IV

DIGRESIÓN SOBRE LA VILLA DE ITZAR Y LAS IDEAS DE LOS ERUDITOS

LA villa de Itzar era una aldea pequeña que estaba en una altura mirando al Cantábrico. Se componía de unas treinta casas, que formaban el casco del pueblo, rodeando a la iglesia, y de varios caseríos diseminados que formaban un núcleo de unos mil habitantes. La iglesia se consideraba antigua. Era de una sola nave y tenía el camarín de la Virgen. Esta era muy venerada en el país como protectora de los navegantes y marineros. La «Stella Maris» de los antiguos. En el coro había escrita una canción en loor de la Virgen, que tenía como refrán: Ave María Stella.

Sobre esta iglesia escribió una relación en castellano y en vascuence un vicario de un pueblo próximo, relación llena de exageraciones y de fantasías.

Para todos los eruditos de los siglos XVII y XVIII no había gloria mayor que la antigüedad y demostrar en muchas páginas que la aldea tal aparecía en el siglo primero o segundo de la Era Cristiana, que había pertenecido al convento jurídico de Pompeyópolis o de Clunia y que la citaban en el Itinerario de Antonino y en las obras de Estrabón y Pomponio Mela; todo esto era algo exquisito y un timbre de gloria.

Siempre o casi siempre sucedía que enfrente del erudito local que defendía la tesis de la antigüedad de su aldea o de su ciudad, aparecía otro de un pueblo próximo demostrando que no tenía exactitud ninguna aquella afirmación, y que Antonino, Estrabón y Pomponio Mela no se referían al pueblo aquél sino a otro más lejano.

La divergencia se resolvía en una serie de ironías y de sarcasmos y a veces terciaba algún tercer erudito en discordia que demostraba que ni Estrabón, ni Antonino, ni Pomponio Mela tenían exactitud en sus asertos y que habían hecho sus afirmaciones desde muy lejos, sin conocer el terreno y al buen tuntún.

Esto no era obstáculo para que la cuestión se renovara al cabo de algunos años y se volvieran a emplear los mismos argumentos.

Los eruditos vascos, al afán de sobresalir por la abundancia de citas latinas y griegas para los investigadores severos de segunda o de tercera mano, añadieron una pasión ferviente por las etimologías hechas a base del viejo idioma, que hacían más fantásticas y a veces también más plúmbeas sus obras.

Algunos combinaban esta manía con la de citar a todo pasto las Escrituras, en lo cual seguían a nuestro fantástico paisano don Esteban de Garibay y Zamalloa. Don Esteban, no contento con tener tras de su muerte su alma en la indiferencia, ni arriba ni abajo, y no ser ni de Dios ni del diablo, como dice Tirso de Molina en su comedia la Joya de las Montañas, hablando del extravagante cronista guipuzcoano, demostró ce por be en su Compendio historial que el patriarcal Tubal Caín hablaba vascuence y que había sido vecino en Mondragón y uno de los antepasados del historiador vasco. Probablemente el patriarca Tubal viviría entre Erdico-cale (‘la calle de en medio’) y Olarte-cale (‘la calle de Olarte’) y tomaría un chiquito de vino en la taberna de la Bashili o en la de Perico el Araguiarrapatzallia, o sea, ‘Perico el Decomisador de carne’.

Contra estas pretensiones bíblico-patriarcales salía algún erudito castellano enranciado y agriado en algún archivo o en alguna covachuela de los Pósitos, y con mal humor y una saña un tanto ridícula, que quería ser trascendental, negaba todas las suposiciones y argumentaciones y provocaba una serie de apologías, defensas, réplicas y contrarréplicas que no demostraban más sino que los hígados funcionaban de manera deficiente y que el cálculo en esta época se mostraba con mayor frecuencia que en el cerebro en la vesícula biliar.

A la rivalidad localista se agregaba a veces la hostilidad de una orden contra otra, de un obispado que se creía más antiguo y con mayores derechos contra otro floreciente y moderno.

Frailes piadosos, curas malhumorados, empleados de covachuelas, de Pósitos y de chancillerías más o menos eruditos tenían así motivos constantes de exponer sus ideas en obras pesadas, que muchas veces quedaban manuscritas y otras se publicaban en alguna oscura capital de provincia y se vendían en la calle del Horno Antiguo o de la Zapatería, en la librería de Pedro Martín o en la de la Viuda de Sánchez, en un volumen tasado a cuatro maravedíes el pliego.

Dejando estas cuestiones trascendentales y críticas para los eruditos, se decía que la iglesia de Itzar, aunque no de tanta antigüedad como quisiera su panegirista, era de una época muy lejana.

Luego, al parecer, la parroquia se trasladó a Elguea, pueblo de la misma costa, e Itzar quedó entonces casi desierto, con unas pocas casas y una ermita; pero al aumentar el número de habitantes se volvió a considerar como villa y a erigir la ermita en parroquia.

Por aquel tiempo, además de la iglesia, había en los contornos de la aldea dos capillas.

Casi toda aquella costa entre Itzar y Elguea era un acantilado de peñas oscuras. Próximamente a Elguea acababan las rocas negras y pizarrosas que se alzaban en el mar como hojas de un libro y empezaban las peñas calizas, más redondas y más susceptibles de vegetación.

Itzar no tenía puerto, a pesar de estar cerca y encima del mar; era una aldea terrestre. Tenía varios caseríos rodeados de maizales.

Cerca de las casas se levantaban almiares de heno y de helechos, que en el país se llaman metas. En las partes elevadas reinaban los robles y los castaños y en las bajas, con sus taludes y derrumbaderos, las carrascas.

Estos derrumbaderos que se inclinaban sobre el mar, casi todos de piedras negruzcas, terminaban en arenales de arena finísima, y en sus huecos nacían zarzales, cardos y gladiolos con flores de color vivo y a veces manchas de algas rojizas. Había, según don Fermín Esteban, tres clases de algas en las proximidades: una morada, de hoja gruesa; otra verde oscura, de hojas como hilos, y otra verde clara.

Don Fermín recogía unas y otras y coleccionaba también las actinias que llaman algunos ortigas o anémonas de mar. Aquellos cuerpecillos oscuros adheridos a las rocas y con una porción de tentáculos, solían tener colores distintos y a veces espléndidos.

El vicario habló varias veces a sus amigos de la amistad estrecha que existe entre el ermitaño paguro, crustáceo que para protegerse se aloja en la concha de un molusco, y la actinia; pero estas simbiosis no interesaban a sus amigos de Itzar.