«El hombre bebe, el caballo traga; en Masuria es al revés», dicen en esta tierra. Y también dicen: «El que quiere vivir aquí, ha de tener mucho aguante».
—Quiero hablar contigo —dijo Eis, indicando con la fusta la silla vacía que había junto a su escritorio.
—Muy bien —dijo Scharfke, tomando asiento con deliberada calma—. Yo también tenía algo que discutir contigo. Pero estos días no ha habido manera de encontrarte.
—Es que he estado muy ocupado —le replicó Eis con aspereza.
Le enojaba el velado reproche que había en las palabras de su suegro. ¿Es que aquel infeliz no se había dado cuenta de quién era él? Tendría que hacérselo entender de una vez para siempre.
—¿Acaso dudas de que llevo una actividad incesante?
Scharfke se sobresaltó.
—No, de ninguna manera… Pero lo cierto es que me gustaría que en adelante pudieras colaborar conmigo con algo más de regularidad.
—Creo que te confundes —declaró Eugen—. Eres tú quien ha de colaborar conmigo.
Eis había pasado la tarde del sábado con las chicas del servicio de trabajo. El domingo había hecho una visita a la sede del Partido de un pueblo vecino, donde había impuesto unas condecoraciones a un grupo de ilustres camaradas. Y a continuación había pasado la velada en compañía del sargento Fackler y de su destacamento; una «velada de fraternidad», que, como de costumbre, había acabado con una terrible borrachera.
—Tú te das muy buena vida, Scharfke. Sólo tienes que ocuparte de la fonda y de tus negocios, que son cada día más boyantes gracias a mis esfuerzos. Mientras que yo llevo sobre mis espaldas los problemas de varios centenares de personas.
—Sí, claro —dijo Scharfke.
Eis se removió un poco en su sillón, que dejó oír el acostumbrado crujido. Estaba cansado. Se preguntó por qué gastaba tantos cumplidos con Scharfke. Al fin y al cabo, ¿qué necesidad tenía de hacerlo? El fondista le había entregado a Christine, pero él le había devuelto el céntuplo de lo que ella valía. Las ventajas de que gozaba Scharfke guardaban una enorme desproporción con los méritos de su hija.
—Bien, vamos al grano —dijo imperativamente—. A partir de mañana quiero que se incremente el suministro de víveres a las chicas del servicio de trabajo, huevos sobre todo. Ocúpate de eso inmediatamente.
—¿Y por qué yo precisamente? No tengo nada que regalar…
—Aquí no se regala nada, lo que hacemos es invertir, y son inversiones que valen la pena. En mi opinión al menos, y soy yo quien decide.
—Cierto —declaró Scharfke—. Normalmente es así. Pero es que yo estos días he dispuesto de otra manera.
—¿Qué dices que has hecho? ¿Quieres decir que has emprendido algún negocio sin consultarme antes? ¿Con nuestros bienes?
—Es que no había manera de localizarte, Eugen; ya te lo he dicho. Y tenía que decidir rápidamente.
—¿Qué es lo que tenías que decidir?
—Es que van a instalarnos un depósito de víveres en el pueblo. Unos doscientos quintales, más o menos. Y lo colocan bajo mi custodia, es decir, bajo nuestra custodia. Lo almacenaremos en la sala de la fonda. ¡Productos de primera calidad! ¡Y se ha calculado una merma posible del diez por ciento; me lo han asegurado! Está muy bien, ¿no?
—¿Y quién te ha colocado esta ganga?
—Hermann Materna… en su calidad de delegado del distrito.
—¿Bajo qué condiciones?
—Nada especial… Simplemente incrementar el suministro de víveres a su delegación, sobre todo huevos. Pero esto, según he calculado ya, podemos cubrirlo perfectamente, ya que ahora disponemos de la granja de Naschinski. Y también algunos quintales de harina, patatas y trigo de siembra. Pero a cambio tendremos varios centenares de cajas de alimentos concentrados. Bien, dime tú mismo si es o no es un buen negocio. El rostro de Eis estaba completamente inexpresivo. Parecía mirar al vacío, a través del cuerpo de Scharfke y a través de la pared que había detrás de éste, de la que colgaba una pintura al óleo que pretendía reflejar la belleza de los lagos masurianos: azul eléctrico, verde cardenillo, marrón de vómito.
—Bien. Puedes irte —se limitó a decir, al cabo de un momento.
Scharfke se puso en pie. Le temblaban las rodillas. Su voz sonó como un graznido cuando dijo:
—Espero que no me hayas interpretado mal.
—Sí, espéralo —dijo Eis, inexpresivo.
Cuando Scharfke hubo salido, llamó a Schlaguweit. Ernst Schlaguweit, siempre disponible, apareció en seguida, como uno de esos muñecos que saltan de una caja al apretar el resorte. Se detuvo en el umbral jadeando ligeramente, pues había venido corriendo, y saludó.
—¡A la orden, señor!
Eis clavó en él una mirada escrutadora e irritante por su insistencia. Schlaguweit sintió humedecérsele las palmas de las manos. Se preguntó si tendría algo que reprocharse; no estaba muy seguro.
—Ven —dijo Eis—. Siéntate.
Schlaguweit respiró, aliviado. Eis le había tuteado y eso, en él, era signo inequívoco de predilección. Lleno de esperanza, tomó asiento.
—Schlaguweit —dijo Eis, mientras colocaba una botella de aguardiente sobre la mesa—, sírvete, amigo. Tú eres un hombre en quien se puede confiar. ¿No es cierto?
—Ya lo creo, señor.
—Yo sé apreciar una fidelidad como la tuya. Y creo que debe ser recompensada.
Schlaguweit se sirvió de la botella. Era cosa de infundirse valor. Cuando Eis hablaba de fidelidad, se preparaba algo sonado.
—Yo soy un hombre generoso —declaró Eugen, cogiendo a su vez la botella—. Presto a la comunidad servicios ejemplares. Y cada uno de los nuestros tiene derecho a un buen número de ventajas. ¡Pero hay algunos traidores que se aprovechan desvergonzadamente!
—Sí —afirmó Schlaguweit—. Hay hijos de puta que hacen eso.
—¡Pues no debe haberlos, Ernst; en nuestras filas no debe haber gentuza como ésa!
—¿Quién es el traidor?
—¡Un hombre en quién yo había depositado mi confianza! ¡Un hombre que disfrutaba de unos privilegios de los que hubiera usado mejor otro más digno, un hombre de tu talla, por ejemplo! Me ha traicionado, me ha vendido. ¡Vendido a un Materna!
—¡No! —gritó Schlaguweit con ardiente indignación, echando mano nuevamente de la botella.
—Así es, Schlaguweit; un hombre en quien confiábamos ha cometido la indecible vileza de entregar a ese Materna los bienes que yo, con tanto esfuerzo, había reunido para la comunidad y, por tanto, también para ti. ¿Podremos dejar impune semejante acción?
—¿Y quién es ese miserable?
—¡Scharfke! —exclamó Eis observando atentamente a su subordinado—. ¿Puedo, pues, dejar el asunto en tus manos?
—Absolutamente —respondió Schlaguweit con ardor contenido.
Rattenhauer, jefe de batallón de la SS y delegado de la Jefatura del Gobierno, se encontraba en el saloncito de sesiones del ayuntamiento de Allenstein, primer piso a la izquierda, reunido con el gobernador, el prefecto, un comandante de la gendarmería y dos miembros de la brigada de investigación criminal, dos buenos especialistas de la profesión. Estaba presente, asimismo, un consejero gubernamental, el señor Engel, delegado de gobernación y jefe superior de las fuerzas de policía del distrito.
—Es un abuso intolerable —declaró el jefe de la SS—. En las dos últimas semanas, se han producido en la zona Allenstein-Lótzen hechos de una gravedad alarmante.
Hizo una seña a su secretario, quien, con voz monótona, comenzó a leer una lista: elementos desconocidos habían incendiado un vehículo de la Gestapo, asaltado la comisaría de policía de Osterode, liberado a dos presos políticos de la prisión de Hohenstein y dado muerte a un miembro de la policía criminal de Allenstein.
—Y por si todo esto fuera poco —prosiguió Rattenhauer—, tenemos la voladura de un tren de municiones en Geierswalde, ¡muy cerca del cuartel general del Caudillo! ¡Es inaudito! Señores, ¿qué dicen ustedes a esto?
El prefecto dijo que había dado orden inmediata de extremar la vigilancia. El comandante de la gendarmería aseguró haber transmitido la orden con la máxima insistencia, pero llamó la atención sobre el hecho de que los pocos hombres de que disponía estaban ya sobrecargados de trabajo. También el consejero Engel, valiéndose de numerosos escritos y documentos que traía preparados, dejó bien patente que había dado órdenes en el sentido de incrementar la vigilancia y de actuar enérgica y tajantemente.
—Pero todo esto es insuficiente, demasiado vago e inconcreto —censuró Rattenhauer.
El gobernador se apresuró a asentir. También el consejero hizo ademán afirmativo y miró, expectante, al consejero Engel. Éste, un funcionario con aspecto de funcionario, de mejillas sonrosadas y aire jovial, que frisaba en los cuarenta años, se dio cuenta de que iban a endosarle aquel asunto y, por ello, dijo prudentemente:
—Yo creo que deberíamos coordinar nuestra actuación.
—¡Pero esto no basta! —exclamó Rattenhauer enérgicamente—. No basta con coordinar las acciones; lo que hay que hacer es intensificarlas, poner en juego todos los recursos, todas las reservas de que podamos disponer.
Y añadió, como si anunciara un hecho trascendental:
—Señores: se trata de una orden directa de la jefatura del Gobierno.
Con ello dejaba dicho Rattenhauer prácticamente todo lo que tenía que decir. Del resto debían ocuparse los demás. La discusión se prolongó aún por espacio de tres horas. Llegaron a las conclusiones siguientes: encomendar la dirección de las acciones a Rattenhauer en persona, que sería regularmente informado por el consejero Engel y representado por el comandante de la gendarmería. Éste sería auxiliado por dos personas: un miembro de la Gestapo y un jefe de la SA, este último con la misión concreta de crear y poner en marcha un cuerpo armado auxiliar de la policía.
—Me permito recordarles —intervino el consejero Engel con cierta reserva— que, llegado el caso, podríamos contar con la colaboración de antiguos miembros de la policía criminal del distrito, ya retirados, pero en plenas facultades.
—Bien —asintió Rattenhauer—. Se incorporará de nuevo a esas personas al servicio activo. No podemos prescindir de nadie que pueda aún ser útil.
—En ese caso, quizá deberíamos pensar en aquellos miembros de la policía criminal que actualmente se encuentran, digamos, apartados, la mayoría de ellos en la Administración —aventuró el consejero Engel sin mirar a ninguno de los presentes, muy atareado, aparentemente, hojeando sus papeles.
—¿Qué personas son ésas?
—Supongo que son… bien, que no han mostrado la necesaria comprensión de la circunstancia política presente.
—¡Ah, no importa, no importa! —declaró Rattenhauer, decidido—. Aquí se trata de la defensa de la patria, de servicios de guerra. Quien no quiera colaborar plenamente se juega la vida. Así pues, por mí, podemos dar a esos elementos una última oportunidad de rehabilitarse.
—¿También a Tantau? —preguntó Engel tímidamente.
—¿Quién es ese Tantau? —preguntó Rattenhauer. Le parecía recordar aquel nombre. Estaba seguro de haberlo oído alguna vez y, por cierto, en relación con algo desagradable.
—Era uno de los mejores hombres que jamás haya tenido la policía criminal alemana. Al menos, eso es lo que se asegura —respondió Engel, sabiendo cuan prudente debía ser en aquel momento—. Durante muchos años dirigió en Berlín la Comisión Criminal E, encargada de casos especiales. Se dice que consiguió éxitos realmente extraordinarios. Pero un día, súbitamente, fue… bien, trasladado, ignoro adonde. Lo cierto es que si dispusiéramos de Tantau tendríamos el éxito asegurado. Es un hombre que, como se dice vulgarmente, se las sabe todas.
Rattenhauer mordió el anzuelo. Quiso saber dónde se encontraba actualmente el hombre en cuestión. En Konigsberg, le dijeron, tramitando vulgares expedientes administrativos. En cuestión de tres horas, le aseguraron, podían hacer que se trasladase a Allenstein.
—¡Que se ponga inmediatamente en marcha! —ordenó Rattenhauer.
Y, para cubrirse las espaldas, telefoneó a la Dirección General de Seguridad, en Berlín, y solicitó que le pusieran en comunicación con el coronel Müller.
Müller declaró que estaba dispuesto a prescindir de sus reservas, respecto a Tantau, en tanto y en cuanto el asunto no presentase aspectos políticos. Naturalmente, Rattenhauer debía vigilar estrechamente cada movimiento de Tantau; ninguna precaución estaría de más.
—Y le hago saber, además, que, una vez ese hombre encuentra una pista, no se le escapa nadie que haya tenido algo que ver con el delito, en el momento y en la forma que sea. Reflexione usted sobre este punto, mi querido Rattenhauer.
Pero, en opinión de éste, no había ya nada más que reflexionar. En aquel caso se trataba, pensaba él, no de un asunto político, sino de delitos comunes, de elementos criminales de la peor calaña, de saboteadores, probablemente organizados. ¿Qué querría decir «aspectos políticos»? Todo tenía aspectos políticos hoy en día. Palabras vacías. Lo importante era que el tal Tantau le asegurase el éxito de su misión especial.
—La mejor defensa es el ataque —le decía más tarde al prefecto mientras almorzaban—. Una buena red, un buen equipo de monteros, unos pocos buenos tiradores y cazaremos cuanto queramos.
El notable apetito de Rattenhauer aumentó aún cuando se le aseguró que pasarían a sus órdenes treinta y seis gendarmes más, que estaban ya en marcha, según se concretó a la hora de los postres, recién salidos del centro de instrucción de Lotzen. Y, para colmo de felicidad, le fue anunciada al cabo de un rato la llegada de Tantau.
—Le voy a ascender a cabo en seguida —declaró Rattenhauer de buen humor, dirigiéndose al saloncito.
Allí se encontró con un ser cuyo aspecto recordaba el de un gnomo, vestido con un traje en cuyos hombros y espaldas se marcaban enormes arrugas y cuyos pantalones eran semejantes a sacos de tela estrujada. De aquel paquete de ropas emergía algo parecido a una cabeza de tortuga provista de un par de ojos cuya expresión resultaba irritante por lo extraordinariamente amable.
—¿Es usted el señor Tantau? —preguntó Rattenhauer asombrado.
—Sí, señor —respondió el interpelado sonriente, con modosa voz de muchacho—. Heinric Tantau.
—¿El comisario de la Brigada Criminal?
—Sí. Al menos eso es lo que dice mi carnet —dijo el hombrecillo, al tiempo que rebuscaba en sus bolsillos y sacaba sus papeles—. Pero actualmente presto mis servicios en la Administración, en la oficina de Estadística.
—Se le ha puesto a usted bajo mis órdenes.
—¿Para hacer estadísticas?
—No, para una investigación criminal.
—¿Está usted seguro, señor Rattenhauer, de que no se trata de un error?
—Soy jefe de batallón de la SS, señor Tantau —replicó Rattenhauer con cierta severidad.
—Las diferentes graduaciones y tratamientos son un fardo inútil para mi memoria —se lamentó Tantau—. Siempre los confundo. A veces incluso me molestan. Por ejemplo, no le doy la más mínima importancia al hecho de que se me llame o no comisario.
Rattenhauer hizo una profunda inspiración y no respondió. Durante algunos segundos se ocupó en doblar varias veces sobre sí mismo un pliego de papel y desdoblarlo después nuevamente. Tantau le miraba con expresión apacible. Por fin, el jerarca de la SS explicó:
—Tengo para usted una misión especial, en el cumplimiento de la cual puede usted poner en juego toda su capacidad como criminalista. Es una buena ocasión para demostrar que es usted, efectivamente, tan genial como todo el mundo le considera.
—Bien… en su propio interés, debo hacerle una advertencia.
—¿Es que no está usted de acuerdo?
—Sí, desde luego que lo estoy —respondió Tantau prontamente—. Pero tengo la impresión de que no ha sido usted suficientemente informado acerca de mí. Si así fuera, quizá sería usted quien no estuviese de acuerdo.
—¿Acaso tiene usted la intención de causarme dificultades? —dijo Rattenhauer en tono amenazador.
—¡De ninguna manera, señor Rattenhauer! Precisamente esto es lo que deseo evitar. ¿Sabe usted por qué se me apartó de mi cargo de comisario y por qué estoy prácticamente congelado? ¿No? Pues bien, existen varias razones. La primera de ellas es que estuve a punto de denunciar al jefe del Estado Mayor de la SA por abuso de autoridad, malversación de fondos y falsificación de documentos. Ocurrió de modo totalmente casual. Me condujo a ello inesperadamente la investigación de un caso criminal. Dada mi forma de trabajar, no sería imposible que el hecho se repitiese. Creo que debe usted saberlo.
Rattenhauer hundió las manos en los bolsillos del pantalón y echó la barbilla hacia delante, dirigiendo a Tantau una leve sonrisa de suficiencia.
—En el terreno donde se moverá usted a partir de ahora —dijo—, bajo mi dirección, no surgirán problemas de este tipo.
—¿Está usted seguro de lo que dice? —preguntó Tantau con aire melancólico.
—¡Pues claro que lo estoy! —exclamó Rattenhauer—. ¡Aquí se trata de descubrir a una banda de vulgares criminales, gentuza que tiene ya varias vidas sobre la conciencia, simples asesinos!
—¿Conoce usted la teoría de Globotnik sobre las veinticuatro circunstancias que concurren en aquellas acciones comúnmente denominadas «asesinatos», pero que, no obstante, no lo son en todos los casos?
—No me venga con sutilezas, Tantau, no tenemos ni un minuto que perder. Ahórrese las elucubraciones teóricas y póngase a trabajar.
—Como usted mande —dijo Tantau, frotándose las manos, que eran pequeñas y finas.
—¡Tienes que echarle de esta casa! —declaró Jablonski enojado.
Estaba en el granero plantado frente a Materna. Éste se ocupaba en examinar una de las pistolas ametralladoras que Grienspan había guardado allí.
—Parecen más difíciles de manejar de lo que son —comentó.
—¿Es que no me has oído? —preguntó Jacob.
—Sí, sí. Cualquiera no te oye con esas voces. Te has vuelto muy escandaloso de un tiempo a esta parte, Jacob. Deberías corregirte. En el futuro, habremos de proceder aún más silenciosamente que hasta ahora. Como los gatos.
—¡He dicho que ese chico debe irse de aquí!
—Siéntate, Jacob. Mira: la construcción del cerrojo es extraordinariamente sencilla. Cualquier problema en el momento de cargar puede solucionarse fácilmente. Precisión británica. Pero el consumo de munición es enorme. Una o dos operaciones y agotaremos nuestras reservas. Y temo que no podemos contar con un nuevo municionamiento. De modo que tendremos que seguir con nuestros viejos y acreditados métodos artesanales.
—¿Quieres hacer el favor de escucharme de una vez, Alfons?
—No, no quiero escucharte si es que vas a hablarme otra vez de Pierre Ambal. Porque se trata de él, ¿no es cierto?
Jacob asintió y se sentó sobre uno de los cajones.
—Ese granuja se vuelve cada día más desvergonzado —declaró.
—¿Contigo?
—A mí me respeta. A quien no respeta es a las chicas. Su comportamiento con ellas es sencillamente intolerable, Alfons.
Tales suspicacias no eran nuevas para Alfons. Hacía ya varios días que tenía ocasión de bromear acerca de ellas. Pero la actitud de Jacob, erigido en ardiente defensor de la virtud femenina, aparte de resultar divertida, era una posible fuente de complicaciones. Y por ello le dijo muy seriamente:
—Escúchame, Jacob. Las dos chicas son ya mayores…
—¡Sabine no es mayor! —saltó Jablonski—. Es todavía muy niña y está bajo mi tutela. ¡Me siento responsable de ella! ¿Tienes algo que objetar?
—En absoluto. Sólo que Sabine ha cumplido ya los diecinueve y hasta ahora no ha dado a entender que necesite aún de tu protección. Y mucho menos en este sentido…
—¿Ah, no? Hace un momento, en la cocina, ese bruto ha intentado abrazarla. Lo he visto claramente por la ventana.
—¿Y qué? ¿Ha intentado ella defenderse? ¿Ha pedido ayuda?
—¡Es que ella no sabe a lo que se expone! Además, puede decirse que está prometida. No es que Konrad y Peter me parezcan ideales para ella, a pesar de que los dos han hecho carrera. Pero no conozco a ninguno mejor. El que, desde luego, no me interesa en absoluto es ese Ambal.
—¡Pero Jacob, por el amor de Dios! ¿Por qué tienes que meterte en eso? Las chicas saben muy bien lo que quieren. Respecto al abrazo, podía tratarse de un gesto espontáneo e inocente.
—Puede ser —gruñó Jablonski—. De cualquier modo, en adelante no pienso permitirlo. Entérate bien.
—Amigo mío, ya quisiera yo tener tus problemas —dijo Alfons meneando la cabeza—. Más valdría que te ocupases de reponer nuestro material. Necesitamos neumáticos de recambio para las bicicletas, además de portapaquetes. En adelante, el equipaje para nuestras excursiones nocturnas será aún más voluminoso que hasta ahora.
En aquel momento comenzó a oírse el ruido de un motor que se aproximaba rápidamente. Jacob se puso en pie.
—Es el coche de Hermann.
Hermann Materna tenía sólo unos pocos minutos de tiempo. Había venido a traerles tres latas de bencina, dos fusiles y una pistola lanzagranadas. Les informó, además, que acababa de ordenar que se almacenara en la fonda la carga de cinco camiones de provisiones.
—¡Tendríais que haber visto la cara de Scharfke! —dijo—. Estaba blanco como la cera. En total, son trescientos quintales los que le he colocado. La sala está llena de cajas hasta el techo.
—¿De modo que Scharfke no estaba contento…? —inquirió Alfons con interés.
—Al contrario, casi se ha echado a temblar. Incluso nos ha pedido que nos lo llevásemos otra vez. Pero eso, naturalmente, era imposible.
—Eso significa que Eis no está de acuerdo —declaró Materna—. Ha debido de presentir que ese depósito no es ningún regalo. Es sorprendente que se haya dado cuenta tan pronto. Su instinto de ave de rapiña está realmente muy desarrollado.
—Le habrá bastado con leer la orden de la Jefatura del Distrito —dijo Hermann mostrando una copia a su padre—. Por ella se le hace personalmente responsable de la seguridad y conservación del depósito. Le hemos gastado una buena broma.
Materna estaba satisfecho. Dirigió a su hijo unas palabras de agradecimiento y añadió:
—Conociendo a Eis como le conozco, estoy seguro de que no piensa aceptar pasivamente esta situación. Pero ¿qué es lo que puede hacer?
—Probablemente será Scharfke quien pagará los platos rotos —respondió Hermann—. Eis no perdona nunca una desobediencia, y menos una desobediencia que le perjudique directamente. Y cuando esto ocurre quiere una víctima expiatoria. Y, sonriendo irónicamente —cosa rara en él—, añadió: —Nuestro amigo Eugen no tiene suerte con sus sucesivos suegros.
Jablonski, que había permanecido un momento pensativo, sugirió:
—¿No creéis que deberíamos intentar jugarle otra mala pasada? Con la ayuda de Pierre Ambal, por ejemplo, el rendido admirador del sexo femenino. Casi todas las mujeres del pueblo están locas por él. Sin exceptuar a la alegre Christine, la señora Eis.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Alfons.
—Ha corrido la voz —explicó Jacob—. Y el mismo Pierre me ha dicho que Christine se las ha arreglado para atraer su atención. Un día, en el pueblo, se le quedó mirando fijamente, con los ojos muy abiertos. Él conoce el paño. ¿Qué os parece que podríamos hacer?
—Eso no deja de ser peligroso —dijo Alfons pensativo—. Además, la cosa parece difícil de llevar a la práctica de acuerdo con un plan. Para que diera resultado tendrían que ocurrir antes muchas cosas por aquí. ¿O es que alguno de vosotros espera que se produzca un milagro?
—¿Por qué no? —dijo Jacob—. ¿No afirmaste tú mismo un día que en Maulen cualquier cosa era posible? Yo, con el tiempo, he acabado por creerlo también.
Se acercaba el domingo en que, años atrás, se celebraba en Masuria la fiesta de la cosecha. Consistía ésta en una primera serie de rondas de cerveza muy de mañana, asistencia a la iglesia, ceremonia en honor de los caídos, fiesta campestre y, por la noche, baile en la sala de la fonda.
Aquél había sido siempre el día de mayor consumo de alcohol del año, y lo era todavía, a pesar de la escasez. El vino y los licores se habían vuelto extraordinariamente raros, y la cerveza, muy pobre en alcohol, tenía el aspecto y el sabor del agua de fregar. Pero en Maulen quien más quien menos guardaba aún en la alacena sus buenas botellas de aguardiente de trigo o de patatas. Lo cual, por otra parte, estaba rigurosamente prohibido, pero eso a nadie preocupaba. Era uno de aquellos últimos derechos, derechos sagrados, por así decirlo, que incluso Eis respetaba. Por la poderosa razón, entre otras, de que él personalmente hacía amplio uso del mismo.
El aguardiente de patata se encontraba, sobre todo, en casa de las familias que no poseían tierras: obreros agrícolas, criados, pequeños funcionarios como el cartero, y refugiados. Los propietarios, en cambio, seguían la tradición de elaborar en la propia granja el aguardiente de trigo, que consumían por lo general ellos solos, y del que, como máximo, regalaban alguna botella a funcionarios medios, como el gendarme, a mandos de segunda fila del Partido, como Neuber, y, más recientemente, al sargento Fackler, con el fin de que éste les proporcionase mano de obra barata: los prisioneros de guerra.
La élite del pueblo, compuesta por Eugen Eis y sus colaboradores más inmediatos, disponía, además, de existencias procedentes de los botines de guerra: coñac francés, licor de los Balcanes e, incluso, champán de Crimea.
Y Materna, por su parte, guardaba abundantes reservas de sus famosos aguardientes finos, elaborados ya en aquellos tiempos en que nadie había oído hablar aún del advenimiento del Imperio milenario.
De modo que los habitantes de Maulen no se hallaban, ni mucho menos, privados de todo consuelo espiritual —como ellos lo llamaban—, ni siquiera en aquellos duros momentos del año 1944, decimosegundo de mandato del Caudillo. La bebida hacía olvidar muchas cosas, siquiera transitoriamente. Pero en los últimos tiempos se había observado que, pese al aumento del consumo de alcohol, los efectos reconfortantes disminuían en intensidad: las borracheras eran desproporcionadamente breves en relación con la resaca que les seguía.
—Procuraremos pasar la fiesta tan bien como sea posible —anunció Alfons, colocando ante sí el mapa que había sobre la mesa—. Y después aprovecharemos al máximo la velada.
—¿Ha de ser precisamente hoy? —preguntó Jacob—. ¿No podrías, por un día, olvidarte de todo y descansar un poco?
—Precisamente hoy es un día especialmente adecuado —respondió Alfons, mientras observaba el mapa—. La temperatura, las nubes de alcohol que cubrirán el cielo dentro de poco son muy favorables para la cosecha que hemos de recoger.
Golpeó suavemente con el índice el punto que en el mapa ocupaba la localidad de Korken, al sur del lago de Lask.
—Grienspan me dejó un mapa detallado de esta zona. Y Hermann trazó un pequeño cuadrado aquí, en el límite del pueblo, entre la carretera y el bosque.
—¿Qué significa el cuadrado?
—Un depósito de gasolina. Probablemente cae ya dentro de la zona del cuartel general del Caudillo. Lo vigilan algunos hombres de las SS. Esos hombres celebrarán hoy también, a su manera, la fiesta de la cosecha.
—¿No podríamos dejarlo para otra ocasión? Hoy tenemos invitados. En el horno se están asando dos gansos que escogí yo personalmente. Si no los comemos, se estropearán. El depósito de gasolina, en cambio, no se moverá de su sitio.
—Hay tiempo para todo —aseveró Materna. Hannelore y Sabine se habían esforzado en preparar una comida digna de la ocasión. Los invitados a que se refería Jacob se hallaban ya en la cocina charlando animadamente con ellas. Eran Peter Bachus y Konrad Klinger.
Ambos se habían doctorado. Después de un breve período de servicio en el frente, habían sido trasladados a la retaguardia, Peter para ayudar al doctor Gensfleisch, que estaba oficialmente muy enfermo, Konrad para trabajar en el despacho del abogado Rogatzki, de Allenstein, amigo de Materna. Aquellos afortunados arreglos eran el resultado de toda una serie de costosas gestiones y maniobras en las que habían intervenido tanto el barón von der Brocken como Hermann y su superior, el jefe de distrito, además de algunos amigos del consejero Wollnau, que habían conseguido mantenerse en sus puestos y se dedicaban desde allí a efectuar un trabajo de zapa.
—Probablemente —dijo Peter, una vez hubo saboreado a placer el asado de ganso—, ésta es la última fiesta de la cosecha que coincide con la guerra.
—Y quizá, incluso, quién sabe, la última fiesta que tenemos ocasión de celebrar en tierra masuriana —añadió Konrad, mientras llenaba las copas.
Eran éstas las más bellas que Materna poseía, que sólo se utilizaban en los días de fiesta. Eran de grueso cristal tallado, de color blanco y azul, macizas, brillantes.
—Aquí no hemos llegado todavía al final —dijo Alfons.
—Creo que fue Martín Lutero quien dijo una vez: «Y aunque supiera que mañana se hundirá el mundo bajo mis pies yo plantaría hoy mi arbolillo».
Las sonrisas de todos hicieron eco a aquellas palabras. Los amigos de Materna olvidaron por un breve espacio de tiempo las cosas que ocurrían más allá de los límites de la granja, cosas que sentían aproximarse de manera amenazadora, cosas que les obligaban a interrogarse angustiosamente acerca del futuro, sin hallar nunca más respuesta que una sensación de desconcierto, un muro de densa niebla que ocultaba el porvenir.
Alfons rememoró algunos episodios del pasado. Hechos, momentos que parecían terriblemente lejanos —y que en realidad no lo estaban—, cobraron vida nuevamente y se hicieron más importantes, más agradables, más divertidos de lo que nunca habían sido. Al calor de aquellos recuerdos sonrieron todos. A una señal de Materna, Hannelore puso en marcha el gramófono. Sabine eligió un disco: un vals vienes. A continuación fue hacia Jacob sonriendo y, haciendo una graciosa reverencia, le dijo: —¿Me permite invitarle a bailar?
Jacob, en un gesto lleno de afecto, rodeó con su fuerte brazo la cintura de su hija adoptiva y se puso a bailar con ella, solemne y orgulloso.
Siguieron bailando, riendo y charlando toda la tarde, hasta que empezó a oscurecer. Alfons sacó su reloj de bolsillo y dijo:
—Ahora tendréis que perdonarnos a Jacob y a mí. Hemos de salir a hacer un recado.
Tras un momento de vacilación, Konrad y Peter se pusieron en pie y se ofrecieron a acompañarles, pero Materna fue terminante:
—Vosotros os quedáis aquí acompañando a las señoras. Jacob y yo queremos ir a divertirnos a nuestra manera. Solos, con vuestro permiso.
—Ya son más de las diez —dijo Eis con expresión preocupada—. Pero me cuesta despedirme de usted, mi admirada Henriette. A su lado se respira una atmósfera tan agradable, tan limpia, en suma, tan alemana…
No había venido a visitarla con las manos vacías, sino provisto de un cesto de aves. Le había asegurado que se trataba de una cortesía tradicional en las visitas que se hacían aquel día, fiesta de la cosecha. El presente le había valido una bienvenida llena de expresiva gratitud.
—No se preocupe usted —declaró la joven—. Si ello le agrada, puede quedarse un rato más.
Sí, le agradaba estar allí, afirmó Eugen sin rodeos. Aunque, al decir esto, evitó fijar la mirada tanto en el café que tenían delante como en la persona de Henriette, sentada junto a él. Ambos le parecían aquel día especialmente sosos. Él estaba acostumbrado a cosas más sustanciosas.
—Nosotras llevamos aquí una vida muy sencilla —dijo Henriette de pronto, aludiendo quizá al acuoso café, y con una expresión de orgullosa modestia—. Sencilla, pero impregnada de responsabilidad, dadas las importantes tareas que aguardan a nuestras muchachas.
—¡Cuánto la admiro a usted, Henriette! —exclamó Eis asiéndole el brazo en un gesto que quería ser de intensa pero retenida admiración y sintiendo bajo sus dedos la basta tela de la blusa y el manojo de huesos y tendones, cálidos y húmedos. Retiró la mano apresuradamente murmurando una excusa. Pero inmediatamente volvió a afirmar con vehemencia—: ¡Sí, la admiro a usted! Y no sólo como jefe, sino también como mujer. Por favor, permítame que se lo diga con toda sinceridad. Su señor tío, a quien yo tanto respeto, puede estar orgulloso de usted.
Estaban solos en el despacho de Henriette. En la habitación contigua se encontraban algunas jóvenes charlando y tomando café, en el que habían echado, de forma más o menos disimulada, sendas dosis de licor. En presencia de tales carabinas, Eis podía llevar adelante su juego sin poner en peligro su reputación.
—Yo me atrevo a pensar —dijo Henriette, parpadeando con afectación— que mi buen tío Henrich —yo le llamo siempre Heini, sabe usted— tiene motivos para sentirse relativamente satisfecho de mí.
—¿Está usted regularmente en contacto con él?
—El tío Heini, como es natural, está siempre ocupadísimo. Pero hace unos días, precisamente, me envió una carta. A través de su secretario, claro; él no tiene tiempo de escribir personalmente. En ella me anunciaba su intención de hacerme una visita tan pronto como sus ocupaciones se lo permitiesen y cuando pase cerca de aquí en uno de sus viajes.
Hasta aquel momento, Eis creía que ya nada podía causarle la más mínima impresión. Pero la posibilidad de saludar personalmente en Maulen al jefe nacional de la SS, al poderoso de los poderosos, era algo sencillamente abrumador, que le hacía jadear de emoción.
Henriette tomó aquella agitación como el efecto de su atractivo personal, y se inclinó un poco más hacia él. Él se apartó disimuladamente y levantó la mano para consultar el reloj.
—¡No es posible! —exclamó—. ¡Qué veloz transcurre el tiempo en su compañía! Es realmente un abuso por mi parte entretenerla tanto rato…
—Por favor —le interrumpió ella—. Tendré mucho gusto en dedicarle toda la velada.
—En tal caso, le suplico que lo haga —dijo Eis—. Creo que puedo permitirme disfrutar de su compañía hasta las doce, aproximadamente, sin llamar la atención. Después de todo, hoy es la fiesta de la cosecha.
—Camaradas —había dicho Ernst Schlaguweit, jefe de los restos de la SA de Maulen, a sus secuaces—, entre nuestras responsabilidades figura, como sabéis, la vigilancia del depósito de víveres. Ello representa una buena cantidad de trabajo suplementario, pero no debemos desanimarnos. Y, para que veáis que soy un jefe dispuesto a colaborar, yo participaré también, personalmente, en dicha vigilancia, no de manera regular, claro, pero sí de vez en cuando. ¿Qué? ¿No esperabais una cosa así, verdad? Hoy mismo me encargaré yo de la guardia de medianoche, de las diez a las dos.
Y allí estaba ahora, junto a la puerta de la sala de la fonda, contemplando la plaza y acechando los ruidos nocturnos. Iba armado con una carabina, dos granadas de mano, el espadín de la SA y, además, con su instrumento de defensa personal: un trozo de manguera largo como su brazo que envolvía un trozo de igual longitud de cañería de plomo.
La taberna estaba silenciosa. El servicio de bebidas había sido suspendido aquella noche por orden de la jefatura local del Partido, con la explicación de que no eran, aquéllos, momentos para celebrar fiestas ruidosas.
La orden en cuestión no lesionaba en absoluto los intereses de Scharfke. Con la venta de alcohol no se ganaba ya mucho. Si las cosas seguían de aquel modo, la taberna se convertiría en un negocio ruinoso. Así pues, el fondista saludó la patriótica decisión del Partido y se retiró a descansar en compañía de tres botellas de champán que había tomado del depósito.
No era Scharfke el único que se entregaba intensamente a la bebida. Desde su solitario puesto de guardia, Schlaguweit oía las voces roncas de los hombres que cantaban y los chillidos desenfrenados de las mujeres. El pecho del fiel centinela se llenó de desprecio. Mientras la gente vulgar se entregaba al vicio, pensó, él se preparaba para la acción.
Se aproximó a la ventana detrás de la cual sabía que estaba Scharfke. Aunque golpeó los cristales muy suavemente, le pareció que los golpes resonaban en la noche. Pero, aparte del tabernero, nadie le oyó. Scharfke abrió la ventana, se inclinó hacia fuera y preguntó con voz pastosa:
—¿Quién es?
Pero en seguida reconoció a Schlaguweit y exclamó:
—¡Ah, entra, Ernst, compadre! ¡Tengo una fuente de champán aquí dentro! ¡Primera calidad! Es del depósito, sabes. Al transportarlo se ha roto una caja y han quedado algunas botellas sanas. Ven y nos las repartiremos.
—Estás borracho, cerdo —dijo Schlaguweit ocultando la satisfacción que le producía aquel hecho—. Seguro que tienes ganas de mear. Ven aquí afuera.
—Ya lo haré por la ventana —declaró Scharfke.
—¡No te atrevas a hacer tal cosa, hijo de puta! Has de saber que estoy de servicio. ¡Sal inmediatamente!
Scharfke soltó una risita.
—¡Bueno, hombre, no te enfades! No hace falta que andes con rodeos cuando quieras mandarme algo. Vamos, ¿qué se te ofrece?
—La llave del depósito.
—¡Ah, no! ¡Sobre mi cadáver habrás de pasar para conseguirla! —exclamó Scharfke, que parecía ahora muy divertido—. ¿Conque la llave del depósito, eh…? ¿Y se puede saber para qué la quieres?
—No seas idiota —dijo Schlaguweit—. Es una cuestión de seguridad. He oído ruidos. Me parece que hay alguien dentro.
—¿Alguien? ¿En mi depósito?
Scharfke se apartó de la ventana con paso rápido, se abalanzó sobre el armario que había junto a la pared, lo abrió y sacó un manojo de llaves. Schlaguweit le veía claramente a través de la ventana y sintió que le invadía una sensación de euforia. Todo marchaba sobre ruedas.
—Pasa tú delante, Christian. Yo te cubro —le dijo cuando el tabernero apareció fuera de la casa.
—¿Llevas la carabina cargada, Ernst? ¿Has quitado el seguro?
—Tengo el garrote preparado. ¡Con él me basta y me sobra para acabar con todos los enemigos del pueblo!
—Si hay alguien en el depósito, le pegas en seguida sin pedir explicaciones. Confío en ti.
—Puedes hacerlo.
Llegaron junto a la puerta del depósito, cerrada con llave y cerrojo. Scharfke se inclinó, pegó el oído a la puerta y escuchó.
—No oigo nada —susurró.
—Entremos y verás lo que oyes —dijo Schlaguweit. Scharfke abrió con las llaves, empujó la puerta y atisbo en la oscuridad. Schlaguweit encendió su linterna. Un disco de luz deslumbradora se deslizó, tembloroso, por las altas estibas de cajones, sacos y cajas.
—Debes de haberte equivocado.
—Yo no me equivoco nunca —dijo Schlaguweit. Levantó el garrote y lo descargó con todas sus fuerzas sobre la cabeza de Scharfke, que estaba de espaldas a él, ligeramente inclinado. Se oyó un golpe sordo y un breve gemido y Scharfke se desplomó. El disco de luz cayó sobre él. Durante unos momentos, Scharfke agitó las piernas como hacen los perros cuando duermen y después se quedó inmóvil.
—Bueno, ya está —comentó Schlaguweit. Arrastró el cuerpo de Scharfke hasta la primera estiba de cajones. Allí le colocó boca abajo, le puso una botella de champán en la mano contraída y se echó un poco atrás para observar el efecto.
A continuación se escupió en las manos, como hacen los estibadores, y comenzó a tirar del tercero de los seis cajones amontonados. Al cabo de un momento de considerables esfuerzos, que le hacían resollar fuertemente, consiguió sacarlo de su sitio. Los cajones de encima comenzaron entonces a moverse, a tambalearse, a caer. Cayeron, al principio sin hacer mucho ruido y después con gran estrépito, sobre el cuerpo de Christian Scharfke hasta ocultarlo por completo. Por entre las tablas rotas rezumaba el vino tinto.
—Un accidente —dijo Schlaguweit tomando aliento—. ¡Exactamente lo que hacía falta!
—¡Qué porquería de hombres! —exclamó Christine con desprecio—. ¡Mucho gallear y presumir, pero sólo servís para una cosa!
Se lo decía al sargento Fackler y a sus cabos, que se llamaban Schlamke y Lufter, lo cual, por otra parte, era indiferente. También ellos celebraban la fiesta de la cosecha. Les había invitado el jefe local del Partido, pero él no se hallaba presente. Le representaba su mujer, lo cual constituía un aliciente mucho mayor. Fackler conocía bien a Christine. Había tenido numerosas ocasiones para ello. Iba mucho por Maulen y no era hombre que despreciase un plato bien condimentado.
—Si no somos bastante buenos para ti —le dijo, insinuando un bostezo—, no tienes más que decirlo.
Christine Scharfke, señora de Eis, había perdido hacía ya tiempo los últimos escrúpulos que le restaban. Podía acostarse donde, como y con quien quisiera. Su marido, por otra parte, estaba de acuerdo en poner el erotismo al servicio del Poder. No solamente no le ponía trabas, sino que estimulaba toda actividad suya en dicho sentido.
—¡Bah, al fin y al cabo todos sois iguales! Todos buscáis lo mismo, como las bestias.
—Oye, más respeto. El amigo y yo somos cabos… Esto lo dijo uno de los dos que estaban sentados junto a ella, Lufter o Schlamke, daba igual; eran perfectamente intercambiables. Ambos se apretaban impacientes contra ella. Iban a lo suyo con manos ansiosas, sin atender demasiado a la conversación. Con gestos mecánicos y monótonos le acariciaban la nuca, los hombros, oprimían sus pechos.
—¡Me dais asco! —gritó Christine súbitamente—. ¡Me da asco todo esto!
—Esos arranques se pasan echándose un rato —le dijo Fackler—. ¿Por qué no lo pruebas?
El sargento tomó su mandolina. Poseía, en efecto, inquietudes musicales, aunque lo cierto era que no sabía tocar más que tres piezas: su preferida, un aire tirolés titulado La salchicha; una melodía supuestamente popular llamada La fuente del jardín, y una canción de moda en la cual se recomendaba «decir “adiós” muy bajito» como fórmula de despedida.
Fackler pulsó enérgicamente las cuerdas de su instrumento y cantó:
Cuando llueven los quesos
y nievan las salchichas
mi corazón se alegra
ja-lo-dri-o,
se llena de emoción.
Mientras cantaba, miraba con expresión melancólica el cuadro que se ofrecía a sus ojos, que habían visto ya muchas cosas, si bien casi siempre las mismas. La habitación era semejante a una jungla por el número excesivo de muebles que en ella se apretaban. Cubría el suelo una gruesa alfombra de color verdoso que recordaba un césped mal recortado. El sofá, tapizado en varios tonos de rojo, tenía un respaldo muy alto y era a la vez demasiado ancho para sentarse en él y demasiado angosto para echarse. Era, más bien, la estación intermedia entre las dos posiciones, ya que, en un momento dado, sus ocupantes pasaban invariablemente a tenderse en la alfombra.
—Bajad la luz —ordenó Fackler.
Y comenzó a entonar su canción popular, con voz estremecida y quejumbrosa. Tenían tiempo. Eis, según él mismo había dicho, no estaría de vuelta antes de las doce.
—¿No os da vergüenza? —preguntó Christine a los cabos.
—¿Qué es lo que ha de darnos vergüenza? —replicó uno de ellos—. Yo no me avergüenzo de nada, llevo la camisa limpia, ¿quieres verla?
—Tus hombres no tienen modales —dijo Christine a Fackler—. No tienen idea de cómo debe tratarse a una mujer. Ninguno de los de por aquí tenéis idea de eso. Os acercáis a ellas como si fuesen sacos de harina para descargar. Deberíais tomar ejemplo de los prisioneros. ¡Eso sí que son hombres!
—¿Te refieres acaso a alguno en particular? —inquirió Fackler sin dejar de pulsar la mandolina—. ¿A ese Ambal, quizá, que parece que ha hecho perder la cabeza a todas las mujeres del pueblo? La cabeza u otra cosa, viene a ser lo mismo. ¿Es ése?
Pero Christine no pudo responder. Los dos cabos, sintiéndose heridos en su dignidad masculina, intensificaron su ofensiva. Ella, con los ojos entornados, les dejó hacer. Fackler la observaba, y seguía pulsando las cuerdas de su mandolina como si desplumase un gallo.
Como era de esperar, y según su conocida costumbre, Christine se dejó caer del sofá sobre la alfombra. Los dos hombres le arrancaron las ropas.
—Primero yo —dijo Fackler arrodillándose. Por algo era él el sargento. Era a él a quien había sido dirigida la invitación del dueño de la casa, tan discretamente ausente, y a él se debía la estimulante música. Había que respetar la jerarquía. En aquel momento apareció en la habitación Ernst Schlaguweit. Había entrado corriendo, sin llamar.
—¡Perdonad que os interrumpa, camaradas! —exclamó—. No me gusta hacer de aguafiestas, pero cada cosa a su tiempo: el padre de Christine, nuestro Scharfke, ha muerto víctima de un terrible accidente.
Ignaz Uschkurat, el que fuera en tiempos respetado alcalde de Maulen, lloraba silenciosamente. Las lágrimas corrían sobre su rostro enflaquecido. Estaba borracho, naturalmente. En el pueblo lo estaban todos aquella noche. Pero en él la borrachera amenazaba convertirse en un estado permanente.
De sus cinco hijos, tres habían caído en el frente. Otro había desertado. El menor, un muchacho perezoso y huraño, trabajaba con él en la granja. También su mujer había muerto. La última Navidad, había tomado una dosis de matarratas disuelta en un grog.
—Estoy solo, completamente solo —se lamentó.
—Vamos, no te desesperes —le dijo Neuber, en casa del cual se encontraba—. No estás tan solo. Me tienes a mí, por ejemplo.
—¿A ti? —inquirió Uschkurat entre esperanzado y despectivo, mirándole con ojos vidriosos—. Tú eres una rata como todos los demás.
—No digas eso —respondió Neuber mansamente—. El hecho de que me haya acostumbrado a ser un incomprendido no significa que ello me duela menos.
—¿Qué hiciste tú cuando me quitaron todos mis cargos?
—Yo estaba en contra, Ignaz.
—¡Pero no dijiste ni hiciste nada para oponerte! Y tampoco moviste un dedo cuando me despojaron de mis propiedades una tras otra: mi ganado, mis reservas de grano, mi bosque. Hasta a mi mujer me han quitado, porque son ellos los culpables de su muerte. Y de la de mis hijos. Y tú, Neuber, ¿dónde estabas mientras ocurría todo esto?
—Nadie lamenta estas desgracias más que yo, Uschkurat. Pero ¿qué puedo hacer para ayudarte si tú mismo no haces nada?
—¿Y qué quieres que haga? ¿Quieres que mate a Eis? Tendría que matar también a Schlaguweit y a una docena más. Y a ti. Fuera de esto, no hay nada que hacer.
—Eso no es cierto. Podrías… presentar una denuncia, una denuncia oficial. Yo te ayudaría… En la redacción del texto, quiero decir. Como es lógico, nadie debería saber que estoy tan decididamente de tu parte. Lo comprendes, ¿verdad? Yo no soy el amo aquí; de momento, al menos.
—¿Una denuncia? ¿Y tú crees que eso serviría de algo?
—Si te parece, consúltalo con Materna. Pero, sobre todo, no le digas que soy yo quien te lo ha aconsejado.
—Es que… ya he ido a consultar con él —confesó Uschkurat.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué? ¿Qué te ha dicho?
Entre otras cosas, Materna le había dicho a Uschkurat que las estupideces, las debilidades y los errores que se cometen en esta vida se acaban pagando más pronto o más tarde. Y, también, que un hombre que malbarata tontamente los bienes que ha conseguido con esfuerzo a lo largo de toda su vida, que se traiciona a sí mismo, que vende su alma, no debe extrañarse de verse convertido en un perro y tratado como tal.
Pero, en respuesta a la pregunta de Neuber, Uschkurat se limitó a murmurar:
—No me ha dicho nada. Él tiene ya bastantes problemas.
Y al cabo de un momento añadió, dilatados los ojos, como alucinado:
—¡No soy más que un perro vil y miserable, un animal rastrero atado a una correa!
Y rompió de nuevo a llorar.
Amadeus le dejó desahogarse. Durante un rato permaneció en silencio. Bajó los ojos y los posó en sus manos. Le agradaba contemplarlas. Le parecía que se reflejaba en ellas la nobleza de su espíritu. Eran casi tan menudas y finas como las de la pequeña refugiada a la que había acogido en su casa, junto con la madre, naturalmente. La niña tenía once años. El recuerdo de la encantadora criatura le llenó de placer. Finalmente, le dijo a Uschkurat:
—Escúchame, Ignaz. Todo lo que tenías te lo han quitado ya. No puedes perder nada, hagas lo que hagas.
—Es cierto —dijo Uschkurat, incorporándose un poco. Pero después, desmoronándose de nuevo, añadió—: Pero si levanto una «calumnia» contra Eis, puedo ir a parar a la cárcel. Él mismo me lo ha dicho.
—Esto puede ser considerado como coacción, chantaje o amenaza —declaró Neuber—. Un delito más de que acusarle. Un delito grave si lo presentas como es debido. Con mi ayuda.
—Dios mío —dijo Uschkurat desmayadamente—. Eso es muy peligroso. Tengo que pensarlo mucho. Se puso en pie y se dirigió hacia la puerta, tambaleándose. —Pero una cosa puedo asegurarte, Neuber. ¡Tengo como un fuego aquí dentro, muy hondo! ¡Siento unas ansias terribles de hacer justicia!
—Me parece muy bien —declaró Neuber recobrando la esperanza—. Yo conozco a muchos en Maulen que se alegrarán si por fin vuelves a comportarte como un hombre. ¡Piensa en el pasado, Ignaz, cuando todo el mundo te respetaba! Todos decían: «Éste es un hombre en quien se puede confiar».
Uschkurat asintió y abandonó la estancia sin decir nada más. Con paso vacilante, temblorosas las piernas, atravesó la plaza y llegó a las hayas que había junto al muro del cementerio. Había dejado la botella de aguardiente al pie de uno de aquellos árboles, no recordaba exactamente cuál. Se arrodilló y comenzó a dar vueltas a los troncos, gateando. Al pie del tercero encontró la botella. Se sentó en el suelo, apoyó la espalda en el tronco, extendió las piernas y comenzó a beber.
La noche era bochornosa. Uschkurat, atontado, miraba al cielo, que estaba oscuro y, no obstante, extrañamente luminoso y parecía suspendido muy cerca de la Tierra. Las ramas de los árboles producían un sedoso crujido. Sintió calor y se desabrochó la camisa. De nuevo rompió en sollozos.
Cuando volvía a coger la botella y alzaba ligeramente la cabeza para beber, brilló un breve relámpago. Por espacio de unos segundos, Maulen, la plaza, las hayas, el muro del cementerio, se inundaron de luz. Y allí, junto al muro, apoyado en las piedras grises, vio Uschkurat a un hombre que le miraba. Un hombre delgado, cuyas pálidas facciones se distinguían nítidamente. —¡Grienspan!— gritó Uschkurat.
El grito se hundió en la noche, oscura otra vez. Uschkurat se puso en pie como pudo, se aproximó a tientas al muro y lo golpeó con las palmas de las manos, intentando aprehender la figura que había visto hacía un instante.
—¿Dónde estás? —gritó—. Grienspan, ¿dónde estás?
Uschkurat permaneció unos momentos plantado cara al muro de piedra con las manos apoyadas aún en él. Temblaba de pies a cabeza, como si tuviese fiebre alta. Después echó a correr tan deprisa como le llevaban las piernas, resollando espasmódicamente. Se dirigió de nuevo a casa de Neuber. Una vez allí, fue directamente a su habitación, empujó la puerta y gritó:
—¡Le he visto! ¡Le he visto perfectamente! ¡Estaba delante de mí! ¡Era Grienspan!
Neuber le miró, malhumorado por la interrupción. Precisamente en aquel momento se disponía a ir a ver cómo dormía la niña. La pequeña tenía el sueño intranquilo y acostumbraba a destaparse. Él iba todas las noches a abrigarla de nuevo, después de haberla colocado, con mano suave, en una posición cómoda. Aquellos momentos le proporcionaban una íntima alegría.
—¿A quién dices que has visto?
—¡A Grienspan! ¿O no llegaste a conocerle? Siegfried Grienspan, de Allenstein. Un judío, tratante de ganado. Desapareció hace cosa de diez años. ¡Y hace un momento estaba junto al muro del cementerio mirándome, con una mirada que parecía que me atravesaba de parte a parte! ¿De dónde habrá salido? ¿Qué habrá venido a hacer aquí?
—Ha venido a demostrar que ves visiones —dijo Neuber fríamente—. Estás borracho como una cuba, Uschkurat.
—Pero, por el amor de Dios, Amadeus, si te estoy diciendo…
—Eres un pobre loco —le espetó Neuber, despectivo. Se sentía defraudado. Con aquel borracho visionario no se podía contar para nada, pensó. Creer que podría utilizarle contra Eis había sido un error de cálculo por su parte. Sintió que le invadía la rabia.
—¡No se te ocurra ir contando esas imbecilidades por el pueblo, si no quieres acabar en Kortau!
En Kortau, cerca de Allenstein, había un establecimiento para enfermos mentales. En Maulen todo el mundo conocía el refrán: «Quien tiene atrevimiento llega hasta Allenstein; quien tiene demasiado, llega hasta Kortau».
Ante aquel pensamiento, Uschkurat bajó la cabeza y se alejó en silencio.
Alfons Materna estaba echado en la alta hierba contemplando las estrellas. Hasta sus oídos llegaba la rítmica melodía del croar de las ranas y las gruesas voces de unos hombres borrachos. Junto a él estaba Jablonski, echado vientre abajo, apoyado en los codos, escrutando la oscuridad. Miraba hacia los barracones que había a unos cien metros escasos del punto donde se encontraban, en el prado que separaba el bosquecillo de la carretera. Algunas de las ventanas estaban aún iluminadas. De ellas se escapaba la música que transmitían varios aparatos de radio mezclada con los gritos y las risas de los hombres. De cuando en cuando, se producían algunos segundos, algunas fracciones de segundo de silencio total. Se oían entonces a lo lejos los pasos de un centinela o el ronroneo de un motor. Pero aquellos sonidos quedaban inmediatamente apagados por los que procedían de los barracones.
Las dos cargas de dinamita estaban colocadas. Una junto al montón de bidones de gasolina, introducida con la ayuda de un largo listón por entre las alambradas. La segunda, fijada a una de las vigas transversales del pequeño puente que cruzaba el riachuelo, único acceso y única salida del depósito. Los largos cables se unían en un aparato del tamaño de un despertador que descansaba en la hierba al lado de Alfons. Aquel instrumento les había sido entregado por Grienspan, quien lo había recibido de los partisanos polacos. Éstos, a su vez, lo habían obtenido de las tropas de sabotaje británicas, a quienes les había sido arrojado en paracaídas. Había sido fabricado en los Estados Unidos.
—No sé por qué esperamos tanto —dijo Jacob—. No hay ninguna necesidad.
—Aún no son las doce —declaró Alfons—. Sólo hace unos diez minutos que se ha relevado la guardia. El centinela no está aún lo bastante cansado. Y a los del barracón les dejaremos que se beban algunas botellas más. Cuanto más borrachos estén, mejor para nosotros.
Tenían las bicicletas preparadas. El regreso, a campo traviesa o utilizando atajos, había sido exactamente planificado. Tomando todas las precauciones, necesitarían unas tres horas para llegar a Maulen.
—Eso no tiene tanta importancia —insistió Jablonski—. ¡Haz estallar la dinamita de una vez!
—No quiero —replicó Alfons, mirando al cielo.
—Pero ¿qué dices?
—Me cuesta hacer eso —dijo Alfons con voz apenas perceptible—. Maldita sea, me cuesta muchísimo. Pero ¿qué puedo hacer si no?
Jacob no daba crédito a sus oídos.
—¿Pero qué te pasa? ¿Es que tienes miedo? ¿Tú, precisamente?
—Yo sólo quería vivir —dijo Alfons—. Sólo aspiraba a vivir tan tranquila y pacíficamente como fuese posible. ¿Y de qué me ha servido? ¿Qué estoy haciendo aquí echado? ¿Quieres decírmelo tú, Jacob?
—¡Esto es lo que me pregunto yo también! Sólo tienes que darle a la palanca y podremos irnos de aquí de una vez. Alfons accionó la palanca. Dos hongos de fuego se elevaron hacia el cielo. Uno, en el puente, fue acompañado de un trepidante estallido y se apagó pronto. El otro, donde estaban los bidones, llameante, estremecido, creció más y más en medio de un terrible rugido y pasó del rojo vivo al amarillo brillante y al blanco mate. Después se extinguió también.
—Bien, ya está —dijo Alfons.