximo al monte Anduz; era también supersticioso, pero de otra clase de supersticiones. Temblaba pensando en las brujas del monte Murumendi, en el Basojaun y en el cura cazador Eiztari Beltz, que pasaba de noche por el campo persiguiendo a las liebres.
El párroco don Fermín Esteban notó pronto que sus explicaciones científicas eran contrarrestadas por las de Shabiron, Ishquiña y Satorra.
No había manera de dominar a Adrián. No respetaba nada, entraba en la huerta, arrancaba las plantas pequeñas o las pisaba, tiraba piedras a las frutas verdes de los árboles o tronchaba las ramas, perseguía al gato y hacía agujeros con la azada en los cuadros recién labrados y sembrados.
Había leído en Méjico las aventuras de Miguel el Vasco, famoso bucanero de la isla de la Tortuga, y creía que él sería capaz de realizarlas.
Estuvo también en la Sierra Madre del Sur, donde hay grutas de enormes dimensiones, clima en algunos sitios tropical y en otros casi fresco. Había visto mestizos, indios y negros de origen africano y filipino. No quería nada con los libros de la escuela, que despreciaba, y únicamente le gustaba huronear por aquí y por allá, pero no leer ni estudiar ni estarse quieto ni tranquilo.
«Sobre todo, lo que desprecia profundamente es la biblioteca», decía don Fermín Esteban con ironía.
El chico cantaba canciones que le enseñaban en la escuela. Don Fermín Esteban no se había parado en ellas. Una vez, al oír la letra de una, se fijó y le chocaron los disparates que decía. Una de estas canciones terminaba exclamando: «Al cielo eleva “serpiente oración”».
—Pero, oye, oye —le dijo un día a su sobrino—: ¿Qué es eso de «serpiente oración»?
—No sé; así nos lo enseñan a nosotros en la escuela.
Cuando el vicario comprendió que se trataba de ferviente oración se echó a reír. Otros muchos disparates decía Adrián de cosas que no comprendía o más bien en las que no se fijaba ni le importaban.
En vista de que su hijo no se entendía con su tío ni avanzaba con el maestro, doña Cristina decidió que fuera Adrián a Elguea, pueblo próximo de la costa, donde había un maestro castellano, don Hipólito Sánchez, muy severo y pedante, que enseñaba a los chicos el Latín, la Gramática y la Geografía por el procedimiento pedagógico de los palmetazos. El maestro era un hombre severo, achaparrado, de cabeza grande y pelo rizado, cara bronceada, brazos cortos y manos fuertes y peludas. Era de los más clásicos practicantes de la máxima de la letra con sangre entra, y él mismo estaba convencido de que si sabía latín era porque le habían zurrado la badana en la juventud con frecuencia.
Adrián, entonces, comenzó a bajar a Elguea por la mañana, comía allí y volvía a Itzar al caer de la tarde.
La actitud y las ideas de Adrián dejaban al maestro don Hipólito estupefacto. No había tenido bajo su férula a ningún muchacho tan díscolo y tan rebelde; así que la palmeta andaba con él que era una bendición.
Un día, a los seis meses de tenerle de discípulo, y después de calentarle con el instrumento pedagógico ex abundantia cordis, dijo don Hipólito severamente al rebelde colegial:
—Espera aquí.
Adrián esperó con cierta tranquilidad, porque la terrible palmeta no estaba en la mano del maestro.
Don Hipólito tenía la costumbre de dejarla cuando terminaba la clase.
—He sabido —dijo después a su discípulo— que tu conducta deja mucho de desear.
—¿Yo qué he hecho?
—Tú eres un libertino, un disoluto, dissolutus, y te advierto que si yo fuera tu padre otro gallo te cantara —y le dio un pescozón con los nudillos—. A ver, primera declinación: Singular: Rosa. ¿Nominativo?
—Rosa.
—¿Genitivo?
—Rosae.
—¿Dativo?
—Rosae.
—¿Acusativo?
—Rosam.
—¿Ablativo?
—Rosa.
—Bueno. Está bien. Segunda declinación. Templum. Regla de los terminados en um.
—Los en um, sin excepción, del género neutro son —dijo Adrián.
—Bueno. A ver. Singular. ¿Nominativo?
—Templum.
—¿Genitivo?
—Templi.
—¿Dativo?
—Templo.
—¿Acusativo?
—Templum.
—¿Ablativo?
—Templo.
—Ahora el plural. ¿Nominativo?
—Templum… no. Templo… templa.
—Calla, calla salvaje… Eres un perfecto borrico, asinus perfectus… Eres la deshonra de mi colegio.
—Mejor.
—Porque cuidado que he tenido yo malos discípulos; pero uno tan necio y tan bruto como tú, tan stultus completus, jamás. ¿Es que no sabes las declinaciones aún? Vamos a ver las conjugaciones. A ver. Presente de indicativo del verbo ser: esse: Sum, Es, Est, Sumus; Estis; Sunt. Ahora di tú los otros tiempos.
—No los sé —dijo Adrián.
—¿Que no los sabes?
—No.
—¡Qué cinismo, pero qué cinismo! He perdido mi vida —exclamó don Hipólito con cierto sentimentalismo y mirando al techo—. He perdido mi vida en desasnar zoquetes, Stultorum infinitus est numerus ya lo sabía, pero no tanto. O tempora o mores —y dio un paseo por la clase—. ¿Qué quiere decir O tempora o mores, insensato? —le preguntó a Adrián.
—Quiere decir ‘O témporas o moros’.
—Eres un salvaje, un bruto —y el maestro levantó los brazos en alto—. Puedo decir, como Tito, Diem perdedi. Está uno soportando tanta estupidez años y años, equo animo. Estos animales tienen orejas y no oyen, Aures habent et non audient. He tenido como máxima consagrar la vida a la verdad, Vitam im pendere vero, y he sido la voz que clama en la soledad, vox clamantis in deserto, y ¿qué premio he tenido? Ninguno. Bien, joven Erláiz, bien; di a tu tío don Fermín Esteban, a quien venero y respeto como se merece, que tú no sirves para el estudio, que eres un mastuerzo, un animal de bellota, y que te ponga a cultivar cebollinos o a guardar ovejas. Y ahora, márchate cuanto antes. Aeternum vale —y levantó la palmeta en el aire.
Adrián se decidió y salió de la clase de estampía, como un cohete; don Hipólito le ganó por la mano y le dio un puntapié en el trasero que le quitó la respiración.
Adrián, exasperado, al salir a la calle cogió una piedra del suelo y la tiró a una ventana de la escuela, pero no le dio. Como una vecina salió a gritarle, se marchó a Itzar.
La verdad era que la educación del chico iba tomando un carácter deplorable. Ya no fue a la escuela.
La amistad entre el tío y el sobrino no llevaba camino de realizarse.
Un domingo que Adrián había estropeado en la huerta todo el trabajo que Bernardo y la Mari Joshepa habían hecho en varios cuadros, don Fermín Esteban le llamó incomodado y le dijo que no creyera que porque su huerta fuese pequeña y pobre podía estropearla impunemente. Añadió que él había visto en América posesiones particulares más grandes que todas las provincias vascongadas juntas, pero que para él, que no tenía otra cosa, su huerta pequeña valía tanto como la posesión inmensa, y que el que no respeta lo pequeño porque es pequeño es un necio que está cerca de ser un miserable. Además, quería demostrarle que, aunque viejo, tenía energía para pararle los pies y para no dejarse atropellar por nadie, y menos por un estúpido como él.
Adrián escuchaba la reprimenda con aire de mal humor, y por la noche dijo a su madre que él no quería vivir en aquella casa.
«Espérate —le dijo su madre—; cuando venga una buena ocasión nos iremos.»
Don Fermín Esteban notó la hostilidad del muchacho y desde entonces le trató todavía más secamente.
Todos los días llegaba Adrián tarde a las horas de comer y de cenar, y entonces comía solo en la cocina. Hubo días en que Adrián no se presentó. El vicario mandó cerrar la puerta de la casa y el muchacho fue a dormir a la posada, que estaba detrás de la iglesia.
Un día dijo Adrián que se iba a bañar a la playa con unos amigos: vino la noche y el chico no aparecía. Doña Cristina estaba en una incertidumbre enorme y con un cuidado que no podía parar en ninguna parte. Cuando, ya por la noche, Adrián se presentó muy tranquilamente, don Fermín Esteban se enfureció, le agarró del brazo y le dijo: «Tú eres muy bruto y muy egoísta. Crees que lo tuyo es de mucha importancia y que lo de los demás no tiene ninguna; así has tenido a tu madre apurada todo el día; pero yo te voy a enseñar a respetar a las demás personas que valen más que tú. ¡Majadero! Y si no te convences con las razones te convenceré a palos. Así que ya lo sabes. Y ahora te puedes marchar, porque a mí no me haces ninguna falta.»
Adrián, rabioso, dijo a su madre que si no se marchaban él se escaparía de aquella casa.
Era muy difícil que un joven bárbaro llegado de América, que había vivido entre indios, pudiera manejárselas entre personas cultas. Tenía la idea de que nadie debía intervenir en su vida.
Su tío quería ocuparse de las plantas. Que lo hiciera, pero que no le molestara a él. Su madre pagaba la estancia allí. ¿A qué se metía con él? Que le dejaran. Si quería ser bruto nadie tenía derecho a impedírselo. Adrián ya comprendía muchas veces que se estaba portando mal, hecho un bestia, pero no quería cambiar ni avenirse a razones.
Doña Cristina, muy apenada, le iba calmando, y luego fue a hablar con su hermano. Él le dijo que veía que no se entendía con Adrián, que él creía haber hecho todo lo posible para encauzarle, pero que no lo había podido conseguir, y creía efectivamente que lo mejor que podían hacer era marcharse del pueblo.
Sacó el cura el dinero que le había dado su hermana y quiso devolvérselo, pero doña Cristina comenzó a llorar y le pidió que dejara pasar otro plazo a ver si el chico cambiaba.
Aquel disgusto de la familia impresionó algo a Adrián, y comenzó poco a poco a acomodarse a las costumbres de la casa y a no hacer barbaridades.
El cura le iba observando y el muchacho parecía que se iba dando cuenta de lo que eran las personas de su alrededor.
Llegó la época en que madre e hijo tenían que decidirse. Había que llevar a Adrián a un colegio de España o de Francia a que estudiara, por lo menos, francés e inglés.
Doña Cristina veía siempre la estancia en Francia como una serie de peligros, y tal consideración ofendía el orgullo de Adrián. Este hubiera preferido volver a Méjico, pero la misma tendencia de su madre le hacía ponerse en contra.
«¿Qué nos va a pasar en Francia? —decía—. Yo no tengo miedo a ir.»
Por fin, decidieron marcharse; don Fermín Esteban no tomó parte en esta cuestión. Seguía con sus trabajos de botánico y no quería intervenir en el asunto.
Al despedirse de su tío, Adrián parecía un poco confuso y vacilante. Don Fermín le dijo:
—Eres violento y orgulloso. No son condiciones malas, si con el tiempo puedes mitigarlas con la reflexión. Debes pensar más en lo que haces y no dejarte llevar por el capricho en cuestiones en que vaya tu interés, y sobre todo el de otras personas, porque una maldad o una brutalidad hechas por egoísmo pesan en la conciencia. También debes pensar en tu madre, porque todavía no notas que ella vive para ti y se sacrifica por ti en todos los momentos; pero con el tiempo lo notarás. No digo que esto lo estés pensando constantemente, pero de cuando en cuando piénsalo y tenlo en cuenta. Ahora, adiós —y le dio la mano.