El hombre puede perderlo todo, dicen en Masuria: padre, madre, y hasta la camisa. Pero la calma, nunca.
—Es usted demasiado lento —dijo el consejero Engel en tono de reproche—. Se me ha informado que ha sido volado otro depósito de gasolina.
—Lo sé —dijo Tantau mansamente, sin levantar la vista de sus papeles.
—¿Y qué? ¿Qué piensa usted hacer en vista de eso?
—¿Qué espera usted exactamente de mí? —preguntó el comisario con aquella sonrisa suya de gnomo—. ¿Cree acaso que poseo el don de evitar las explosiones? Señor Engel, yo no conozco demasiado a los prusianos; tenga en cuenta que me he visto transportado aquí de la noche a la mañana. Pero una cosa de este extraño país me llamó en seguida la atención: aquí se piensa muy poco en forma lógica y consecuente; más bien es la fantasía la que domina sobre la razón, sobre todo en Masuria. Y eso no constituye precisamente una facilidad para mi trabajo.
—¿Significa esto que se da usted por vencido?
El consejero Engel estaba preocupado. Rattenhauer no cesaba de presionarle. Le hacía responsable a él del hecho de que no se hubiese obtenido aún ningún resultado palpable en la investigación.
—Por mí —declaró Tantau, jugando con el compás—, pueden saltar por los aires una docena de depósitos más.
—¿Qué quiere usted decir?
El comisario le miró con su expresión amable y explicó:
—Quiero decir que no me encuentro aquí para acelerar el ascenso de otras personas ni para ayudarles a mantenerse en sus puestos; permítame que se lo recuerde. Yo no trabajo para usted, señor Engel, ni para el señor Rattenhauer. ¿Está claro?
—Nadie le ha pedido que haga una cosa semejante —dijo el consejero, sentándose.
—No me lo han pedido, pero es lo que se esperaba de mí. Me he creído obligado a advertirle.
Engel miraba con creciente inquietud a aquel ser que, a pesar de sus rasuradas mejillas, tanto recordaba a uno de aquellos gnomos de barro que se encuentran en los jardines. Aquel hombre había pasado ya días y días sentado tras de la mesa de su despacho sin moverse de allí para nada. Leía informes, noticias, declaraciones; tomaba notas, hacía croquis, listas, planos. Se afanaba con la regla y el compás. No hablaba; no daba ningún tipo de explicaciones. Cuando se le transmitía oralmente un informe, se limitaba a asentir con la cabeza; si se le preguntaba su opinión no se obtenía de él más que una sonrisa inexpresiva.
—Se me aseguró que usted acostumbraba a realizar su trabajo de manera rápida y eficiente —dijo Engel, deprimido.
—Eso no representa ninguna garantía. Además, quisiera llamar su atención sobre el hecho de que mis éxitos se han basado siempre en la aplicación de mis propios métodos.
—¡Pero si se le ha dado carta blanca en todo! —exclamó el consejero, desesperado—. Goza usted de mucha más autonomía que cuando se encontraba en Berlín; ya me ocupo yo de que así sea. No está usted obligado a consultar con nadie.
—Y no pienso hacerlo tampoco.
—Señor Tantau —dijo el consejero en tono más animado, como para estimularle—, permítame que le recuerde el caso Gerschke, el criminal que atacaba a parejas de novios para robarles y que, en cinco casos, les asesinó.
—En siete casos —corrigió el comisario.
—En aquella ocasión, la policía criminal investigó durante varios meses sin resultado alguno, hasta que se decidió poner el asunto en sus manos. Usted encontró al asesino en el espacio de unas pocas semanas.
—En dieciocho días.
—Algo parecido ocurrió con los atracos a las taquillas de cines en Berlín, con los crímenes del sádico sexual de Dusseldorf y con aquel asesinato cometido durante una alarma aérea en Hamburgo, el hombre que mató a su esposa y a sus tres hijos para poder casarse con otra mujer. ¿Cuánto tiempo necesitó para cada uno de aquellos casos? ¡No más de unas semanas!
—En Hamburgo estuve solamente tres días. Y dos de ellos los dediqué a visitar a un amigo. Por cierto que el hombre era un maestro en el arte de preparar arenques ahumados. Tantau sonrió placenteramente al recordar aquello y prosiguió: —Y ¿sabe usted en qué consistía su secreto? La gracia estaba, sobre todo, en la condimentación. Los untaba varias veces con una mezcla preparada por él mismo a base de mantequilla, aceite y hierbas. ¡El resultado era inigualable!
—Sí, me lo imagino —repuso Engel, preguntándose cómo podría frenar el entusiasmo de Tantau.
—Mi amigo quería dejarme en testamento la receta exacta —prosiguió el comisario, incontenible—. Pero murió hace unos meses en un bombardeo. Su cadáver quedó completamente carbonizado, y llevaba la receta encima. Me temo que nunca volveré a saborear unos arenques tan exquisitos.
—Escuche, señor Tantau —le dijo ahora Engel secamente—. Estamos perdiendo un tiempo precioso con una charla inútil. ¿Le parece a usted que no hay nada mejor que hacer?
—Desde luego que no. Yo debo esperar que se produzcan dos o tres acciones más de nuestros amigos.
—¡Pero eso puede tardar semanas!
—O meses, incluso. ¿Quién puede prever con exactitud una cosa así? De todas maneras, si encontrásemos alguna pista concreta a la que yo pudiese agarrarme, sería cuestión de días. Necesitaría algo más que los consabidos restos de explosivos de fabricación extranjera. Me interesaría hacerme con algún objeto personal de esa gente: una prenda de vestir, una bicicleta, etcétera. Lo mejor sería, naturalmente, un documento de identidad que hubiesen olvidado…
Tantau acompañó con una sonrisa aquellas últimas frases. Engel se revolvió nerviosamente en su sillón.
—Este asunto me tiene muy preocupado —confesó.
—No se desespere —dijo Tantau—. Piense que tampoco el señor Rattenhauer debe de sentirse muy satisfecho. Eso es un consuelo, ¿no? Y tenga fe en los milagros. También en nuestro distrito puede producirse uno, créame.
—Pero, entretanto, ¿qué puedo informar a mis superiores?
—Puede usted exponer, por ejemplo, los siguientes argumentos: entre el autor y su delito existe siempre alguna relación, aunque no siempre las apariencias lleven a pensarlo. Trátese de un crimen, de un asalto, o de cualquier otra acción de este tipo, las circunstancias del hecho nos indican el autor. El sujeto queda reflejado en su acción.
—Ya entiendo. Pero usted opina que, precisamente en el caso que nos ocupa, eso no es válido, por lo menos no del todo.
—Veo que me ha comprendido. Las acciones que motivan nuestra investigación, actos de sabotaje en su mayoría, no presuponen necesariamente una inclinación, ni siquiera una predisposición al crimen. Los autores pueden ser guerrilleros, tropas de sabotaje, o bien habitantes de la zona, conclusión a la que parece conducir el hecho de que conocen muy bien el terreno. De ser así, nos enfrentamos seguramente a unos hombres movidos por impulsos de orden moral, ético.
—No se le ocurra exponer esa teoría en presencia de Rattenhauer.
—No veo por qué no he de hacerlo —replicó Tantau—. Tendrá que oírla, le guste o no.
Tomó el mapa, que aparecía cubierto con una espesa red de líneas y círculos y lo contempló casi amorosamente.
—Ese factor imprevisible —continuó—, ese hombre con las leyes morales de Kant en la cabeza y una ametralladora en las manos, puede constituir un problema aún para el más experto criminalista. Pero las acciones, cuando se repiten, son cosas tangibles que se pueden analizar, que dejan indicios tras de sí. Y esos indicios, por insignificantes que sean, van acumulándose.
—¿Es que ha encontrado usted ya una pista? —inquirió Engel, esperanzado.
—Es posible. Vea usted el mapa. Los círculos rojos señalan los puntos donde se han cometido las acciones. Los círculos azules que les rodean indican el límite probable de los recorridos de ida y vuelta, calculando que de noche, en bicicleta y a campo traviesa, la velocidad es de unos seis a diez kilómetros por hora. Y ahora preste usted atención. Mi teoría número uno es la siguiente: los autores, que son probablemente personas inteligentes y decididas, no operarán nunca en la inmediata proximidad de su lugar de residencia, sino lo más lejos posible de éste. Pero tampoco se expondrán a alejarse excesivamente.
—¡Magnífico! ¿De modo que esas líneas y círculos delimitan ya una zona dónde buscar a los saboteadores?
—Según mi teoría número uno, sí. Lo que ocurre es que tengo por lo menos tres teorías. Pero creo que la primera es la más aproximada a la realidad. Y, para tranquilizarle aún más —caso de que eso le tranquilice—, le diré que nuestra tarea consiste en buscar a unos hombres que poseen mucho carácter y unas firmes convicciones. En los tiempos que corren, es difícil que pasen desapercibidos, ¿no le parece? Engel hizo como que no oía aquellas últimas frases. Miró el mapa en el punto donde se cortaban los círculos. El haz de anillos tenía su centro en una zona donde se encontraban los pueblos de Siegwalde, Gross Grieben y Maulen.
—Te lo advierto —le dijo Eis a Christine—. No hagas trabajar demasiado la imaginación. Podría sentarte mal.
Christine no respondió. Desde el momento en que le anunciaron la muerte de su padre, parecía no oír nada de lo que decía su marido.
—Hablas con todo el mundo menos conmigo, ¿eh? —continuó Eis, mirándola escrutadoramente mientras se ponía el pantalón del uniforme—. Por cierto, hubieses debido comprarte un vestido nuevo, uno de seda negra. Es lo menos que podías hacer en honor de tu pobre padre. Yo lo hubiese pagado muy a gusto, aunque fuera en especie. Para honrar la memoria de Christian, todo me parece poco.
En aquel momento ella le miró, oscuros y amenazadores sus grandes ojos. Sostuvo la mirada por espacio de unos segundos, en silencio.
—¿Qué hay? —gruñó él, inquieto—. Di de una vez lo que piensas. Aquí entre nosotros puedes hacerlo.
Ella desvió bruscamente la mirada y se volvió hacia el espejo. Con gestos mecánicos se arregló el cabello. Su imagen reflejada le producía asco.
—No dices nada… —dijo él—. Muy bien. Quizá sea lo mejor que puedes hacer. Estás profundamente dolorida y te refugias en el silencio. No harás mal efecto en el cementerio. Tú cógete de mi brazo y déjate llevar. Ya me encargaré yo de la charla.
La mirada amenazadora de Christine buscó su rostro en el espejo. Él se había colocado detrás de ella.
—Óyeme bien —le dijo—. Puedes pensar de mí lo que quieras. Puedes decírmelo, incluso, a la cara. Pero, si te atreves a abrir la boca en presencia de terceros, te aseguro que muy pronto descubrirás que, con todo lo que has pensado, aún te has quedado corta.
Y, sin esperar respuesta, continuó, mientras se ponía la chaqueta de las grandes ocasiones:
—Mi dolor es sincero y profundo. No le aconsejo a nadie que se atreva a dudarlo. La muerte del buen Christian Scharfke no ha sido culpa de nadie; no ha sido mía, por lo menos. Yo me encontraba en otro lugar; dispongo de testigos que pueden asegurarlo. Ha sido un accidente, un accidente en acto de servicio. ¿Está claro?
Echó una mirada al reloj y se frotó con la manga la cruz del mérito militar de primera clase hasta sacarle brillo. Asió del brazo a Christine y la obligó a ponerse en pie.
—Si no te portas bien —le dijo—, tendremos otro entierro muy pronto. En previsión, he comprado ya en el cementerio espacio suficiente para toda la familia.
El entierro de Christian Scharfke revistió la sencillez que los tiempos exigían, que Eis había ordenado y que Schlaguweit se había encargado de asegurar. Se había evitado por todos los medios la asistencia masiva al cementerio. El día y la hora de la ceremonia se habían dado a conocer únicamente a los escasos invitados. Las campanas de la iglesia permanecieron mudas. —¡Todo marcha según lo previsto!— informó Schlaguweit, que les esperaba a la entrada del cementerio vestido con un traje oscuro de paisano—. Sólo hay un par de mirones por allí, las viejas de siempre y algunos refugiados que se aburren. ¿Desea usted que los mande al infierno?
Eis negó con la cabeza.
—No es necesario —dijo.
Tomó a Christine del brazo manteniéndola firmemente junto a él y avanzó en dirección a la tumba abierta.
Había allí más coronas que personas. Eis había enviado tres: una en tanto que jefe del grupo local del Partido, otra como funcionario y otra como familiar del difunto. Todas las cintas estaban adornadas con cruces gamadas. Otras dos coronas eran de Schlaguweit, en su doble calidad de jefe de la SA y de amigo y camarada del difunto. Las doce restantes habían sido encargadas por diversas organizaciones, uniones y asociaciones. Los demás invitados eran: el responsable de organización Neuber, el alcalde de turno, el presidente de la Unión de Campesinos, dos fabricantes y cinco miembros de la SA, de los cuales cuatro vestían uniforme porque estaban encargados de llevar el féretro a hombros. Había también representaciones —de dos ejemplares respectivamente— de la Sección Femenina, Juventudes hitlerianas y Unión de Jóvenes Alemanas.
El pastor estaba también allí, algo apartado. Sólo se había convenido con él una breve plegaria. Un poco más atrás se agrupaban los curiosos, diez en total, ocho de ellos mujeres. Algunas empezaban ya a llorar, en un loable esfuerzo por caldear el ambiente.
—Queridos amigos —comenzó Eis su intervención—. Camaradas del Partido. Compañeros todos. Nos encontramos hoy aquí para dar sepultura a uno de los mejores de los nuestros. Arrancado bruscamente de su puesto en estos tiempos de dificultades y heroísmos, se ha ido de nuestro lado sin presenciar la victoria final, que él esperaba lleno de confianza. Y su muerte no puede ser para nosotros sino un acicate más…
Hasta aquí la introducción. También los discursos fúnebres eran para él simple rutina. Hizo una breve pausa y continuó.
—Nuestro llorado Scharfke ha perdido la vida en acto de servicio. Él vigilaba celosamente los bienes que se le habían confiado. Sacrificando incluso a la tarea sus horas de descanso nocturno, inspeccionaba escrupulosamente las mercancías, las ordenaba con sus propias manos, sin eludir nunca los más duros esfuerzos corporales. Y así fue como sucedió.
Eis, cuyas palabras habían adquirido ya un ritmo galopante, hizo una profunda inspiración. Con ojos escrutadores pasó revista a las caras que le rodeaban, en busca de alguna expresión sospechosa. Pero no observó nada especial. No obstante, y para que todos lo comprendiesen bien, exclamó de nuevo en tono amenazador:
—¡Así es como sucedió! ¡Así y no de otro modo! Ha sido un trágico accidente.
En aquel momento, Christine rompió en sollozos. Ello impresionó favorablemente a los presentes. Todos se mostraron conmovidos. Todos, menos uno que se hallaba entre el grupo de curiosos y en quien Eis no había reparado hasta entonces: el sustituto del doctor Gensfleisch, el joven doctor Bachus, en cuyo rostro brillaba una leve sonrisita.
Eis, por un momento, se sintió desconcertado. Se apresuró a poner fin a su discurso. Venía ahora aquel fragmento que iba siempre directo al corazón de los oyentes:
—Los tiempos que vivimos son duros. Llenos de grandeza, pero también de dificultades. Nos exigen corazón animoso y espíritu firme. Los sacrificios son inevitables, lo sabemos. Pero yo, hoy, me siento herido, personal y profundamente herido. Pues Christian Scharfke era no sólo mi camarada y compañero de lucha desde hacía largos años, sino también un amigo siempre fiel. Puedo decir que tanto mi esposa como yo hemos perdido a un padre muy querido.
Se interrumpió como si no pudiese continuar. Apretó el brazo de Christine en un gesto de advertencia y miró al suelo como sobrecogido. Súbitamente, concluyó:
—¡Nunca te olvidaremos, Christian Scharfke! ¡Honraremos por siempre tu recuerdo! ¡Te lo juro!
Volvió la cabeza hacia Schlaguweit. Éste, a su vez, hizo una seña a los hombres de la SA. El féretro fue bajado rápidamente a la fosa. Aún no había terminado el pastor su plegaria cuando Eis le presentó a su mujer la pala llena de tierra. Acompañó su mano tres veces y después arrojó de una vez el resto de su contenido. Los demás siguieron su ejemplo. Mientras les contemplaba en silencio, el joven doctor Bachus se le acercó de improviso y le dijo:
—¿Conoce usted ya el resultado de mi examen médico? Debería leerlo. En él expongo mis dudas acerca del hecho de que las heridas mortales sufridas por el supuesto accidente procedan únicamente de las cajas que cayeron sobre él.
Eis dobló el cuello y se encogió un poco, como si acabase de recibir un golpe inesperado en el estómago. Después miró al doctor de arriba a abajo, como si no le hubiese visto en su vida, y le dijo:
—Jovencito, haga usted el favor de no molestarme. Estamos asistiendo a una ceremonia fúnebre.
Se volvió nuevamente hacia su mujer y le rodeó los hombros con el brazo, como para protegerla. Peter Bachus se alejó, visiblemente satisfecho del efecto de su intervención.
Más tarde, Schlaguweit recibió la orden de presentarse ante su jefe.
—Ernst —le dijo éste—, tengo el propósito de nombrarte administrador de la fonda y de los bienes y propiedades anexionados a ella. ¿Te sientes con fuerzas para llevar a cabo esta tarea? —Como siempre he hecho, acataré fielmente todos sus deseos, señor— prometió Schlaguweit, radiante.
—Espléndido. Y ahora, en primer lugar, deberías ocuparte con algo de atención del joven doctor Bachus. Ese muchacho dice cosas muy raras. Quítaselas de la cabeza.
—Me caes bien —dijo Materna a Peter Bachus—. Tengo que hablar contigo de algo importante.
—Perfecto. Yo también quería hablar con usted.
—¿Acerca de las chicas?
—Acerca de Eis.
Alfons meneó la cabeza en un gesto de reprobación.
—Vaya por Dios. ¿No te he dicho mil veces que evites por todos los medios cruzarte en su camino?
—Pues lo siento, señor Materna, pero el caso es que he chocado con él. No he podido evitarlo.
Los tratamientos entre Materna y los dos «hijos del diablo», como se les llamaba en tiempos, no habían variado. Alfons seguía tuteándoles y ellos le llamaban respetuosamente de usted. Cuando se doctoraron, Materna había propuesto darles este mismo tratamiento, pero ello le valió una escandalizada negativa. Los jóvenes no querían perder su status de hijos.
Pasaron a la sala y se sentaron el uno frente al otro. Sobre la mesa estaba la jarra verde de cerámica llena del aguardiente de trigo que se elaboraba en la casa.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Alfons.
—Christian Scharfke ha sido enterrado antes de que yo hubiese extendido el correspondiente certificado de defunción.
—Pero eso se ha hecho ya varias veces en Maulen. Pregúntale al doctor Gensfleisch.
—He examinado detenidamente el cuerpo de Scharfke. He llegado a la conclusión de que la muerte ha sido causada por una herida en el cerebro producida por un golpe en el occipucio, descargado, al parecer, con un objeto alargado y cilíndrico. Los cajones que le cayeron encima le ocasionaron diversas fracturas, pero no hay razón para creer que fueron la causa de la muerte.
—¿Y le has dicho esto a Eis?
—Sí, en el cementerio. Se ha quedado sin habla, por un momento al menos. Después me ha mandado a Schlaguweit, pero yo me he negado a recibirle.
—¿Sabes exactamente a lo que te expones, muchacho?
—Le creo problemas a Eis. Que los encaje si puede. Incluso es posible que esta vez no pueda.
—¿Lo has pensado bien?
—Pero ¿qué es lo que hay que pensar? ¡Ahora le tengo cogido! Usted sabe bien el tiempo que hace que esperaba una ocasión así. Y usted también, ¿verdad?
—No —dijo Alfons.
—¿Por qué no?
—A mí me parecería muy bien que las ratas del pueblo se devorasen de una vez unas a otras. Pero no veo que dispongamos de ninguna prueba concreta. No son más que suposiciones.
—¡Pero son suficientes! Son lo bastante graves como para colocarle a Eis un buen paquete. No hace falta que le diga cómo van estas cosas.
—Precisamente porque sé muy bien cómo van estas cosas, no se me ha escapado el hecho de que Eis ha actuado en forma perfectamente lógica. Te ha encomendado a Schlaguweit. Y Schlaguweit…
—… es, en mi opinión, el asesino de Christian Scharfke.
—Y éste no es, probablemente, su primer crimen. Tiene práctica en el oficio.
—Bien, ¿y qué? Yo no tengo miedo. Y menos si usted me ayuda. Puedo contar con ello, ¿no es cierto?
—No, en este caso no —respondió Materna con decisión.
—Pues entonces seguiré adelante solo. Debo hacerlo. He de hacer de una vez algo definitivo contra esos canallas.
—Hijo mío —dijo Materna, titubeando—, ya sabes que yo he intentado siempre manteneros al margen de ciertos asuntos. Quería que vivieseis tranquilos…
—Pero ¿quién puede vivir tranquilo en estos tiempos? Y yo no lo quiero tampoco. Estoy dispuesto a hacer lo que haga falta. Alfons se puso en pie y comenzó a pasear arriba y abajo de la habitación.
—Me imagino —dijo— que Konrad y tú habréis considerado y discutido más de una vez mi posición, mi actuación. Y parece que de esas reflexiones ha surgido una determinada conclusión. ¿Me equivoco?
—No.
—¿Libremente, Peter? ¿Sin coacción de ninguna clase? ¿No han intervenido en ello consideraciones personales, sentimentales?
—No. Es por convicción —afirmó Peter, en un tono más solemne del que era habitual en él.
—Llamémosle, pues, convicción —dijo Materna—. En el fondo, las razones que inducen a cada uno de nosotros a luchar contra este cáncer son indiferentes. Puede ser por odio, por deseo de venganza, por amor a la justicia, por ansia de aventuras, por motivos morales… Puede ser una cuestión de carácter o una actitud coyuntural, quién sabe. Una sola cosa importa: que luchamos contra ellos.
—Y nosotros luchamos desde hace bastante tiempo ya, ¿no?
—Pero ahora, muchacho, bajo mi dirección, se hará todo en forma metódica y planificada. Si lo deseáis, podéis asociaros a mí, pero eso significará automáticamente que os sometéis a mis decisiones. ¿Entendido?
—Entendido. Y Konrad está de acuerdo también.
—Perfectamente. Primera orden: evitad todo enfrentamiento directo con Eis. Reservad para el momento oportuno todos los datos utilizables contra él. De acuerdo con esto, ahora debes procurar tranquilizar a Schlaguweit.
—Bien. Pero yo era de la opinión de que esta vez sí que les habíamos atrapado.
—Mientras me obedezcas, puedes opinar lo que quieras.
Alfons llamó a Jablonski y le dijo:
—Ve a ver al sargento Fackler y dile que ya no necesitamos a los prisioneros. Puedes insinuarle que iban detrás de las chicas. En este sentido es muy tolerante.
—Pero ¿es cierto lo de las chicas? —preguntó Peter, inquieto.
—¡Cuántas cosas has de aprender aún, muchacho! Y ahora, ven conmigo.
Materna se puso en pie y, seguido de Peter, se dirigió a su alcoba. Allí, sobre un colchón de plumas, yacía un hombre robusto. Estaba pálido como la cera. Su cuerpo tenía un aspecto rígido, pero sus manos se movían como si buscasen algo sobre la gruesa manta.
—Bien, muéstranos lo que has aprendido —dijo Alfons—. Este hombre fue herido ayer noche. Examínale y trata de curarle. Pero piensa que, una vez hayas empezado a hacerlo, estarás metido en el baile. Y muy pronto no te será posible volverte atrás. Aún estás a tiempo.
—Ha sido una falsa alarma —declaró Schlaguweit—. Acabo de tirarle de la lengua a ese doctorcito. Ha estado manso como un cordero.
—Ese Bachus no es ningún cordero —replicó Eis, receloso—. ¿Le has explicado bien claro que se juega el pellejo si abre la boca más de la cuenta?
—Ya lo creo. Primero no ha querido hablar conmigo. Pero más tarde le he salido al paso en el prado, junto a la parva. Le he agarrado por las solapas y le he dicho: «¿Tienes algo contra nosotros?». «Nada», ha dicho él. Y cuando le he hablado de la cuestión del certificado y le he dicho, con mi garrote en la mano, que tenía ganas de charlar un rato sobre su informe, ha respondido, muy asustado: «¡Pero si no era más que una broma!».
—Bonitas bromas se permite ese sinvergüenza —gruñó Eis, ya más tranquilo—. ¿De modo que extenderá el certificado?
—Por la cuenta que le trae… Ése también empieza a percibir los signos de los tiempos.
—¿Y no habrá tenido Materna algo que ver en ello? Si es él quien le ha parado los pies a ese crío, haríamos bien en preguntarnos por qué. El chico estaba muy embalado. ¿Cómo se ha desinflado tan rápidamente?
—Es muy sencillo. En realidad, no podía demostrar absolutamente nada. A mí no se me atrapa tan fácilmente. Seguramente sólo quería hacerse el interesante. Y Materna le habrá dicho: «¡Quita las manos de ahí, nene!». Y es que Materna no es ningún imbécil.
—Y se vuelve cada día más prudente. Ese reptil asqueroso parece haberse retirado a su agujero. Pero es muy astuto. Cuando suelta una presa es porque tiene otra más grande en perspectiva.
—Y cuando ve que algo se le tuerce, se retira en seguida y toma sus precauciones. Hoy, por ejemplo, le ha hecho decir al sargento Fackler que puede disponer otra vez de los dos franceses que trabajaban con él.
—Pero ¿por qué? En contra de lo que pensábamos, esos dos que le endosamos no llevan trazas de querer escaparse. ¿Qué razón tiene para desprenderse de dos trabajadores baratos?
Schlaguweit sonrió maliciosamente.
—Es que perseguían a sus chicas —explicó—. Uno de ellos, ese Ambal, es un pillo. Muchas mujeres del pueblo beben los vientos por él.
—Ah, ¿sí? —preguntó Eis con curiosidad.
—¡Yo no sé lo que le encontrarán esas locas! Hay otros tipos interesantes entre los del pueblo, ¿no? Además, con nosotros no corren ningún riesgo, mientras que las relaciones con prisioneros de guerra se castigan con la cárcel, hasta cinco o seis años, creo.
De nuevo dijo Eis, cada vez más interesado:
—Ah, ¿sí?
Durante un momento, cruzadas las manos y entornados los párpados, pareció meditar profundamente. Después dijo:
—Sí, las relaciones sexuales, amigo mío, son una cosa muy importante. Y no sólo desde el punto de vista de la política demográfica. En estos tiempos de guerra se plantean otros importantes problemas que quizás en Maulen hayamos descuidado hasta ahora. ¿No te parece?
Schlaguweit le miró, dudoso, pero asintió por lo que pudiera ser.
—Antes de la guerra —prosiguió Eis—, todo el mundo aquí se conocía, había confianza, y estas cosas se resolvían por sí solas. Pero estos son tiempos excepcionales, y debemos adaptarnos a ellos también en este aspecto. Debemos salir al paso de las nuevas necesidades que se han creado.
Ahora era el asombro lo que se reflejaba en el rostro de Schlaguweit. No veía muy bien adonde quería ir a parar Eis, pero comenzaba a comprender.
—Yo tendré mucho gusto en hacer cuanto esté en mi mano para remediar la situación —aseguró con una sonrisita.
—No es un don Juan lo que necesitamos —bromeó Eis—, sino un organizador lleno de tacto.
¡Hemos de pensar más en la comunidad, Schlaguweit! Aquí tienes, por ejemplo, a los soldados de Fackler. Esos muchachos carecen, en un determinado sentido, de la asistencia personal indispensable. Y, por otra parte, están también, en una situación semejante, las chicas del servicio de trabajo. ¿Comprendes lo que quiero decir? Pienso, además, en los soldados con permiso que vienen aquí a visitar a sus novias. ¿A dónde van a llevarlas?
—Al bosque, como siempre.
—Cierto, en las épocas templadas. Pero hemos de pensar en el futuro, en el invierno que se aproxima.
—Sí, claro. En la nieve no es tan fácil. Pero se puede hacer, está demostrado. Sólo que el placer es mucho más corto, eso sí.
—Schlaguweit —dijo Eis enfáticamente—, Maulen es ya un pueblo ejemplar en muchos aspectos. ¿Por qué no habría de serlo también en éste? Una ciudad como Allenstein, sin ir más lejos, posee ya tres casas acondicionadas para este fin. Una de ellas reservada exclusivamente a oficiales y cuadros del Partido. Aquí no hace falta todavía llegar a tanto. Pero sí deberíamos cuidar de hacer la vida lo más agradable posible a todas aquellas personas que se encuentran aquí sirviendo a la patria.
—Muy bien —dijo Schlaguweit—. Entendido. ¿Y cómo debe llevarse esto a la práctica?
Eis comenzó animadamente a dar instrucciones. La fonda de Scharfke, fielmente administrada por Schlaguweit, proporcionaría los locales. No habría inscripciones, registro, ni ninguna otra clase de formalidad engorrosa. En la taberna y en las salas se organizarían periódicamente reuniones sociales destinadas, preferentemente, a los soldados con licencia.
—¡Es una idea sencillamente genial! —exclamó Schlaguweit.
Eis se extendió aún largo rato acerca del proyecto. Estaba seguro de dar con él una satisfacción a amplios sectores de la población. Su prestigio, suponiendo que ello fuera aún posible, se incrementaría de forma notable.
Finalmente, mientras hojeaba su agenda y como quien no quiere la cosa, le recordó a Schlaguweit:
—Ah, por cierto. Que Fackler se haga cargo nuevamente de los dos prisioneros.
—Así se hará.
—Quédate tú con uno de ellos. En cuanto al otro, ese Ambal, dile a Fackler que me lo envíe a casa. Pasará al servicio de mi querida esposa. Está muy deprimida últimamente, por razones que es fácil comprender. Necesita urgentemente a alguien que la alivie en su dolor.
—Quisiera efectuar un breve recorrido por la región —anunció Tantau.
—¿Sí? —exclamó el consejero Engel, satisfecho—. ¿Sabe usted ya en qué sentido investigar?
—No sé prácticamente nada. Sólo algunas pequeñeces que pueden resultar importantes o, quizá, decisivas. Pero esto sólo se verá al final.
—Como usted diga —repuso Engel, que había renunciado ya a obtener de Tantau cualquier información detallada—. Informaré inmediatamente al señor Rattenhauer de que se propone usted pasar a la acción.
—No me ha comprendido usted bien. Para pasar a la acción, como usted dice, me hacen falta ciertas facilidades materiales.
—Tendrá usted a su disposición en todo momento un automóvil oficial, señor Tantau. No tiene más que solicitarlo.
—Encuentro demasiado complicadas esas solicitudes. Además, me molesta trabajar con coches que se cambian constantemente y con diversos chóferes a los que no conozco. No corresponde a mis métodos.
—Muy bien. Informaré al señor Rattenhauer de sus especiales deseos. No creo, sin embargo, que se muestre muy satisfecho.
—Eso es cosa suya —declaró Tantau tranquilamente—. Y, puestos a hacer, señor Engel, comunique al señor Rattenhauer mis otras peticiones.
—¿Es que no le basta disponer de un automóvil? ¿Qué más quiere usted?
—Pues, en primer lugar, un chofer escogido por mí mismo. Aparatos de radio… tres bastarán por el momento. También deseo llevar conmigo a un acompañante de mi elección. Deseo que colabore conmigo el inspector de la brigada criminal de Passenheim que investigó los recientes hechos: Budzuhn se llama.
—Pero ¿cómo se le ha ocurrido pensar en él? Es un funcionario de cuarta categoría, que apenas sabe escribir correctamente en alemán. ¿Por qué escoger precisamente a un hombre tan poco capaz?
—Porque yo sé leer. Aunque fuese cierto que ese Budzuhn es un imbécil, el caso es que tiene una buena nariz, una nariz de sabueso. Eso se desprende de su informe. Además, conoce bastante bien el terreno y yo, en este país, necesito un guía.
Engel emprendió la retirada antes de que Tantau pudiese formular nuevas peticiones. Al cabo de diez minutos escasos volvió, amparado esta vez en la sombra de Rattenhauer. Éste se colocó ante Tantau y le clavó en silencio su penetrante mirada durante algunos segundos. No obtuvo con ello efecto alguno. El comisario sonreía y mantenía su actitud expectante.
—¿Dónde se cree usted exactamente que está? —estalló por fin Rattenhauer, ceñudo—. ¿Qué significa toda esta absurda serie de exigencias?
—Significa que deseo trabajar —respondió Tantau apaciblemente—. Y para mi trabajo necesito unas personas y un material que estén a la altura de mis proyectos.
—¿Y nada más? —preguntó Rattenhauer irónicamente.
—Pues sí —respondió Tantau con la expresión de un muchacho que hablase de su sueño dorado—. Me agradaría disponer de una autorización. Un documento que me confiriese derecho de mando sobre la totalidad de los organismos de la policía y de la Administración del distrito. Y también, si no fuese pedir demasiado, sobre las secciones del Partido y organizaciones afines.
—¡Pero usted se ha vuelto loco! —saltó Rattenhauer. Engel se había retirado un poco hacia el fondo de la habitación y no cesaba de hacerle a Tantau gestos de advertencia con la mano.
—Si usted lo dice —concedió el comisario amablemente.
Rattenhauer dio media vuelta y se alejó, arrastrando a Engel en su órbita. Tantau, como si nada hubiese ocurrido, se inclinó nuevamente sobre su trabajo.
Al cabo de un cuarto de hora, el consejero apareció otra vez. Venía rojo y sudoroso pero visiblemente aliviado.
—¡Se ha salido usted con la suya! —anunció—. He conseguido convencer al señor Rattenhauer. ¡Ha accedido a todas sus peticiones!
—¿Me concede también la autorización?
—Sí. No diré que le agrade demasiado hacerlo, desde luego. Y espera que le tenga usted al corriente, con todo detalle, del uso que hace de ese documento. Lo que él desearía, en realidad, es que le consultase usted previamente en cada ocasión. Pero eso, en la práctica, no será siempre posible, ¿verdad?
—No creo.
—Claro, claro. Bien, si necesita alguna cosa más, no dude en decírmelo.
—Quisiera que me procurase usted toda la información posible sobre los médicos y veterinarios, retirados o en activo, residentes en la zona comprendida entre los lagos de Lasker, Spirding y Maulen. Y también una relación de las enfermeras, comadronas, antiguos sanitarios, así como de las clínicas y hospitales de dicha zona.
—¿Y cómo voy a arreglármelas?
—Eso es cosa suya.
—¿Para qué quiere usted esa información?
—Hemos encontrado un rastro de sangre —declaró Tantau, en el tono propio de alguien que estuviese dando agotadoras explicaciones. Se inclinó después sobre su escritorio y dijo—: Por favor, ocúpese inmediatamente de que se presente ante mí lo antes posible el inspector Budzuhn de Passenheim.
El inspector Budzuhn apareció al cabo de un par de horas. Era un hombre alto, macizo y redondo, rosado e imberbe como un niño. Tenía ojos de perro fiel y las orejas grandes como platos. Su voz era aguda como la de un eunuco, pero, al mismo tiempo, potente y dúctil como la de un cantante de ópera.
—Tome usted asiento, señor Budzuhn —le invitó Tantau. Aquel hombre con aspecto de elefantito indefenso, de figura cómica, objeto fatal de bromas en las noches de borrachera, y de capacidad limitada según los criterios vigentes, le caía simpático.
Budzuhn, por su parte, sintió que era bien recibido. Aquel comisario de apariencia insignificante cuyo nombre conocían y pronunciaban con respeto todos los principiantes del cuerpo le produjo al inspector la impresión de un amable compañero de viaje encontrado en una ruta solitaria. En su presencia se sentía extraordinariamente protegido.
—Dijo usted que la cosa ocurrió anteanoche al oeste de Lótzen —resumió Tantau—. Hubo un tiroteo entre una patrulla del ejército compuesta de dos soldados y unos tres o cuatro hombres, probablemente civiles. Un soldado resultó muerto y el otro herido. Los supuestos civiles huyeron en bicicleta. Budzuhn asintió e indicó en el mapa el lugar del suceso. Tomó un papel y dibujó, con mano segura, un croquis del mismo.
—Son gente muy hábil —declaró—. Primero, cuando fueron descubiertos por la patrulla y ésta les dio el alto, intentaron huir. Cuando se disparó sobre ellos, respondieron al fuego, pero con pocos disparos, no más de cuatro o cinco. Tres de ellos dieron en el blanco. Magnífica puntería. Se trata, pues, de tiradores seguros, experimentados. Encontré cuatro cápsulas vacías. Utilizaron carabinas 98 k. La munición, indudablemente, llevaba tiempo almacenada.
—¿Y el rastro de sangre?
—Lo encontré al amanecer, aquí —dijo Budzuhn, señalando con el dedo un atajo reproducido en su croquis—. Uno de los desconocidos fue herido, probablemente de gravedad, a juzgar por la cantidad de sangre que perdió y por las huellas de las bicicletas. Dos de dichas huellas eran normales, pero la tercera era de una que no llevaba peso alguno y la cuarta, en cambio, indicaba que el vehículo iba sobrecargado. Esto demuestra que el herido no podía valerse por sí solo y hubo de ser transportado.
—Siga, siga —dijo Tantau, complacido.
—Entonces pensé: un hombre que ha sangrado tanto y ha tenido que ser llevado en la bicicleta de otro puede, más adelante, perder algo más de sangre, ya que en el lugar de la refriega no habrán podido vendarle inmediatamente y, cuando lo hayan hecho, habrá sido de manera rápida y provisional. De modo que continué buscando durante todo el día. Encontré otras cuatro huellas de sangre en un espacio de catorce kilómetros a lo largo de dos caminos. Después perdí el rastro.
Tantau se imaginó a aquella mole humana recorriendo a pie las carreteras rurales con la mirada clavada en el suelo. Le vio arrodillarse, gatear, husmear, revolver la tierra con las manos. Era un sabueso de talla, efectivamente.
—Por favor, señale en mi mapa el lugar exacto de las huellas de sangre —le rogó—. Tome el lápiz rojo, hace más bonito.
Con gesto reconcentrado, entreabierta la boca, Budzuhn trazó cuidadosamente cuatro cruces rojas en el mapa. La distancia entre ellas aumentaba a medida que se alejaban del lugar del suceso. Tantau cogió el mapa y lo examinó. Al cabo de un momento, dijo sencillamente:
—Sí.
—¿Cómo dice?
—Mi primera hipótesis se confirma —explicó el comisario, señalando el área de intersección de los diversos círculos, cuadrados y líneas—. Aquí está la zona que me gustaría conocer de cerca. Usted, amigo mío, acaba de proporcionarme una prueba decisiva.
—¿Qué prueba es ésa?
Tantau no se inmutó. No se podía tener todo a la vez: un excelente sabueso y un maestro de la lógica.
—Suponga, Budzuhn, que usted participa en una acción de este tipo y que uno de sus nombres resulta gravemente herido. ¿Qué hará usted? Llevarle a casa, a un lugar seguro, ¿no es eso?
—O quizá a un médico, si conociese a alguno de confianza.
—Cierto. Ésa es otra posibilidad que habremos de considerar también. Pero lo primero y más urgente es poner al herido a salvo lo antes posible, es decir, tomando el camino más corto. Coloque la regla sobre las cruces que acaba de trazar. Prolongue la línea que resulta de ello. Calcule un tiempo de dos o tres horas para el camino. Y ahora dígame: ¿a dónde conduce esa línea imaginaria?
—A la zona que circunda el lago de Maulen.
—Y es allí, amigo mío, adonde vamos a dirigirnos usted y yo para husmear un poco. A ver qué sale.
—Sabía que apreciaría usted esta iniciativa mía —declaró Eugen Eis tomando la mano de Henriette—. Es usted una de las pocas personas que comprenden la naturaleza y las necesidades de unos momentos como los actuales.
—Eso no tiene demasiado mérito —alegó la joven, modosa.
—Se nota que usted pertenece a una ilustre familia.
Henriette Himmler negó nuevamente con marcada modestia. Bien estaba vivir a la sombra del venerable nombre, pero debía ser prudente. Aunque en Maulen, pensaba, tal prudencia era apenas necesaria.
—Considero una buena señal, un feliz presagio, el hecho de recibirla a usted como primera invitada, como huésped de honor, a nuestro nuevo centro social.
Comenzaron entonces el recorrido por las diversas salas y habitaciones. Schlaguweit, en su calidad de administrador, les había dado la bienvenida personalmente junto a la entrada, adornada con guirnaldas de flores para la ocasión. Detrás de Eis marchaban, muy ufanos, Pillich, el alcalde de turno, y el inevitable Neuber. La presencia de ambos tenía por objeto dejar bien patente el carácter oficial del establecimiento.
Visitaron la gran sala de reuniones, la sala de juego, el saloncito, el salón de conferencias. Todos ellos nombres nuevos y altisonantes para las viejas estancias de la fonda. La gran diferencia estribaba en que dichos locales no eran ya «públicos», es decir, accesibles al primer borrachín que pasara por la calle, como había dicho Eis, sino de alquiler, ya fuese sala por sala o globalmente.
—En esta casa —le explicó Eis a Henriette— serán recibidos y atendidos como huéspedes de la comunidad los soldados con permiso, los destinados a este pueblo y nuestras queridas muchachas. Deberán pagar únicamente los gastos de comida y bebida, y ello, aun, a precio de coste. La diferencia la cubrirá, desinteresadamente, la caja del Partido.
Neuber abrió la boca y volvió a cerrarla inmediatamente. Eis, sin escrúpulo alguno, había unificado la administración de la fonda con la caja del Partido, de modo que él se lucraba indirectamente como si fuese el verdadero propietario. El alcalde miró al techo. Henriette, en cambio, exclamó, entusiasmada:
—¡Cuánta solicitud!
—Los tiempos son difíciles —continuó Eis—. Nuestros compatriotas luchan y mueren, realizan gustosos todos los sacrificios necesarios, soportan día tras día las más duras privaciones…
—Sólo nosotros, los alemanes, somos capaces de un esfuerzo así —declaró Schlaguweit, orgulloso.
—Pero, de cuando en cuando —prosiguió Eis, mostrando ahora un dormitorio con una cama de matrimonio de aspecto sencillo pero resistente—, llegan también los raros momentos de tiempo libre, de ocio, de relajación. Y estas horas no deben transcurrir en un marco degradante, en una cabaña, en el bosque, o bien, incluso, como ha venido sucediendo últimamente, en la sacristía de la iglesia. Y mucho menos en los días fríos que se avecinan. ¡No, no podemos permitir que continúen en esta situación los valientes defensores de nuestra patria! Ésta es una cuestión de honor para cada vecino de Maulen.
—Realmente, se puede decir que hemos pensado en todo —declaró Schlaguweit, satisfecho, mientras extraía de debajo de la cama un enorme vaso de noche y lo mostraba a la consideración de los presentes.
—¡Bien, creo que ya lo hemos visto todo! —exclamó Eis precipitadamente, tras una breve mirada a Henriette, que observaba, sorprendida, aquel espectacular recipiente.
Para disimular la torpeza de su subordinado, se apresuró a invitar a sus acompañantes a pasar a la sala de juegos, donde, sobre la mesa de billar, les esperaba un aperitivo compuesto de bebidas diversas y canapés. Una vez allí, hizo un rápido brindis a la salud de todos y les exhortó nuevamente a sentirse como en su propia casa. A continuación rogó a Henriette que le concediese unos minutos para tratar de un asunto interno.
Condujo a la muchacha a una habitación del primer piso bautizada por él con el apelativo de «saloncito». Había en el centro, en lugar de la cama, un espacioso sofá tapizado de hule. En un cubo de hielo oculto tras las cortinas descansaban dos botellas de champán Viuda Clicot y una de borgoña Cháteau Rothschild, apellido judío que, por una vez, no era objeto de aversión para nadie.
—Debo pedirle excusas en nombre de Schlaguweit —dijo Eugen dignamente—. Hace un momento ha cometido un error imperdonable.
—Por favor, no se preocupe —dijo Henriette, impresionada aún por el recuerdo de aquel objeto—. Estas cosas son humanas.
—Le agradezco infinitamente su comprensión. Eis sacó a la luz el cubo de las botellas y comenzó a llenar las copas.
—Esta combinación lleva el nombre de «sangre de turco» —explicó—. La inventó un amigo mío, un hombre que conocía personalmente al mariscal del Reich e incluso al Caudillo. Era todo un carácter. Bebía siempre el champán mezclado con vino tinto, a partes iguales.
Lo que Eis se guardó mucho de mencionar era el hecho de que el vino de sus copas contenía, a su vez, un cincuenta por ciento de coñac. Nadie en el pueblo, excepto, quizás, el propio Eis, era capaz de beber aquella diabólica mezcla sin caer redondo al suelo al cabo de poco rato.
—Pruébelo usted, mi querida Henriette.
—Es usted un sibarita —ronroneó ella.
Bebió, sin dejar de mirarle con los párpados levemente entornados en lo que quería ser una expresión de dulzura. Eis llenó de nuevo las copas, se acomodó en el sofá y le ofreció a Henriette un lugar a su lado.
—Yo no soy más que un hombre, con todos los defectos y flaquezas que ello indica, pero preocupado siempre por dominarlos. Ello, en presencia de usted, no me resulta fácil. Perdóneme.
Henriette, en un gesto que quería expresar comprensión, posó la mano en su brazo.
—Creo que le comprendo a usted —dijo quedamente.
Eugen se le aproximó un poco más y volvió a llenar las copas.
—Sabe usted, Henriette, mi tarea aquí no es un juego de niños. Tengo muchos rivales, enemigos. Me he visto obligado a eliminarles o a ponerles fuera de combate. Ha sido duro, pero inevitable.
—Usted me recuerda a mi tío, Eugen. Espiritualmente, quiero decir.
—Los hombres que poseen la grandeza de su tío son ejemplo constante para los hombres como yo. Puede usted escribírselo si lo desea; quizá le alegrará saberlo.
—Desde luego que le alegrará —dijo ella tendiéndole la copa vacía.
La joven estaba ya sofocada y sudorosa. Él se le acercó aún más, se hundió un poco en el sofá y le rodeó la cintura con el brazo. Llenó de nuevo las copas con la mano que le quedaba libre; un verdadero ejercicio acrobático en el que tenía buena práctica.
—¡No, no es fácil nuestra misión! Pero su compañía, Henriette, me hace olvidar tantas cosas… —¡Qué hermoso!— exclamó ella, apoyándose en él.
Eis continuó enumerándole sus problemas y dificultades. Él nunca se rendiría ante ellas, declaró, eso nunca. Pero los habitantes de Maulen, buena gente, capaces de entusiasmo y de sacrificio, se mostraban a menudo demasiado tibios, poco decididos, poco conscientes de las necesidades históricas.
Descorchó la segunda botella de champán. Con el pretexto de que la luz del sol hería los ojos, corrió las cortinas. Llenó las copas y prosiguió:
—En lo que concierne a mi servicio en el Partido, he tenido éxito —dijo, con las manos ya sobre los hombros de la muchacha—. Pero he debido pagarlo en mi vida privada, Henriette…
—¿No eres feliz, Eugen? —preguntó ella, con los labios húmedos junto a su oído.
—Contigo sí —respondió él desabrochándole la blusa del uniforme.
Y, mientras hacía esto y lo demás, por el orden acostumbrado, sin hallar demasiada resistencia, le habló de su mujer. Le contó cómo no le comprendía; cómo no le interesaba en absoluto el bien de la patria; cómo se negaba, por pura maldad, a dormir en su compañía y cómo iba con otros hombres, con el primero que se le presentaba. La despreciaba profundamente, dijo, sentía por ella horror, repugnancia.
Cuando todo hubo pasado y se encontraron los dos echados el uno junto al otro respirando fatigosamente, Henriette profirió un grito. Alargó el brazo para coger su camisa y se incorporó.
—¡Oh, Dios mío, qué hemos hecho!
—No levantes la voz —le rogó Eugen, acariciando sus flacos muslos—. Nos queremos.
—¡Pero esto no hubiéramos debido hacerlo!
—Henriette —le dijo—, no debes preocuparte absolutamente por nada. Incluso si hubiese un niño en camino. Soy un hombre de honor y como tal me atendré a todas las consecuencias que pudiesen derivarse de lo que nos ha sucedido. Sé bien mis obligaciones con respecto a ti y al nombre que llevas. Dame un poco de tiempo y lo arreglaré todo. Palabra de honor.
En la siguiente visita que hizo a la granja de Materna, Peter vino acompañado de su amigo Konrad. Llegaron ambos a bordo de su pequeño y achacoso automóvil. Su primera parada fue en la cocina, para ver a Hannelore y Sabine.
Alfons estaba en la sala sentado en su escritorio. Desde allí podía ver la entrada del patio y el camino que a ella conducía.
—Ya va siendo hora de que uno de los dos se decida por una de nuestras muchachas —le dijo a Jablonski, que estaba de pie junto a la ventana—. Así, las cosas marcharían por un cauce un poco más normal. Al fin y al cabo, los dos son ya hombres hechos y derechos.
—Qué van a ser —replicó Jacob—. Yo les veo todavía con pantalón corto.
—Pues son mayores —dijo Alfons—. Y, de ahora en adelante, les trataremos a los dos como tal. Ve a buscar a Grienspan al refugio del bosque y dile las visitas que tenemos. Si lo cree conveniente, y yo pienso que lo es, que venga a saludar a la joven guardia. Tú te quedas fuera vigilando.
—Bien. Estaremos aquí dentro de una media hora. Momentos después aparecían los ex «hijos del diablo» en la estancia. Materna les saludó cordialmente.
—Peter me lo ha contado todo —dijo Konrad Klinger, doctor en leyes, teniente de la reserva y ayudante del abogado Rogatzki de Allenstein—. Espero que no tendrá usted nada que oponer a mi incorporación. Al igual que Peter, la considero obvia.
—No esperaba otra cosa. Pero debo llamar tu atención sobre un punto importante, Konrad. Peter te habrá puesto al corriente de lo que sabe. Pero sucede que, hasta ahora, él no sabe gran cosa.
—Es exactamente lo que yo pensaba. Se lo he dicho a Peter: ya verás como esto no es todo. El viejo no hace las cosas a medias. Cuente usted, señor Materna.
—¿Podría ver antes a mi paciente? —preguntó Peter—. Estoy un poco intranquilo por su causa; no sólo por su estado, sino por una interpelación de la policía que he recibido.
—Tu paciente está profundamente dormido, por primera vez desde hace días. Ya le verás después y hablaremos de eso.
Alfons cambió de posición en su asiento, se apoyó firmemente en el respaldo y comenzó:
—Supongo, Konrad, que tienes ya una cierta idea del tipo de cosas que tú puedes hacer.
—Sí, he estado pensando en ello. Y por cierto que he descubierto algo.
Materna le interrogó con la mirada.
—He estado revolviendo los documentos que se guardan en nuestro bufete —explicó Konrad—. Y me he encontrado con el nombre de Eis, en relación con los Prados de los Perros. Algunos meses después de que usted hiciese donación de ellos al ayuntamiento de Maulen, Eis, como representante autorizado de su esposa Brigitte, hija de usted, solicitó la anulación de dicha donación.
—Sí, lo recuerdo. Eis no era entonces tan prudente como ahora. Pero el asunto es muy viejo. Puede servirnos, todo lo más, de espantapájaros.
—Un espantapájaros así causaría no poco revuelo en Maulen. Un proceso de este tipo, Eis contra el ayuntamiento, es decir, el representante del Gobierno contra la comunidad, ¿no sería un golpe espectacular?
—Muchacho —dijo Materna—, haces progresos. Porque supongo que has analizado a fondo todas las implicaciones jurídicas del asunto.
—Sí. No podemos, en realidad, perjudicarle mucho. Pero le crearíamos una serie de problemas. Como mínimo, le colocaríamos en un terrible ridículo.
Materna pidió al joven que le diese detalles. Konrad explicó que, si bien se trataba de un asunto ya olvidado, no había nada prescrito. El abogado Rogatzki había remitido la notificación de rutina al juzgado de primera instancia, pero sin ninguna clase de apremio. Ambas partes parecían haberse puesto de acuerdo para dejar hundir la cosa en el olvido.
—Pero resulta que conozco a un viejo juez que es, en un determinado sentido, hombre de iniciativa. He examinado con él los documentos y hemos discutido la cuestión. Él está dispuesto a desempolvar el caso. Dice que algún efecto tendrá.
—Eso podría sernos útil en otro momento —dijo Materna, pensativo—, como acción complementaria de otra. Nuestro objetivo principal no son esos trapos sucios, sino los enormes depósitos de basura.
—¡Pero éstos existen ya desde hace años por todo el país! —exclamó Peter—. Lo sabemos desde que tenemos uso de razón.
—Pero entretanto —dijo Alfons— se han convertido en focos de infección que propagan enfermedades mortales. Antes se trataba, sobre todo, de algunos cerebros perturbados, lo cual, en Alemania, ha sido siempre una especie de enfermedad nacional. Pero ahora mueren de ella millones de personas.
—No le demos más vueltas —dijo Konrad, decidido—. Díganos lo que se puede hacer.
Alfons miró al exterior por la ventana, como para evitar que los jóvenes le mirasen a los ojos. Después dijo casi con indolencia:
—Estoy esperando una visita. Cuando hayáis hablado con él, podréis decidir definitivamente.
—¿Quién es?
Alfons miró hacia la puerta, detrás de la cual se oían unos pasos. Konrad y Peter, sin saber por qué, se pusieron en pie. La puerta se abrió y apareció ante ellos Siegfried Grienspan.
Materna les dejó tiempo suficiente para constatar y celebrar ruidosamente el hecho de que Grienspan existiese aún. A éste último le emocionó el entusiasmo de los jóvenes. Al cabo de un rato, les interrumpió diciendo:
—Os recuerdo que estáis invitados a cenar y que habrá tiempo de sobra para que nuestro amigo os cuente sus aventuras. Vamos a hablar primero de otro asunto. ¿Qué quería de ti la policía, Peter?
—Me llamaron por teléfono para preguntarme si en los siete últimos días había atendido a algún paciente que presentase heridas de bala.
—Es significativo —dijo Materna, dirigiéndose a Grienspan.
—Como es lógico, he preguntado a mis colegas —prosiguió Peter—. A todos ellos se les ha hecho la misma pregunta. Se trata, pues, de una simple cuestión de rutina.
—De todas maneras —señaló Grienspan—, no puede sernos indiferente el interés de la policía por ese herido. Nada indica todavía que las investigaciones se basen en pistas muy concretas, pero creo que deberíamos preguntarnos si hemos cometido algún error.
—¡Ya me imaginaba yo que erais vosotros! —exclamó Konrad, triunfante, dirigiéndose a Alfons—. ¡No sé por qué, me parecía que esas acciones de las que se habla en todo Masuria llevaban una firma conocida! Os habéis metido a fondo, ¿eh?
—Sólo intentamos ayudar a poner fin a esta locura —dijo Alfons serenamente—. Y ello de la manera más consecuente posible. Nos servimos de los medios y métodos que se nos ha dejado. No son agradables y no nos gustan tampoco. Pero hay que hacerlo, creo yo.
—Actuamos en dos grupos —continuó Grienspan—. Uno trabaja en relación con los guerrilleros polacos y comprende algunas unidades especiales que son, en parte, restos de nuestra antigua agencia de viajes. El segundo lo componen dos hombres, Alfons y Jacob, a los que a veces enviamos nosotros algún refuerzo. Así fue como resultó herido el otro día uno de mis hombres. —Se curará— aseguró Peter. —Pero tardará algún tiempo. Y debería permanecer aquí.
—Se quedará, pues —dijo Alfons.
—Tenemos medicamentos en cantidad suficiente —prosiguió Peter—. Y no sólo para este caso. El doctor Gensfleisch ha ido almacenando una buena cantidad, y si se me exige que informe de las medicinas que utilizo, no tendré ningún problema.
—¿Esto se inspecciona? —quería saber Materna.
—Ocasionalmente. Ahora, por ejemplo, se nos ha pedido a mis colegas y a mí una relación de los utilizados en cada caso durante los últimos tres meses.
—¿Y tú crees que se trata de una casualidad?
—Desde luego que no —respondió—. ¿O creéis que vuestros fuegos artificiales no molestan a nadie? En Allenstein se ha formado una comisión investigadora presidida por un jefe de la SS. Me lo ha dicho un consejero llamado Engel, con quien tomo a veces algunas copas.
—¿Qué clase de persona es ese Engel?
—Un férreo cumplidor de sus deberes. Carente por completo de imaginación, lo cual no está exento de peligros. Pero muy pagado de sí mismo. Eso sí puede servirnos.
—Cuídale bien —le recomendó Materna. Y, dirigiéndose a Grienspan, dijo—: Desde el principio contamos con que se tomarían medidas de este tipo, ¿no?
Siegfried asintió. Los jóvenes estaban admirados de su tranquilidad. De sus movimientos inquietos y nerviosos de antes, de su actitud tímida, de su voz un tanto quejumbrosa, no parecía quedar nada. Grienspan se había convertido en un cazador despierto, alerta, seguro de sí mismo.
—Hemos procedido, más o menos, de acuerdo con un plan —dijo—. Hemos llevado a cabo nuestras acciones lo más lejos posible del punto de partida, calculando con la máxima exactitud el tiempo de ida y vuelta. Y nos hemos desplazado en todas las direcciones.
—¡Fantástico! —exclamó Peter.
Pero Konrad meneó la cabeza.
—Un momento —dijo, poniéndose en pie, inquieto—. Eso significa que habéis partido siempre de Maulen y os habéis dirigido tanto hacia el Norte como hacia el Sur, al Este como al Oeste, ¿es eso?
—Sí. ¿Qué ocurre?
—Habéis recorrido, pues, veinte o treinta kilómetros en cada dirección. Habéis trazado una circunferencia en torno a Maulen.
—¿Y que hay de malo en ello?
—Es muy sospechoso. Esa circunferencia puede llevar a deducir el punto de partida.
Hubo un breve silencio.
—Eres un chico muy listo —dijo Materna. Carraspeó y dirigió una mirada interrogadora a Grienspan.
—¿Qué dices tú a eso, Siegfried?
—Sólo espero que la idea no se le haya ocurrido todavía a nadie más. Le felicito, doctor Klinger. Debo decir que me alegro mucho de que vaya usted a colaborar con nosotros. Interrumpieron aquí la conversación para sentarse a la mesa. Las dos muchachas sirvieron la cena.
Tomaron primero un caldo de aquellos a los que aludían las amas de casa de la Prusia Oriental cuando afirmaban: «Digan lo que digan, para una buena sopa de cordero hacen falta cinco libras por persona». El plato fuerte era jamón con nata: gruesas lonjas de jamón ahumado en casa remojadas en leche durante dos o tres horas, asadas, y servidas con una salsa a base de nata agria; un manjar considerado en Masuria como «ligero y digestivo». Una enorme fuente, llena hasta los bordes, fue rápidamente vaciada. Mientras comían, hablaron sólo lo imprescindible, siguiendo la costumbre masuriana que, en tales ocasiones, aconsejaba no desviar la atención del objetivo principal.
Llegó en último lugar un pastel de mazapán, recién salido del horno, desprendiendo un suave aroma de almendras, azúcar en polvo y esencia de rosas. Era, desde tiempos inmemoriales, el plato favorito de Peter y Konrad. Sabine y Hannelore, naturalmente, lo sabían muy bien.
—¡Exquisito! —exclamó Konrad con la boca llena—. ¡Extraordinario! Lo que sobre nos lo llevaremos.
Sobró, efectivamente, un trozo considerable. El apetito de los muchachos había sido tan grande como siempre, pero la voracidad fue menor que otras veces.
A la hora del café volvieron a sentarse unos cerca de otros, mientras Jacob marchaba a continuar su guardia y las muchachas ordenaban la cocina y cantaban.
—Así pues —dijo Alfons—, esa sospechosa figura geométrica, como tan acertadamente la ha llamado nuestro niño prodigio, debe ser modificada. La zona en torno a Maulen debe dejar de ser una mancha blanca en el mapa de la comisión investigadora. Y ello lo más rápidamente posible.
—En ese caso —dijo Peter—, lo mejor sería volar algo aquí mismo, en el pueblo.
—Ésa es una idea muy atrevida —declaró Materna—. Pero precisamente por eso podría dar resultado. No estaría de más que la considerásemos con calma. Mi abuela decía siempre: «Puedes conseguir que el diablo se asuste de su propio hedor; sólo tienes que obligarle a meterse la nariz en el trasero».