Decían en Masuria: «El que es de madera de tonel no se volverá violín por más que viva». Y también: «No puedes escupir tu vida, tienes que tragártela».
Eugen Eis se hallaba convencido de estar jugando la partida más importante de su vida.
—¿Qué, Schlaguweit? —preguntó jovialmente—. ¿Cómo van los negocios?
—Muy bien. Nuestra casa de citas, quiero decir nuestro local social es un éxito absoluto. A medida que los días se hacen más cortos y las noches más frías, va aumentando la clientela. Si seguimos así, pronto habrá que pensar en hacer ampliaciones. También Schlaguweit personalmente prosperaba. Las recaudaciones crecían día a día. Se había sacado de encima sin contemplaciones a los clientes modestos, los que sólo consumían unos vasos de cerveza. En contrapartida acudían nuevos clientes incluso desde Lotzen, Lyck y Allenstein. Oficiales del ejército, mandos del Partido, funcionarios y otros relevantes ciudadanos venían al acogedor pueblo de Maulen a pasar unos tranquilos días de vacaciones. Acompañados, naturalmente.
—¡Sigue adelante por este camino, Ernst! —exclamó Eis agradecido.
Se dirigió a continuación a visitar al alcalde para informarle de que seguía gozando de su confianza; simple cuestión de rutina.
—Pillich —le dijo—, han llegado a mis oídos algunas quejas. Pero tú ya sabes cómo reacciono yo ante estas cosas. Me importan un bledo las quejas, porque aún gozas de mi confianza. ¡Pero no me falles! Conozco por lo menos a tres que tienen muchas ganas de ponerse en tu lugar.
Eis conocía siempre por lo menos a tres hombres que ansiaban conseguir el puesto de otro. Por medio de expresivas insinuaciones, solía animarles a trabajar por cuatro en la esperanza de obtenerlo algún día.
—Por la victoria final —les decía—, ninguna energía debe quedar sin aprovechar. ¡Quiero ver hechos y no palabras!
Y veía, efectivamente, hechos. Llovían sobre él —en su calidad de jefe del Partido, naturalmente— regalos y donaciones. Gallinas, patos, gansos, carneros, terneros. Incluso un toro premiado en una exposición, llamado Baldur, fue puesto a disposición de la comunidad por el carnicero Pracesius, que aspiraba a la presidencia de la Unión de Campesinos.
Gracias a sus interesadas orientaciones florecía en Maulen el espíritu de sacrificio. Pocas veces, antes de aquella época, se le había saludado con más fervor a su paso por las calles. Una viejecita, incluso, cayó de rodillas ante él. Era la vieja Beilke, a quien se concedió una ración extraordinaria de diez huevos. El pastor, al verle, alzaba vagamente la mano. No quedaba claro si se trataba de una bendición apresurada o de una especie de vago saludo brazo en alto.
—Los rusos —le dijo un día el padre Kampmann cautamente— van ganando terreno, según he oído decir. De todas formas, me resulta muy difícil imaginar que un día pudiesen llegar realmente a amenazar nuestras fronteras.
—No pierda el tiempo con fantasías —le aconsejó Eis—. Usted rece y deje lo demás en manos de nuestro Caudillo.
Eis permaneció un rato en la plaza, junto al monumento. Se sentía lleno de optimismo y esperanza. Todo iba bien; el pueblo le pertenecía. Amablemente respondió a los saludos respetuosos de unos niños que pasaban. Aquel pueblo no era aún gran cosa más que un conjunto de casitas y colinas de turba, de pastos para el ganado y de cuatro árboles para que orinasen los perros. Pero pronto, muy pronto después de la victoria final, todo aquello experimentaría, bajo su égida, una maravillosa transformación: la escuela sería ampliada y convertida en un completísimo centro juvenil; el depósito de bombas pasaría a ser gimnasio y, al mismo tiempo, local para fiestas populares. La fonda, su fonda, sería transformada en un espléndido centro social con sala de cine y teatro, boleras, terrazas y cuidados jardines, zonas de juego para los niños, salas de sesiones, comedor, cafetería, lavabos para señoras y caballeros. También el monumento a los caídos sería engrandecido y ornado con bustos del Caudillo y de los grandes jefes de la nación, con lápidas conmemorativas de mármol y una llama perpetua. Y allá, al otro lado de la Colina de los Caballos, donde estaba ahora la granja de Materna, se levantaría un modélico establecimiento de reposo para antiguos combatientes y madres y viudas de caídos. Junto al lago se instalaría un establecimiento de baños; en el bosque se colocarían bancos junto a los senderos. En los prados, habría instalaciones deportivas y baños de vapor. Y, por encima de todo ello, innumerables cruces gamadas. Y él.
—¿Puedo hablarte un momento? —le preguntó Amadeus Neuber.
—Otra vez será —dijo Eis—. Ahora tengo mucho quehacer.
No podía soportar la charla de aquel rastrero ambicioso. También a él le había llegado la hora. A la próxima ocasión favorable, sería sustituido.
Se alejó, dejando plantado a Neuber, quien se quedó mirándole profundamente inquieto. Dando un rodeo, se dirigió hacia su casa. Pasó junto al seto, bajo los abedules y las hayas, y, al llegar a la empalizada, se detuvo.
Lo que vio desde allí le causó satisfacción. Christine, su mujer, estaba echada en una tumbona delante de la casa. Constituía una hermosa estampa del dolor. Su mirada se perdía en el horizonte; o, al menos, eso parecía. Porque Eis, agudo observador, no dejó de ver lo que deseaba: la mirada de Christine tenía un objeto bien determinado: el hombre que estaba cavando en el jardín, el prisionero Pierre Ambal.
—¿Qué? ¿Cómo te encuentras? —le preguntó. Tal como esperaba, no obtuvo respuesta alguna.
Fingió que aquello le preocupaba.
—Esto no me gusta nada, Christine —afirmó—. Tu profundo dolor es cosa que te honra y, además, causa una buena impresión en el pueblo, pero no debes alimentarlo indefinidamente. Al menos, no por mí; a pesar de la importancia que doy a estas cosas.
Hacía ya días que Eis no dormía en su casa, sino en las habitaciones privadas que tenía en la sede del Partido. Lo hacía para estar más tranquilo, pero también para mostrar que, por tacto y delicadeza hacia su amada esposa, le daba ocasión de recobrarse plenamente. Otra razón, y no la menos importante, de su conducta provenía de su relación con Henriette. Aquella separación de su mujer debía constituir, a los ojos de la muchacha, la etapa de transición necesaria antes de cumplir su solemne promesa.
—¿No quieres escucharme? —le preguntó a su mujer, que se había puesto en pie y se disponía a entrar en la casa—. Quisiera decirte aún otra cosa.
Sonriendo, la miró alejarse. Su pérfida actitud de hermetismo, como él la llamaba, parecía causarle un íntimo placer. Y una sensación semejante le producía la visión del prisionero que trabajaba afanosamente. Muy amablemente, le llamó y le invitó a acercarse.
—¿Hablas alemán? —le preguntó.
Aníbal asintió.
—Pero no oigo bien —dijo, desconfiado—. He aprendido a no escuchar cuando otras personas hablan… si es esto lo que usted quiere decir.
—Me parece que eres muy bromista —dijo Eis—. Pero siento debilidad por las personas con humor. Además, aquí en Maulen somos una gente muy alegre. ¿No lo has notado?
—Hasta ahora, no.
Los dos hombres se observaban detenidamente. Cada uno de ellos encontraba al otro desagradable si no repulsivo, pero también divertido; antipático pero interesante, a causa de la inmensa diferencia que les separaba. Se encontraban mutuamente curiosos como dos extraños habitantes de un zoológico que se contemplasen. Y por todo ello se sonreían.
—¿Has hablado alguna vez con mi mujer?
—No se puede decir que haya hablado con ella. Su esposa me ha dado órdenes y yo las he cumplido. No parece muy locuaz.
—No siempre ha sido así —dijo Eis.
Calló un momento, mirando pensativo hacia los árboles del jardín, que habían perdido ya sus hojas.
—Es increíble lo que le ha sucedido —prosiguió—. ¡Era una mujer tan llena de vida, tan alegre! Pero quizá volverá a serlo algún día; yo lo espero así. Antes se entregaba a toda clase de diversiones. Y yo lo comprendía perfectamente. ¿Quién no lo comprendería? Uno no es ningún monstruo.
Pierre Ambal contemplaba al cacique del pueblo con cierto estupor. Aquella mujer, pensó, era digna de lástima.
—Es digna de lástima —dijo Eis—. Y precisamente por esto, Ambal o como te llames, te he hecho venir. Desconcertado e inquieto, Pierre dio un paso atrás, como para poder ver mejor.
—Para que quede bien claro, amiguito: estás aquí únicamente para ser útil a mi querida esposa enferma. Debes ayudarla en su trabajo, ayudarla en todos los aspectos en que puedas. ¿Me he expresado con claridad?
—Creo que sí —dijo Ambal aumentando un poco más la distancia que le separaba de Eis.
Pero Eugen se le acercó hasta colocarse inmediatamente frente a él. Por un momento, el joven tuvo la penosa impresión de que se proponía abordarle físicamente. Pero Eis se limitó a echarle el aliento a la cara mientras hablaba. Era un vaho en el que se mezclaban los olores de la cerveza, el tabaco y la carne de cordero; un recio aliento de cochero masuriano.
—Pon manos a la obra —dijo Eis—. Yo aquí no puedo ocuparme personalmente de todo; estoy siempre atareadísimo, ¿sabes? Ahora, por ejemplo, he de visitar a las muchachas del servicio de trabajo; siempre quieren una cosa u otra de mí. ¡Las mujeres son así! Pero no hace falta que venga yo a explicarte estas cosas siendo, como eres, francés, ¿verdad? Pues a ver si haces honor a tu país.
En los campos de Materna había hogueras encendidas. Alrededor de ellas saltaban los niños gritando alegremente. El viento, frío y húmedo, arrastraba el humo negruzco.
—Esas fierecillas pueden tragar más que toda una manada de cerdos —comentó Jablonski con admiración—. No habrá bastante con todas las patatas que quedan en el campo.
—Pues echaremos mano de nuestras reservas para la siembra —dijo Alfons—. La alegría de los niños en estos momentos es un hecho. En cambio, para la próxima cosecha, no sé dónde estaremos todos.
Estaban los dos de pie en el límite del revuelto campo de patatas. Todos los niños del pueblo estaban allí. Niños de ambos sexos y de todas las edades; muchachos traviesos y niñas de largas trenzas cuidadosamente peinadas; pequeños matones y diminutas criaturas sin pantalones, esto último por motivos prácticos. Rojas las mejillas y brillantes los ojos, se ocupaban en recoger las hojas de las patatas y echarlas a las hogueras. Revolvían el suelo en busca de los tubérculos que hubieran quedado olvidados y los entregaban a los más mayores, quienes los colocaban, con ayuda de horcas, sobre las brasas.
Aquella fiesta infantil tenía lugar en la granja de Materna cada año a finales de otoño. Todos los niños del pueblo estaban invitados y casi todos acudían. Nadie tenía el valor de arrebatarles aquella alegría, durante tanto tiempo prometida y esperada. No les costaba nada a los padres y mantenía ocupados fuera de sus casas a los pequeños diablos durante algunas horas. Además, Materna en persona se encargaba de vigilarles.
—Tendrán sed —dijo Alfons—. Deberíamos preparar un cubo de jarabe.
Súbitamente, el jubiloso griterío de los niños se apagó. Dos grupos que trabajaban cerca de la carretera trasladaron su actividad al interior del campo. Jacob observó en seguida aquellos movimientos de retirada y descubrió también inmediatamente el motivo: un ser con aspecto de cuervo avanzaba con paso desgarbado hacia ellos. Era Amadeus Neuber.
—¿Quieres que vaya a decirle que las sabandijas tienen prohibido el acceso a nuestras tierras? —preguntó Jablonski, que parecía muy deseoso de hacer tal cosa.
Alfons negó con la cabeza. No pareció preocuparse en absoluto por la presencia de Neuber. Se dirigió a una de las hogueras, la que tenían más cerca, que despedía nubéculas de humo de un color negro azulado. Acercó una piedra del tamaño de una calabaza y se sentó en ella. Jacob se sentó en el suelo junto a él.
—¡Buenos días tengan ustedes! —les gritó Neuber que se encontraba sólo a unos pasos.
—¡Viva Hitler! —respondió Materna.
Jablonski, en lugar de corresponder verbalmente al saludo, emitió un sonido gutural que era considerado en Masuria como una especie de salutación, si bien nada respetuosa. Amadeus Neuber no se desanimó. Con expresión humilde se quedó de pie junto a ellos y dirigió una sonriente mirada a los niños. Éstos, con su agudo instinto, habían comprendido que el maestro no había venido para perturbar sus juegos, y hacían como si no advirtiesen su presencia.
—Veo que se preocupa usted de nuestra juventud —dijo Neuber—. Esto es muy hermoso.
Jacob sonrió provocativamente y dijo:
—Cada cual tiene sus debilidades, ¿no le parece? Sólo que, para nosotros, los niños no son más que niños…
La indirecta hirió de lleno a Neuber. Hubo de hacer un esfuerzo para fingir que no se enteraba. Materna le facilitó la situación diciendo:
—Acérquese, señor Neuber; siéntese con nosotros. Y, después de una breve mirada al cielo, le indicó un lugar a su lado. Pronto cambiaría el viento y el humo picante vendría en aquella dirección.
Neuber se sentó. Lo hizo sobre un montón de hojas de patata en descomposición que Jacob había colocado en aquel lugar. Con un leve quejido, encogió las piernas y dijo, como pidiendo comprensión:
—Los hombres somos todos criaturas pecadoras, víctimas una y otra vez de las tentaciones, de los instintos o de las ilusiones, hasta que alcanzamos la edad de la madurez, de la experiencia, de la sabiduría. Todo ello es humano.
Jacob abría ya la boca para responder a su manera a aquellas manifestaciones, pero Alfons se lo prohibió con una mirada y dijo, al tiempo que atizaba el fuego discretamente: —Muy correctas sus consideraciones, señor Neuber. Sólo que quizá llegan un poco tarde.
—¡Así es! —exclamó Neuber, mientras cambiaba de posición para librarse de los desperdicios sobre los que estaba sentado—. Es tarde, pero no demasiado tarde… Y por ello estoy aquí con usted.
—¿Y qué espera usted de mí? —preguntó Materna—. Yo no soy más que un campesino.
—¡Y no sabe cuánto le envidio por ello! —dijo Neuber tosiendo violentamente, pues el viento había cambiado ya—. Usted escogió la mejor parte.
—¿Usted cree? Me mataron un hijo, perdí a mi mujer, he sido proscrito por la gente del pueblo y, oficialmente, no puedo tener amigos. Y me han dicho que usted, señor Neuber, ha llegado a meterles en la cabeza a los niños de la escuela que los hombres como yo son una maldición para sus semejantes.
Neuber le miró desconcertado.
—Jamás he dicho eso en esta forma. E incluso si hubiese afirmado algo parecido, lo cual lamento, debe haber sido hace mucho tiempo. Y ahora muchas cosas, si no todas, han cambiado. ¿No cree usted?
Materna evitó mirar a Jablonski; sabía que éste sonreía sin rebozo. Dirigió la mirada hacia las hogueras, cuyo rojizo resplandor sembraba de luminosas manchas el monótono cielo plomizo. Neuber interpretó su silencio como una invitación a continuar.
—Nuestro pueblo —dijo— está como preso de una fiebre. Todo se estremece y se agita como estas hogueras, pero apenas nadie lo nota. Pero los presagios son inequívocos para cualquiera que tenga ojos para ver… Hace unos días, la vieja Beilke se arrojó al lago de Maulen; estaba completamente arruinada, sola, hambrienta y, seguramente, perturbada. La gente dice que se la llevó el Topich. Ayer, el sacristán, borracho como una cuba, cogió el crucifijo del altar con la intención de llevárselo a Eis. Pero no llegó a hacerlo, porque cayó muerto en medio de la plaza, de un ataque al corazón. También Uschkurat está muy afectado. Él, que había sido siempre un hombre sensato, ahora ve fantasmas. ¿Sabe usted a quién afirma haber visto una noche en el cementerio? ¡A Siegfried Grienspan! Dígame usted mismo: ¿no es eso señal de que está completamente loco?
Alfons se echó a reír, con una risa sonora y prolongada, con los ojos cerrados. Y dijo después:
—¿Y qué demuestra todo eso? Demuestra sólo que en este pueblo quedan aún unas buenas reservas de alcohol. Pero eso es una buena señal, una señal tranquilizadora. Usted conoce sin duda nuestro hermoso refrán: «Antes de cada vaso, un vaso; después de cada vaso, un vaso. ¡Eso es salud!».
Y se echó de nuevo a reír. Jablonski rió también forzadamente. Los niños daban ahora gritos agudos. Había llegado el momento del reparto de las patatas asadas, y todos querían obtener la mayor cantidad posible.
Neuber se inclinó hacia adelante con una expresión de súplica. Parecía no preocuparse del calor que le daba en la cara y le coloreaba las mejillas.
—Tiene usted humor —dijo—. Es una buena cosa. Acostumbra a acompañar a la conciencia tranquila, que estoy convencido que usted posee. Ésta es una de las razones por las que estoy aquí lleno de esperanza.
—¿Esperanza en qué?
—Pues… yo espero que no me negará usted una cierta medida de comprensión —dijo Neuber, cambiando nuevamente de posición, pues tenía ya el fondillo de los pantalones completamente mojado—. En estos últimos tiempos he estado reflexionando detenidamente sobre la situación general, sobre nuestra Alemania y sobre el estado presente de la guerra. Y debo decir que en mi opinión y utilizando la expresión popular, estamos con el agua al cuello.
—Cierto —corroboró Jacob, que no pudo contenerse esta vez—. Se puede decir que hemos salido del fuego para caer en las brasas.
—Algo así —dijo Neuber—. Eso lo saben ustedes, y yo también, pero ¿quién más se da cuenta? Este pueblo está lleno de ciegos y sordos, de ignorantes, arribistas y oportunistas.
—Está lleno de cabrones —sintetizó Jacob.
—¡Usted lo ha dicho! Un hombre como Eis genera a su alrededor una corte de lacayos, asesinos, criminales, rufianes, chantajistas, perjuros, delincuentes de todo tipo. Pero yo creo que no podemos tolerar todo esto. No podemos permitirlo por más tiempo.
—¿Puede usted demostrar lo que acaba de afirmar? —le preguntó Alfons tranquilamente.
—¡Puedo demostrar esto y muchas cosas más!
Neuber parecía no darse cuenta del humo que se desplazaba nuevamente hacia él ni del calor sofocante que arrancaba de su rostro enormes gotas de sudor que no se preocupaba de enjugar. —He reunido una buena cantidad de pruebas— prosiguió—. Pruebas suficientes, terminantes. Y estoy dispuesto a ponerlas en sus manos… en espera de mejores tiempos.
—Señor Neuber —dijo Materna, poniéndose en pie, ya que el humo de la hoguera le alcanzaba también a él—, parece usted haber olvidado que yo soy el padre de Hermann Materna, delegado de Economía del distrito, de quien me siento enormemente orgulloso. Soy amigo del barón von der Brocken, que es, a su vez, amigo del mariscal. Por todo ello, sólo puedo considerar todo cuanto acaba usted de declarar como una repugnante provocación.
Una inequívoca excitación se apoderó de Neuber.
—Pero yo… yo le he hablado confidencialmente —aseguró desconcertado.
—Se ha hecho usted responsable, en presencia de un testigo además, de lo que se llama manifestaciones derrotistas. No solamente pone usted en duda la victoria final sino que trata de socavar la confianza del pueblo en el jefe asignado por la Providencia. Éstos son delitos que pueden costarle la cabeza.
—¡Es evidente que no se me ha comprendido bien! —exclamó Neuber muy agitado y tosiendo nuevamente—. ¡No es eso en absoluto lo que yo quería decir!
Y se alejó a buen paso de allí, arrastrando su pantalón empapado.
Los niños se alegraron de verle marchar. Se habían dado un atracón de aquellas deliciosas patatas y ahora rodeaban ansiosos a Hannelore y Sabine para obtener su ración de jarabe de frambuesa.
Finalizada la merienda, se apiñaron alrededor de Alfons y de Jacob y entonaron, con sus agudas vocecitas, una canción de despedida y agradecimiento. Las amables notas parecieron rasgar las oscuras nubes del horizonte:
El que por fin ha encontrado los campos de Masuria puede llamarse feliz…
—¿Por qué le has mandado al diablo? —preguntó Jacob—. A mí también me fastidia, desde luego, pero creo que puede sernos útil algún día.
—Es posible.
Alfons dirigió a los niños una sonrisa de agradecimiento. Les deseó unas Navidades felices y llenas de regalos, las Navidades más alegres del mundo. Estrechó una a una las manitas sucias que le tendían y acarició, como queriendo bendecirlas, todas las cabezas, predominantemente rubias. Después le explicó a Jacob:
—Cuando ese cerdo mencionó a Grienspan, comprendí claramente adonde quería ir a parar. Neuber desea no solamente cubrirse las espaldas sino, además, colaborar con nosotros. Y esto, en mi opinión, va demasiado lejos.
—¿Crees, pues, que podemos permitirnos el lujo de no utilizarle?
—Debemos permitírnoslo. Sí, este país ha sufrido un terrible cambio. Se ha convertido en un hervidero de criminales. Por ello no nos queda otra alternativa que continuar jugando a ser héroes a escondidas de todos.
El inspector Budzuhn se sentía invadido por la penosa impresión de estar perdiendo el tiempo. Recorría Masuria en compañía de Tantau sin finalidad aparente. Se habían trasladado de Lótzen a Lyck, de allí a Sensburg y de Sensburg a Hohenstein.
—Por si pensase usted preguntármelo, Budzuhn, le diré que no sé exactamente lo que busco —le había explicado un día el comisario, como pidiéndole excusas—. Nunca lo sé exactamente; todo lo más, lo presiento. Por ello comienzo por examinar minuciosamente todos los datos y documentos que puedo conseguir hasta que llega el momento en que se hace una cierta luz en mi mente. En este caso, por ejemplo, he descubierto un cruce de caminos que, en medio de la confusión general, no dudo que nos indican algo.
Budzuhn suspiraba. Todo aquello le resultaba demasiado vago. Él era partidario de los métodos clásicos: examen de las huellas, investigaciones sobre el terreno.
—Estoy buscando una aguja en un pajar —había dicho Tantau—. Lo cual, por otra parte, no es tan difícil como puede parecer, si se utiliza el instrumento adecuado. Un imán, por ejemplo. En el caso que nos ocupa, el imán puede ser un mapa, un papel, una conversación.
En la búsqueda de su imán, el comisario se mostraba verdaderamente incansable.
—Me interesan todos los documentos e informaciones que podamos obtener: procesos de expulsión del Partido, procedimientos de arbitraje, denuncias, todo. Necesitamos también las listas de las personas sospechosas y datos acerca de las mismas. El inspector Budzuhn se sentía cada vez más desconcertado. Cuando Tantau expresó su deseo de obtener una lista de los mejores tiradores de la región, estuvo a punto de declararse en huelga.
—Perdone, pero… ¿cómo voy a conseguirla?
—Nada más fácil. Según mis informaciones, la caza constituye en este país, desde hace mucho tiempo, una de las actividades sociales preferidas. Los mejores tiradores deben, pues, estar inscritos en muchos sitios con ocasión de cacerías, concursos de tiro, etcétera.
Tantau parecía conceder especial valor a lo que él llamaba «informaciones de carácter general». Mantuvo largas conversaciones con el jefe del distrito, con el gobernador, con los consejeros. En aquellas entrevistas le acompañaba Budzuhn, a quien preguntaba después de cada una de ellas: —¿Hay algo que haya llamado su atención?
Había siempre muchas cosas que llamaban la atención de Budzuhn; pequeñeces, según creía él. Por ejemplo, el jefe del distrito era un especulador; había cinco indicios que conducían inequívocamente a pensar tal cosa. El gobernador podía ser clasificado como un personaje escurridizo; varias veces había intentado demostrar que no tenía responsabilidad alguna en cosas de las cuales era efectivamente responsable. Y de muchos otros de sus sucesivos interlocutores afirmaba Budzuhn, en forma tan sencilla como convincente: —Está muerto de miedo. Se nota a un kilómetro.
Tantau registraba sin comentarios este tipo de observaciones de su ayudante. Sus conversaciones con las diferentes personalidades las abría siempre con la misma frase:
—¿Qué tipo de dificultades tiene usted en el ejercicio de su mandato? ¿Y con quién?
Todos tenían dificultades, innumerables dificultades. Casi voluptuosamente le hacían largas relaciones de las mismas; primero, para mostrar la gran cantidad de obligaciones que pesaban sobre sus hombros y, segundo, para dejar bien patente que a pesar de todo, las cumplían. Al escucharles se hubiera dicho que eran verdaderos genios capaces de mover montañas con la fuerza de su voluntad. Todos se comportaban igual. Mejor dicho, casi todos, parque Tantau halló a uno que parecía ser la excepción a aquella regla.
Aquel hombre, de unos treinta años de edad, rubio y de ojos azules, parecía sincero y digno de confianza. Cuando habló con él, le dio de manera sucinta y eficaz los informes deseados. En su opinión, no había en el distrito ningún problema importante.
—Lo tomamos todo como viene —dijo.
Aquella amable sencillez era un rasgo característico del delegado de Economía del distrito, hombre evidentemente muy eficaz y no afectado por los temores del gobernador. Éste, por su parte, no le había mencionado, ya fuese en sentido positivo o negativo. Se llamaba Hermann Materna.
Cuando Tantau hubo dado por concluida su conversación con él, le hizo a Budzuhn la pregunta de ritual: —Bien, ¿qué ha observado usted?
—Éste es un hombre honrado —declaró Budzuhn prontamente.
—Eso sí que sería un descubrimiento sorprendente —comentó Tantau.
—Ese Hermann Materna —señaló el inspector— es, sin duda alguna, un nacionalsocialista ejemplar.
—¿Usted cree? Yo le consideraría más bien un buen alemán.
—¿Es que no es lo mismo?
Tantau sonrió. Se dirigió a un tosco banco del pequeño parque que había junto a la plaza del mercado, barrió con la mano las hojas secas que lo cubrían, se sentó e invitó con un gesto a Budzuhn a hacer lo mismo.
—¿Es usted miembro del Partido, Budzuhn? —le preguntó.
—No. No he tenido aún oportunidad de solicitar el ingreso.
—Pues creo que apenas le quedará ya tiempo. Yo sí he estado en el Partido. De marzo a junio de mil novecientos treinta y cinco. Tres meses. Al cabo de ese tiempo, me expulsaron. Claro que les saqué muchos trapitos al sol: dos delitos. Quedó bien claro que se trataba de un caso de robo con homicidio. El hombre asesinado era judío y los asesinos pertenecían a la SA. Por ello, la comprensiva versión oficial lo calificó de legítima defensa. Adujeron que el judío había provocado a los alemanes con la mirada. Y afirmaron también que la cartera robada había sido sustraída únicamente con el fin de comprobar la identidad del hombre. Y el dinero que había dentro también, supongo yo.
—¿Por qué me cuenta usted esto? —preguntó Budzuhn.
—Para darle conversación, para matar el tiempo o para desahogarme yo… Escoja usted la razón que prefiera.
—Creo comprender lo que decía usted antes. Ha insinuado que podían existir ciertas diferencias entre un alemán y un nacionalsocialista.
—En efecto, amigo mío —corroboró Tantau, al tiempo que cogía del suelo una hoja de arce y se ponía a contemplarla.
—¿Se ha fijado usted alguna vez —le preguntó al inspector— en lo enormemente diferentes que pueden ser las hojas de un mismo árbol? Es cierto que poseen los mismos rasgos fundamentales, pero no hay una sola hoja igual a otra. Y en el caso de los hombres, cuyas posibilidades de variación son infinitamente numerosas, ¿cómo se puede pretender, sin ser un loco o un megalómano, tratarles como simples objetos de una disciplina estatal?
El inspector Budzuhn calló. Sobre sus rodillas descansaba la cartera que contenía todos los informes y documentos que habían reunido. No sabía si debía comunicar a Tantau algo que recordaba en aquel momento: un nombre. Un nombre que se encontraba en dos de aquellas listas. Pero aquello podía ser poco más que una casualidad.
—¿De modo, Budzuhn, que no le parece a usted probable que exista alguna irregularidad en relación con ese delegado de Economía, con ese Hermann Materna?
—Ese hombre es una excepción, ciertamente, pero esto, por sí solo, no es motivo de sospecha.
—Pero es un hecho notable. Y no quiero ahora extenderme acerca del hecho de que algunas acciones típicamente criminales pueden derivarse de motivos indudablemente honorables. Motivos religiosos, por ejemplo, o bien, incluso, una especie de elemental sentido de la justicia.
—Creo que lo que le preocupa no es exactamente ese Hermann Materna, sino más bien su apellido, ¿no es cierto?
—Le felicito —dijo Tantau—. Así es. Por lo que veo, usted también recuerda que en nuestras listas hemos dado ya varias veces con ese nombre.
—Dos veces. Se trataba del padre de Hermann, un tal Alfons Materna.
—¿En qué documentos aparecía?
—La primera vez en la lista de la jefatura del distrito. Materna ha intentado repetidamente entablar procesos contra diversos miembros del Partido. La segunda vez, en la lista de los mejores tiradores.
—Eso puede no significar nada aún —se apresuró a manifestar Tantau—. Puede tratarse de una de aquellas engañosas casualidades que tanto se dan en nuestra profesión. De todas formas, en cuanto tengamos oportunidad deberemos investigar más a fondo en esta dirección.
—¡Por fin ha sucedido! —le gritó Henriette a su Eugen.
—¿De veras? —preguntó él.
No tenía idea de qué era lo que había sucedido, y le era, además, del todo indiferente. El caso era seguirle la corriente a Henriette.
Había ido a visitarla al campamento a la hora de la gimnasia. La muchacha vestía una blusa blanca como la nieve y un pantalón a pliegues de basta tela negra. Las otras jóvenes, que seguían abriendo y cerrando las piernas animadamente mientras ellos hablaban en una esquina del patio, iban vestidas de igual manera, sólo que llenando un poco más el uniforme. Eis, sin embargo, no se dejó distraer por aquella constatación.
—¡He recibido carta del tío Heini!
Aquello, pensó Eis, era, efectivamente, un acontecimiento importante.
—Ven —le dijo—. Vamos a tu despacho.
Apenas hubieron cerrado la puerta, Henriette se apretó contra él. Eis no dejó de corresponder vigorosamente a aquel gesto, pero dijo en seguida: —Bueno, a ver…
—¿Qué dices? —le susurró ella al oído.
—La carta.
Y, consciente de que acababa de cometer un error, añadió: —Primero las cosas serias, querida; después, las alegrías del amor.
Y, diciendo esto, le palmeó las nalgas como lo habría hecho con un caballo. A Henriette le agradaba ser tratada de aquel modo. Eugen era a sus ojos un verdadero hombre, el hombre por antonomasia: rudo y primitivo, ardoroso y dominante, como correspondía a un buen ejemplar de la raza germánica. «Mi grande y violento Thor», le había llamado una vez. Al principio, aquel apelativo había sido muy mal interpretado por Eis, hasta que ella le explicó que no se trataba de una comparación con un toro, sino con Thor, el dios del trueno. Aclarado el malentendido, Eis se mostró muy satisfecho.
De una carpeta caqui que había sobre la mesa extrajo Henriette un escrito en papel de mano en cuyo ángulo superior izquierdo campeaba bien visible el augusto nombre en letras góticas. El papel llevaba marcas de agua que, según ella le mostró, representaban caracteres rúnicos y símbolos solares arios, denominación ésta que ella utilizaba para referirse a las cruces gamadas.
—Es el papel que mi tío utiliza para su correspondencia privada —explicó.
—Es muy bonito. ¡Tiene clase! ¿Y qué te dice?
—¡Adivínalo! —exclamó ella, bromeando. Eis encontró aquella actitud bastante estúpida, pero dijo, mientras le colocaba un brazo sobre el hombro con el fin de echar una mirada a la carta:
—Tu tío tendrá razón, como siempre. ¿Me equivoco?
La solución del problema que representaba su matrimonio no se presentaba, ni mucho menos, tan fácil como él había pensado. Se imaginaba que, en el plazo de unos pocos días, Himmler le expondría el caso al Caudillo y éste declararía anulado el matrimonio, concediéndole, eso sí, la administración de todos los bienes que había obtenido a través del mismo. Pero Henriette se había negado casi con brusquedad a solicitar la mediación de su tío. Dicha intervención, explicó, debía considerarse como un último recurso. La divisa de su tío era «Ayúdate y te ayudaré». La joven declaró poseer una confianza ilimitada en él y en su capacidad para obtener por sí solo lo que, en último extremo, podían conseguir de su tío en cualquier momento. La carta que Henriette le mostraba ahora corroboraba aquellos puntos de vista. El texto comenzaba con las palabras «Mi pequeña y querida Henriettchen», palabras llenas de bienhumorada ternura en boca de aquel hombre a quien todos temían. ¡Qué mal se conocía al tío Heini!
El primer párrafo de aquella carta personal e íntima escrita a máquina —dictada a su primera secretaria particular, la señora Adelheit, según explicó Henriette— se ocupaba de pequeñas cuestiones familiares y de salud. Así, le recomendaba vivamente la utilización de pieles de gato en las noches frías que se acercaban, según la antigua y tradicional costumbre del norte de Alemania. En aquel punto, Henriette quiso suspender la lectura para pasar a otro tipo de actividad. Pero Eis le dijo:
—Después, querida, después. Déjame leer ahora lo que dice sobre nosotros. El fragmento en cuestión decía lo siguiente:
«Por lo que hace referencia al hombre que has escogido —tras madura reflexión, estoy convencido— para esposo tuyo y padre de tus futuros hijos, sólo puedo, mi querida sobrina, felicitarte de todo corazón, en la tranquilizadora certeza de que tu elegido, tal como aseguras, se cuenta entre aquellos hombres que saben aún lo que representan la fidelidad, el honor, la dignidad, en una palabra, lo que representa ser alemanes, especialmente en estos grandes y difíciles momentos en que todos nosotros, cada uno en su puesto, llenos de ardor y esperanza, avanzamos hacia la segura victoria final».
El último párrafo decía:
«Recibe, pues, con esta misiva, mi bendición. Te ruego que me tengas constantemente al corriente de todo y que me comuniques con la suficiente antelación el momento en que, resueltas ya todas las dificultades que se os plantean, podré expresar mis felicitaciones, a poder ser personalmente, al hombre de tu elección».
Seguían finalmente unas amables palabras, escritas éstas a mano:
«Tu tío que te quiere,
Heini»
Aquella lectura dejó a Eis tan sobrecogido que fue incapaz de pronunciar palabra. Abrazó a Henriette y se dejó caer con ella sobre la mesa de despacho, sin atender a sus protestas, que, por otra parte, carecían de toda convicción y se apagaron pronto. Cayeron de la mesa varios montones de carpetas, produciendo un ruido sordo al dar en el suelo. Una caja de cartón se precipitó también por un lado de la mesa y fue a parar a la papelera, donde se abrió dejando ver su contenido: un grueso fajo de pliegos de papel de carta ornados con marcas de agua y letras góticas formando el nombre «Heinrich Himmler». Henriette, al verlo, emitió un grito sofocado al cual Eis dio una interpretación a su gusto. Estaba muy ocupado, y la muchacha consiguió, sin llamar su atención, dejar caer la blusa de gimnasia que no llevaba ya sobre el cesto de los papeles. Suspiró, aliviada, y se abandonó a las manos de Eugen.
—¡Uno, dos! ¡Uno, dos! —repetía la voz de la muchacha que dirigía los ejercicios en el patio.
—¡Rápido, niñas! —exclamó Konrad Klinger de buen humor entrando en la cocina de la casa de Materna—. Queremos pastel de manzana, un aguardiente triple y una audiencia con los dos viejos leones.
Konrad venía acompañado de Peter. Ambos saludaron cordialmente a Hannelore y Sabine y se sentaron a la mesa de la cocina. Allí se quedaron, sonriendo sin cesar a las muchachas. Aunque sus maneras eran algo exageradas, se notaba que estaban de excelente humor, como en los viejos tiempos; quizá con menos entusiasmo, pero en forma casi igualmente ruidosa.
—Estáis muy animados —observó Hannelore.
—Siempre están animados cuando están tramando alguna tontería —declaró Sabine—. Ya nos conocemos. Después, cuando les sale mal, ponen cara de tontos.
—Lo que vosotras queréis es provocarnos —dijo Peter afectando serenidad—. Pero no lo conseguiréis. Más vale que os preocupéis de vuestros pucheros. Y avisad en seguida a nuestros gavilanes. Les traemos buenas noticias.
Alfons y Jacob estaban en compañía de Grienspan en el refugio del bosque. Estarían de regreso dentro de una hora. Para cenar había lucio relleno de ternera, en honor de Siegfried, que iba a emprender un nuevo «viaje». Ello significaba que se presentarían relativamente puntuales, pues a aquel plato, una vez preparado, no le convenía esperar mucho.
Peter y Konrad entretuvieron la espera bromeando con las muchachas. Después apareció Jacob en visita de inspección. Echó una mirada a su alrededor, refunfuñando, y volvió a salir. Al cabo de unos pocos minutos, entró de nuevo junto con Materna y Grienspan, tomó la botella de aguardiente que tenían los jóvenes sobre la mesa, se la metió en el bolsillo de la chaqueta y salió nuevamente al exterior para montar guardia.
—¡Todo marcha como una seda! —anunció, triunfante, Konrad, cuando se hallaban ya en la sala.
—Magnífico —dijo Alfons—. En ese caso, podemos tomarnos el tiempo de comer con calma.
Así lo hicieron. La cena les llevó una hora. Era éste el tiempo mínimo que, en casa de Materna, se pasaba en la mesa. Había lucio en cantidad más que suficiente, pero no sobró nada; en cuanto a las migajas, habían desaparecido ya en el transcurso de la preparación.
—Bueno, cuenta —dijo Materna, cuando se quedaron los hombres solos.
—El juez Barthels —comenzó a explicar Konrad— es un hombre con sentido del humor. Ya os dije que él sabe muy bien que de este asunto no pueden salir grandes cosas, pero opina que podremos reírnos un buen rato. Está completamente decidido. Me lo dijo después de que le dejé ganarme dos partidas de ajedrez. Eso le puso de muy buen humor.
—Ve al grano, muchacho —le exhortó Materna.
—Pues bien: el juez Barthels ha enviado una serie de citaciones para la vista de un proceso de arbitraje que tendrá lugar el próximo viernes, es decir pasado mañana, aquí en Maulen a las ocho de la tarde en la alcaldía. Están citados Eis, Materna, el abogado Rogatzki, a quien yo represento, y los alcaldes anterior y presente. Su citación, señor Materna, se la traigo yo ahora. A los demás les llegará mañana a primera hora. ¡Me gustaría ver la cara de Eis al leer este papelito!
—¿Qué te parece a ti este asunto, Siegfried? —preguntó Alfons a su amigo, que permanecía silencioso.
—La cosa va muy de prisa, ¿no os parece? Como un carruaje cuyos caballos se hubieran desbocado…
—Sí, no nos gusta perder el tiempo —declaró Konrad, muy seguro de sí mismo—. El juez Barthels es un viejo zorro, católico convencido, amigo de las bromas. Este proceso no es, quizá, desde el punto de vista jurídico, absolutamente ortodoxo, pero es perfectamente legal. Incluso la hora, las ocho de la noche, no es nada inhabitual en estos tiempos, en que incluso la justicia hace horas extraordinarias en aras de la victoria final. Es un hombre muy listo, repito.
Alfons parecía escéptico.
—Sí —dijo—, parece que tu juez Barthels posee sentido del humor, es católico y bromista. Seguramente no es miembro del Partido y está postergado; si no me equivoco, hace doce años era juez del distrito. Todo esto está muy bien. Pero ¿es bastante?
—Estaba casado con una mujer judía —dijo Konrad—. Se la llevaron. Vive solo desde hace años. Se hizo en la estancia un breve silencio.
—Bien —dijo Alfons—. Hasta aquí la primera parte del asunto. ¿Qué más?
—Usted, señor Materna, asistirá al juicio y Jacob le acompañará; todo el mundo lo considerará natural. Con ello conseguiremos para ustedes dos y para mí una coartada perfecta ante importantes testigos. Mientras, en otro lugar, se producirá la gran explosión. ¿Qué le parece?
De momento, Alfons no dijo nada. De una caja de madera que había sobre la mesa tomó un puro. Eran importados de Holanda, de primera calidad. Lo husmeó, le arrancó la punta con los dientes y la humedeció un poco. Con expresión pensativa, lo encendió. Entonces le preguntó a Siegfried:
—¿Te das cuenta de lo que esperan de ti nuestros avispados muchachos?
Grienspan asintió.
—Desde luego. Yo soy quien debe ocuparse de que se produzca «la gran explosión». Y ¿por qué no?
—Escúchame, muchacho —dijo Materna—. Tu plan, vuestro plan, supongo, me recuerda aquellos tiempos en que montabais números de este tipo en pequeña escala para divertiros y todos lo pasábamos tan bien. Pero aquellos tiempos han pasado.
—Lo hemos pensado todo meticulosamente —declaró Peter—. Todo marchará bien si actuamos de acuerdo con el plan.
—Peter, tú estás haciendo ya más que suficiente. Cuidar a un enfermo da mucho trabajo. No tengo la intención de convertir mi casa en un hospital de sangre.
—Yo creo —dijo Grienspan— que la cosa puede funcionar, si realmente nos atenemos a un plan. Si he comprendido bien a Konrad, se trataría de reunir en un lugar a las fuerzas vivas del pueblo, con lo cual se crearía, prácticamente, un vacío en otro punto. Y en este último punto podríamos nosotros proceder sin ser molestados.
—Me ha comprendido usted perfectamente —aseguró Konrad, satisfecho.
—Siegfried —le advirtió Materna—, también tú caes en tus antiguos defectos. Te vuelves caprichoso.
—Es que me haría gracia este pequeño número de despedida —declaró Grienspan—. Inmediatamente después de la explosión, yo me marcharé.
—¡Diga usted que sí, señor Materna! —le rogaron los jóvenes.
—No —dijo Alfons, aspirando placenteramente el humo de su cigarro—. Al menos, hasta que todos los aspectos de la cuestión estén verdaderamente aclarados.
—Pero ¿qué es lo que queda aún por aclarar, señor Materna?
—Pues, por ejemplo, la actuación que seguirá la comisión especial de Allenstein. Si esa gente son sólo la mitad de inteligentes de lo que tú piensas, Konrad, yo no me embarcaría en el asunto.
—En este punto, debo corregir lo que dije —declaró Konrad—. Ésos son una pandilla de incapaces. Me lo dijo el consejero Engel a la tercera botella que nos bebimos juntos el otro día. Se mueven y se organizan sin un objetivo claro; están completamente desorientados. El responsable de la investigación es un comisario de la brigada criminal destituido que se encontraba en traslación correccional. Se llama Tantau. Ese hombre se limita a recorrer la comarca sin plan alguno, a meditar sentado en su sillón y a hacer comentarios maliciosos. También esto me lo dijo Engel. Dice que el gran mandarín de las SS responsable del asunto está que echa espuma por la boca.
—¿Y eso es realmente así —quiso saber Alfons— o simplemente una imaginación nacida de los vapores del alcohol?
—Es realmente así —aseguró Konrad—. Le doy mi palabra.
—Espero no verme nunca obligado a recordarte esta palabra —dijo Materna, dejando su puro por un momento—. Y ¿cuál es el resto de vuestro plan? ¿Qué es lo que ha de saltar por los aires?
—¡Los locales del Partido! Con todos los papeles, documentos y demás material. Doce años de espionaje político quedarán consumidos en unos momentos. Lástima que el propio Eis no comparta esa suerte.
—Estoy de acuerdo —declaró Grienspan.
—Yo mantengo mi opinión. Pero la retiraré si nadie la comparte. Debemos solicitar aún el acuerdo de Jacob. Lo considero indispensable.
Peter, condenado a intervenir en la acción sólo en su calidad de médico, fue a relevar a Jablonski en su guardia. Jacob entró en la estancia, se sentó y escuchó silencioso, bebiendo de cuando en cuando un trago de su botella. Ninguno de los presentes podía adivinar lo que estaba pensando.
—¿Qué dices? —le preguntó finalmente Materna.
—No —dijo Jacob—. Sin Eis, no. Él debe también saltar por los aires.
Konrad trató de convencerle, le explicó nuevamente la cuestión de las coartadas, le suplicó que no lo pidiese todo a la vez.
—No —repitió Jablonski—. ¡Eis tiene que pagar! O, si no, por lo menos Schlaguweit. Por lo menos ése.
—Lo de Schlaguweit podría arreglarse —asintió finalmente Konrad.
—Si puede arreglarse así, entonces estoy de acuerdo.
—¡Esos desgraciados se acordarán de mí! —exclamó Eis. Se refería a los miembros del juzgado municipal. La citación para la vista de la causa Eis contra el municipio le había puesto en un estado de gran indignación.
Pidió una conferencia con Allenstein, pero no pudo ponerse en comunicación con el juez Barthels, de quien le dijeron que se encontraba ausente. Pidió que le pusieran al habla con su sustituto. Éste se puso al teléfono, le escuchó cortésmente y declaró que no estaba autorizado para ocuparse de aquella cuestión. Al cabo de un rato, y para colmo de males, le telefoneó Pillich, el alcalde, que gimoteó:
—Se trata sin duda de un malentendido… Ese escrito del juzgado, quiero decir. No sé lo que debo hacer…
—¡Ven aquí en seguida! Cuando le tuvo ante él, le ordenó:
—Lo que debes hacer, por encima de todo, es tener la boca cerrada. Se trata, desde luego, de un malentendido, de alguna pérfida jugada de ese Materna. Pero ya me las pagará… Lo principal es que nada salga a la luz. ¡Ni una sola palabra!
—¡Mientras no sea demasiado tarde! —se lamentó Pillich.
—¿Es que has hablado con alguien? —le preguntó Eis, amenazador.
—Yo no; yo soy discreto. Pero otros no lo son tanto. Uschkurat, por ejemplo. Él también está convocado, y ha ido diciendo delante de todos que no quiere verse envuelto en estas porquerías. Hasta el pastor le ha oído. Se ha atrevido a decir que se pasaba a todo Maulen por el culo, incluido el Partido.
—¡Tráemelo aquí! —rugió Eis enfurecido.
Pero aquella orden no resultó fácil de cumplir. Schlaguweit se encontraba ausente; estaba en la ciudad efectuando unas compras para su fonda. Sólo encontraron a su ayudante, el «alegre Kurt», como le llamaban, Kurt Stampe, criador de cerdos de profesión, orfeonista entusiasta y miembro fidelísimo del Partido, según constaba en su carnet. Tampoco él consiguió encontrar a Uschkurat.
—Dicen que se ha ido —informó.
—¿Qué dices? ¿Qué se ha ido? Pero ¿qué significa esto?
Para enorme sorpresa suya, Kurt le explicó que Uschkurat había cargado un carro con paquetes de ropas, cajas de víveres, sacos de harina y una cierta cantidad de heno, paja y grano para sus animales. Había enganchado al vehículo a dos de sus caballos y atado detrás de él a dos vacas. Hacía apenas tres horas que había abandonado Maulen en dirección al oeste.
—¡Seguidle! —gritó Eis, como si acabase de recibir una herida. El alegre Kurt, que no era ninguna lumbrera, pero que poseía en dosis abundante el «impulso hacia adelante» tan necesario en aquellos tiempos, se dio cuenta de que se hallaba ante la oportunidad de su vida. Acompañado de dos hombres, se lanzó en bicicleta carretera adelante tras las huellas de Uschkurat. Le alcanzaron a doce kilómetros del pueblo de Luschken. Sin necesidad de hacer un gran despliegue de fuerza, le detuvieron y le condujeron de nuevo a Maulen.
Eis recibió a Uschkurat temblando de ira en la escalera de piedra que daba acceso a los locales del Partido.
—¡Puerco! —le gritó—. Conque querías desertar, ¿eh?
—Quiero irme de aquí —dijo Uschkurat, con la cabeza baja—. Aquí no se puede ya respirar.
—¡Eres un vil y miserable derrotista!
—¿Qué es eso? —preguntó Uschkurat—. Pero no me importa. ¿Qué quieres de mí? Yo iba a casa de un antiguo compañero de armas, en Siegburg. Me escribió que podía ir. ¿Por qué no puedo hacerlo? Alguien ha de ser el primero en marcharse de aquí. Y yo ya estoy hasta las narices.
A Eis, por primera vez en bastante años, le faltaron las palabras. Abrió la boca, pero no consiguió articular ni un sonido. Sus hombres le miraron sorprendidos, y aquello le hizo sobreponerse. Pareció despertar de una pesadilla.
—¡Nunca —dijo, irguiéndose, sin conceder una sola mirada a Uschkurat, dirigiéndose únicamente a sus hombres, en un tono mitad de lamentación y mitad de ira—, nunca había creído que fuese posible nada semejante! ¡Y mucho menos aquí en Maulen! ¡No es posible que exista entre nosotros un hombre semejante, un sujeto rastrero y cobarde que quiere rendirse, al que no queda ya un ápice de dignidad y grandeza, hasta el punto de no creer en la victoria final!
—Eis —suplicó Uschkurat temblando, al reconocer aquel preámbulo y presentir lo que se le echaba encima—, ¡no lo hagas! ¡No sabes lo que estás haciendo!
Y añadió, levantando las manos y mirando al cielo: —¡Todos estamos perdidos! ¡El Topich vuelve a rondar por el pueblo! ¡He visto al espíritu de Grienspan con mis propios ojos!
—¡Esto es lo que me faltaba por oír! —dijo Eis, asqueado—. ¡Lleváoslo!
Kurt Stampe dio una orden a sus hombres. Entre los tres cogieron a Uschkurat y le arrastraron hasta el interior del edificio. Le dieron de puñetazos hasta dejarle doblado sobre sí mismo, caído en el suelo como un fardo. Uno de sus caballos relinchaba; un relincho que parecía una queja. Los grandes y melancólicos ojos de las vacas parecían tener una expresión resignada. Eis, como sumido en profundas meditaciones, permaneció un rato en la escalera de piedra.
—¡Hacerme esto a mí! —exclamó.
Después, meneando la cabeza, bajó la escalera y se dirigió a su casa. Se detuvo junto a la empalizada, bien oculto por uno de los árboles.
Desde allí vio unas sábanas tendidas, enormes sábanas que se hinchaban suavemente con la brisa. El airecillo traía hasta él la conversación que tenía lugar en el jardín, que él escuchó con creciente satisfacción.
—Ayúdeme usted —dijo animadamente una voz, la voz de Christine.
—¿Quiere que la levante? —preguntó una voz de hombre, la de Pierre Ambal.
—¡Me hace usted cosquillas!
—¿No le gusta?
Sí le gustaba. Eis sonrió; la señora había recobrado el uso de la palabra, pensó. Y parecía sentirse satisfecha de la vida.
—Magnífico —dijo.
—Señores, les agradezco su presencia —dijo el juez Barthels.
—Protesto —dijo Eis, decidido.
—Perdone; ¿de qué protesta usted?
—¡De todo esto! —respondió Eis, que se había puesto la chaqueta de uniforme—. Le ruego que tome nota de mi disconformidad.
—Desde luego, desde luego —aseguró Barthels casi cordialmente.
El juez era un hombre de elevada estatura, rostro delgado y gestos amables. Su voz no perdía nunca su melódica serenidad y pocas veces subía de tono.
—No me gusta nada este asunto —declaró Eis, irritado—. ¡Aquí hay algo que no está claro!
—¿Usted cree? —le preguntó el juez cortésmente. Barthels contempló un momento al jefe local del Partido como si estuviese leyendo un documento. Aquel rostro no era, ciertamente, difícil de descifrar.
Fue saludando a los asistentes. Después de Eis compareció el alcalde Pillich, semejante a un saco de avena bien repleto. Llegó después el anterior alcalde de la serie, Uschkurat, con la cabeza vendada y los hombros echados hacia adelante, que le tendió una mano desmayada y flácida.
—¿Ha sufrido usted un accidente? —se interesó el juez.
—Fue culpa suya —intervino Eis.
El doctor Klinger le presentó a Materna y a Jablonski. A Barthels, que durante la primera Guerra Mundial había servido en el cuerpo de caballería, le parecieron dos caballos de tiro viejos pero rebosantes aún de vigor. El juez pertenecía a la vieja escuela: se mostraba extremadamente cortés, casi ceremonioso. Para Maulen, aquella manera de proceder resultaba extraña, casi inquietante.
—Tomen asiento, señores, se lo suplico.
Aún no habían acabado de hacerlo todos cuando Eis protestó nuevamente:
—¡Lo que va a tener lugar aquí es una pura pérdida de tiempo!
—Le recuerdo, señor Eis —replicó Konrad—, que se trata de una investigación que usted mismo solicitó.
—¡No estoy hablando con usted! —exclamó Eis rudamente—. ¿Quiere saber la opinión en que le tengo?
—Esto no hace al caso —le atajó Barthels suavemente. El juez abrió la carpeta que contenía sus papeles y comenzó a hojearlos. Lo hizo con calma, empleando en ello un buen rato. Sus ojos chispeaban; aparte de aquello, nada en su actitud dejaba traslucir lo que estaba pensando. Eis lanzó un bufido y dijo:
—Para acabar de una vez con esta comedia que alguien parece haber montado contra mí, deseo manifestar lo siguiente: si se trata efectivamente de una investigación cuya iniciativa, hace yo no sé cuántos años, se me atribuye, yo retiro simplemente mi solicitud.
Materna miró a Eis. Había aprendido mucho, pensó; ahora manejaba palabras además de granadas de mano. Ello le hacía más peligroso que antes. Pillich, en cambio, miró a su amo con fervoroso orgullo. Jablonski gruñó como un perro de presa. Uschkurat, por su parte, permanecía inmóvil, como derrumbado en su asiento. Konrad Klinger, inquieto, buscaba argumentos para oponerse a lo que Eis acababa de declarar. Sólo Barthels parecía tranquilo e impasible.
—Señor Eis —le dijo, inclinándose ligeramente—, o señor jefe local (por favor, dígame usted qué tratamiento prefiere), permítame llamar su atención sobre el hecho de que se trata aquí de un proceso ya iniciado, que debe ser llevado a término para poder considerarlo cerrado.
Konrad suspiró. Barthels volvió a hojear sus papeles mirando disimuladamente a su alrededor. Eis parecía un toro desorientado; Materna, en cambio, tenía la expresión de un zorro al acecho. —Nos ocupamos, pues, de la donación hecha en su día de los Prados de los Perros al municipio de Maulen— comenzó el juez.
—¿Cometí, acaso, algún error? ¿Un error jurídico, quiero decir? —preguntó Alfons cortésmente—. Si así fuera, lo sentiría mucho y, naturalmente, estaría dispuesto a hacer cuanto estuviese en mi mano para repararlo. Konrad se apresuró a responderle:
—Eso debería hacerse sólo en caso de que existiese una petición del señor Eis en dicho sentido.
—¡Maldita sea! —exclamó Eis, dando un puñetazo sobre la mesa—. ¡Hace casi diez años de aquel asunto!
—Pero no ha prescrito —declaró Konrad.
—¡Esto es un abuso incalificable! ¡Soy el jefe local del Partido!
—Si esta investigación tiene lugar, señor Eis —dijo el juez amablemente—, es, entre otras razones, para tratarle a usted según corresponde a su categoría.
—¡Protesto! —exclamó dramáticamente el doctor Klinger—. Su señoría acaba de insinuar que existe una preferencia en favor del señor Eis en razón de su cargo. Debemos respetar en todo momento el principio según el cual todos son iguales ante la ley.
—¡Usted está loco! —estalló Eis, a punto de ponerse en pie y saltar sobre Klinger—. ¡Usted no es más que un mocoso impertinente! ¡Cuando yo luchaba ya por la gran Alemania, usted estaba aún ensuciando pañales!
—No alcanzo a ver su diferencia esencial entre ambas actividades —murmuró Konrad.
—¿Qué dice usted? ¿Qué ha querido usted decir con eso?
—Seguramente, no lo que usted parece suponer —dijo Barthels conciliador, alzando un poco las cuidadas manos—. A pesar de su juventud, considero al doctor Klinger lo suficientemente inteligente como para evitar, en mi presencia, toda observación que pudiese ser juzgada injuriosa. Yo le tengo a usted, señor Eis, por un amigo incondicional del derecho y de la justicia.
—¡Lo soy! ¡Soy un ardiente defensor de la justicia! —dijo Eis, mirando amenazador a cada uno de los presentes.
Nadie, ni siquiera Jablonski, se atrevió a sonreír. ¡Ay de quién lo hubiera hecho!, pensó Eis. El juez continuó: —Compruebo, pues, con satisfacción, que el señor Eis se niega rotundamente a ser objeto de cualquier forma de preferencia. Debo decir que se trata de una actitud extraordinariamente ejemplar por su parte.
El escollo estaba salvado. El proceso podía continuar. Barthels, efectivamente, era un hombre muy hábil: antes de que Eis se diese cuenta, era ya demasiado tarde para retroceder.
Barthels explicó que, en aquella ocasión, Eis se había opuesto a la donación por razones que, con toda seguridad, eran de peso. Pero después, continuó, Eis había cambiado de opinión y estaba de acuerdo con la citada donación, ello también, ciertamente, por razones de peso.
—¿Es esto así?
—Sí —gruñó Eis incómodo—. Yo siempre actúo en función del bienestar de la comunidad; es el criterio fundamental de todos mis actos.
—Eso no está tan claro —interrumpió de nuevo Konrad—. Porque existe la posibilidad, o la sospecha, de que los motivos del señor Eis fueran de carácter puramente personal y económico. Cuando impugnó la donación, estaba aún casado con la hija del señor Materna, al cual debía heredar a través de ésta. De dicha herencia formaban parte los Prados de los Perros.
—¡Eso es una vil y miserable calumnia! —tronó Eis—. ¡No estoy dispuesto a tolerar una cosa así! ¡Y mucho menos de un jovenzuelo insolente!
La voz del juez Barthels sonó ahora amable y neutral.
—Permítame usted, señor Eis, explicarle un poco las palabras del doctor Klinger. El señor Klinger ha utilizado, ciertamente, un tono que yo no considero correcto, pero sus palabras no se han apartado de la debida forma jurídica. Se ha limitado a poner en duda un hecho; no lo ha negado. Ha hablado de una posibilidad, no de un hecho al que supusiera una realidad. Una sospecha es simplemente una suposición, no una afirmación que necesite ser demostrada.
Eis se ahogaba con las palabras que pugnaban por salir de su garganta. Materna disfrutaba de la situación sin preocuparse por disimularlo. También Jablonski parecía divertido. Pillich estaba desconcertado. Hasta Uschkurat se había reanimado un poco.
—Todo es una mierda —dijo inesperadamente el antiguo alcalde—. Estamos hundidos en la mierda hasta las orejas. Y yo os digo que nos ahogaremos en ella. ¡Sin tardar mucho, nos ahogaremos en ella!
—¡Cállate, imbécil! —le gritó Eis.
Parecía haber perdido el control hasta tal punto que Pillich no le reconocía. Sin creer a sus propios ojos, vio cómo las manos de Eis se crispaban en puños, volvían a abrirse, se cerraban nuevamente. Y le invadió el deseo de demostrarle su fidelidad.
—Señor Eis —tartamudeó—, si usted considera que esa donación debe ser anulada, por mí no hay inconveniente. Si usted cree que ha de hacerse, es que tiene buenas razones para ello; yo sé que siempre las tiene usted para todo. También en este caso puede usted confiar en mí.
—¡Por todos los demonios! —gritó Eis—. ¿Es que estoy rodeado de locos furiosos? ¿Qué es lo que se me intenta achacar? ¿Es que han olvidado todos quién soy yo? ¡Aquí soy yo quien decide lo que ha de hacerse!
En aquel momento, se dejó oír una violenta explosión. Los cristales de la ventana saltaron hechos pedazos y cayeron ruidosamente al suelo. Una fuerte corriente de aire barrió los papeles que había sobre la mesa. La luz osciló violentamente y se apagó.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Eis.
—¡Una señal de Dios! —gimió Uschkurat. La oscura habitación se iluminó ahora con un resplandor rojo oscuro que se hacía rápidamente más brillante, iluminando las paredes, la mesa, las caras. Un silencio paralizante les envolvió. Súbitamente, la calma fue interrumpida por el violento crepitar de una ametralladora.
—Esto ha sido realmente algo imprevisto, señores —declaró el juez Barthels con impasible cortesía—. Creo que debemos levantar la sesión por tiempo indefinido.
Al día siguiente llegó a Maulen el comisario de la Brigada de Investigación Criminal, Tantau, acompañado del inspector Budzuhn. Hacia las once de la mañana se personaron en la plaza. No necesitaron buscar el objeto de su viaje: las ruinas de la sede del Partido se levantaban, aún humeantes, ante ellos. Budzuhn se quedó impresionado ante el espectáculo.
—Como en la guerra —dijo.
—Es que estamos en guerra. ¿No lo sabía usted? —le preguntó Tantau, mientras avanzaba, como atraído por un imán, hacia lo que quedaba del edificio.
Un oficial de la gendarmería, el de más antigüedad de todos los miembros de la policía reunidos en el lugar, se apresuró a ir a su encuentro.
—Buenos días, señor. Según sus instrucciones, hemos acordonado el lugar del suceso y mantenido apartada a la población. Los curiosos que rondaban la plaza eran, en su mayoría, niños.
Los hombres de Maulen parecían evitar el lugar. Hasta la curiosidad de las mujeres había hallado un límite; se mantenían a una respetuosa distancia, hablando entre ellas en voz baja o contemplando silenciosas y como fascinadas el montón de piedras y vigas ennegrecidas. Tres cuerpos de bomberos habían acudido a apagar el fuego. No habían salvado más que algunas cajas de botellas de vino encontradas en la bodega y se las habían llevado. Aquello no era inhabitual; se consideraba como una especie de honorarios.
—¿Quién lleva la investigación? —le preguntó Budzuhn al oficial.
—Un inspector de la Brigada Criminal de Sensburg. Fue el primero en llegar al lugar del suceso. Se llama Kranzler o algo así. En este momento se encuentra en la taberna.
Budzuhn sabía lo que esperaba de él en aquel momento el comisario: que fuese inmediatamente en busca del tal Kranzler para que se presentase ante él. Y sabía también lo que pensaba Tantau acerca de Kranzler: un buen funcionario, posiblemente, pero no lo bastante bueno para investigador criminal. Pero ¿quién era bastante bueno a los ojos de Tantau?
Kranzler, que, según podía olerse, había reparado fuerzas, se apresuró a salir de la taberna y le hizo a Budzuhn un informe del que éste tomó las siguientes notas:
«Explosión producida entre las 21.30 y las 21.35. El fuego prendió inmediatamente. Fue disparada una pistola ametralladora. Autor desconocido. Detalles:
—De nuevo nos encontramos con una acción firmada por la misma mano —observó Budzuhn—. Eso confirma nuestra… su teoría.
Tantau estaba ahora en medio de las ruinas. Comprobó que la estancia central había quedado completamente destruida; las dos salas contiguas mostraban importantes desperfectos. Los trozos de pared ennegrecidos por el humo que aún quedaban en pie mostraban enormes arañazos. El techo se había hundido. Budzuhn, excitado, iba de aquí para allá husmeándolo todo.
—¡Es un trabajo de expertos! —exclamó—. Esa gente hace progresos. ¡Esto es lo único que nos faltaba!
—Cierto —dijo Tantau, rascándose la barbilla—. Yo iría incluso un poco más lejos y diría: esta vez, nuestros amigos han realizado un esfuerzo extraordinario. Recuérdeme usted que les felicite cuando llegue la ocasión.
El inspector asintió y tomó nota de lo dicho por Tantau. Su colega Kranzler observó aquello con sorpresa. Tenía la impresión de haber caído entre gente un poco extraña.
—¿Dónde está el croquis del lugar? —le preguntó Tantau. Kranzler no lo había terminado aún, según confesó muy apurado. Aseguró que iría a buscarlo en seguida; lo había estado preparando hacía un rato en la taberna.
—¿Quién es el muerto? —preguntó Tantau. Aquello sí lo sabía Kranzler.
—El cadáver ha sido identificado como el de un tal Schlaguweit, Ernst Schlaguweit, jefe de la SA local, además de administrador de la fonda y de los bienes anejos a ella.
—Más adelante me lo explicará usted con detalle. De momento, lo que me interesa es: ¿por qué se encontraba ese hombre en el lugar del hecho? ¿Estaba siempre allí a aquella hora? ¿Qué le llevó allí?
—Este punto no se ha aclarado todavía.
—Aclárelo usted cuanto antes. Otra cosa: ¿había alguien en la inmediata proximidad del edificio? ¿Quién se encontraba habitualmente allí a esa hora? ¿Se utilizaba el lugar sólo para oficina y reuniones o había también viviendas? Entérese usted de todos estos puntos; no se trata sino de la más elemental rutina. Tiene usted una hora.
Kranzler desapareció, seguido de Budzuhn. Tantau se sentó sobre lo que quedaba de una pared y pareció sumirse en reflexiones. Se frotó las manos, porque hacía frío. En el aire se anunciaba ya la primera nevada del invierno.
—¿Puedo serle de utilidad en algo? —le preguntó una voz afanosa y servicial, la voz de Amadeus Neuber. Tantau levantó la mirada y examinó brevemente al personaje que tenía ante él. Después preguntó:
—¿Dónde se encontraba usted en el momento de la explosión?
—En mi casa.
—¿Tiene usted testigos?
—¿Testigos? ¿Por qué? Bien, yo… estaba leyéndole un cuento a una niña refugiada a quien he acogido en mi casa; es lo que hago casi todas las noches a esa hora.
—Los niños no son, en general, testigos de fiar —dijo Tantau, como si lamentase el hecho—. Yo evito siempre que puedo trabajar con declaraciones de niños. ¿Qué clase de cuento era ése?
—Permítame usted que le explique con quién está hablando. Yo soy el representante del jefe local del Partido, responsable de organización y maestro nacional.
Tantau se sacó del bolsillo una hojita de papel alargada en la que había escritos cinco o seis nombres. Le echó una breve mirada y dijo:
—Usted es, pues, el señor Neuber, Amadeus Neuber.
Éste asintió. Se tenía por una personalidad ampliamente conocida. Comprobó con satisfacción que Tantau se ponía en pie y se presentaba a su vez. Lo hizo sólo con su nombre, sin mencionar el título y añadiendo la observación:
—Me encuentro aquí para dirigir la investigación.
—Le deseo mucho éxito, señor Tantau. Haré con mucho gusto cuanto esté en mi mano para serle útil.
—¿Es usted testigo presencial del suceso? ¿No? ¿Puede proporcionarme datos concretos? ¿Tampoco? ¿Tiene alguna sospecha? ¿Ni siquiera eso? Bien, en ese caso, haga usted el favor de conducirme a la presencia del jefe del grupo local del Partido, caso de que sepa usted adonde se ha trasladado.
Eis se había trasladado a las oficinas del ayuntamiento, confiscadas por él y declaradas sede de emergencia del grupo local. Para los asuntos del ayuntamiento, Pillich había tenido que habilitar dos habitaciones de su propia casa, por lo cual no estaba de muy buen humor. Comenzaba a preguntarse si Eis era efectivamente el espíritu benefactor de Maulen por el que él siempre le había tenido.
—¡Encuentre usted a esa canalla, señor comisario! —le dijo a Tantau cuando se halló en su presencia—. ¡Quiero ver colgados a esos puercos! La sede de nuestro Partido ha sido completamente destruida. Y eso, con ser grave, no es lo peor; podemos volver a construirla mayor y más hermosa. Pero todos los papeles y documentos se han perdido definitivamente. ¡Algunos de esos documentos eran importantísimos! ¡Valores irrecuperables!
No pensaba, por lo visto, en la muerte de Schlaguweit.
—Bueno…, usted, por lo menos, todavía vive —dijo Tantau.
—¿Qué quiere usted decir? —le preguntó Eis, desconfiado.
—Quiero decir que hubiera podido usted morir cuando la explosión.
Tantau hizo una pausa para dejarle a Eis el tiempo de asimilar aquella idea, y añadió:
—Usted hubiera podido encontrarse en el lugar del hombre muerto. ¿Le parece poco?
—No había pensado en eso —dijo Eis, dejándose caer en un sillón y mirando a su alrededor como si estuviese rodeado de asesinos—. Pero tiene usted razón. Hubiera sido perfectamente posible. Como el veinte de julio, cuando algunos descastados atentaron contra nuestro Caudillo. Yo he escapado a un atentado, lo mismo que él.
—Parece obra de la Providencia —corroboró Tantau—. ¿Dónde se encontraba usted cuando el edificio saltó por los aires?
—Puedo decírselo con toda exactitud —aseguró Eis—. Tengo una coartada.
—¿Cómo dice usted? ¿Una coartada? ¿Es que considera usted necesaria una coartada?
De mala gana, Eis se apresuró a corregir lo que había dicho, con una severa mirada a Tantau que decía claramente: «cuidado, tú, no olvides a quién tienes delante».
—Quiero decir… que existen muchos testigos. Siete en total. Teníamos una reunión aquí, en esta misma sala. Un asunto oficial. Duró noventa minutos; exactamente hasta el momento en que esos malparidos…
—¿Quienes son esos siete testigos? —quiso saber Tantau. Eis los enumeró: el juez Barthels, su actuario, un tal doctor Klinger, Pillich y Uschkurat, y, finalmente, Materna y Jablonski. Tantau se anotó los nombres con una expresión de total indiferencia, alterada sólo durante una fracción de segundo, hasta el punto de que nadie que no le conociera hubiese podido notarlo, cuando oyó el nombre de Materna.
—Es una buena cantidad —comentó el comisario, levantando la mirada del papel—. ¡Siete testigos de descargo de una vez! Y todos los asistentes a esa reunión tienen, asimismo, siete testigos, ¿no es cierto? Es una circunstancia que no siempre se produce. El señor Neuber, por ejemplo, no se encuentra en esta afortunada situación. A la hora del atentado estaba leyendo un cuento.
—Y ¿qué piensa usted hacer ahora?
—Dar un paseo —respondió Tantau, poniéndose en pie—. Disfrutan ustedes de un paisaje magnífico. Y, si usted lo permite, quisiera curiosear un poco por todas partes. Mi debilidad por este país y por sus hombres, aparte de algunas excepciones, se entiende, es cada día mayor.
Los perros de Materna se precipitaron, ladrando, hacia la puerta del patio. Allí se quedaron con los músculos tensos, observando al recién llegado y gruñendo amenazadoramente. Sus ojos color marfil estaban fijos en la figura inmóvil que había al otro lado de la puerta y de cuya garganta salía una especie de leve susurro. Sonó un agudo silbido. Los perros echaron a correr de nuevo para ir al encuentro de Jacob Jablonski. Éste acarició un momento sus cabezas y dio después dos breves palmadas, a cuya señal los perros se alejaron velozmente en dirección al granero.
—¡Magnífico! —dijo el hombre de la puerta—. Se nota que entiende usted mucho de perros.
—Usted también —dijo Jablonski con amabilidad—. Los perros no le han ladrado; se han limitado a gruñir. Eso es significativo. ¿Viene usted por este motivo?
—Me he quedado completamente inmóvil —dijo el hombre— y he emitido un susurro. Es un método muy viejo para distraer a los animales: les sorprende tanto que se olvidan de ladrar, al menos por unos momentos. Naturalmente, cuando están tan bien amaestrados como los suyos, ello no les hace perder nada de su agresividad.
Aquella conversación le agradaba a Jacob, pero no disipaba su desconfianza.
—Pero no ha venido usted para ver a nuestros perros, ¿verdad?
—No. Estaba dando un paseo, simplemente.
El recelo de Jablonski subió de punto.
—¿Un paseo? ¿Aquí en Maulen?
—Lo hago a menudo —dijo el hombre, mientras paseaba su mirada por todo lo que tenía ante él—. Muchas veces distraigo un rato de mis ocupaciones para pasear. Y, al pasar por aquí casualmente, he pensado: voy a hacer una visita al señor Materna. ¿Es usted el señor Materna?
—Soy su mozo —respondió Jacob, precavido. Como mozo, no estaba obligado a decidir nada ni a dar información alguna. Su instinto le decía que aquel hombre era peligroso.
—El señor Materna está muy ocupado —añadió—. ¿A quién debo anunciar?
—Me llamo Tantau —dijo el desconocido sonriendo amablemente—. Pertenezco a la comisión que investiga la explosión que ha tenido lugar en el pueblo.
—¿Viene usted por este motivo?
—No directamente —afirmó Tantau, como excusándose.
—Voy a ver.
Jacob silbó nuevamente llamando a los perros. Éstos acudieron otra vez. Tantau no se movió. Vio cómo Jablonski se alejaba con paso pesado y vigoroso. Sin volver la cabeza, contempló de nuevo la granja: el granero, los establos, la casa. Era como si quisiese grabar la imagen en su mente.
Después, con creciente sorpresa, observó al hombre que avanzaba hacia él. Tenía casi su misma estatura, una figura parecida y gestos muy similares. Incluso aquellos ojos escrutadores no eran muy diferentes de los suyos. Su voz le sorprendió aún más: sonaba como la suya, sólo que un poco más fuerte, más aguda.
—¿Es usted el señor Tantau? Yo soy Materna. Por favor, entre usted; la puerta no está cerrada.
Tantau estrechó la mano que le tendía Materna. Los perros no se movieron de su lugar; incluso permitieron que Tantau les acariciase. Alfons, al verlo, sonrió. Jacob tenía razón: aquel hombre era un conocedor de los animales. Aquella cualidad, en casa de Materna, no pasaba desapercibida. Alfons extendió la mano indicando la casa.
—Por favor, considérese usted mi invitado.
—Tiene usted una espléndida propiedad —dijo Tantau, mientras cruzaban el patio—. Debe de ser magnífico vivir aquí.
—Si nos hubiese usted visitado hace cinco, diez o más años, le hubiese resultado difícil, seguramente, volver a marcharse. Pero ahora… ni siquiera el paisaje parece inalterable. Y las personas que viven en él parecen figuras cuyos contornos se borrasen; se vuelven vagas, fantasmagóricas, irreales. A veces no puedo evitar tener la impresión de que todo aquí se transforma fatalmente en un campo de batalla. ¿Me comprende usted?
—Sí —dijo Tantau.
Una vez en la casa, el comisario conoció a las dos muchachas, Hannelore y Sabine, que le preguntaron amablemente si deseaba tomar algo. Él aseguró que no tenía ningún deseo especial; sus vicios no tenían mucho que ver con el comer y el beber, declaró, pero si se le ofrecía una bebida típica del país, no la rechazaría. Asimismo, si existía alguna especialidad culinaria que no conocía, tendría mucho gusto en probarla.
Materna hizo una señal a las muchachas: levantó una mano y extendió los cinco dedos, lo que significaba: «lo mejor». A continuación, abrió las manos hacia los lados, con lo cual quería decir: «un poco de todo». Y rogó a su visitante que pasara a la sala. Cuando Alfons le indicó que tomase asiento, Tantau, tras una breve ojeada a su alrededor, escogió el sillón de Materna. Ése lo observó con una sonrisa y se sentó en el sofá, enfrente de su huésped, separado de él por la maciza mesa de roble.
—Tengo la impresión de que concede usted gran valor a una vida privada lo más tranquila posible, señor Materna.
—¿Qué le lleva a pensar eso?
—El patio de su casa está rodeado por una alta y robusta empalizada y vigilado, además, por sus magníficos perros. Y en la casa, según he observado, viven solamente personas muy allegadas a usted; a los demás los ha apartado usted un poco: habitan el edificio que hay junto a los establos, a unos trescientos metros de este patio.
—Su observación es correcta —dijo Materna, incorporándose un poco en su asiento.
Sabine entró en la estancia y les sirvió aguardiente de trigo. Aquel licor selecto acostumbraba a ofrecerlo Materna sólo en las grandes festividades y celebraciones; la última vez fue para dar la bienvenida a Grienspan. Tantau aspiró el delicado aroma y bebió.
Su rostro se iluminó.
—Me trata usted muy bien —dijo—. ¿Por qué?
—Quizá quiero sobornarle —dijo Alfons, bromeando.
Tantau rió brevemente. Llenó su vaso y, manteniendo el fuerte y aromático líquido bajo su nariz, dijo: —Hace unos días conocí a su hijo Hermann.
Materna se inclinó un poco hacia adelante, tenso. Pero su voz sonó firme y serena:
—Y ¿cree usted conocerle bien? Hermann es mi hijo; y las relaciones de los hijos con sus padres necesitan a veces mucho tiempo para alcanzar una cierta armonía. Entretanto, pueden producirse los más graves malentendidos, en especial con personas extrañas. ¿Tiene usted hijos?
—No —dijo Tantau—. Y confieso que hay momentos en que lo lamento. También hay momentos, sin embargo, en los cuales lo celebro. Y no sólo por causa de mi profesión, sino porque no creo contarme entre las personas que se casan. Pero, desde que sé algunas cosas acerca de usted, me pregunto: ¿Qué hubiese hecho yo si uno de mis hijos hubiese matado al otro lanzándole una granada de mano?
—Parece que sabe usted muchas cosas sobre mí. Sólo puedo esperar que no extraiga de ellas ninguna conclusión equivocada.
—Hay tantas cosas equivocadas —dijo Tantau, apurando su vaso—. Casi todas. Es esta época que vivimos la que hace que sea así. Pero hemos de vivirla. ¿Tenemos acaso otra opción?
La respuesta a aquella pregunta era innecesaria. Sabine y Hannelore, con gestos rápidos y seguros, sonrientes pero silenciosas, estaban poniendo la mesa. Después sirvieron arenques fríos revueltos en nata, salchichón guisado con salsa de cerveza, jamón ahumado en lonjas, menudillos de ganso asados, fiambres, anguilas con gelatina, mazapán, pastel de avena y pan dulce.
—Éste es realmente un panorama impresionante —declaró Tantau—. Después tiene usted que enseñarme sus provisiones. Me interesa saber dónde y cómo las tiene almacenadas. ¿Tiene usted los jamones colgados del techo? ¿Guarda el aguardiente en la bodega? ¿Y cómo? ¿En recipientes de madera, en garrafas, en toneles? Tiene que enseñármelo todo.
—¿Tiene usted una orden de registro? —preguntó Alfons.
—¿Eso cree usted? —preguntó Tantau tranquilo, casi preocupado—. Tal suposición, estimado señor Materna, me hace temer que existe una importante laguna en su conocimiento de la presente situación. Parece usted creer que nos encontramos en un estado de derecho medianamente ordenado; un error del que yo, sinceramente, no le hubiese creído capaz. Hace años que no se utilizan órdenes de registro en este país. Si yo lo deseo, puedo revolver toda su casa desde el sótano hasta el tejado.
—¿Significa esto que no quiere usted hacerlo?
—No me tiente usted —dijo Tantau, inclinándose sobre su plato—. Sus anguilas en gelatina ejercen sobre mí una mágica atracción.
Las probó, chasqueando un poco la lengua, y exclamó: —¡Delicioso! ¿Se trata de una receta secreta?
Materna negó con la cabeza. La anguila, explicó, a pesar de ser habitante del fango, encontraba en las aguas de Masuria, ya se tratase de un río o de un lago, un medio privilegiado, claro como el cristal, químicamente puro. Aquello les confería su insólita finura de sabor. A ello se añadía la preparación, que en casa de Materna consistía en remojarlas durante un día entero, cocerlas después, al menos durante dos horas, a fuego lento, y rehogarlas finalmente en vinagre enriquecido con cinco hierbas diferentes.
—¡El resultado, desde luego, es excelente! —aseguró Tantau, que seguía comiendo con placer.
Durante casi un cuarto de hora, permaneció silencioso. De las anguilas servidas no quedó ni una sola.
Alfons observaba a su huésped con satisfacción, pero también con la desconfianza que las circunstancias aconsejaban. Cuando Tantau, satisfecho, se recostó en el respaldo de su sillón, le preguntó:
—Y ahora, con toda franqueza, ¿por qué ha venido usted?
—Para conocerle —dijo Tantau—. Ahórrese toda otra conjetura. Después de todo, forma usted parte de los afortunados mortales que poseen una séptuple coartada. Disfrute usted de la garantía que ello le concede.
—Pero usted no cree mucho en mi coartada, ¿no es cierto?
—¿Y en qué creen los hombres? —preguntó Tantau, poniéndose las manos sobre el repleto estómago—. ¿Juzga usted acaso a Inglaterra por Jack el Destripador, por Scotland Yard o por Shakespeare? ¿Piensa usted en Goethe o en Schiller cuando habla de Alemania? ¿Son para usted los gangsters de Chicago o el presidente Lincoln la encarnación de América? ¿Es Francia, Voltaire, Robespierre o cualquier otro personaje? Ah, hay tantas personas en este mundo que están convencidas de que su fe, por ella sola, puede mover montañas… Pero ¿sabe usted, amigo Materna, de qué estoy convencido yo en este momento por encima de todo? De una sola cosa: ¡sus anguilas son excelentes! ¿Qué hay, me pregunto, que pueda compararse con ellas?
—Dentro de unas pocas horas, las habrá digerido usted completamente —dijo Materna—. Y ¿qué ocurrirá entonces?
—Entonces dejaré de ser hombre para convertirme nuevamente en investigador criminal, quiere usted decir, ¿verdad?
Tantau cerró los ojos, como agotado por el esfuerzo realizado al comer.
—Puede ser, puede ser —continuó—. Cada uno de nosotros tiene momentos en los que se considera una especie de ángel caído, y otros en que descubre en sí mismo a una bestia salvaje. ¿Cómo resolver la contradicción entre ambos? Para eso no hay receta, como para las anguilas… Y usted lo sabe. Pero ¿qué sabe usted de mí?
—¡Era uno de los mejores! —exclamó Eis, por novena vez ya en aquella noche—. ¡Uno de los mejores, caído de manera ejemplar en el cumplimiento de su deber!
Se refería a Ernst Schlaguweit, a quien habían enterrado aquella mañana en una ceremonia rápida pero emotiva, con asistencia exclusiva de los camaradas más allegados.
El sepelio había coincidido con la primera nevada intensa del invierno, que se transformó, mientras los camaradas transportaban el féretro, en lluvia torrencial. Taciturnos, empapados, castañeándoles los dientes a algunos, apretadas las mandíbulas otros, se apresuraron a conducir a su última morada «al compañero que había luchado hasta su último aliento».
Ahora se encontraban todos en la «sala de fiestas» de la fonda bebiendo, para calentarse, los llamados «rompehielos»: combinados a base de vino tinto casi hirviendo, aguardiente de arroz, ron y azúcar. Era aquél un buen sistema para olvidar cualquier frío por intenso que fuese, para olvidar incluso a los rusos, que cada día se aproximaban más a la Prusia Oriental. Una gran fotografía de Schlaguweit, cubierta con un velo negro, colgaba de la pared detrás de Eis, por encima de la bandera con la cruz gamada. A ambos lados de la fotografía se habían instalado candelabros con velas encendidas.
—¡Sí; fue un ejemplo para todos! ¡Un ejemplo a seguir por nuestra juventud! —continuó Eis.
Mientras hablaba, contemplaba lo que quedaba de la élite del pueblo. Las responsabilidades de su cargo se hacían cada vez más pesadas; y cada vez contaba con menos colaboradores con quien compartirlas.
Neuber era un cobarde, un ser despreciable; el alcalde Pillich, un imbécil. Su conducta del otro día en el ayuntamiento había sido francamente peligrosa. También él debía ser sustituido por uno mejor. Pero ¿quién? Los valiosos camaradas de edad mediana, en la plenitud de sus fuerzas, estaban casi todos ausentes; se hallaban luchando en el frente o habían caído ya en él. Los jóvenes eran aún demasiado inmaduros, por más que llenos de buena voluntad. Uno de ellos, precisamente, se encontraba en aquel momento debajo de la mesa, vomitando. En cuanto a los miembros de la vieja guardia, o bien estaban quemados o bien no poseían méritos suficientes. Allí estaban, acodados sobre la mesa, cantando a voz en grito, tratando, sin conseguirlo, de animar el ambiente. ¿Habrían pasado los buenos tiempos?, se preguntó Eis. ¡No y mil veces no! ¡Ni Maulen ni Alemania estaban aún acabados! Aún había hombres leales: Naujoks, Poreski, Sombray, Bembennek, Panzer, Perduhn. Y otros. No eran lumbreras ninguno de ellos, pero eran capaces de apreciar las necesidades históricas del momento. Con ellos reorganizaría la dirección local del Partido y levantaría de nuevo a Maulen.
Y allí estaba también Stampe, Kurt Stampe, el alegre Kurt, un joven que prometía grandes cosas. Ya la manera que tenía de responder al brindis de su jefe, rápida, firme y orgullosa, era significativa.
—Vete con los jóvenes —le dijo Eis a Neuber, desterrándole así al otro extremo de la mesa—. Camarada Stampe, ven a sentarte aquí, a mi derecha.
Así lo hizo Kurt, feliz y agradecido, diciendo: «A la orden, señor», frase que salía de sus labios con mayor frecuencia que cualquier otra.
Eis le explicó que las distinciones traen aparejadas nuevas responsabilidades, nuevas obligaciones, y exigen una inquebrantable abnegación.
—Lo sé, señor —exclamó Stampe, como si pronunciase un juramento—. ¡Todo por la patria, en todo momento, en toda circunstancia!
Eis alzó su vaso y bebió el contenido a sorbos; Stampe apuró el suyo de un trago.
Los camaradas cantaban con voz ronca, gruñían, aullaban, se daban sonoras palmadas en la espalda. Los que no se sostenían ya en sus asientos eran empujados debajo de la mesa.
—¡Nosotros sí que tenemos sentido del humor! —dijo Eis—. ¡Nosotros sabemos aún lo que es la alegría de vivir!
—¡Sí! ¡Somos los más grandes! —gritó el alegre Kurt.
—Ven, vamos a orinar —le invitó su jefe. Y, mientras estaban el uno junto al otro ante la pared encalada que un día fuera blanca, le dijo Eis a Stampe confidencialmente:
—¿Te gustaría vivir una experiencia extraordinaria?
—Desde luego —aseguró Stampe, ilusionado.
—Entonces, ven conmigo.
Eis se abotonó la bragueta, echó una mirada a su reloj de pulsera y se puso en marcha. Stampe le siguió como un perro. Dejaron la fonda, pasaron por delante del ayuntamiento y de las ruinas de la sede del Partido y llegaron a la casa de Eis.
—No te muevas de mi lado —susurró éste—. No abras la boca ni hagas ningún ruido.
Dieron la vuelta a la casa hasta llegar junto a una ventana tenuemente iluminada, la del que fuera su dormitorio conyugal. Eran poco más de las diez. Eis le había dicho a su mujer que, con toda certeza, no regresaría antes de las doce, como era habitual en él cuando asistía a una de aquellas fiestas. Y había comunicado al sargento Fackler que el prisionero estaría ocupado en su casa hasta bastante tarde.
Al llegar junto a la puerta principal, Eis se descalzó e hizo seña a Stampe para que le imitase. Se deslizaron por el pasillo hasta la sala, y de allí hasta el dormitorio. Allí, Eis apoyó la cabeza en la puerta y escuchó. Transcurrieron algunos minutos. Súbitamente, Eis abrió la puerta y accionó el interruptor para encender la lámpara del techo. La luz inundó la habitación, descubriendo de manera exacta e inequívoca lo que había esperado ver. Y exclamó con voz sonora: —Me he equivocado de habitación… Cerró de nuevo la puerta.
Conteniendo una carcajada, abandonó la casa seguido de Stampe. Sentado en la escalera exterior, se calzó nuevamente los zapatos y preguntó a su acompañante:
—¿Qué, Kurt? ¿Lo has visto todo bien?
—Sí, señor.
—¿Y qué?
Stampe sumió la mirada en sus zapatos, pues Eis parecía esperar de él que reflexionase, y dijo al cabo de un momento: —He visto todo lo que usted considere que debo haber visto, señor.
—Muy bien. ¡Tú eres mi hombre! —dijo Eis, en un tono que hizo que Stampe se sintiese como condecorado.
Se dirigieron nuevamente a la sala de la fonda, donde la fiesta se acercaba gradualmente a su apogeo. Los asistentes estaban jugando a «pantalones abajo». El juego consistía en lo siguiente: se colocaban sobre la mesa tantos vasos llenos como jugadores menos uno. Los hombres se tomaban de las manos y daban vueltas a la mesa al ritmo de la música de El pequeño Hans, a la que se había adaptado la siguiente letra:
Siempre dispuesto, siempre firme, sirve de percha para el sombrero; y el que no puede no es un hombre de verdad.
A la última nota, todos se lanzaban sobre la mesa, tomaban un vaso y se lo bebían de un trago. El que se quedaba sin vaso estaba obligado, en medio de la hilaridad general, a bajarse los pantalones y a continuar así el juego. Si tenía la mala suerte de caer nuevamente en el «sitio de la vergüenza», el lugar de la mesa en que no había vaso, debía beberse de una vez el triple del contenido de todos los vasos. Generalmente, el sujeto de tal penitencia caía redondo al suelo.
Sólo unos pocos salían vencedores en aquel juego. Borrachos como cubas, tambaleándose y cantando, se subían a la mesa y eran objeto de un brindis de honor. Los demás debían bailar un vals a su alrededor con los pantalones bajados.
Siguió después la gran pausa en la bebida que servía para tomar aliento y marcaba el final de la fiesta. Era la hora de los monólogos trascendentales, el momento de mirar al techo con mirada embotada y feliz; la hora de los estridentes solos de tema patriótico, y, también, la hora de las confidencias.
—¡Stampe! —dijo Eis, que estaba relativamente poco borracho, pues cada vez soportaba mayores cantidades de alcohol y acostumbraba además a prepararse para aquel tipo de fiestas con una cena abundante en grasas—. Te he otorgado mi confianza… ¡No la traiciones nunca!
—¡Nunca! —exclamó Kurt con voz pastosa, al tiempo que se deslizaba, sonriendo beatíficamente, bajo la mesa.
—Y ahora vamos por ti, mala pécora —le dijo Eis a su mujer, plantándose ante ella con las piernas abiertas—. ¡Eres una puta!
—¡Si yo soy una puta, tú eres un chulo! —exclamó ella.
—¿Qué dices? —preguntó Eis, jadeando—. ¿Te atreves aún a replicarme?
Se había preparado concienzudamente para aquella conversación. En la fonda, había sumergido la cabeza en agua helada, se había hecho servir una cafetera llena de espeso café, había bebido una cerveza fresca y había tomado tres clases de comprimidos que le había dado el enfermero de la SA: contra el ardor de estómago, contra el mareo y contra el dolor de cabeza. Y allí estaba ahora, mirando desde toda su altura a su mujer, que estaba aún en la cama, sola, pero mirándole desvergonzadamente. Se había cubierto con una manta; también sus manos quedaban ocultas debajo de ella. Sus ojos de gato chispeaban de odio.
—¿Es que no te avergüenzas de tu conducta? —le preguntó con severidad.
—¿Avergonzarme delante de ti? —le preguntó ella, echándose a reír.
—Esa risa asquerosa te durará poco —dijo Eis, mientras acercaba una silla y se sentaba, sin apartar los ojos de ella—. Me parece que no te das cuenta de lo que acabas de hacer.
—No me vengas tú con sermones —le espetó ella con desprecio.
—¡Te prohíbo que me hables en ese tono! —le gritó él—. ¡No le tolero a nadie que lo haga!
—Entonces vete y déjame tranquila.
Eis se puso en pie y avanzó hacia ella. Le estampó la mano abierta en la mejilla. Volvió a sentarse.
Christine no se había movido. Seguía echada en la cama como paralizada. Sus ojos parecían ahora más grandes.
—No vuelvas a hacer eso —dijo en voz baja.
—¿Qué es eso? ¿Me amenazas? ¿Precisamente tú?
—Si vuelves a hacerlo, te mataré como a un perro.
Eis se rió despreocupadamente. Había llegado el momento de explicarle a aquella puta desgraciada que había sonado su hora, pensó.
—Bueno, basta de tonterías. Vamos a hablar de cuatro cosas tú y yo. Lo que acabas de hacer lo he visto yo personalmente. Y existe, además, un testigo imparcial.
—¿Y qué?
—Vuelvo a advertirte que no te insolentes conmigo. Si lo haces, empezaré por darte una buena paliza. Eso entra en mis derechos, puesto que aún soy tu marido. Y acabo de sorprendente cometiendo adulterio.
—Podemos divorciarnos; yo no tengo inconveniente ninguno. Me declararé culpable de todo. Quiero a ese hombre.
—¡Esto es lo único que faltaba! —exclamó Eis, echándose a reír, disfrutando de su situación de superioridad—. ¿De modo que no te basta acostarte con todos, eh? ¿Además tienes que enamorarte? Y yo, encima, tendría que darte mi bendición, ¿verdad? Pero ¿por qué no, si realmente vale la pena? Quiero decir, si accedes a mis condiciones.
—¿Qué condiciones?
Eis se puso en pie. Tambaleándose ligeramente, comenzó a dar vueltas por la habitación.
—Pues bien, estoy dispuesto a acceder a la separación si me cedes en propiedad todo lo que has heredado de tu padre.
—¡Qué puerco y miserable eres! ¡Tú hiciste matar a mi padre para que pasasen a tus sucias manos, a través de mí, todas sus propiedades!
—¡Cállate! ¡Tú no entiendes nada de estas cosas! Tu padre se hizo rico gracias a mí; no hago más que cobrar lo que me corresponde.
—Muy bien. No quiero tener nada que ver con esos asuntos. Puedes quedarte con todo. Con todo, menos la fonda. La fonda es nuestra, de mi padre y mía, desde siempre. Yo he trabajado allí desde que era niña.
—No vayas a ponerte ahora a llorar de emoción —dijo Eis fríamente—. No tienes más que una opción: ¡todo!
—¡Nada! —dijo ella febrilmente.
—Como quieras —dijo Eis, sentándose y cruzando las piernas para demostrar que se sentía muy tranquilo—. O entras en razón y vamos al notario mañana mismo, o pongo una denuncia.
—¿Una denuncia?
—Dos —rectificó Eis—. Una contra ti por adulterio. Adulterio cometido con un prisionero de guerra en momentos difíciles para la nación y en circunstancias especialmente deshonrosas. Eso se castiga con seis años de prisión y lo que cuelga; aparte de la pérdida de los derechos civiles. Eso significaría para mí manos libres en todos los sentidos.
—¡Cómo te odio!
—Pero esto no es todo. Lo más divertido es lo que viene ahora: la segunda denuncia, contra el hombre a quien dices querer. Y ¿sabes lo que le pasará a él? Según la ley, pena de muerte. Le matarán a tu amiguito; será fusilado, ahorcado o algo por el estilo.
—No mereces la vida —dijo ella, temblando. Y, con dolorosa lentitud, como si tuviese un calambre en el brazo, sacó la mano derecha de debajo de la manta. En ella tenía una pistola. La apuntó en dirección a Eis.
Apretó el gatillo. El arma se estremeció y comenzó a escupir fuego. Con los ojos cerrados, gritando enloquecida, Christine oprimió el gatillo una y otra vez hasta vaciar el cargador. Eis se había puesto en pie y había permanecido después rígido, como si algo le sostuviese por detrás, mirándola con expresión de incredulidad. Cuando recibió los disparos se estremeció violentamente, como si le azotasen. Después se tambaleó y cayó hacia delante como un árbol abatido, con un ruido sordo al dar en el suelo.
Cinco de las ocho balas disparadas le habían herido mortalmente.