PRÓLOGO

UNA tarde, después de comer, me encontré en la Puerta del Sol con un diplomático conocido que, por lo que me contó, acababa de llegar de una República sudamericana.

—¿Qué hace usted? ¿A dónde va? —me preguntó.

—Voy a pasar un rato a una librería de lance —le dije—, donde tengo una pequeña tertulia, a la que llamamos mis amigos y yo, en broma, el Club del Papel.

—Deje usted un momento la tertulia y acompáñeme usted.

—¿Adónde?

—Yo quisiera ir al Rastro.

—Eso no es difícil. Ahora, le advierto a usted que por la tarde habrá mucho puesto cerrado.

—¿Se encuentra todavía algo por aquellos rincones?

—No sé. Yo no voy nunca por allí. ¿Qué es lo que quiere usted buscar?

—Me gustaría encontrar unos marcos para grabados y un cuadro mediano, un retrato o un paisaje.

—Y esto, ¿para qué?

—Es que tengo un hueco en una de las paredes de un saloncito de mi nueva casa que no sé con qué llenar.

—¿Y para eso quiere usted ir al Rastro?

—Sí. He tomado un piso en el barrio de Salamanca y lo estoy arreglando para cuando lleguen mi mujer y mis hijas, que desembarcarán uno de estos días en Barcelona. ¿Cree usted que habrá cuadros en el Rastro?

—Cuadros, habrá en cantidad, pero, naturalmente, malos…; los buenos valdrán mucho. Ya sabe usted que ahora no son siempre los traperos del Rastro los que llevan cuadros y antigüedades y objetos raros y de valor a las tiendas de antigüedades, sino, al contrario, los de las tiendas de antigüedades los que los llevan al Rastro, para dar al comprador la impresión de que encuentra gangas.

—No lo sabía.

—Pues eso ocurre en todas partes. En París hacen lo mismo en la feria de Clignancourt, que llaman le Marché aux Puces.

—¿Así que lo mismo da ir a una tienda de antigüedades que al Rastro?

—Igual.

—¿No quiere usted venir conmigo?

—Bueno. Vamos.

Tomamos un automóvil y bajamos en lo alto de la Ribera de Curtidores.

En aquellas horas había poca gente y la mayoría de los puestos estaban cerrados. Bajamos hasta las Américas, y mi amigo entró en un barracón de tablas y de lona que había a un lado de la cuesta.

Apareció el dueño, que era un viejo que dormitaba a la puerta de su barraca debajo de una parra muy verde. El diplomático le preguntó si tenía algunos cuadros y marcos de caoba antiguos.

—Pase usted a ver si encuentra algo que le guste —dijo el vendedor con indiferencia.

Pasamos el diplomático y yo y vimos lo que siempre abunda en estas tiendas: relojes, espejos, retratos bastante malos, bustos, todo de pacotilla.

—Estos son los marcos que tengo por ahora —dijo el vendedor señalando unos—; pero la mayoría los vendo con la estampa dentro.

—Yo tengo algunos grabados —repuso el diplomático—, y me gustaría encontrarles marcos de la época.

—Hoy he comprado un retrato con un hermoso marco —indicó el vendedor—; pero es un poco grande. Véanlo ustedes.

El viejo nos llevó a un rincón del almacén atestado de muebles, consolas, candelabros, figuras de porcelana y de trastos de todas clases, encendió una luz eléctrica y vimos en el suelo, arrimado a un poste, un cuadro como de metro y medio de alto por uno de ancho.

Nos agachamos el amigo y yo para verlo de cerca. El retrato era de un señor viejo vestido con gruesa cadena de oro que le cruzaba el chaleco. La cara era de hombre de cierta energía, las cejas rojizas y pobladas, los ojos vivos, el pelo blanco y los labios apretados el uno contra el otro. Aparecía sentado en un sillón frailero negro con clavos dorados. En la mano derecha, que descansaba sobre uno de los brazos del sillón, tenía un papel en el que podía leerse: «Don Adrián de Erláiz y Uranga. Méjico, 1851»

En un ángulo de debajo del cuadro, en la izquierda, había una cartela y un letrero escrito en ella que no se distinguía bien.

Indudablemente, el cuadro no era de un pintor importante ni mucho menos, pero a mí me interesaba.

El viejo retratado, don Adrián de Erláiz, a juzgar por el nombre escrito en el cuadro, consumido por los años, se encontraba en un despacho de marino o de armador de buques. En la pared se veían pintados con mucho detalle un reloj de arena, un barómetro, un termómetro, una brújula grande, un grabado iluminado con barcos de vela y un mapa en colores.

Había también una estampa en inglés que decía: «Cuadro completo de las banderas, gallardetes y flámulas de las distintas naciones del mundo.»

Debajo se hallaban pintadas con una paciencia de chino todas las banderas de los distintos países con sus colores. Más abajo aún, en el centro del cuadro, aparecía la rosa de los vientos.

En el fondo del despacho de don Adrián había un retrato pequeño, casi en miniatura, del mismo señor, pintado, sin duda, cuando era muy joven, en Pau, con la fecha al lado: 1789.

Todavía había más detalles en el cuadro. Por una ventana se veía el mar, muy azul, y algunas velas blancas de barcos que pasaban.

—¿Y qué, le gusta a usted el cuadro? —me preguntó el diplomático.

—Me parece curioso.

—Lo mira usted tanto. ¿Es que le encuentra usted algo de particular?

—Hombre…, como pintura, no creo que sea gran cosa, pero es muy interesante como literatura…; el cuadro es duro, de un pintor detallista y minucioso; pero, a pesar de su sequedad, a mí me da una gran impresión de tristeza. Parece como si planeara por encima el ángel de la Melancolía del gran Durero con sus alas.

Mi amigo preguntó al viejo vendedor lo que valía el retrato, y éste le contestó que lo daría en dos mil pesetas.

—El marco lo vale —añadió el vendedor—. Es de una madera que aquí no la hay y está tallado a mano. Ahora tiene poca vista porque le han dado una capa de pintura amarilla para disimular las rozaduras; pero en cuanto se limpie y se le dé un poco de aguarrás y cera, quedará hermoso.

—¿Usted cree que vale la pena? —me preguntó el diplomático.

—Hombre, yo no sé. Un cuadro así se puede comprar para convertir al retratado en un pariente, si se tiene esa fantasía de nuevo rico; pero, en general, un pariente comerciante no viste gran cosa.

Y menos entre diplomáticos y gente un poco presuntuosa y trepadora, hubiera yo añadido entre paréntesis.

El amigo debió de pensar lo mismo, y dijo al vendedor:

—Ya veré si otro día lo compro. ¡Si fuera de un pintor notable!

—Si fuera de un pintor notable no lo vendería por dos mil pesetas —contestó el viejo de la barraca con muy buen sentido y con aire desdeñoso.

El diplomático se acercó a examinar unos marcos para ver si los compraba. Yo seguía contemplando el retrato y examinándolo detenidamente. Cogí una bombilla de luz eléctrica que colgaba del techo y la acerqué a la cartela que estaba al pie del cuadro, y pude ver que tenía escrita esta frase en latín: Vita Somnium Breve.

Era la misma sentencia que puso el pintor Böecklin a uno de sus hermosos cuadros que representa las edades de la vida.

Yo, como hombre curioso y amigo de investigaciones poco prácticas, me hubiera dedicada con gusto a averiguar quién era aquel hombre, aquel armador de apellido vasco y quién había sido el artista que le retrató en Méjico.

El diplomático había comprado varios marcos de caoba e hizo que se los llevaran al automóvil, en el que subimos.

Al pasar por la Puerta del Sol yo me despedí y me fui a mi tertulia del Club del Papel.