I

UNA CARTA DE MÉJICO

DON Fermín Esteban de Uranga, cura párroco de Itzar, a fines del siglo XVIII, era un señor ya viejo, de sesenta y cinco a setenta años, alto, fuerte, robusto, de ojos grises y de expresión benévola.

Un observador sagaz hubiera notado al verle que el vicario don Fermín no tenía los gestos, ni los ademanes, ni la expresión de un cura de pueblo. Había en él algo de insólito en un eclesiástico.

Era don Fermín Esteban hombre en otro tiempo de pelo rubio y entonces blanco; tenía el color tostado por el sol, los ojos grises brillantes, las manos nerviosas y finas, los pies largos y estrechos, calzados con botas grandes. Cuando se paseaba por el balcón de su casa, si hacía mal tiempo, o por la carretera, si lo hacía bueno, dando zancadas y leyendo el breviario, se notaba que los ademanes suyos no podían ser los habituales de una persona tranquila y sedentaria; cuando marchaba por el campo en busca de plantas no andaba con paso uniforme y tardo, sino que a veces caminaba de prisa y movía los brazos con aire marcial.

El párroco Uranga había sido militar en su juventud, y sin duda le quedaron resabios de sus primitivas ocupaciones. Tras de su época de militar se hizo cura, y luego llegó a tener tal afición a la Botánica, que podía considerársele como un especialista en esta materia.

Sus distintas actividades profesionales se habían unido en él sin fundirse por completo, y a veces se destacaba uno de sus elementos y se sobreponía a los demás.

Uno de los vicios del vicario, así lo llamaba él probablemente en broma, además de la Botánica, era jugar al ajedrez. Él mismo había construido un tablero y las fichas y después había comunicado la afición al secretario del Ayuntamiento de la aldea, don Venancio, y este pobre hombre se dejó arrastrar por el juego de tal manera que ya no podía apartar de su imaginación el tablero con las torres, los caballos y los alfiles.

Hiciera bueno o hiciera malo, don Venancio, antes de cenar, estaba en casa del vicario a jugar su partida. Si su compañero tardaba, se mostraba impaciente y abominaba de las rosáceas y de las escrofulariáceas y hasta de la sombra del gran Linneo, que impedían a don Fermín Esteban volver pronto a casa.

Un día de verano, el vicario llegó a la rectoral del pueblo al anochecer con las botas llenas de barro. Había llovido por la mañana y traía la caja cilíndrica de cinc rebosando plantas y flores. Le esperaba don Venancio, el mal ajedrecista, impaciente.

El ama de nuestro párroco, ya cincuentona, vino con una carta en la mano y le dijo:

—Tiene usted carta, señor vicario. Debe ser de Méjico.

—¡Ah! Bueno, venga.

Don Fermín Esteban tomó la carta, mientras el ama, Mari Joshepa, miraba con horror las manchas de barro que los zapatones de don Fermín dejaban en las relucientes maderas del suelo.

Don Venancio, el secretario, contempló con pánico la carta y pensó que la partida de aquella tarde se iba a frustrar.

La carta era, efectivamente, de Méjico, de una hermana del vicario llamada doña Cristina, y decía así:

Querido hermano:

Hace ya bastante tiempo que no tenemos noticias tuyas. Supongo que estarás bien y que el principio de gota que padeciste no habrá sido cosa mayor. Mi marido y yo nos encontramos en este momento preocupados e indecisos por causa de nuestro hijo Adrián. Va a tener pronto quince años, está desarrollado, pero aquí ni estudia ni hace nada de provecho. El pueblo y la vida nuestra no son muy propicios para su educación. Aquí no hay más que comerciantes y propietarios de tierras y gentes por el estilo, y sólo un colegio para párvulos. Mi marido quisiera que Adrián estudiara, porque es un chico inteligente y dispuesto, pero con la educación muy descuidada y acostumbrado a hacer su capricho. Yo no tengo autoridad para reprenderle y su padre piensa sobre todo en sus negocios. Adrián es ahora nuestra preocupación. Mandarle solo a Europa sería, creo yo, una imprudencia y constituiría un peligro para él. Ignacio, mi marido, a pesar de que le duele mucho quedarse solo aquí, dice que lo mejor será que yo vaya con Adrián a España. A mí me da también pena separarme de Ignacio, pero, si es necesario, estoy dispuesta a tomar esta determinación. Si me decido a ir con el chico, creo que lo mejor será marchar a pasar una temporada contigo a Itzar. Tu presencia, tus conocimientos y tu vida creo que servirán de ejemplo a mi hijo y le pondrán en el camino de ir dominando sus sentimientos demasiado independientes y montaraces.

No te seremos pesados ni gravosos. Costearemos nuestros gastos. Para nosotros no es nada. Ya sabes tú que aquí el dinero se gana con facilidad. En cambio, para ti, con tu sueldo pequeño, sería un esfuerzo que no es natural ni legítimo que lo hagas ni tiene tampoco razón de ser. Únicamente si no tuvieras sitio, por haber alquilado el piso de arriba de tu casa, como me decías en una de tus cartas, adviértemelo, porque de no vivir contigo preferiríamos llevar a Adrián a un colegio.

Te abraza tu hermana,

Cristina.

Don Fermín Esteban, después de leer la carta, se quedó pensativo; luego se sentó en su cuarto, se quitó los zapatos, volvió al comedor y jugó su partida de ajedrez con el secretario y le ganó dos juegos.

Cuando se marchó don Venancio dio unos cuantos paseos por la habitación y llamó a su ama, Mari Joshepa.

Mari Joshepa era una mujer alta, de nariz larga, ojos claros y sonrisa amable y simpática. Su marido era zapatero y sacristán. Mari Joshepa no había tenido hijos, y desde que llegó don Fermín Esteban a Itzar estaba a su servicio. El único defecto que tenía era el ser un poco aficionada al vino y a los licores. Mari Joshepa iba siempre muy derecha, y quizá por eso algunos le llamaban en el pueblo Mari-Cancalla, que quiere decir en vascuence María ‘la Tiesa’.

Mari Joshepa era mujer de genio fuerte y consideraba que a don Fermín Esteban le explotaban con demasiada frecuencia y que ella no debía permitir tal exceso.

—¡Mari Joshepa!

—¿Qué hay, señor cura?

—Hay grandes novedades. Mi hermana y su hijo, sobrino mío, van a venir a pasar una temporada aquí.

—¿Aquí, a Itzar?

—Sí.

—¡Jesús, María y José! ¿Los va usted a tener en casa?

—Sí.

—Le van a usted a enredar todo esto.

—¡Qué le vamos a hacer! No va uno a pensar sólo en sí mismo…; hay que hacer algo por los demás, y sobre todo por la familia.

—¡Jesús, María y José…! Usted manda, señor cura; pero esto va a ser un trastorno, un trastorno tremendo para todos…

—Sí, puede ser; pero no hay otro remedio… Así que vamos a cenar y ya veremos.

Poco tiempo después, el cuñado de don Fermín Esteban, don Ignacio Erláiz, marido de doña Cristina, volvía a escribir al cura. Le decía en su carta que su hijo Adrián estaba educándose muy mal en América. Él no tenía tiempo de vigilarle, y su mujer era demasiado benévola y blanda con el chico. Por ello le daba a don Fermín Esteban todas las atribuciones para que, a su hijo, que ya iba a tener pronto quince años, le tratara con severidad siempre que lo mereciese, hasta hacerle entrar en vereda. Su mujer, doña Cristina, le entregaría cincuenta onzas para los gastos de educación del muchacho.

El vicario, según su costumbre, comenzó a pasear a grandes zancadas por el despacho, y al poco tiempo llamó a su ama, Mari Joshepa, para decirle que debía empezar a preparar las dos habitaciones de arriba del primer piso, aunque el ama las tenía muy limpias. Debía poner las camas con ropas, las cortinas en las ventanas y arreglar todo lo más cómodamente para cuando llegaran.

—Ya veremos qué se puede hacer con ese chico —le dijo el cura.

—Y ¿cuándo vienen? —preguntó el ama—. ¿Ya pronto?

—Sí, yo creo que dentro de dos o tres semanas.

—Bueno, bueno. ¡Qué le vamos a hacer!