III

LA FAMILIA, EN MÉJICO

DON Fermín Esteban de Uranga se había casado en Méjico con la hija de un vasco que tenía una gran posesión hacia la Sierra Madre, cerca de Chilpancingo.

Don Fermín y su mujer iban a la finca con frecuencia, y allí conocieron al botánico don José Antonio de Alzate, que visitó el país con la idea de herborizar.

Don Fermín Esteban, que era joven, y tenía mujer e hija, no sentía ninguna veleidad científica por entonces; pensaba ascender en su carrera y abrigaba proyectos ambiciosos.

En esa época supo el oficial que su madre había muerto en Elguea, dejando a su hermana Cristina sola. Él, que la quería, la mandó llamar, y en compañía de una familia amiga fue la hermana a Méjico y vivió con don Fermín dos años.

Una vez que estuvo en la finca del padre de su cuñada, Cristina conoció a un joven de Irún empleado en las oficinas de las Naos de Acapulco y se casó con él.

Las Naos de Acapulco eran buques que efectuaban la travesía desde ese puerto del Pacífico a Filipinas, antes de que comenzara la navegación remontando el cabo de Buena Esperanza.

Cristina de Uranga y su marido, Ignacio Erláiz, se instalaron en Acapulco.

Acapulco tuvo una época de esplendor, ya en la segunda mitad del siglo XVIII, cuando adquirió el derecho exclusivo del comercio de España con las Indias Orientales.

La cuestión de las Naos de Acapulco fue muy discutida en España desde el comienzo del siglo XVIII. Los comerciantes de Sevilla y de Cádiz aseguraban que el comercio entre Méjico y Filipinas les perjudicaba y que las fábricas de seda de la Península no enviaban géneros a América porque a Méjico llegaban telas de China. Aducían que de Acapulco marchaban más mercancías que las que se declaraban y que lo mismo ocurría en Filipinas. Por otra parte, la burocracia consideraba que el número de empleados en Acapulco era muy exiguo.

Con estas reticencias burocrático comerciales, la institución de las Naos de Acapulco fue decayendo, y con la guerra de Napoleón desapareció.

Don Ignacio de Erláiz era de una casa de Irún venida a menos. Sus ascendientes se habían dedicado a comprar y a vender ganado. El padre de don Ignacio había tenido varios tropiezos en la vida, los negocios le salieron mal y se había arruinado. Ignacio, de chico, fue a trabajar de dependiente a un comercio de San Sebastián, y un hermano suyo mayor se casó con la hija de un ganadero de Lastur, aldea de la jurisdicción de Cestona, y compró y vendió vacas.

Estuvo Ignacio después en Francia y de aquí marchó a Méjico. Luego intentó varios negocios y consiguió tener un buen destino en las oficinas de las Naos de Acapulco. Poco tiempo después de casarse era uno de los empleados principales de esta Compañía, y cuatro o cinco años más tarde había comprado al suegro de don Fermín Esteban una gran finca en Tixtla, pueblo de la Sierra Madre, de clima suave y fresco. Don Ignacio Erláiz, cuando tuvo un hijo, pensó que éste se criaría mejor en la finca suya que no en la ciudad del Pacífico. Acapulco es un pueblo rodeado de montes sombríos, con un puerto volcánico enorme, rodeado de lavas estériles, un cielo implacable y vientos huracanados. El clima es extremado y se padecían entonces fiebres palúdicas muy intensas.

En Tixtla vivieron durante mucho tiempo doña Cristina y su hijo Adrián. Don Ignacio pasaba algunas temporadas con ellos y doña Cristina iba también con Adrián a Acapulco por las fiestas y se alojaban en las habitaciones de la casa de la Compañía naviera.

Adrián, de chico, jugó en los almacenes donde se guardaban los géneros que se enviaban a Filipinas y los que se recibían de estas islas. Fuera verdad o fuera imaginación, Adrián recordaba haber visto jarrones de porcelana enormes y lacas chinas con dibujos complicados, monstruos de ébano negros y otros de colores con ojos brillantes, esculturas metidas en fanales de cristal que movían la cabeza y hacían un sinfín de monadas, elefantes de madera con torres y pagodas de marfil y tablas de nácar en donde había esculpidos dragones y pájaros de cobre. También veía allí sacos con barras de oro y de plata que se embarcaban para Manila y otros de especias que tenía un olor fuerte y mareante.

A visitar a don Ignacio Erláiz solían ir muchos vascos, casi todos pilotos, entre ellos uno de Irún llamado Ibargoyen, que había dado la vuelta al mundo varias veces. Este Ibargoyen contaba grandes aventuras de naufragios y de piraterías.

Don Ignacio, a pesar de que le iba bien en América, suspiraba por volver a España. No quería que su hijo Adrián se americanizara por completo, y como tampoco le convenía dejar su cargo hasta redondear su fortuna, pensó que su mujer y su hijo fueran a España para que Adrián completase su educación, como se decía tomando la frase del francés.

Veía que la vida en América para un muchacho atrevido y levantisco podría ser demasiado libre y terminar haciendo de su hijo un calavera. Él quería a toda costa que Adrián sentara la cabeza y fuera un joven tranquilo y sensato.

Por otro lado, veía que su mujer, doña Cristina, a pesar de que tenía mucho entusiasmo por su hijo, era la única persona que influía en él, capaz de llevarle por el buen camino.

Largas conversaciones tuvieron doña Cristina y don Ignacio sobre esta cuestión. Los dos estaban de acuerdo en que el ambiente de la finca de Tixtla en la Sierra Madre no era muy a propósito para la educación de un joven. Veían que entre indios, mulatos y negros, a quienes Adrián trataba como un déspota, no había posibilidad de que el muchacho tuviera idea de la vida social, de los deberes de una persona civilizada.

Tampoco doña Cristina pensaba que sería prudente dejarle marchar a Europa solo a Adrián, y decidieron que fueran madre e hijo a casa de don Fermín Esteban a Itzar y que don Ignacio se quedara en Acapulco con sus negocios de navegación.

Ya una vez decidido el viaje, se prepararon y embarcaron en un buque español. La travesía de doña Cristina y de Adrián fue mala, sufrieron tempestades y borrascas que les espantaron y les trajeron a mal traer, pero llegaron al fin sin detrimento de su salud.