V

Dios nos dé una vida tranquila —dice la gente en Masuria— y también un poco más larga. Porque el que no quiere llegar a viejo debe ahorcarse joven.

La noche en que Eugen Eis dejó de contarse entre los habitantes de Maulen, cayó sobre Masuria la primera nevada intensa. Según la acertada expresión popular, la nieve cubrió los campos como un blanco sudario.

Las tropas rusas avanzaban rápidamente hacia la Prusia Oriental, se acercaban a Varsovia, ocupaban los Países Bálticos. Por las noches, Uschkurat creía oír, cada vez más cerca, el ruido de los frentes que se aproximaban. Cuando lo contaba a sus vecinos, se reían de él, como se habían reído cuando afirmó haber visto a Grienspan.

—¡Ya lo creo que le vi! —se decía siempre cuando estaba solo. Se pasaba noches enteras en los establos en compañía de sus animales, hablándoles, acariciándoles.

—¿Qué voy a hacer con vosotros? No tenemos pienso para todo el invierno. Cada día estáis más débiles. Cuando llegue el momento, no podréis andar, no podréis llegar tan lejos como hará falta llegar. ¿Qué puedo hacer yo? ¿Sacrificaros?

Aquello representaría, la liberación para sus pobres animales: los esqueléticos terneros, los enflaquecidos cerdos, los carneros que balaban tristemente, las gallinas inquietas que apenas ponían ya. Cada uno de ellos tenía su nombre; nombres bíblicos, históricos, o bien infantiles: Goliath, Blücher, Lieschen. También por ellos lloraba Uschkurat; en aquellos días lloraba muy a menudo. Entretanto, la élite del Partido —Naujoks, Poreski, Sombray, Bembennek, Panzer, Perduhn— dormía la borrachera y roncaba estrepitosamente. Sólo Stampe, el alegre Kurt, se mantenía despierto. Tambaleándose por efectos del alcohol, estaba delante de un espejo y hacía como que mandaba su sección de asalto. El rostro pálido y estúpido que veía reflejado ante él no le irritaba en absoluto. Amadeus Neuber, cubierto de sudor, apestando como un chivo, estaba de pie ante el lecho donde dormía su pequeña huésped, musitando palabras cariñosas. Una vez más, la criatura había apartado las mantas de su cuerpo. Para comprobar si su querida niña tenía frío, puso sus manos sobre las delgadas piernas. Pero la piel que tocaba estaba cálida.

—¡Sólo Dios sabe cuánto me preocupo por los niños! —suspiró, creyendo él mismo lo que decía—. ¡No puedo verles sufrir! Quiero que sean felices, aunque ello me cueste padecer a mí.

Alfons Materna y Jablonski estaban en el granero empaquetando material. Un enorme cajón y dos sacos estaban ya llenos y cerrados. Contenían botellas, explosivos, mechas, pilas para aparatos de radio y municiones.

—¿Tú crees que es necesario? —preguntó Jacob malhumorado—. Todas estas cosas tan buenas… ¿Te ha entrado miedo?

—Debemos asegurarnos —declaró Alfons—. Hay que enterrar el cajón en el bosque y echar los sacos al lago. Y lo haremos esta misma noche.

—Y todo por culpa de ese Tantau, ¿no?

Alfons se limitó a asentir con la cabeza. Después se echó al hombro uno de los sacos. Jacob cargó con el otro y entre los dos levantaron el cajón.

—Ese Tantau —dijo Alfons— se me parece mucho. Eso puede ser peligroso. ¿No te parece?

También Tantau se contaba entre los que aquella noche no podían dormir. Se alojaba en la fonda, en la habitación más confortable. Pero el escándalo que armaban los miembros de la élite le había desvelado. Y ahora que el silencio reinaba de nuevo no conseguía conciliar el sueño.

Se puso a hojear sus papeles. Al cabo de un rato, se dirigió a la habitación de Budzuhn. Éste dormía echado sobre la espalda, con las manos plegadas una sobre otra, como inanimado. Tantau conocía aquel estado: era el sueño de los justos, privilegio exclusivo, según él sabía bien, de los funcionarios más jóvenes del cuerpo. El inspector estaba acumulando energías. A la mañana siguiente, muy temprano, se pondría a trabajar. Y ¿qué resultaría de aquella intensa actividad?

Tantau salió de la fonda, se dirigió a la plaza y se detuvo junto al monumento. El espeso velo de nieve que seguía cayendo silenciosamente a su alrededor reducía su campo de visión. Pero, aun sin poder ver exactamente cuánto le rodeaba, le parecía que el pueblo se dibujaba nítidamente ante sus ojos como un mapa.

Las ventanas de una de las casas estaban aún iluminadas. Parecían mirarle a través de la densa nieve como ojos de lechuza. Sabía que eran las de la casa de Eugen Eis.

—Habrá olvidado apagar las luces —se dijo Tantau—. A los borrachos les gusta la claridad. Quieren ver bien las cosas para convencerse de que no están inconscientes del todo. Volvió a la fonda y se echó en la cama nuevamente. No era ya joven, y le bastaban unas pocas horas de sueño. Algunas de éstas, por lo demás, podían intercalarse perfectamente dentro de la llamada jornada de trabajo.

—¿Por qué has muerto? —gimió Christine, inclinada sobre el cadáver que yacía a sus pies—. Yo no quería que murieses. ¿Qué voy a hacer?

Pero después dijo: —Tú te lo has buscado.

Cubierta de sudor, temblorosa, jadeante, arrastró el cuerpo hasta el lecho y lo empujó con las manos y los pies debajo de éste hasta que desapareció de su vista. Se quitó el camisón y, arrodillándose, enjugó con él la sangre del suelo.

—Nunca has existido —decía—. Nunca. Nunca ha habido nadie llamado Eugen Eis.

Fue a la cocina, llenó un cubo de agua, sumergió su camisón en él y de nuevo, completamente desnuda, limpió el suelo del dormitorio. Después lo miró con ojos desorbitados: las tablas de madera estaban limpias, resplandecientes. Le pareció que nunca había habido sangre allí.

Se dejó caer sobre la cama y se durmió inmediatamente, como drogada.

El inspector Budzuhn, efectivamente, se levantó temprano. Efectuó veinticinco flexiones de rodillas y fue a despertar a Tantau. Pero éste no se dio por aludido.

—Muy propio de él —se dijo Budzuhn, disponiéndose a saborear el desayuno que tenía servido.

Era éste, a pesar de haber sido preparado en el sexto año de la guerra, de considerables proporciones, digno de Masuria: seis huevos fritos revueltos con nata, jamón ahumado, embutidos de varias clases, enormes pedazos de dorada mantequilla, miel perfumada y pan caliente aún del horno.

Budzuhn se lo comió todo pausadamente, pero sin robar un solo minuto al cumplimiento de sus deberes. A las ocho había reunido ya a todas las fuerzas de policía auxiliares con quien pudo ponerse en contacto, a todos los funcionarios de la brigada criminal disponibles y a todos los colaboradores civiles voluntarios dispuestos a reforzar sus equipos de batidores.

—Pero ¿de qué va a servir todo esto? —le preguntó, meneando la cabeza, Kranzler, quien, tan pronto como Tantau se alejaba un poco, parecía cobrar personalidad: se daba importancia, lo sabía todo mejor que nadie y aseguraba haber previsto todo cuanto iba ocurriendo—. No tiene ningún sentido dar una batida, puesto que no disponemos de suficientes hombres especializados. ¿Qué esperan ustedes encontrar?

—Todavía no lo sé —dijo Budzuhn, demostrando con ello que cada día adquiría un poco de la forma de proceder de Tantau—. Quizá encontraremos algo interesante, quién sabe. Llamó a los jefes de los tres equipos —el de la policía, el de la brigada criminal y el de los voluntarios— y les dijo: —Marcharemos en fila, a un metro de distancia unos de otros. Comenzaremos por la zona de los Prados de los Perros, desde el cementerio hasta la Colina de los Caballos; después volveremos al pueblo por algún otro camino.

Kranzler, que escuchaba aquellas instrucciones, sintió el deseo de cogerse la cabeza entre las manos. Aquella falta de método, pensó, era un atentado al honor profesional. Si realmente había que dar una batida, ello debía hacerse, en su opinión, entre el molino y la iglesia, donde estaban las pocas huellas encontradas. Si por algún punto había que comenzar, era aquél.

—¿Qué es lo que debemos buscar? —preguntó uno de los jefes de equipo con cierto malhumor, pues la nieve comenzaba a derretirse y la tierra estaba mojada y dura—. ¿En qué tipo de cosas debemos centrarnos?

—En todo —respondió Budzuhn—. En todo lo que no pertenezca estrictamente a la naturaleza: cerillas, restos de cigarrillos, botones, huellas de pisadas, restos de tejido, etc. ¡Adelante, pues, señores! Y abran bien los ojos, hagan el favor. Si no, nos pasaremos días y días con esto.

El inspector Kranzler tenía que hacer aún algunas gestiones que le había encargado Tantau. Se apresuró a realizarlas y fue a ver al comisario a la fonda. Le encontró sentado a una mesa junto a la ventana. Le informó de algunos detalles de poca importancia y del resultado de unos exámenes técnicos que, en su mayor parte, Tantau ya conocía. Al cabo de un rato, el comisario le interrumpió para decirle: —¿Ha podido averiguar por qué el tal Schlaguweit se encontraba en la sede del Partido en el momento de la explosión?

—Parece que fue convocado allí por medio de una llamada telefónica.

—¿Una llamada de quién?

—Eso no he podido saberlo. Schlaguweit estaba trabajando aquí en la fonda, recibió una llamada, dijo simplemente «sí, señor» y se marchó.

—¿A qué hora fue esto?

—Más o menos, un cuarto de hora antes de la explosión; no más de veinte minutos antes ni menos de diez.

Tantau no dijo nada. Se sacó del bolsillo un inmenso pañuelo de color azul oscuro, lo desplegó, le echó una mirada y se sonó aparatosamente. Siguió sin decir nada durante un rato.

—Naturalmente, he preguntado a cuantas personas he podido, pero no saben nada. Hace un rato he estado también en casa del señor Eis, pero en vano.

—Eis no nos interesa —declaró Tantau, en un tono de leve censura—. Eis se encontraba reunido con siete personas. Ninguno de los ocho habló por teléfono. ¿Qué quiere decir exactamente «en vano»?

—Quiero decir que he intentado en vano hablar con el señor Eis. En su casa estaba sólo su mujer, que me ha dicho, a través de la puerta entreabierta, que su marido estaba de viaje. —¿A dónde?

—Eso no me lo ha dicho. No se ha mostrado muy locuaz; se notaba que había llorado. Parece que no reina la armonía en la casa. El caso es que el señor Eis no está en Maulen, sino, al parecer, en Allenstein, adonde va con frecuencia. Quizá deberíamos evitar molestarle. El señor Eis es persona influyente. Puede causarnos dificultades.

—De acuerdo —dijo Tantau—. Considere usted concluido su trabajo aquí.

—Muchísimas gracias —dijo Kranzler, aliviado—. Acabaré mi informe rápidamente y me marcharé. Todo cuanto podía aclararse en este asunto está aclarado ya. Porque de las batidas de Budzuhn, en mi opinión, no hay que esperar grandes resultados, ya que se realizan en una dirección equivocada.

—Ah, ¿sí? —preguntó Tantau, interesado—. Déme usted más detalles.

Kranzler lo hizo con gusto. Vio que Tantau asentía, y lo interpretó como una señal de aprobación. El comisario sonrió incluso un momento. Pero no fue una sonrisa divertida, una sonrisa amable, sino más bien una mueca hosca. Convencido de haber causado una buena impresión, Kranzler se marchó. Tantau se quedó inmóvil en su silla. Permaneció allí durante dos horas. El camarero que atendía el mostrador, antiguo propietario de una cervecería de Colonia destruida por un bombardeo, se acercó al extraño cliente y observó que dormía. Tantau durmió hasta que Budzuhn le despertó. El inspector venía jadeando ligeramente, como lo hacía siempre, y con una expresión satisfecha en sus ojos ingenuos.

—No hemos trabajado en vano —le dijo, depositando un sobre en la mesa delante de él.

El sobre contenía un cartucho. Tantau lo examinó detenidamente. Introdujo su lápiz en el interior, lo sostuvo a contraluz, se inclinó sobre él para observarlo de cerca. Después dijo: —Es el cartucho número ocho, exacto a los siete ya encontrados. Una afortunada casualidad, amigo mío.

Budzuhn asintió.

—Sí, debió de ser una casualidad. Alguien debió de metérselo en un bolsillo roto, o bien, quizá, fue a parar a la vuelta de un pantalón y cayó después al suelo. Pero casi más importante que el hallazgo en sí es el punto donde tuvo lugar: lo encontré en los Prados de los Perros, cerca de la Colina de los Caballos.

—Y ¿qué deduce usted de eso?

—Bien… El hallazgo del cartucho ha sido una casualidad, y el lugar otra casualidad. Pero ese lugar indica claramente la casa de Materna. Y esto, en mi opinión, son demasiadas casualidades.

—Tiene usted que ayudarme —dijo Pierre Ambal—. Debo desaparecer de aquí lo más rápidamente posible.

—¿Por qué tanta prisa de repente? —preguntó Materna, mientras cerraba cuidadosamente la puerta de la sala—. Ya parecía que le había tomado usted gusto a la vida campesina…

—No estoy de humor para bromas, señor Materna.

—Ya lo veo. Bien, ¿qué ha hecho usted?

—¿Depende de esto el que me ayude o no? —preguntó Ambal.

—No —respondió Materna—. Pero tengo que saberlo.

—Pues bien… me temo que he cometido una tontería.

—¿Qué entiende usted por una tontería, señor Ambal?

Pierre miró, como en busca de ayuda, a Jablonski, que, según su costumbre, estaba sentado algo apartado y en silencio. Y Jacob dijo tranquilamente desde su lugar:

—Su tontería tiene que ver, seguramente, con la señora esposa del jefe local.

—¿Es que ha corrido ya la voz? —preguntó Ambal, inquieto.

—Hace ya días que todo el pueblo lo esperaba.

—Muy bien, pues el pueblo tenía razón; ha sucedido —dijo Ambal—. Ayer noche. Y Eis nos sorprendió.

Alfons se deslizó en su sillón hasta hundirse en él. Jacob sabía que era una señal inequívoca de sorpresa.

—Y ¿qué pasó? —preguntó Materna—. Ya veo que no le pegó; no tiene usted señales. ¿Cómo reaccionó? ¿Se excusó por la interrupción?

—Algo así —declaró Pierre, confuso.

Su joven y agradable rostro aparecía ligeramente enrojecido. No mostraba ya aquel característico aplomo suyo.

—Dijo no se qué de haberse equivocado de habitación.

—Es una broma usual en estos casos —explicó Jacob—. Y señal segura de que Eis está tramando algo.

—Y ¿qué pasó después? —preguntó Materna.

—Naturalmente, nos pusimos muy nerviosos. Estábamos desconcertados por la conducta de Eis. Yo volví a mi alojamiento. Me recibió el sargento Fackler en persona. Me hizo un par de preguntas asquerosas, pero después me dejó en paz. Como es lógico, no le he dicho nada. Hoy, hace apenas una hora, me he presentado de nuevo en casa de Eis. Pero Christine, la señora Eis quiero decir, no me ha dejado entrar. Ha abierto un poco la puerta y me ha dicho: «¡Ponte a salvo inmediatamente!». Y por eso estoy aquí. ¿Me ayudará usted?

Alfons miró a Jablonski. Y éste dijo:

—Pero, hombre de Dios, ¿qué imagina usted que podemos hacer ahora? Se presenta usted aquí en pleno día, de modo que le habrá visto venir la mitad del pueblo, y nos pide que le ayudemos a escapar. ¿Cree acaso que estamos cansados de vivir? Ambal, confuso, se puso en pie; en sus ojos brillaban la indignación y el miedo.

—Desde luego, no quiero crearles ningún tipo de problema.

—Y precisamente por eso, mi querido Ambal —dijo Ahora Alfons, decidido—, rectificará usted inmediatamente la dirección que ha tomado. Diríjase al puesto de pescado y compre una buena cantidad de carpas, el plato preferido de Eis; diga usted que viene por encargo de su esposa. Le atenderán rápidamente. Coja usted las carpas y llévelas ostensiblemente por el pueblo hasta la casa de Eis.

—Y ¿qué debo decirle a la señora Eis?

—Dígale usted: «Adiós».

—¿Quiere usted decir que después me será posible escapar? —preguntó Ambal, excitado.

Alfons se incorporó en su sillón y continuó: —Después se marcha usted en dirección a Siegwalde, a campo traviesa. Si por el camino puede usted sustraer un par de prendas de vestir, hágalo. Que sean ropas llamativas, si es posible. Pero no se las ponga; entiérrelas en algún sitio o échelas al pantano.

—No comprendo…

—No importa —dijo Jablonski—. Tenemos una experiencia de años en estas cuestiones.

—Más allá de Siegwalde, mi querido Ambal, es donde debe usted desaparecer. Siga la orilla del pantano en dirección este e intérnese en el bosque. Espere allí a que oscurezca. ¿Tiene usted ropa de abrigo? Si no, Jacob le dará alguna cosa. Cuando sea de noche, atraviese el bosque de Gross Grieben y diríjase al pueblo de Karweinen. Esto es todo.

—No se preocupe —dijo Jacob—. Le mostraré el camino exacto en el mapa. En el bosque no es difícil orientarse. Para el camino necesitará usted, como máximo, cuatro horas, pongamos cinco para estar seguros.

—Bien, pero ¿y después?

—El resto déjelo a mi cuenta. Nos encontraremos a las doce a la salida norte de Karweinen, en un granero que hay muy cerca de allí. Es una construcción en forma de caja de puros, no tiene pérdida. Allí le daré ropas de paisano y le acompañaré hasta territorio polaco.

—¿De verdad hará usted eso por mí? —exclamó Ambal, feliz.

—Sí. En agradecimiento por sus buenos servicios en casa de Eis —dijo Jablonski sonriendo—. Y también porque me gusta hacer esas excursiones nocturnas; quiero mantenerme en forma…

Henriette Himmler bajó al pueblo en visita oficial. Deseaba ver al jefe del grupo local del Partido.

Se dirigió en primer lugar a la alcaldía, sede provisional del Partido. Allí habló con la secretaria del mismo.

—El señor jefe local no ha venido hoy aún.

—¿No sabe usted dónde podría encontrarle?

La secretaria, una virgen por vocación, poseedora de un título de enseñanza media y huida de su pueblo a causa de los bombardeos, sabía quién era aquella jefe: una Himmler. Respetuosamente, le informó:

—Que yo sepa, hoy nadie ha visto todavía al señor jefe local. ¿No habrá salido de viaje?

—No lo creo.

—A veces lo hace sin anunciarlo a nadie previamente…

—A usted no se lo hubiese dicho, quizá, pero a mí sí. Henriette salió, muy erguida y con paso firme. Era su manera de andar, pero en aquella ocasión lo hacía así para ocultar su inquietud. No estaba aún seriamente preocupada, pero sí algo intranquila. En el transcurso de los últimos días, Eugen había tenido muy poco tiempo para ella. El entierro del camarada Schlaguweit había representado para él una serie de ocupaciones suplementarias. Pero aquel día esperaba, por lo menos, una llamada telefónica. Tenía deseos de verle para darle una alegría, con su apasionada entrega, por una parte, y también, por otra, con una nueva misiva de su ilustre pariente… Entre otras cosas, la carta en cuestión decía:

«Transmite a tu elegido mis más cordiales saludos y hazle saber que tengo el propósito de pasar junto a vosotros el feliz día de vuestra unión, en el caso de que mis deberes, que son cada día más absorbentes, no me lo impidan, lo cual no espero ni deseo, pues me ilusiona grandemente compartir contigo esta alegría que te depara la Providencia».

Henriette fue ahora a ver al alcalde y le preguntó por Eis. Pillich le dijo que no sabía nada, que el señor jefe local era muy dueño de entrar y salir sin dar explicaciones. Henriette se mostró de acuerdo con él y fue a hablar con Stampe.

El flamante jefe de la SA le dijo, en tono confianzudo: —Yo no sé nada, camarada. Tengo órdenes del señor jefe local de atender a todo lo que salga. Él debe de estar muy ocupado. Con su mujer, seguramente. Buena falta le hace…

Así las cosas, no le quedaba a Henriette otra alternativa que intentar encontrar a Eis en su casa. Llamó a la puerta y esperó un rato. Volvió a llamar. Le abrió la puerta una mujer joven, su mujer, al menos por el momento. Al verla, Henriette se sintió invadida por una dulce sensación de triunfo. La mujer iba envuelta en una especie de bata que no era muy bonita ni parecía muy limpia. Su rostro estaba pálido como la cera. Llevaba el cabello despeinado y echado descuidadamente hacia atrás. Una mujer ordinaria, se dijo Henriette, y se irguió aún un poco más. Estaba segura de ofrecer una impresión limpia, cuidada, optimista, edificante.

—Quisiera hablar con el señor Eis —dijo.

—No se puede hablar con él —declaró la mujer.

—Me trae aquí una cuestión urgente —insistió Henriette.

—Qué puede haber aún urgente para él… —musitó Christine. Pero en seguida añadió, hablando muy de prisa, mecánicamente—: El señor Eis no está en casa. No se puede comunicar con él. Y cerró la puerta.

Henriette permaneció inmóvil durante unos segundos, presa de creciente inquietud, sin explicarse claramente la razón. Sintió que le temblaban las piernas, aquellas piernas de las que él había dicho que eran el encanto de sus ojos. Suspiró profundamente y se puso en marcha hacia la fonda.

Pidió un vaso de agua y una copa de aguardiente. Se fijó en los dos hombres que estaban sentados a la mesa de al lado. Les conocía de vista y sabía quiénes eran a través de lo que le había contado Eis y de lo que habían oído sus chicas en el pueblo: eran funcionarios de la brigada criminal, comisario e inspector respectivamente. Ambos estaban comiendo enormes platos de sopa de guisantes preparada al estilo del país: con tocino ahumado, carne de cerdo, salchichón ahumado y mejorana. Acabada la comida, los dos hombres se bebieron un aguardiente doble cada uno. Henriette, en un gesto de camaradería, brindó a su salud. Se pusieron a charlar. La conversación consistía fundamentalmente en preguntas que hacía Budzuhn y respuestas que Henriette daba gustosa. La joven accedió incluso a la amable petición que le hicieron y se sentó a la mesa de los hombres.

—Ustedes tienen también una tarea importante que cumplir en pro del bien común —les dijo.

—Puede llamarse así —concedió Tantau.

Después de un rato de hablar de Maulen, de Maulen y otra vez de Maulen, Henriette comentó, pensativa: —Sí, todos tenemos nuestros problemas. Yo también debo confesar que hay muchas cosas que no me gustan.

—Me uno a usted en esa afirmación —aseguró Tantau.

Pero Budzuhn le preguntó directamente a la muchacha: —¿A qué se refiere usted concretamente al decir eso?

—Pues… estoy algo preocupada; quizá sin motivo, no lo sé. Echo de menos al señor Eis.

—¿De qué manera? —le preguntó Tantau amablemente—. ¿Cómo camarada o como mujer?

—Entre el señor Eis y yo existen determinadas relaciones muy personales, sépalo usted.

—¿Debo saberlo? Bien, si usted lo dice… ¿De qué clase de relaciones se trata exactamente?

Tras una breve vacilación, Henriette declaró: —Soy su prometida.

—Ah —dijo Tantau—. ¿De modo que el señor Eis está casado y prometido al mismo tiempo? Enhorabuena…

—¿Desde cuándo? —quiso saber Budzuhn.

—Esto no hace al caso —replicó Henriette—. Lo que me preocupa en estos momentos es que el señor Eis ha desaparecido sin decirme nada.

—Son cosas que pasan —dijo Budzuhn.

—¡No entre el señor Eis y yo! —exclamó Henriette con severidad—. Le ruego a usted que tome buena nota de eso.

Lo que Budzuhn, a una mirada de Tantau, hizo inmediatamente. Satisfecha, la joven prosiguió:

—Si el señor Eis hubiese tenido la intención de emprender un viaje, me lo hubiese comunicado; estoy absolutamente segura. Pero lo que más me ha inquietado ha sido mi visita a su casa: su mujer me inspira desconfianza. Es algo instintivo.

—El instinto —declaró Tantau— es el punto fuerte de mi colega Budzuhn. Estoy seguro de que no tendrá inconveniente en ocuparse del asunto.

Budzuhn se le quedó mirando, llenos de sorpresa sus grandes ojos. Muy preocupado, le preguntó: —¿No desea usted que le acompañe en su visita a Materna?

—Tiene usted algo más importante que hacer —decidió Tantau, cruzando las manos satisfecho—. Le pongo a usted a la disposición de nuestra estimada señorita jefe. Haga usted todo lo que pueda por ayudarla.

Heinrich Tantau se dirigió a casa de Materna. En seguida le vieron llegar. Alfons en persona salió a abrirle de par en par la puerta del patio.

—¡Bienvenido! —le dijo.

Tantau pareció titubear ligeramente antes de entrar.

—No sea usted tan optimista. Todavía está a tiempo de cerrarme la puerta. Llevo conmigo cantidades industriales de órdenes de registro en blanco. Sólo necesito inscribir su nombre en una de ellas.

—¿Y por qué no lo ha hecho usted todavía, señor Tantau?

—Digamos… porque soy muy perezoso para escribir.

—Puede usted mirarlo todo. Todos los rincones de mi propiedad están a su disposición. Si lo desea, le ayudaré con gusto.

—Se siente usted muy seguro, ¿verdad? Pero no se haga demasiadas ilusiones. Aunque crea haber borrado o destruido absolutamente todas las huellas y pruebas, existen los microscopios, los análisis espectrales, el examen de huellas dactilares, las reacciones químicas…

—Pero también existen personas, ¿no es cierto?

—Y las personas, quiere usted decir, no son infalibles, tienen sus debilidades, sus sentimientos. Sí, ciertamente. Pero ¿no es cierto también que las personas se han convertido en algo muy escaso últimamente?

—El hecho de que usted lo haya observado, señor Tantau, me basta de momento.

Alfons acompañó a su invitado a la casa. Lo hizo, deliberadamente, pasando por la cocina. Sabine y Hannelore le saludaron con evidente simpatía. Las muchachas no habían dejado de observar el gran parecido de aquel hombre con Materna, y ello bastaba para que le encontrasen agradable.

—Traed el jarro verde —les indicó Alfons.

Hizo entrar a Tantau en la sala y esperó a que se sentase. El comisario, con aire fatigado, lo hizo. Transcurrieron unos largos minutos de silencio.

—Vamos a suponer —dijo finalmente Tantau, titubeando un poco— que ahora yo saco a la luz, efectivamente, la famosa orden de registro. ¿Qué cree usted que encontraría?

—Gasolina… la que utilizamos para las cosechadoras. Yo soy, como acostumbra a decirse, un hombre amante del progreso. También tengo armas, municiones y pólvora. De vez en cuando me dedico a la caza: mato aves de rapiña o ayudo a algún animal enfermo a acabar sin sufrimientos.

—Lo sé. Pasa usted por ser uno de los mejores tiradores de todo Masuria.

—Eso no requiere cualidades extraordinarias: pulso firme y vista clara. Ambos, atributos de una naturaleza sana, que está al alcance de todos. Basta con llevar una vida sin excesos.

—Sigo sin ver que su posición sea muy envidiable —insistió Tantau, preocupado—. Temo que podría encontrar en su casa alguna cosa más. Quizá, incluso, un hombre herido. ¿Me equivoco? Créame, me agradaría mucho equivocarme en este punto.

Materna estaba preparado para aquella pregunta.

—Sí, uno de mis hombres, un trabajador forastero, sufrió un accidente de trabajo. ¿Quiere usted detalles?

—Todavía no —dijo Tantau, cuyos ojos brillaban—. Y quizá no los necesitaré tampoco en el futuro. Porque creo conocer ya lo esencial. El médico que le atiende es el doctor Bachus. Los papeles de ese hombre han sido extendidos por el delegado de economía del distrito, ¿no es así?

—Sí, por mi hijo.

—Y esos documentos, por supuesto, estarán absolutamente en regla…

—Absolutamente. ¿Quiere usted verlos? El doctor Bachus, por su parte, está dispuesto a facilitar cuantas informaciones se le soliciten. Fecha del suceso, información a las autoridades, todo está perfectamente claro.

—Bien, me alegro por usted. Bebamos ahora un vaso de aguardiente. Quizá lo necesite usted, señor Materna, para lo que voy a decirle.

Alfons llenó los vasos. Su mano no tembló, incluso cuando se dio cuenta de que Tantau observaba cada uno de sus gestos. Levantaron los vasos, pero se abstuvieron de brindar. Cuando hubieron bebido, el ambiente pareció distenderse.

—He estado pensando mucho acerca de usted estos últimos días —declaró Tantau.

—Y ¿a qué conclusiones ha llegado?

—No lo sé, señor Materna; es algo que está todavía por ver.

Y debo decidirlo ahora. No tengo ya más tiempo para andar jugando al escondite con mis superiores. Debo conseguir resultados.

Y creo que en ello puede usted ayudarme.

—De acuerdo. Sólo tiene que explicármelo un poco más. ¿Por qué no podríamos hacer un trato? Veamos qué posibilidades me ofrece usted.

—Existen dos posibilidades. La primera es la siguiente: yo les detengo a usted y a Jablonski, al doctor Bachus y al doctor Klinger. Existen sospechas fundadas de su culpabilidad; en cuanto a las pruebas, podrían encontrarse. Me bastaría con pasar a cedazo toda la tierra de su propiedad, con volver su casa del revés como un calcetín. No me mire usted con esa expresión incrédula.

—Bien. ¿Cuál es la otra posibilidad?

—Hablemos un poco más de la primera. Lo de la sede del Partido fue sencillamente genial. Su coartada es lo que se dice clásica; demasiado perfecta, quizá, para ser verdadera, pero inatacable, de acuerdo. El hallazgo de los siete cartuchos no nos conducía a ninguna parte. Y el descubrimiento del octavo en tierras de usted es poco más que una coincidencia. Pero usted cometió un error importante, señor Materna, un fallo del que no le hubiera creído capaz.

—¿A qué se refiere usted, señor Tantau?

—Cayó usted en la tentación, una tentación explicable, cierto. Es algo que ocurre a menudo. En su caso ha sido una lástima, mi querido Materna, porque, si no fuese por esto, podría decirse que realizó usted un trabajo perfecto, clásico, difícil de descubrir, incluso para mí. Y en este momento no me siento en absoluto satisfecho de haberlo descubierto; me limito a constatar el hecho.

—¿Cuáles son los errores que, según usted, se me pueden demostrar?

—Pues bien, el error más importante fue Schlaguweit. No le bastaba con las oficinas del Partido, quiso matar dos pájaros de un tiro. A Schlaguweit le telefonearon. La llamada no podía proceder de guerrilleros o de grupos de sabotaje de fuera del pueblo, sino solamente de alguien que supiese muy bien cómo funcionan las cosas aquí. ¿No le parece a usted?

Materna se levantó pesadamente. Sin mirar a Tantau, se dirigió al armario de la pared, tomó la caja de cigarros y se la tendió al comisario. Éste se inclinó sobre ella y escogió uno cuidadosamente. Lo encendió, aspiró el humo con aire de entendido y lo expiró lejos, con una expresión de alivio. Alfons volvió a sentarse.

—Y ¿cuál es la segunda posibilidad de que usted hablaba?

—Es muy sencilla —dijo Tantau—. Le propongo que, en adelante, hagamos causa común.

—¡Tienes que ayudarme! —le dijo Christine al sargento Fackler que, como de costumbre, solicitaba sus favores.

—Claro que te ayudaré. Después —le prometió, mientras maniobraba para hacerla entrar en la habitación.

—Oye, qué mal huele aquí —dijo, cuando intentaba echarla sobre la cama.

—Son las carpas que hay en la cocina —dijo ella.

—Es igual —dijo Fackler encogiéndose de hombros; su olfato no se asustaba de nada—. Pero… ¿qué te pasa hoy que estás tan arisca?

—Es que ha pasado una cosa…

—¡Ahora sí que va a pasar algo!

La obligó a tenderse sobre la cama y se dispuso a echarse encima de ella. Pero Christine se hizo rápidamente a un lado. A causa de aquel movimiento, su bata se abrió, lo cual no hizo sino excitar más a Fackler.

—¡Ven aquí de una vez!

—Pero después me ayudarás, ¿verdad? —suplicó ella. Fackler hubo de prometérselo solemnemente, porque ella se resistía aún. Aquel día había en Christine algo especialmente atrayente, no hubiera podido decir qué.

Pero después se sintió profundamente decepcionado. Había hecho todo cuanto pudo, pero ella había permanecido fría como una piedra. Durante todo el rato se había mantenido con los dientes apretados y las manos abandonadas, como inertes, sobre la manta.

—Pero ¿qué te pasa? ¿Qué mosca te ha picado hoy?

—Ahora me ayudarás, ¿verdad? —dijo Christine, inclinándose sobre él.

—Tienes la mirada extraviada —observó él, sorprendido—. ¿Estás enferma?

—¡Sé que me ayudarás; tienes que hacerlo! —exclamó Christine muy de prisa, con voz aguda y desafinada—. ¡Tienes que hacerlo!

—Yo no tengo que hacer nada —dijo Fackler, molesto, poniendo en orden sus ropas con gestos rápidos y hábiles—. ¿Qué es lo que quieres de mí?

—¡Lo he hecho con tu pistola!

—¿Mi pistola? Tengo varias.

—Pero hace unos días me diste una.

—No te la di, la cogiste tú. Para matar a un perro rabioso, me dijiste.

—¡Sí, y lo he hecho!

—Bueno ¿y qué? Ahora me voy, tengo prisa. Estaba impaciente por irse de allí. Aquel olor de pescado le parecía ahora francamente desagradable.

—¡Tienes que ayudarme a sacarlo de aquí! ¡Por favor!

—¿Al perro? —dijo Fackler, indignado—. ¿Te has creído que soy un basurero? ¡Búscate a otro para ese trabajo!

Christine rompió en sollozos y extendió los brazos hacia él.

—Está debajo de la cama…

—¿Dónde dices que está? —preguntó Fackler, asombrado.

—¡Debajo de la cama! ¡Debajo de la cama donde nos hemos querido, dónde me has prometido tu ayuda! ¡Ahora tienes que hacerlo! ¡Dios mío, tienes que ayudarme! —gritó.

Y añadió al cabo de un momento con voz apenas perceptible: —Lo he hecho con tu pistola. Con la que tú me diste para él…

Fackler la miraba con la boca abierta. Después se arrodilló en el suelo, se inclinó, se aproximó a la cama y miró debajo de ella. Durante unos segundos, permaneció inmóvil. Después se puso en pie rápidamente, como un corcho que emerge a la superficie del agua desde el fondo.

—¡Yo no tengo nada que ver con esto! —exclamó.

Y se alejó velozmente, chocando con las puertas, abriéndolas de un golpe y dejándolas abiertas. Dejó olvidadas la gorra y el cinturón.

Christine se quedó donde estaba, sentada en la cama debajo de la cual yacía Eis, con el cuerpo inclinado hacia adelante, las piernas abiertas, los cabellos caídos en desorden sobre la cara. Estaba como petrificada, pero su respiración era jadeante. Unos golpes rítmicos en la puerta la sobresaltaron. Alzó la mirada y vio a un hombre al que no conocía, un hombre alto y macizo. Sus ojos bovinos la miraban con expresión paciente.

—Me llamo Budzuhn —dijo el hombre, esbozando una inclinación—. Perdone que entre así en su habitación, pero las puertas estaban abiertas. Eso no es bueno con este frío.

—¡Váyase usted! —gritó Christine, visiblemente agotada. Pero Budzuhn se le acercó mirándola con ojos inquisidores. Se había dado cuenta en seguida de que a aquella mujer le ocurría algo, algo grave seguramente. Tomó la manta de la cama y se la echó sobre los hombros. A aquel contacto, ella se estremeció y se puso a tiritar.

—Hace mucho frío aquí, realmente. ¿Por qué ha abierto usted las puertas? ¿Quería airear la casa?

Budzuhn había dicho aquello sin pensar en nada especial. Pero ahora levantó la cabeza y olfateó.

—En efecto —dijo—, esta habitación huele muy mal. Pero ¿por qué no ha abierto las ventanas?

—¡Márchese de una vez! —exclamó Christine, desesperada. Pero Budzuhn no le hizo caso. Acababa de darse cuenta súbitamente de la clase de olor que llenaba aquella habitación. Reconocía el olor dulzón que constituye una de las primeras señales de la descomposición de un cuerpo humano. Su olfato, cuyas seguras reacciones solía alabar Tantau, actuó, una vez más, como un aparato de precisión.

—Permítame usted, señora Eis —le dijo con extremada cortesía—, que le ofrezca otro acomodo. ¿Quizá esta silla? Es usted la señora Eis, ¿verdad?

No obtuvo respuesta alguna. No encontró tampoco ninguna resistencia cuando la tomó por los hombros con gesto protector y la hizo sentarse en la silla. Ella se dejó llevar como una muñeca de trapo.

—Qué vida esta, ¿verdad? —le dijo Budzuhn, comprensivo. El inspector cogió la cama por las patas delanteras, la levantó, la desplazó hacia un lado y volvió a colocarla en su lugar. Había visto lo que esperaba ver. Una imagen que, a pesar de sus largos años en la profesión, nunca dejaba de impresionarle. No era solamente el hecho de que cada cadáver era diferente, sino también la lastimosa apariencia de pequeñez que ofrecían. No había dos muertos iguales, aunque se tratase de personas a quien se hubiera llevado la misma enfermedad. Los signos externos de la muerte eran de una variedad asombrosa. Tampoco las víctimas de muerte violenta se parecían nunca, aunque hubiesen perdido la vida a manos del mismo autor y por efecto de la misma arma.

Lo que vio aquella vez fue el cadáver de un hombre robusto de una estatura aproximada de 1,85, de unos cuarenta y cinco años, de rostro severo y cabello trigueño. Una gran mancha de sangre coagulada con bordes acuosos de un blanco amarillento, procedente, sin duda, de heridas de bala, le cubría el pecho y el vientre. No le fue difícil identificarle. El hombre llevaba una vistosa chaqueta de uniforme color caqui de tela de primera calidad. Budzuhn reconoció a Eugen Eis, jefe del grupo local del Partido de Maulen.

—Vístase usted, por favor —le dijo a Christine—. Póngase ropa de abrigo, si me permite aconsejarla. Y llévese un abrigo. No puede usted continuar aquí. Cerraremos la casa. Más adelante ya veremos, pero, de momento, venga usted conmigo.

La noticia del descubrimiento del cadáver de Eugen Eis debajo de su propia cama se extendió por el pueblo como un reguero de pólvora, saltó de casa en casa y se convirtió en el objeto exclusivo de la charla de las mujeres, de las conversaciones a media voz de los hombres y de las fantasías estremecedoras de los niños. No se sabía bien dónde tenía su origen aquel torrente de conjeturas, afirmaciones y sospechas. Budzuhn se había limitado a informar brevemente a uno de sus colegas y a enviarle en busca de Tantau; pero el hombre se había entretenido por el camino. Además, el sargento Fackler había estado en la taberna y había dicho cosas no muy claras pero fáciles de interpretar. Por ejemplo, afirmó varias veces:

—¡Yo no tengo nada que ver con eso!

Pero lo más significativo era el hecho de que Christine Eis se encontraba en la actual sede del Partido bajo la vigilancia de un gendarme.

El inspector Budzuhn, no obstante, había dicho: —Advierto a todos que se abstengan de formular acusaciones prematuras. Es un delito castigado por la ley.

Budzuhn esperaba ansiosamente la aparición de Tantau. Pero éste no parecía darse prisa alguna. El inspector supuso, acertadamente, que tendría buenas razones para ello.

Cuando se le comunicó la muerte de Eis, Neuber inclinó la cabeza, en parte para ocultar su alegría. De sus labios salió una noble queja:

—¡Qué final!

Y, al quedarse solo, exclamó:

—¡Por fin! Ahora soy yo el jefe del Partido en Maulen.

El pastor celebró un oficio extraordinario para rogar por el alma del difunto. ¿Qué más necesario? Después de largos años de apatía religiosa, el sacerdote tuvo la satisfacción de ver llena nuevamente la casa de Dios.

—¡Debemos darle un entierro nacional! —exclamó Kurt Stampe—. ¡Nuestra SA debe encargarse inmediatamente de organizado!

—¡Estoy abrumado! —declaró el alcalde en tono solemne. Se sentía satisfecho, porque la muerte de Eis le salvaba de la destitución.

—¡Ha sido el dedo de Dios! —dijo Uschkurat, acariciando a una de sus vacas que estaba ante él con las ubres repletas—. Todos hemos de morir, ciertamente, pero ¿quién hubiera dicho que él se iría de esta forma? Todas las señales apuntaban a él. No hubiera debido reírse cuando le dije lo de Grienspan. Quien al cielo escupe, a la cara le cae.

Las mujeres del pueblo se agrupaban como enjambres de cuervos, aleteaban, graznaban, juntaban las cabezas, vomitaban sospechas. Decían: se ha suicidado, su mujer le ha ayudado a morir, le han matado entre ella y Fackler, lo ha hecho ella por ese prisionero, por Materna. Eis merecía este fin, decían, no lo merecía; ha sido casualidad, ha habido premeditación; ha sido un crimen pasional, político, por celos; ha sido la mano de Dios. Excitadas, incansables, se separaban y formaban nuevos corros. Nadie le lloró. Ni siquiera Henriette Himmler, a quien se lo prohibía el decoro y la compostura que se había impuesto. Firme y erguida escuchó la horrible noticia. Permaneció unos momentos impávida, mirando a lo lejos. Y dijo después: —¡No ha muerto en vano!

Sólo un buen rato después se echó sobre la cama y ocultó la cara en la almohada.

Al paciente Budzuhn le llegó, por fin, un mensaje de Tantau. Por mediación del funcionario que le había enviado, le mandaba decir: «Ocúpese usted del caso. Hágalo a conciencia y tómese el tiempo que quiera».

—¿Qué querrá decir con eso? —se preguntó Budzuhn.

—Lo primero es lo primero —dijo Tantau, que estaba sentado a la mesa de Materna comiendo anguilas en gelatina. Alfons contemplaba sorprendido al comisario, que engullía enormes cantidades de su manjar predilecto.

—No es que tenga intención de amargarle la comida, pero ¿no cree usted que hay cosas más importantes por hacer?

—No lo creo —declaró Tantau con la boca llena.

—Eis ha muerto.

—¿Y qué? ¿Tiene usted algo que objetar? Me imagino que no. Así pues, no se preocupe. ¿Quiere pasarme otra rebanada de pan?

—Hemos de tomar algunas precauciones.

—Lo primero que hemos de hacer es alimentarnos. Y al decir esto pienso en su acertado proverbio: «Un estómago lleno puede aguantarlo todo».

Tantau llamó a las muchachas. Hannelore y Sabine aparecieron prontamente. Les rogó que le preparasen un pastel de manzana caliente con queso y chocolate. Ellas sonrieron y le prometieron complacerle.

Cuando hubieron salido de la estancia, dijo Tantau tranquilamente.

—No debe usted precipitarse, amigo Materna. Trate de no pensar en Eis durante un rato y piense un poco en mí. Yo tengo que formular alguna acusación concreta. No contra usted ni contra Jacob, por supuesto. ¿Contra quién, pues?

—¿No pretenderá usted que le entregue a alguna otra persona, verdad?

—No, claro que no. Pero me imagino que sus camaradas están a salvo. Por ello no le representará a usted ningún problema darme algunos datos: número de hombres que componen el grupo, tipo de armas, métodos, etc. Eso no perjudica a nadie y me saca a mí del aprieto.

Durante la media hora que siguió, se ocuparon ambos de preparar una relación de datos. Resultó una información convincente, pero carente de utilidad práctica. Tantau, satisfecho, comentó: —No sirve para nada, pero hace muy buen efecto.

—No creo que le exijan más —dijo Alfons—. Tengamos en cuenta que la confianza en la victoria final ha disminuido notablemente. Quien posea un mínimo de inteligencia debe ver que las cosas van a cambiar.

—¿Se refiere usted a mí, acaso? —preguntó Tantau, sonriente.

—No —respondió Alfons.

—¿Qué piensa, pues, de mí?

—Pienso que es mi amigo.

—Gracias —dijo el comisario—. En ese caso, me considero autorizado a servirme otro plato de anguilas en gelatina.

Y así lo hizo, bajo la mirada asombrada de Alfons. La sala de estar de Materna se fue llenando. Apareció en primer lugar Jablonski, quien, tras breve vacilación, se sentó a la mesa sin una palabra y se puso a comer. Llegaron después el doctor Bachus y el doctor Klinger, que se sentaron también a la mesa, aunque, en contra de su costumbre, no demostraron tener mucho apetito y se dedicaron más bien a observar a Tantau con admiración y respeto.

El comisario sacó su enorme pañuelo, se enjugó los labios y anunció:

—Alfons Materna y yo somos amigos. Y, para que quede bien claro, diré más: somos socios.

—Podemos, pues, hablar con toda libertad —dijo Alfons.

—¿Sin reservas? —preguntó Jacob.

—Sin reservas. Ya os lo explicaré después con detalle… caso de que lo creáis necesario. Vamos ahora por lo más urgente. ¿Cómo está el herido, Peter?

—Se encuentra ya en condiciones de ser trasladado al hospital de Lotzen. Tenemos ya los papeles necesarios. Está fuera de peligro. Dentro de tres o cuatro semanas, estará curado.

—Sobre todo —dijo Tantau—, la fecha de la herida no debe caer entre el diez y el veinte de noviembre.

—Ya nos hemos ocupado de eso —aseguró Peter—. Por otra parte, del estado actual del paciente no se deduce necesariamente que se trate de una herida de bala. Es perfectamente verosímil que hubiese sido producida por un objeto largo y afilado. Oficialmente, ha sido un accidente de trabajo en el campo, presenciado por varios testigos.

—Perfecto —dijo Tantau—. ¿Alguna otra novedad?

—Yo me ocupo, en mi calidad de abogado, de defender a la viuda de Eis —dijo Konrad—. El señor Materna lo ha dispuesto así y yo lo hago con mucho gusto.

—Tenga mucho cuidado con Budzuhn —le recomendó Tantau—. El inspector conoce su oficio. Cuanto más profundice en el caso Eis, más probable es que meta la nariz en cosas que no le interesan.

—Estaré alerta —aseguró Konrad—. De todas formas, he tomado ya una medida de precaución. Budzuhn parece convencido de que el caso es muy claro: en su opinión, el autor del hecho no es otro que Christine Eis. Yo le he aconsejado que no haga ninguna declaración ni responda a ninguna pregunta, que no diga absolutamente nada. Ella está de acuerdo en hacerlo así; si bien es verdad que no puede hacer otra cosa. Está completamente trastornada. ¿Quién lo hubiera dicho hace algún tiempo de una persona tan sana?

—Esto es propio de los tiempos que vivimos —dijo Alfons—. Muchas personas están trastornadas o enloquecidas. Como Uschkurat, que antes arrancaba árboles con las manos. O Pillich, que no le temía ni al mismo diablo y ahora se pasa la vida temblando. Incluso Neuber no puede disfrutar plenamente del hecho de ser jefe del Partido de Maulen.

—De todas formas —dijo Konrad—, si Christine se calla como una tumba, Budzuhn no podrá demostrar gran cosa.

—Eso no es suficiente —dijo Tantau con decisión—. No le aconsejo que infravalore a mi amigo Budzuhn, permítame que insista. Debo decir, además, que ha aprendido muchas cosas de mí. Será necesario desviar su atención hacia otro punto. Tenemos, por ejemplo, al sargento Fackler, propietario de la pistola con la que Eis fue muerto.

—Gracias por la sugerencia —dijo Konrad.

—No olvide tampoco que el prisionero fugado Ambal puede también ser objeto de sospecha. El hecho de que se encuentre a salvo le facilita a usted las cosas. ¿O existe algún inconveniente en utilizar su nombre?

Jacob negó.

—Ambal está bien seguro; ya me ocupé yo de eso.

—Bien —declaró Konrad, optimista—. Así las cosas, creo que podremos retrasar bastante el juicio.

—Pero no olvide usted —le advirtió Tantau— que hay jueces muy expeditivos que reparten sentencias de muerte como rosquillas. Tengamos en cuenta además que la muerte de Eis puede considerarse no sólo como el asesinato de un marido sino también como el asesinato de un jefe del Partido. En ese caso, no habría aplazamiento de la sentencia. Pero está aún vigente una ley según la cual la ejecución de una pena de muerte en el caso de una mujer encinta debe ser aplazada hasta cuatro semanas después del nacimiento de la criatura.

—Así pues —dijo Peter—, en mi calidad de médico, declaro a Christine Eis encinta. Esto garantiza que salvaremos su vida. Porque aquí, en la Prusia Oriental, la gran victoria final es ya cuestión de semanas.

—O quizá de días —dijo Alfons.

—Y por ello yo procuraré ponerme pronto a salvo —dijo Tantau, mirándoles a todos algo entristecido—. Aunque sea a riesgo de estar, en el futuro, peor alimentado que ahora. Pero debo irme de Maulen para borrar algunas huellas. De todas maneras, seguiremos en contacto… mientras ello sea posible aún.

—Me alegro de haberlo conocido —dijo Materna—. Nos ha ayudado usted a salvar muchas vidas humanas.

—Pero ¿por cuánto tiempo, amigo Materna?

Ignaz Uschkurat fue a casa de Materna. No lloraba.

—¿Crees tú también, Alfons, que veo fantasmas?

—No sería nada extraño en los tiempos que corren.

—¿Crees, pues, que vi a Siegfried Grienspan? ¡Te aseguro que le vi! Estaba delante de mí, a la luz de la luna, se le veía muy bien, parecía casi que se le podía tocar. ¿Me crees?

Uschkurat hablaba como si fuese extraordinariamente importante que alguien le creyera.

—Te creo —respondió Materna.

—Bueno —dijo Uschkurat, como liberado de un enorme peso—. Siendo así, estoy a tu disposición. Dime lo que debo hacer. Haré cuanto tú consideres conveniente.

—Está bien —dijo Materna.

Vino después Pillich, el alcalde. Llegó con su aspecto de perro apaleado, se inclinó ante Alfons y manifestó humildemente: —¿Qué cree usted que debo hacer ahora, señor Materna?

—Lo que ha hecho usted siempre, Pillich: menear la cola, aguzar las orejas y lamerles el culo a los que están por encima de usted.

—¡Se me ha interpretado mal! Yo lo he hecho todo por el bien de Alemania y de los alemanes…

—Es que hay muchas maneras de entender esas palabras.

—¡Eso habrá sido, señor Materna! Y ahora lo lamento, lo lamento sinceramente. Y no soy el único en el pueblo. También Bembennek, Sombray, Perduhn y muchos otros se han dado cuenta de sus errores. Y también Romeike, hace ya tiempo. Y creen que en estos momentos debemos estar todos unidos. Queríamos celebrar una reunión con usted.

—No le veo ninguna utilidad al hecho de reunirme con un grupo de miserables, por más cagados que estén.

Pillich encajó pacientemente aquella ingrata formulación y rogó: —En ese caso, díganos usted lo que ocurrirá ahora. Seguiremos sus consejos. Le obedeceremos.

Poco después se presentó Amadeus Neuber. Pero no pasó de la puerta del patio. Allí, bajo la intensa nevada, le permitió Materna que expusiera lo que le traía.

—Los numerosos y lamentables malentendidos que se han producido entre nosotros… —comenzó, temblando no solamente de frío.

—Vaya usted al grano —le ordenó Alfons—. No porque pudiera usted resfriarse; eso me trae sin cuidado. Pero dispongo de poco tiempo.

—¿Y a quién se lo dice usted? ¿Quién de nosotros tiene tiempo? ¡Son las doce menos cinco!

—Ya lo sé Neuber. Y su Caudillo también lo sabe.

—¡Hace ya tiempo que ese hombre dejó de ser mi Caudillo! —exclamó Neuber teatralmente.

—¿Se lo ha dicho usted ya? ¿Cómo es que es usted, según tengo entendido, jefe del grupo local del Partido?

—¡Para salvar de los peores males a nuestros vecinos! Para evitar que un buen día uno de esos locos fanáticos partidarios de resistir hasta el fin tome el mando en el pueblo. Puede usted acusarme de todo lo que quiera, señor Materna, pero una cosa debe concederme: no soy ningún imbécil. Sé lo que está ocurriendo en estos momentos.

—¿Y qué está ocurriendo, según usted?

—Leo los periódicos y escucho la radio, y puedo imaginarme lo que las noticias callan. Además, tengo acceso a informes internos del Partido. Los rusos están a las puertas de la Prusia Oriental. A su paso queman cuanto encuentran, asesinan a los hombres y violan a las mujeres.

—Cosa que nosotros, los nobles alemanes, no hemos hecho nunca. Nosotros hemos luchado siempre caballerosamente. Aunque hayamos quemado vivas a millones de personas, claro.

—No he venido a discutir con usted. De lo que se trata ahora es de poner a salvo a nuestros vecinos, a los niños en primer lugar.

—Eso representaría contravenir las órdenes del Gobierno. Pena de muerte. ¿Está usted dispuesto a arriesgarse? Piense que faltan aún cinco minutos para las doce…

—Porque estoy dispuesto a arriesgarme he venido. Lo hago por los niños, sobre todo. Debemos tener el valor de salvarlos. Pero sólo lo conseguiremos si nos mantenemos todos unidos. Y le necesitamos a usted con su influencia, sus recursos, sus relaciones. Yo sé que, tratándose de nuestras mujeres y de nuestros niños, no se negará. Porque usted es un buen masuriano, usted es la personificación de Masuria…

—Bien, si usted lo dice… me comportaré como exige Masuria.

Materna se inclinó hacia Neuber y, con gran rapidez y energía, le abofeteó con ambas manos.

—Ahora me siento un poco mejor —dijo—. Vamos a hablar de todo con más calma.

En aquellos últimos días de Maulen, Materna dirigió unas palabras de despedida a sus amigos.

—¿Qué es, amigos míos, eso que llamamos patria? He pensado mucho acerca de ello, pero no consigo explicármelo del todo. De todas formas, quiero intentarlo. Me induce a ello una frase, antigua como el hombre, que dice: «Nadie es digno de vivir en un paraíso».

»En los primeros cinco o seis años de nuestra existencia, el mundo se nos aparece como envuelto en una niebla. Nuestros padres nos engendran y nos cuidan, y no hemos de hacer nada más que vivir. En nuestra inocencia, no sabemos dónde ni cómo vivimos. Después, lentamente, comenzamos a fijarnos en algunas cosas y a conservarlas en nuestro interior en forma de recuerdos: la solícita sonrisa de una mujer, nuestra madre; la enérgica bondad de nuestro padre; el cálido aliento de un perro que se echa alegremente sobre nosotros; la firme y vigorosa silueta del árbol en cuyo tronco estamos apoyados; el cielo que vemos constantemente sobre nuestras cabezas, azul unas veces, plomizo otras.

«A partir de estos datos vagos, se va formando en nosotros la conciencia de lo que es la patria. Pero la idea misma de patria —la patria de la que formamos parte sin intervención de nuestra voluntad, de nuestra elección— no la poseemos aún; quizá nunca la poseeremos. Pero comenzamos a imaginarla o a desearla.

»Mi primer recuerdo claro de este pueblo de Maulen en el que nací va acompañado del miedo. Aún hoy puedo ver con atormentadora exactitud el montón de tierra con el que intentaba construir un castillo. La tierra no se dejaba modelar, se escapaba de entre mis dedos. Llevado de una cólera infantil, en un gesto de acusación y de provocación a la vez, lancé mi pequeña pala contra el cielo. Y el cielo pareció entonces estallar sobre mí, encenderse en llamas, escupir fuego sobre la Tierra.

«Así comienza, como un rayo, la cadena de mis recuerdos. El mundo en que los niños viven como en un sueño empieza un día a adquirir forma, color y olor, se puede tocar, oler, oír. Todas estas sensaciones forman parte también de la idea de patria.

»Aún hoy puedo oír, como la oía de niño, la risa de mi padre. En aquella época yo pensaba: se ríe, está contento, eso está bien. Después vino un tiempo en que me preguntaba: ¿por qué se ríe?, ¿tiene motivos? Y hoy me digo, envidiándole, lleno de admiración: Dios mío, ¿cómo podía reír?

«Nadie escapa a las implacables leyes de la naturaleza. Yo nunca he podido resistirme al encanto de mi tierra, de mi patria. Cada cosecha era para mí como un regalo del cielo. El ganado que vivía con nosotros no representaba sólo la fuerza de tracción necesaria para el arado, el rastrillo y los carruajes, no era solamente el productor de leche, carne y vestido. Quien ha sentido, aunque sea una vez en su vida, los suaves ollares de un caballo sobre su cuello; quien sabe la infinita paciencia que expresan los ojos de una vaca; quien ha tenido la fortuna de experimentar la fidelidad sin límites de un perro, comprenderá lo que quiero decir. También la armonía entre el hombre, el paisaje y los animales es parte inseparable del concepto de patria.

»Se dice que la tierra de la Prusia Oriental, de Masuria, de Maulen, está empapada en sangre. Pero todas las tierras de este mundo, la historia lo demuestra, pueden absorber ríos de sangre sin volverse por ello menos fértiles. Mas la sangre no es un abono necesario. Y la sangre como leyenda, como mito, como símbolo de sacrificios heroicos, puede convertirse en un veneno mortal para el corazón y el cerebro del hombre. Y nunca han faltado gentes que han intentado justificar, o incluso ensalzar, al menos una clase de crimen, una forma de violencia. Para ellos, la muerte es el terreno abonado donde debe florecer su fama.

«Por esto yo me niego a ver en mi patria por encima de todo una tierra embebida en sangre, el escenario de pasadas destrucciones. No en vano en nuestro país la muerte que llega sin sobresalto ni violencia es recibida como una amable invitada. “Ya le ha llegado”, se dicen unos a otros la gente del pueblo cuando alguien muere así. O bien comentan: “Ha vivido una vida buena, pacífica, hermosa”.

»A veces me he preguntado: ¿qué dirá la muerte, tan respetada entre nosotros, al ver que algunos toman en sus manos su sagrada misión? Así lo han hecho los belicosos criminales que conocemos. Me resulta imposible ver héroes en sus muertos; creo que éstos, deben despertar nuestra piedad, no nuestro orgullo.

«También nuestra actitud ante la muerte ha cambiado, como tantas otras cosas. La mayoría de las gentes que han vivido aquí durante muchos siglos cultivaban una de las más hermosas virtudes humanas: la comprensión entre todos aquellos que vivían y dejaban vivir.

»En nuestro pueblo, sin ir más lejos, convivían hasta hace pocas décadas campesinos alemanes y polacos, jornaleros protestantes y católicos, funcionarios de ascendencia eslava y prusianos. Nadie tomaba a escándalo la religión o la lengua de sus vecinos. El pastor celebraba regularmente oficios en las lenguas polaca y alemana; vivían también pacíficamente en nuestra pequeña comunidad tres sectas religiosas.

«En Maulen, apenas nadie conocía el significado exacto de la palabra tolerancia. Pero casi todo el mundo se comportaba instintivamente en forma tolerante. Esta tierra fue primero de Polonia. Después se asentaron en ella las órdenes militares alemanas; más tarde llegaron los hugonotes franceses y las gentes expulsadas de Salzburg por motivos religiosos. También se establecieron aquí algunos desterrados de Brandenburg, que no eran, al parecer, lo bastante fieles al Estado; y, por fin, nos han sido enviados regularmente los funcionarios molestos. En resumen, una mezcolanza altamente prometedora.

»Había, pues, en nuestro Maulen, rebeldes contra Dios y gentes de viva religiosidad. Pero a ninguno de ellos se le ocurrió nunca la idea de exterminar a los otros. Las asociaciones de soldados y veteranos tenían una gran cantidad de miembros; y no faltaban otros muchos que se reían de ellos. Pero el pueblo no corrió nunca el peligro de convertirse en un campo de batalla por esas diferencias. Para todos, bebedores y juerguistas, religiosos y descreídos, paletos y lectores de Kant, había lugar suficiente.

«Es difícil precisar cuándo comenzó a perderse aquella sencilla y natural forma de vida. Lo indiscutible es que se trató de un largo y complejo proceso cuyos orígenes deben de remontarse a principios del siglo pasado. Pero es que fue aquella guerra llamada mundial y más tarde primera Guerra Mundial, porque le siguió una segunda, aquella siniestra catástrofe que no he alcanzado a comprender, el embrión de nuestro bárbaro siglo, lo que me parece ser el principio del caos que ha caído sobre nosotros destruyéndolo todo.

»Primero fue sólo un cierto sentimiento de arrogancia el que se infiltró en nosotros. Alemania, se decía, invicta en el campo de batalla, había recibido una puñalada por la espalda, había sido víctima del contubernio de oscuros poderes internacionales. Y ello, naturalmente, según decían, no era sino una situación transitoria, pues, a la larga, la justicia debía prevalecer. El pueblo alemán, sincero, leal y valiente como era, tenía enemigos irreconciliables. Y ¿dónde estaban aquellos enemigos?

«Que los socialdemócratas, los comunistas, los francmasones o los judíos tenían la culpa de todo lo creyeron muchos en aquella trastornada Alemania. Y también en Maulen, tanto más fácilmente cuanto que aquí no había un solo francmasón ni un solo comunista; en cuanto a los socialdemócratas, contábamos apenas con una docena; y en toda la comarca vivía un solo judío: nuestro Siegfried Grienspan. Y contra él nadie tenía nada.

“También entre nosotros aparecieron una buena cantidad de cabezotas nacionalistas, pero todos, y también yo, les tuvimos por locos relativamente inofensivos, capaces sólo de ir a una guerra si se les daban órdenes enérgicas en tal sentido. Pero eso fue exactamente lo que sucedió. Tampoco yo fui capaz de darme cuenta a tiempo de que también en Maulen el enemigo imaginario podía encarnarse en vecinos nuestros, en gentes que habían nacido entre nosotros. Al principio, nos permitimos el lujo de considerar a los nazis como seres extravagantes. Y de las cosas que decían” —quien no está con nosotros está contra nosotros»— nos reíamos tranquilamente.

«Vino después la época en que yo pensé que todo era obra de una pandilla de locos criminales, psicópatas antisociales de los que existe un determinado porcentaje en todos los países del mundo. No me daba cuenta de que estaba llegando a nosotros un virus que se propagaba rápidamente y que pronto había de causar vertiginosas cifras de mortalidad. No veía tampoco que se estaba a punto de declarar políticamente válido el más horrible de los crímenes: el asesinato de un semejante.

»Pero entonces ocurrió que esa gente mataron a uno de mis hijos. Y me di cuenta, horrorizado, de que a quien no podía o no quería vivir con ellos le negaban el derecho a la vida. “Entonces me pregunté: ¿por qué lo hacen?, ¿tienen miedo? Era ésta una posibilidad. En aquella época teníamos muchos problemas, los embargos de ganado se sucedían uno tras otro. O bien, pensaba, ¿es que se sienten amenazados? También era posible. Nuestra Prusia Oriental ha sido siempre tierra fronteriza y muy disputada. Y no faltaban los patriotas incorregibles que se dedicaban a mantener abiertas las heridas de la primera guerra. Pero ¿eran éstas razones para que un hermano mate al otro?”. Hoy sé que, ante tanta sed de sangre, una sola medida hubiese sido eficaz: la antigua ley de nuestro país: si el lobo ataca tus rebaños, mátale. ¡Muerte a los lobos!, se dice en nuestra tierra. Para que el ganado y los hombres puedan vivir, para que puedan acabar sus días en paz, como dice nuestra oración por los muertos, los lobos deben ser muertos. El hombre no debe tolerar la muerte violenta, venga de donde venga. Dios ama por igual a todas sus criaturas. Ninguna frase de la Biblia me ha conmovido como ésta.

«¿Qué he hecho yo, qué hemos hecho todos en este sentido?

»Aquí, amigos míos, comienza la historia de nuestra culpa, de nuestra complicidad; un encadenamiento de indecisiones, errores, cobardías y debilidades. No excluyo a nadie; tampoco a mí mismo; a nadie que haya vivido estos doce últimos años en Alemania y no haya sido perseguido, apaleado, encarcelado, torturado o asesinado.

»Me niego a aceptar cualquier intento de absolvernos. Y ruego a mis amigos que no lo intenten tampoco. Estamos marcados; esto es imposible de borrar.

»En nuestra Alemania se ha dado, nada más y nada menos, el ciego atrevimiento de iniciar un juego de dados para decidir el dominio del mundo. Y ello con la más absoluta ligereza, obligando brutalmente a entrar en el juego a millones de personas. Y hemos perdido la terrible apuesta.

»Quitar de en medio a los criminales significaba, pues, salvar vidas humanas. Pero, en la mayoría de los casos, las gentes de buena voluntad no lo consiguieron, o lo consiguieron sólo en parte.

»Así, yo nunca he tenido el valor necesario para matar o hacer matar a aquellos que inculcaban el crimen en la mente de otros. Con una sola excepción: Schlaguweit. Éste había matado una y otra vez con su propia mano y con toda premeditación; no nos resultó penoso ajusticiarle.

»Pero incluso esto resultó ser mi único error realmente peligroso. Tantau, mi amigo, lo sabe bien. Si no hubiese sido por su peculiar manera de ver las cosas, yo no viviría hoy.

»Yo creo ser un hombre, si no muy bueno, de buena voluntad. Por ello abrigo algunas ilusiones. Así, me esfuerzo por creer aún que la Biblia, con su vieja sabiduría, tiene razón, a pesar de todo, cuando dice, por ejemplo, que bastan unos cuantos hombres de buena voluntad para evitar la ruina de una ciudad, de un país, de un pueblo por lo menos.

»Yo, personalmente, no quiero quejarme. He vivido en nuestra Masuria momentos en los que me he sentido completamente feliz. He encontrado aquí a personas que me han querido, amigos que han alegrado mi corazón, jóvenes que me han dejado creer que yo era un padre para ellos. Por todo ello estoy agradecido; mi vida ha sido plena. Pero veo con dolor que no he hecho suficiente, que no he hecho bastante por muchas de las personas que componen nuestra amenazada patria.

»Nadie puede predecir lo que caerá ahora sobre nosotros. Pero es muy probable que en el futuro seamos odiados y maldecidos por el solo hecho de ser alemanes. Y muchos de nosotros no han merecido otra cosa. Somos nosotros, los alemanes, quienes tenemos sobre la conciencia matanzas de una crueldad inimaginable. Esto pesará sobre nosotros mientras exista la Humanidad.

»Pero también es posible que, después de dos conflagraciones mundiales, los hombres sean capaces de llegar a una conclusión: nadie más en este mundo podrá amenazar la vida de otros sin poner en peligro su propia existencia. No nos queda, a los que queremos seguir siendo personas, otra opción que intentar vivir con nuestros semejantes de la manera más honesta posible.

»¿Soy demasiado optimista si pienso que precisamente este país, nuestra Alemania, podría ser la cuna de una nueva justicia, de una nueva honradez? Los que de nosotros han sobrevivido, los que han despertado de esta horrible pesadilla experimentarán, pienso yo, no sólo la angustiosa consciencia de su culpa, sino también un anhelo redentor de expiación. Debemos sentir, además del humilde agradecimiento por el regalo inesperado de nuestra propia vida, el ardiente deseo de emplearla a partir de ahora en la forma correcta. “Nosotros los alemanes —así lo creo y lo espero— sabemos ahora adonde pueden llevar la estupidez y la buena fe y cuan fácilmente el idealismo conduce al crimen. Como niños que han conocido el fuego hasta casi perecer en él, desconfiaremos en el futuro de las grandes palabras. Respetaremos a nuestros semejantes sin tener en cuenta el color de su piel o su nacionalidad”. Tampoco aquí en Masuria deseamos otra cosa que hablar nuestra lengua, comer y beber en compañía de nuestros amigos, transformar la tierra en un jardín, conservar nuestro ganado fecundo y sano, jugar con los niños y con los perros, ser felices con nuestras mujeres y respirar libres en nuestro hermoso paisaje. Esto es más que suficiente; esto es la patria.

»Los lobos, amigos míos, no amenazan ya nuestra patria; han muerto, han huido o se han escondido, presas de pánico ante el fuego aniquilador que ellos mismos encendieron. ¿O cree alguien que volverán a aparecer una vez superado el caos en que nos han dejado? ¿Acecharán de nuevo nuestros rebaños y nuestras casas? ¿Harán oír de nuevo sus aullidos anunciando que el mundo les pertenece en virtud de un supuesto derecho del más fuerte? ¿Quién, después de todo lo que ha sucedido, se atreve a creerlo aún?

»Los discursos de los gangsters del nacionalismo, de los provocadores del sentimiento popular y de los fanáticos del racismo, han sido definitivamente desenmascarados como delirios de criminales en favor de la caza del hombre. Es algo que hemos aprendido a costa de sufrimientos inmensos.

»¿O es que no bastarán aún para acabar con tanta estupidez los millones de víctimas inocentes, las oleadas de hambre y miseria, de torturas y dolor, de violencia, destrucción y muerte que hemos sufrido?

»Ha sonado la hora cero. Ahora parece posible, al alcance de nuestra mano, cuanto la esperanza humana acaricia desde hace siglos. Pero es posible también que nuestro mundo siga descomponiéndose hasta estallar en una violenta explosión. Esta nueva etapa que se avecina podría ser también la última fase de la impotencia humana, el prólogo a la definitiva destrucción de todo lo humano que los alemanes, en nuestra locura, hubiésemos acelerado o provocado.

»De niño, yo creía en Dios. Y sigo creyendo en Él, aunque de otra manera, pues sólo a través de Él puede explicarse lo que la razón por sí sola no alcanza a dominar.

«De muchacho, sentí un vivo entusiasmo por la patria y sus héroes; un inofensivo desvarío que, según creo, padecen todos los jóvenes del mundo en algún momento. Más adelante, me atrajeron sucesivamente las grandes religiones; amé a Cristo, veneré a Lutero, leí con pasión a Tomás de Aquino; fui sensible a las voces de Confucio, Buda, Mahoma y los antiguos profetas. Peregriné con el pensamiento a La Meca, a Jerusalén, a Roma. Y, durante una larga temporada, me detuve también en Moscú.

»Pero nada de todo eso me satisfizo totalmente. Y, de pronto, me di cuenta: existen mil maneras diferentes de llevar una vida plena; muchos caminos pueden ser buenos. Pero de toda la sabiduría del mundo se desprende una y otra vez una idea sencilla, eterna, rotunda: la responsabilidad ante el hombre que vive junto a nosotros. El hombre débil, miserable, grande… en él se centra todo.

«Nosotros, aquí en Maulen, creíamos vivir en el paraíso, en uno de los últimos paraísos del mundo. Pero ha sido destruido; nosotros mismos lo hemos destruido. En un breve espacio de tiempo, lo hemos borrado del mapa con nuestras propias manos. Es algo que causa un profundo dolor.

»Ahora sólo nos resta la esperanza de que otros no cometan de nuevo nuestros terribles errores, de que el odio no engendre sólo odio, de que a la destrucción no sigan siempre nuevas destrucciones, de que al crimen no sigan siempre más crímenes.

«Esta hora cero es la hora de los hombres que quieren ser simplemente hombres, y nada más.

»Si en este momento me sintiese capaz de rezar, amigos míos, pediría que fuese así.

Dicho esto, Alfons alzó su vaso en honor de sus amigos, lo apuró y lo arrojó después al suelo.

Una vez más, sonrió.

Los últimos días del pueblo transcurrieron febriles, estremecidos. Maulen no se sentía dispuesto a morir. Pero estaba hundido y sucio, sangriento y tembloroso, como aterido de frío. En las confusas mentes de sus vecinos se formaban pocos pensamientos aparte de éste: ¿cómo vamos a sobrevivir? Las más elementales cuestiones de supervivencia se echaban, apremiantes, sobre ellos. Acerca de las mismas discutían en las noches intranquilas en que el rumor del frente cada día más cercano llenaba las causas de la conversación. Suplicaron a Materna que asumiese la dirección del pueblo. Y el hecho de que Alfons accediera no se debió a otro que Stampe, el alegre Kurt. Stampe, después de haber bebido ingentes cantidades de aguardiente para darse ánimos, se dispuso a desempeñar su papel de jefe de la SA y conductor de las masas. Reunió a su alrededor a los últimos camaradas siempre fieles, de los cuales había aún una buena docena. Lo primero que hizo fue darles armas. A continuación, promulgó en Maulen el estado de excepción. Sin hallar gran resistencia en Neuber, se nombró a sí mismo representante provisional del Gobierno y se adjudicó el cargo de alcalde. Echando mano del derecho de guerra, colocó bajo su mando al gendarme.

Por medio de toques de campanas, notificaciones verbales y órdenes escritas, convocó a toda la población para la mañana siguiente en la plaza, junto al monumento.

«Tienen el deber de presentarse todos los hombres, mujeres y niños de más de diez años de edad. La no comparecencia será considerada como sabotaje y castigada según la ley marcial. Toda persona debe traer consigo azadas, palos y picos, con el fin de establecer una línea defensiva».

Inmediatamente se presentó ante Materna una delegación de los campesinos con el respetado y lacónico Romeike a la cabeza, seguido de Neuber.

—Ahora —dijo Romeike.

Y Neuber añadió: —Si no tomamos medidas en contra, estamos perdidos.

Materna quiso saber si había aún mucha gente en el pueblo dispuesta a seguir las órdenes del Partido. Romeike respondió: —Sí.

Y Neuber explicó:

—Ese Stampe es un tipo violento; todos le temen. Además, y por una vez, ha tenido una buena idea. Ha anunciado que las provisiones almacenadas en la fonda serán repartidas entre los ciudadanos leales que lo necesiten. Esto constituirá un importante estímulo para muchos.

—Lo tendremos en cuenta —dijo Materna, decidido.

Y se puso a elaborar un plan. Neuber ponía aún algunas objeciones, pero Romeike le lanzó una sombría mirada y le ordenó: —¡Cállate la boca!

A la mañana siguiente, según lo ordenado y tal como era de esperar, se congregó junto al monumento la mayor parte de la población de Maulen. Reloj en mano, Stampe estaba allí, consciente de su triunfo.

Poco antes de las siete apareció también Amadeus Neuber, vistiendo, por primera y última vez en su vida, el uniforme de jefe local del Partido. Le daban escolta Romeike y Jablonski, provistos de sendos garrotes. Bajo la mirada de todos, avanzó, envarado, hacia Stampe y le dijo: —Yo soy aquí el representante del Gobierno.

A lo que respondió Stampe, seguro de su fuerza: —¡Tú eres una mierda revuelta con un palo!

Pero no había tenido en cuenta a Jablonski. Éste se le aproximó y le dio un ligero golpe en el cogote que bastó para hacerle caer de bruces al suelo sin conocimiento. Se inclinó, tomó al jefe de la SA por el cuello de la chaqueta y el fondillo de los pantalones, le llevó como un fardo por entre la asombrada multitud y le depositó en el interior de un camión de ganado que había por allí.

—¡Hombres y mujeres de Maulen! —decía ya Neuber—. En momentos como los presentes debemos conservar la calma. Los charlatanes y los matones no nos sacarán del apuro. La dirección del pueblo está en mis manos. Y me apoyan hombres que tienen la confianza de todos vosotros. La primera tarea es la distribución de los víveres. Ya discutiremos luego lo que hay que hacer.

Aquellas palabras, previamente estudiadas con Materna, causaron general satisfacción. Los camaradas de Stampe se retiraron prudentemente. Por lo visto, su jefe estaba destituido o, al menos, fuera de servicio. Y ellos, tal como se les había enseñado, debían seguir obedeciendo a la autoridad. Por otra parte, Neuber desempeñaba su papel de modo convincente; todos se habían apercibido de que los nuevos vientos procedían de la Colina de los Caballos.

Alfons Materna entró ahora en acción abiertamente. Hizo primero que su hijo, delegado de Economía del distrito, le nombrase responsable para Maulen. Conseguido esto, organizó la instalación de establos ocultos en el bosque y de depósitos de grano subterráneos.

Neuber, entretanto, siguiendo indicaciones de Materna, disolvió el cuerpo femenino de trabajo. Los prisioneros fueron liberados de la vigilancia del sargento Fackler y sus hombres, que fueron enviados al frente, y quedaron bajo la custodia de Jacob Jablonski, que les ayudó a escapar a la primera ocasión.

La casa de Materna fue convertida en un asilo para niños y enfermos. Neuber, el doctor Bachus y Hannelore se consagraron a su cuidado. Y Alfons organizó para todos los niños de Maulen una anticipada fiesta navideña.

Ríos de miel, montañas de mazapán, cestas llenas de pasteles y cubos de chocolate fueron alegremente devorados. Los pequeños, felices, durmieron después durante una noche y la mitad de un día. Y entonces salieron para una «excursión» que, según les dijeron, duraría más de diez días. Subieron todos a dos carretas tapizadas de paja y partieron, sin saberlo ellos, bajo la vigilancia de Amadeus Neuber.

Después abandonaron Maulen con voluminosos equipajes Pillich, Naujoks, Poreski, Sombray, Bembennek, Panzer, Perduhn y Naschinski. Pronto quedó el pueblo casi limpio de nazis. También salió de Maulen en dirección al oeste Kurt Stampe, llevándose tres cajas de aguardiente, dos mujeres y una bandera. Nadie le echó de menos.

El doctor Bachus se ocupó de que fuesen conducidos «al interior del país», en calidad de enfermos, todos cuantos deseaban abandonar el pueblo. También se formó, con la misma intención, un convoy de «prisioneros» bajo la custodia de Tantau. Con él marcharon Sabine Gabler y Hannelore Welser. Materna había insistido en que así lo hiciesen.

—Quién sabe lo que puede pasar —había dicho—. Si todo va bien, siempre podéis volver.

Durante aquellos días, Alfons no habló ni una sola vez sobre lo que pensaba que ocurriría. Una cosa estaba clara para él: pasara lo que pasara, quería quedarse en Masuria. Uschkurat, Romeike, Mielke y otros coincidían con él. Pero permitieron que cada cual hiciese como creyera mejor.

El teniente Klinger, nombrado responsable de lo que restaba de la sección de asalto, la había organizado con vistas a poder disolverla de la manera más rápida y definitiva.

—La guerra ha terminado —les dijo—. Depositad las armas en un montón; las echaremos al lago. Podéis iros adonde queráis. Después fue, en compañía de Peter Bachus, a consultar con Materna.

—Nada más —respondió Alfons—. Supongo que ahora nos dejaréis para reuniros con Hannelore y Sabine. Cuidad bien de ellas. Y ahora marchaos de una vez, muchachos. ¿O queréis verme llorar? Unos hijos no pueden hacerle esto a su padre. Marchaos.

Los lobos habían huido del pueblo. Tras ellos, atravesaron el pueblo restos del derrotado ejército alemán, llevándose cuanto podían: alcohol, comida y mujeres.

Pisándoles los talones, avanzaba el ejército rojo. Su llegada fue semejante a una tormenta en la que el relámpago y el trueno, en lugar de sucederse, fuesen unidos. También Maulen fue arrasado por la oleada de destrucción y muerte.

Una vez más bajó Materna al pueblo. Salió de su casa, atravesó la Colina de los Caballos y los Prados de los Perros y fue hasta la plaza. Llevaba puesto su mejor traje. Su paso era tranquilo, pausado, como si se dirigiese a una fiesta.

La escuela estaba envuelta en llamas. La fonda era un humeante montón de ruinas. El monumento, ante el cual se encontraba ahora Alfons, había sido completamente abatido por un impacto certero. En un fragmento de piedra arrancado de su base podía leerse aún un nombre. Su nombre.

—Materna —leyó Alfons.

Era su hijo, el que había sido muerto por su hermano. Con aquella muerte había comenzado todo, pensó. Pero después se preguntó: ¿No había comenzado ya antes?

Arrojó lejos de sí el trozo de piedra. Inmóvil en su puesto, observó la destrucción de la iglesia: sus muros temblaron, se estremecieron violentamente y saltaron hechos pedazos en medio de un hongo de fuego.

Alfons avanzó en dirección al arrasado cementerio. Después, nadie volvió a verle nunca.