II

EL CURA BOTÁNICO

DON Fermín Esteban de Uranga había tenido una vida azarosa. Era hijo de un empleado de Intendencia. Siendo joven y militar fue a América, a Méjico, se casó allí y tuvo una hija. Se sentía por entonces hombre feliz, optimista y lleno de planes, cuando en un par de semanas se murieron del vómito negro la mujer y la hija. En plena desesperación, abandonó todos sus proyectos y decidió volver a España.

Se instaló algún tiempo en Elguea, su pueblo, y al año de estancia allí decidió hacerse cura. Estudió en el Seminario de Calahorra, y después de ordenarse le destinaron a Itzar. Aquí estuvo varios años de coadjutor y luego le nombraron párroco de la iglesia.

Don Fermín Esteban era hombre activo. Visitaba a todos sus feligreses. Solía andar por el campo, en verano al sol, y en invierno, por los caminos del monte llenos de barro y de charcos y se paraba a coger alguna planta rara en los ribazos.

Don Fermín había conocido en Méjico a don José Antonio de Alzate, cura de origen vasco, procedente de Vera de Bidasoa y de una antigua familia del país. Este Alzate llegó a ser un botánico ilustre, que estudió la flora de Méjico y descubrió y clasificó varias plantas hasta entonces poco conocidas.

Don Fermín Esteban no tenía en esta época una inclinación especial por la Botánica. Cuando volvió a España comenzó a sentirla, y entonces escribió al cura Alzate con bastante frecuencia.

La afición a las plantas se convirtió pronto en él en verdadera manía. Su despacho se transformó en gabinete de botánico, con sus libros, sus herbarios, sus papeles, cajas e instrumentos.

Al principio de llegar al pueblo el buen cura ex militar pensó que no podía acostumbrarse a vivir en una aldea tan pequeña como aquélla; luego se acomodó, y sus aficiones le sirvieron de gran entretenimiento. Tenía una biblioteca de trescientos volúmenes en español, en latín y en francés, adquirió las obras de Linneo y empezó a estudiarlas en serio.

Don Fermín Esteban llegó a sentir gran admiración por el naturalista sueco. Leía con atención sus obras principales, Fundamenta Botanica, Bibliotheca Botanica, Classes Plantarum. Vio que si quería estudiar de una manera sistemática la flora del país le era indispensable hacer un herbario, porque, como dice el célebre naturalista de Upsala: Herbarium necessarium est omni botanico.

Don Fermín seguía al pie de la letra los preceptos de la Philosophia del maestro. Estos eran los principales: coger la planta no húmeda; no quitarle ninguna parte de ella; desarrollarla sin forzarla; no doblarla; hacer que se viera, a poder ser, la fructificación; desecarla entre papeles rápidamente; emplear la plancha y la prensa con discreción; sujetar la planta en una hoja entera de papel con cola de pescado; apoyarla sólo por una cara y con cuidado de que todas las hojas estuvieran separadas; escribir el nombre del género a que perteneciese sobre el folio recto del pliego; el nombre de la especie y las notas históricas en el reverso del mismo, y reunir los congéneres, es decir, los de idéntico género, en cartones iguales.

El neófito botánico seguía todos estos preceptos y métodos del maestro con el mayor rigor. Herborizaba con buenos y malos tiempos, pero prefería los días claros y secos. Llevaba en sus paseos una caja de hoja de lata cilíndrica ligeramente aplastada, abierta en la parte plana y con tapa, que había mandado hacer a un linternero de San Sebastián. Llevaba esta caja sujeta en bandolera con una correa; en la mano, un bastón, que en vez de contera tenía una paleta oval para extraer las raíces de las plantas, y en el bolsillo una lente y un rollo de papel.

Don Fermín Esteban había llegado a operar con gran habilidad y su herbario era admirado por aficionados y por técnicos, españoles y extranjeros, que habían pasado por Itzar, y que muchos pertenecían a la Sociedad Económica Vascongada de Amigos del País.

Al vicario le gustaba casi tanto como la Botánica la Geografía y la Medicina. Dispersaba la atención en muchas cosas y sentía desde joven una curiosidad frecuente en naturalistas y botánicos. Le tentaba subir a los montes que le salían al paso, bajar a los precipicios, reconocer las cuevas y los saltos de agua. En Méjico y en la América central había tenido ocasión de ejecutar sus proyectos atrevidos.

En su curiosidad no llegó a la del botánico francés La Condamine. Este, que era insaciable, se encontraba una vez en una aldea italiana a orillas del mar y le mostraron en el atrio de la iglesia un cirio siempre encendido. La gente del pueblo creía que si esta luz se apagaba la aldea desaparecería inmediatamente envuelta en las olas.

La Condamine preguntó al cura que le acompañaba con gran interés:

—¿Y usted cree firmemente en eso, señor cura?

—Yo, sí; estoy convencido de ello.

—Pues vamos a verlo. Será una experiencia muy interesante —y el curioso botánico sopló y apagó el cirio y tuvo que salir por una puerta secreta de la iglesia, porque si no la gente del pueblo lo hubiera hecho pedazos.

Don Fermín Esteban era aficionado a la Medicina y a dar remedios, pero no recomendaba más que los simples: la manzanilla, la tila, el malvavisco, la pulsatila, y al exterior, la belladona y algunas otras plantas emolientes. Leía el Dioscórides en latín. Algunas de las recomendaciones del fantástico griego, como las siete chinches metidas en la vaina de una haba y tragadas para curar la fiebre intermitente, el hígado de toro asado como remedio para la epilepsia y las cigarras asadas para curar las enfermedades de la vejiga, le hacían mucha gracia.

Leía también con gusto la Historia Natural de Plinio, que le parecía divertidísima, aunque comprendía que no tenía exactitud. A veces pensaba que era lástima que el mundo no fuera así, como lo pintaban los autores antiguos; pero también pensaba que el mundo científico que se iba a presentar con el tiempo iba a ser maravilloso, como un cuento de Las mil y una noches.

Cuando el vicario, después de terminar su servicio en la parroquia, salía por las mañanas del pueblo tras de almorzar, se sentía inundado de un entusiasmo optimista.

Todo el campo era suyo; él no disputaba a nadie sus beneficios ni nadie se los disputaba a él. Lo que a él le interesaba no les interesaba a los demás. Exploraba los montes, las arboledas, los barrancos, el mar y los arroyos.

Además de las plantas más conocidas, de las familias de las labiadas, de las crucíferas, de las rosáceas, recogía algas, hongos, líquenes y criptógamas. De casi todas sabía el nombre castellano, el latino y el vasco, cuando lo tenían en este idioma. Algunas no se conocían en vascuence, y otras en el mismo calificativo de sugue belarra (‘hierba de serpiente’) o de ira belarra (‘hierba de veneno’) se comprendían, no sólo distintas variedades, sino distintas especies… Para esta cuestión de los nombres de las plantas en vascuence estuvo en correspondencia con el cura erudito especialista en cuestiones vascas, don Pedro Pablo de Astarloa.

Don Fermín Esteban señalaba la estación de la planta, y si era marítima, fluvial, uliginosa, fontanal, arenaria o pratense.

El vicario sabía también algo de la mitología de las plantas y de su simbolismo, que encontraba en viejos infolios y en la Enciclopedia francesa. Si él llegaba alguna vez a publicar completo su catálogo de Flora Vascónica, ¡qué satisfacción sería la suya! ¡Qué triunfo!

Don Fermín tenía la manía de recoger cuanto encontraba en el campo: piedras, trozos de cacharros, raíces… El ama, la Mari Joshepa, cogía todo lo que no fueran plantas y lo tiraba a la basura.

Como don Fermín Esteban tenía la atención empleada en muchas cosas, tomaba nota de ellas en unos cuadernos. Para las notas de Botánica empleaba varios de éstos, otros le servían para observaciones científicas meteorológicas y también para coleccionar refranes en vascuence.

Mari Joshepa aseguraba que el párroco se arruinaba con sus cuadernos, y decía de él que era terco y casquetoso, es decir, algo caprichoso y venático. No era la única, porque había alguna solterona del pueblo que aseguraba que el vicario era buena persona, pero que estaba un poco loco.

Desde que don Fermín Esteban pensó que pasaría toda su vida en el pueblo, decidió hacer un contrato con el dueño de la casa donde vivía, y el amo lo aceptó. El cura tenía sesenta y tres años por entonces. Podría vivir veinte más, a lo sumo. Él le daría el importe del alquiler de los veinte años inmediatamente y consideraría la casa como suya hasta que se muriese. El propietario aceptó la proposición, e hicieron un contrato fijando las condiciones. Don Fermín realizó reformas a su gusto.

Desde su despacho, con dos balcones, se dominaba el mar. En verano le gustaba sentarse al vicario y leer en el balcón. El cuarto se veía lleno de estantes de madera sin pintar con plantas y minerales. Los libros y los cuadernos los guardaba en un armario; tenía un barómetro de mercurio, un termómetro, un globo terráqueo de madera construido por él y un anteojo astronómico.

Había ideado también un higrómetro de Saussure de los que se hacen con un pelo. El aparato figuraba una casa con jardín y dos puertas. De una de éstas salía un viejo vestido de negro con paraguas y de la otra una mujer joven ataviada con traje de colores chillones, como una maja con su peineta y un abanico en la mano.

Los amigos del vicario de Itzar, cuando veían que los días muy húmedos salía de la puerta de la casa de juguete el viejo con el paraguas, y los muy secos la mujer del abanico, se quedaban maravillados y consideraban el aparato casi milagroso.

Había además en las paredes del despacho, puestas en marcos, estampas en color de plantas y de flores, algunas muy bonitas, y sobre todo cuatro láminas de lepidópteros diurnos, crepusculares y nocturnos, que eran preciosas.

La gente consideraba a don Fermín Esteban un poco absurdo.

«Tenía la manía de leer libros, decían algunos.»

Esta manía, para aldeanos vascos, que apenas sabían el castellano, debía parecerles una insensatez, algo muy absurdo y próximo a la locura. ¡Cuánto más natural era jugar a las cartas o chismorrear en un rincón! Como algunos veían de noche luz que brillaba en el cuarto del vicario, movían la cabeza como diciendo: «Ese hombre no anda bien del meollo».

Sus ocupaciones en la iglesia, la investigación botánica, la clasificación y luego la lectura, llenaban la vida del párroco.

Con su entusiasmo de naturalista, don Fermín se olvidaba muchas veces de las horas de comer y de todos sus asuntos; así que la Mari Joshepa tenía que decirle a veces:

—Oiga usted, señor vicario, que mañana es fiesta.

—¡Ah, sí! Es verdad, es verdad.

Don Fermín Esteban era un poco caprichoso y versátil en sus gustos, pero no le gustaba que se lo dijeran.

En lo que, al parecer, había tenido más fijeza era en la afición a las plantas. En lo demás, muy poco.

De mozo había sido estudiante de cura, después militar; luego, en Méjico, aficionado a la Geografía y a la Minería; más tarde se había hecho cura, y su máximo entusiasmo era la Botánica; pero empezaba a tener veleidades de astrónomo, de músico y de meteorologista.

Lo que más le molestaba era que le atribuyeran volubilidad en sus gustos y le tuvieran por hombre un poco veleta y chiflado. Sin embargo, era la fama que tenía. Se decía que creía en la varita de virtudes y en otras fantasías.

Era el párroco de Itzar hombre decidido en sus investigaciones; no retrocedía aunque se le pusiera delante un libro abstruso y difícil; no se volvía atrás, lo atacaba con tesón hasta que lo entendía.

Don Fermín había escrito varias comunicaciones a la Sociedad Económica Vascongada con toda clase de detalles; Botánica, Geografía, Mecánica, Meteorología, todo lo tocaba. A lo que no se dedicaba nunca era a cuestiones artísticas. No le interesaban.

El vicario tenía dos acompañantes: uno sólo para dentro de casa, el gato Cholín, y otro para fuera de casa y para la calle, el perro Capitán. Cholín era el gato más independiente del país. Era inteligente y astuto, tenía cariño a su amo y le pasaba la cabeza por las piernas. Cuando cazaba algún pájaro el cura le decía:

—¡Eres un pirata! ¡Eres un bandido!

Capitán era un perro alborotador, a veces le molestaba el gato y se echaba sobre él, pero Cholín le daba dos o tres zarpazos rápidos y después de un brinco se subía a un armario a contemplar a su enemigo.

«¡Paz, paz!», decía don Fermín.

El cura, a pesar de sus sesenta y tantos años, estaba fuerte. Podía andar tres o cuatro leguas sin cansarse. Tenía la cara y la nuca rojas, de color carmesí, y las cejas de oro. No tomaba precauciones, a pesar de las advertencias de la Mari Joshepa. Muchas veces, después de andar por el campo y venir sofocado, se sentaba en el balcón y cogía un gran catarro. A veces también los cogía saliendo a mirar con su pequeño anteojo astronómico de noche las estrellas. Entonces, si no podía salir de casa, se dedicaba a la clasificación de los ejemplares y a la ordenación de los pliegos. No tomaba nunca más medicamentos que los vegetales.

El vicario de Itzar pensaba que había que someter al análisis todo y ver lo que encerraba de verdadero o de falso.

Así había hecho pruebas con la varita de avellano para ver si con ella se descubrían filones de mineral. No le había dado resultado, a pesar de que había seguido todas las pragmáticas para el uso de esta vara mágica. Don Fermín pensaba que la varita de virtudes primitivamente, el tirso de Baco y el caduceo de Mercurio, podrían tener alguna eficacia especial, por su constitución física, pero no encontró ninguna.

Don Fermín Esteban leyó en una gaceta francesa la historia de un tal Aymar, que llamó mucho la atención en el mundo, y del que se dijo que después de hacer grandes maravillas con su varita mágica descubrió a los autores de un crimen cometido en Lyon.

También oyó hablar de las locuras de Mesmer y de un vizconde de Puysegur que, según decían, magnetizaba no sólo a las personas, sino a los árboles.

Como por el tiempo corrían muchas fantasías, don Fermín había oído asegurar en Méjico a personas que pasaban por serias, que en una copa llena de agua o en una esfera de cristal o en un espejo se podían ver, mirando con atención, formas extrañas, quizá debidas a los cambios de temperatura. Hizo la prueba y no vio nada.

Después de varios ensayos, se convenció de que la varita mágica, la cristalomancia de las esferas y copas de agua y el magnetismo de árboles y de plantas eran ilusiones tontas que no valía la pena de tenerlas en cuenta.

Había que limitarse a la Botánica, que era lo único serio y lo científico de lo próximo a él, o a lo más hacer algún escarceo en el mundo de la Física y la Historia natural. Así, cuando iba a la orilla del mar, además de recoger algas y líquenes, si veía algún molusco raro lo llevaba a su casa.