I

A quien tiene suerte, dicen en Masuria, le pare el buey en el establo. Y a quien no tiene suerte se le muere la última vaca.

Firma —dijo Eugen Eis golpeando indolentemente con la fusta una hoja de papel.

Ignaz Uschkurat se inclinó hacia delante. Le temblaban las manos. En voz baja preguntó:

—¿No puedo quedarme al menos con el bosquecillo?

—No —dijo Eis con expresión de hastío—. Me vendes el prado y el bosque, los dos. Si no, tu hijo comparecerá ante un tribunal especial y será condenado a muerte con toda seguridad. Elige tú mismo.

—¡Qué puerco te has vuelto! —dijo Uschkurat. Escupió, en un gesto de desprecio, y firmó el documento. Seguidamente abandonó la trastienda de la taberna, con la cabeza gacha, como un perro apaleado.

Eis empujó el documento con la fusta en dirección a Scharfke. Éste lo tomó con mano rápida, lo plegó y lo guardó en su cartera.

—¡Caramba, Eugen, eres un hacha! —comentó Scharfke, al tiempo que abría una botella de coñac y llenaba dos vasos—. Admiro tu forma de hacer las cosas. Pero ¿no tienes miedo de encontrarte con dificultades más adelante?

Eugen rió con una mueca de desdén y apuró su vaso. Fijó su mirada inexpresiva en Scharfke y respondió:

—A mí nadie me crea ya dificultades. Todo lo que hago es absolutamente correcto desde el punto de vista legal. No hago más que velar por la paz y el orden, por la seguridad del Estado. ¡Que venga quien sea a decirme que me aprovecho de la guerra para enriquecerme personalmente! A quien se atreva te aseguro que le obligaré a cerrar el pico. Pero quién quieres que se atreva… Ni el mismísimo Materna lo haría.

—Desde luego —asintió Scharfke enfáticamente—. A ti nadie te molesta impunemente, de eso te has cuidado tú bien. Las compras de terrenos, propiedades y valores se han hecho siempre a mi nombre, y yo soy un simple comerciante, un particular. Sólo que da la casualidad de que soy también tu suegro. Christian Scharfke, el fondista, era, en efecto, el padre político de Eis desde hacía tres años, desde 1941. En 1940, Eis se había separado de su primera mujer, Brigitte Materna. El divorcio se había producido en circunstancias poco favorables para él: el clan Materna había conseguido, mediante las declaraciones de cuatro testigos, demostrar que Eis era culpable de adulterio. A Eugen no le quedó otra salida que acceder a la separación si quería evitar el escándalo con que le amenazaron y que tenían ya meticulosamente preparado. Al cabo de un año se había casado con Christine Scharfke, y no sin pensarlo bien.

—Desde aquel día —aseguró Eis—, no he hecho más que trabajar por el bien de Alemania, con energía y tenacidad. Es mi deber hacia nuestro Caudillo, y nada ni nadie me apartará de él. En los últimos tiempos, Eugen Eis acostumbraba a hacer este tipo de declaraciones en tono indiferente, como si estuviese leyendo las últimas cotizaciones del cerdo en el mercado. Sabía que los tiempos de la pasión desenfrenada, de la angustiosa desconfianza hacia quienes le rodeaban, habían pasado para él: ya no le eran necesarias. Su actitud ante las personas era ahora de frío desprecio: la mayoría de ellos, en su opinión, se comportaban como un rebaño de borregos; sólo el poder de los más fuertes les mantenía unidos, y en Maulen aquel poder lo encarnaba él.

—¿Y qué hace mi querida esposa? —quiso saber—. Últimamente tiene unos caprichos muy curiosos, típicamente pequeño-burgueses…

—Sí, pero no creas, está trabajando al alcalde —respondió Scharfke, dirigiendo a su yerno una significativa mirada. Eugen asintió. El alcalde Naschinski era el siguiente en la lista. Su granja avícola era un objetivo interesante para los negocios de Scharfke. Así iban construyendo entre los dos, con una excelente planificación, una empresa muy importante en aquellos tiempos de guerra.

—Si seguimos así, pronto habremos conseguido un sólido contrapeso estatal a la incontrolable propiedad privada de algunos. Con aquellas palabras se refería a Alfons Materna, nombre que Eis sólo pronunciaba cuando se veía absolutamente obligado a ello. Aquel hombre le ponía enfermo, ya por el simple hecho de existir. Y aunque en los últimos años parecía llevar una existencia retirada, Eugen nunca podría ni se permitiría olvidar el mal que le había causado. Su cuenta con él estaba aún por saldar, y los tiempos que corrían eran buenos para este tipo de arreglos.

—Ayer por la noche —dijo Eis con aire indiferente— me emborraché con el sargento Fackler. A tu cuenta, por cierto, Scharfke; puedes incluirlo en los gastos. Fackler está preocupado. Los prisioneros franceses que tiene a su cargo están intranquilos. Tiene la sospecha de que, al menos dos, quieren escapar.

—Se los podría asignar a Materna.

—Sí. Deberías decírselo tú a Fackler. Yo, oficialmente, no quiero tener nada que ver. Si Materna deja escapar a dos prisioneros de guerra, eso puede tener múltiples consecuencias, algunas de las cuales podemos aprovechar.

—Eres un lince —dijo Scharfke.

Eugen pareció sumirse un momento en la contemplación de sus botas, y dijo después en voz baja:

—El que se mete conmigo lo lamenta tarde o temprano. Sea quien sea. Y eso también vale para ti… caso de que algún día se te ocurriese olvidar todo lo que he hecho por ti. Pero dicen que un hombre rico no tiene ganas de morirse. Eso me hace suponer que serás sensato.

—Los patos salvajes están inquietos —comentó Alfons Materna mirando al cielo y aspirando el aire cálido y húmedo de aquellos últimos días del verano—. Nunca empiezan a prepararse para emprender el vuelo antes de finales de octubre, cuando se forman las primeras nieblas.

Jacob Jablonski escrutó atentamente las blancas nubes.

—La temperatura es la de siempre —observó—. El tiempo parece absolutamente normal. Pero quizá los animales presienten la tempestad que se avecina.

Alfons miró hacia la Colina de los Caballos. Por allí se acercaban cuatro personas. También Jacob los vio y comprobó que se trataba del sargento Fackler, un soldado y dos de los prisioneros franceses.

—¿Qué querrán ésos? Nada bueno, seguro.

El sargento Fackler era un hombre de unos treinta años de edad. Un feliz balazo le había atravesado una nalga produciéndole una herida que, incomprensiblemente, se negaba a cerrarse. Su cara redonda, como hinchada, mostraba siempre un leve rubor en las mejillas. Su voz era agradable; quizá porque tenía la costumbre de lubricar con licores sus cuerdas vocales varias veces al día.

—Ustedes habían solicitado que les fueran adjudicados unos prisioneros —dijo.

—Sí, el año pasado.

—Ahora pueden disponer de dos —dijo el sargento señalando detrás de él con la cabeza.

Allí estaban, envueltos en raídos uniformes, dos soldados, sin distintivos de graduación: un joven de cabello oscuro y rizado y un anciano de rostro arrugado. Ambos observaban atentamente a Materna. Éste, por su parte, miraba a Jablonski con expresión de desconfianza.

—El joven era camarero en París —explicó Fackler—, en un restaurante. Entiende mucho de carnes. El otro es profesor, y entiende de plantas. Puede serles útil para el jardín y el huerto. Los dos hablan bastante bien el alemán.

Materna miró a Fackler como si quisiera leer sus pensamientos.

—Siempre nos vienen bien un par de brazos más —dijo tranquilamente—, pero ¿por qué esta amabilidad repentina? Hasta ahora se me había negado el derecho a disponer de prisioneros de guerra; sólo podía emplear a trabajadores forasteros. Además, tengo entendido que los prisioneros pueden trabajar sólo con la condición de que lo autorice la jefatura local…

—Lo que se hace con mis hombres lo decido yo —declaró Fackler—. Yo examino las solicitudes y concedo o no los permisos. Lo que me preocupa por encima de todo es el bienestar de mis soldados. Ellos no se negarían a admitir una pequeña cantidad de aguardiente, digamos, una botella por cabeza y mes. Es una especie de alquiler establecido internamente. Materna se echó a reír.

—Las condiciones me parecen muy aceptables —dijo—. Pueden llevarse ahora mismo las dos primeras botellas. Fackler sonrió satisfecho. Hizo una breve seña con el pulgar y los prisioneros se aproximaron a Materna, se quitaron la gorra y le saludaron con una inclinación. El sargento asintió complacido: aquélla era una de sus numerosas preocupaciones: sus prisioneros de guerra debían mostrar una extremada cortesía hacia la población civil alemana.

—Le deseo que se divierta mucho con estos militares de opereta —dijo Fackler—. En caso contrario sólo tiene usted que reclamar y les ajustaré las cuentas a esos franceses de mierda.

Y concluyó, frotándose las manos con buen humor:

—Bien. Ahora es usted plenamente responsable de estos dos pájaros.

—¿Y qué significa esto exactamente?

—Debe pasar a recogerlos cada mañana —explicó el sargento— y traérnoslos otra vez cada noche, exactamente una hora después de la salida del sol y media hora antes de la puesta. Durante todo este tiempo es usted responsable de esos puercos. Nada más.

Materna miró a Jacob y seguidamente a los prisioneros. Después extendió un «acuse de recibo» y firmó un documento donde constaban las «disposiciones de seguridad». Entregó a Fackler tres botellas de aguardiente y un salchichón ahumado de medio metro de longitud. El sargento, antes de alejarse, saludó agradecido. Materna condujo a sus nuevos trabajadores a la sala de estar de su casa. Allí hizo que Hannelore Welser les sirviese pan con mantequilla, jamón y leche aún tibia del establo. Los dos hombres comieron de prisa y en silencio. Cuando hubieron saciado su apetito, uno de ellos, el joven del cabello rizado, preguntó si podía hablar libremente, al tiempo que miraba, como pidiéndole excusas, en dirección a Jablonski.

—Jacob es mi hermano —dijo Materna.

El joven se inclinó ligeramente ante los dos.

—Me llamo Ambal —dijo—, Pierre Ambal. Mi acompañante es el profesor Bonnard. Por fin hemos llegado.

—¿Cómo dice usted?

—Digo que hemos llegado por fin adonde queríamos llegar —explicó Pierre Ambal sonriendo—. A la primera parada de nuestra huida.

Alfons no halló demasiada dificultad en ocultar su asombro; pocas cosas había aún capaces de sorprenderle.

—Creo que se han equivocado ustedes —dijo tranquilamente.

La sonrisa de Pierre Ambal se hizo más acentuada.

—Uno de los más antiguos alumnos del profesor Bonnard es polaco, y vino a vernos hace algunos días. Fue una entrevista emocionante. Le hicimos saber nuestro proyecto de fuga y él nos dio su nombre. Nos dijo que en su casa estaríamos seguros y que desde aquí podríamos seguir viaje. Pues bien, aquí estamos.

Materna se recostó en su asiento.

—Creo que se trata de un error… o bien de una broma. ¿Es Fackler quién les ha dado la idea?

—Nuestro amigo polaco se llama Machlovitz, Jan Machlovitz —dijo Pierre Ambal—, tiene veintisiete años y es de Krakau. La contraseña que me dio para usted es «Siegfried G»..

—¡Caramba! —exclamó Jablonski animadamente—. ¡Parece que dice la verdad!

—No —declaró Materna tajantemente mirando al profesor Bonnard—. Ustedes están aquí en calidad de empleados. Mientras yo sea responsable de ustedes, no pueden desaparecer. ¿No lo comprenden?

—Sí, desde luego —dijo Bonnard pensativo—. Sí, ya entiendo: si huimos de aquí le culparán a usted. Y eso no podemos permitirlo, naturalmente.

El profesor hizo una seña a Ambal, quien parecía comenzar a hacerse cargo de la situación.

—Compréndalo usted —prosiguió—, habríamos sobrevalorado sus posibilidades… Pero ¿qué vamos a hacer, pues?

—Primeramente —dijo Alfons—, pueden ustedes incorporarse al trabajo. Después, ya veremos. Alguna solución habrá. Lo que me preocupa en este momento es por qué ahora, después de tanto tiempo, me envían precisamente a ustedes dos. Podría tratarse de una casualidad… Pero no, en Maulen no existen las casualidades.

—El alcalde Naschinski se ha propasado conmigo —declaró Christine Scharfke, señora de Eis, de mal humor—. Y no una sola vez, sino varias.

—Le ha llegado la hora también a ese marrano —dijo Eugen.

—¿No quieres que te lo cuente?

—No es necesario. Ya lo sabía.

Christine se había vuelto un poco regordeta, lo cual no la hacía sino más atractiva según los cánones del país. El olor que se desprendía de su cuerpo era intenso, pero provocativo; su marido, como entendido en la materia, no dejó de observarlo. Se hundió aún más en su sillón, ya muy desgastado, y reflexionó. El sucesor de Naschinski —había ya tres candidatos para el cargo de alcalde— debía ser elegido cuidadosamente. Era el mejor postor quien tendría más posibilidades.

—¡Siempre las mismas porquerías! —dijo Christine—. No quiero seguir colaborando en todo esto. Yo necesito amor.

—¿Más aún del que tienes ya con todo esto? —le espetó Eis, enojado por lo que consideraba sentimentalismo intempestivo—. Deberías hacer un esfuerzo por moderarte, Christine. Lo que está en juego en estos momentos son importantes objetivos colectivos, no fantasías de mujeres. De eso podremos hablar, lo más pronto, después de la victoria final. Por el momento, todas las energías deben ir dirigidas hacia ella.

De vez en cuando, Eis se sentía obligado a hacerle a Christine aquel tipo de reflexiones. Se había casado con ella, en efecto, movido no por la inclinación de sus sentimientos, sino porque la joven formaba parte de un bien meditado plan de largo alcance. En lo referente al cumplimiento de aquella función, Christine procedía de una mejor escuela que Brigitte: de una taberna. Sabía incluirse a sí misma en las consumiciones y en las facturas. Cuando ella hubo salido del despacho, Eis tocó el timbre que tenía sobre la mesa. Lo hizo sirviéndose de la fusta que, desde hacía meses, llevaba consigo en todo momento. A la llamada acudió prontamente Ernst Schlaguweit, rebajado de servicio en el frente, pero considerado insustituible en la retaguardia. Su adhesión y fidelidad a su jefe eran absolutas: Eis sabía demasiado de él.

—Mándame a Naschinski —le ordenó—. E inmediatamente después a esos bobos de Pillich, Schwiewelbein y Frontzek.

—¡A la orden! —exclamó Schlaguweit saludando. Salió de la habitación, llamó a sus dos ayudantes, a los que mantenía siempre cerca de él atentos a sus órdenes, y les dio instrucciones en el sentido de convocar con la mayor rapidez a los tres camaradas requeridos. Maulen estaba magníficamente organizado: bastaba observar a Schlaguweit y a sus hombres para saber con exactitud el estado del tiempo.

El caso Naschinski fue liquidado en un lapso de tiempo menor de un cuarto de hora. Eis no acostumbraba ya, desde hacía tiempo, a pergeñar complicados preámbulos. Se había limitado a aporrear la mesa con la fusta, a proferir dos o tres frases contundentes y a formular sin más su exigencia:

—¡Un depravado como tú no puede ser alcalde de Maulen! Te aseguro que me gustaría llevarte ante un tribunal por inmoralidad. Pero me daré por compensado si pones tu granja avícola a disposición de la comunidad. Y para ello debe pasar a manos de una persona de confianza.

A manos de Scharfke, se sobreentendía. Naschinski, tembloroso, firmó la declaración y se retiró, blanco como el papel, y feliz aun por no haber sido amenazado con el inmediato traslado al frente.

—Mi querido amigo —les decía ahora Eis a cada uno de los aspirantes al puesto de alcalde—, los tiempos que vivimos nos exigen el aprovechamiento de todas las energías. Muchos hay deseosos de colaborar, y esto no sólo es honroso sino que reporta beneficios. Pero previamente deben existir pruebas convincentes de la buena fe del ofrecimiento.

Y dispuestos se mostraron todos a probarla, tanto Pillich como Schwiewelbein y Frontzek. El uno puso a disposición de la comunidad la laguna que poseía, donde nadaban abundantes carpas; el otro una hermosa cerda de cría, premiada en un concurso junto con sus diez lechones, además de una docena de patos; y el tercero veinte quintales de trigo de sementera y cuatro carretadas de heno, así como, eventualmente y según dejó entender de manera velada, su propia mujer.

—El camarada que yo elija de entre vosotros —declaró Eis— ostentará no sólo el cargo de alcalde, sino que podrá exhibir también en su puerta los títulos de Jefe de Negociado, Juez de Paz y Presidente de la Unión de Campesinos.

Los candidatos elevaron sus ofertas: un caballo de cinco años, una máquina cortadora de paja recién salida de la fábrica y dos quintales de mantequilla, respectivamente. Y a ello añadieron aún, más tarde, tres corderos, cuatro mantas de lana tejidas a mano y una docena de gallinas ponedoras de la raza «amanecer escarlata». Scharfke, diligente, fue haciéndose cargo de todo.

—No quiero nada para mí —aseguraba Eis alzando las manos—. Todo se hace en aras del bien común.

Aquel fin de semana visitó Maulen el delegado de Economía del distrito, responsable de la explotación agropecuaria, piscícola y forestal, que no era otro que Hermann Materna, el hijo de Alfons. El joven llegó a casa de su padre a bordo de un Opel Olympia, confiscado para el servicio de guerra. Descendió del vehículo y saludó ostensiblemente con el brazo en alto.

—¡Viva Hitler! —exclamó, dirigiéndose a Jablonski, que salía a recibirle.

—Tú procura no mojarte los pantalones —le respondió Jacob—. El viejo está trabajando —añadió, señalando con el pulgar en dirección al granero.

Hermann asintió, se inclinó para coger una botella de aguardiente del interior del automóvil y se encaminó con ella hacia el granero. Jablonski le siguió con su paso desgarbado, echados los hombros hacia delante. Encontraron a Materna en la estancia del fondo a la derecha, que estaba separada de las demás por un tabique de madera. Alfons estaba ocupado llenando cuidadosamente una serie de botellas con un líquido amarillento. El ambiente olía a gasolina.

—¡Viva Hitler! —exclamó Hermann de nuevo. Materna alzó la mirada de su trabajo. Su rostro estaba tan inexpresivo como una máscara; sólo los ojos le brillaban tenuemente al observar a su hijo. Y respondió a su saludo—: Si quieres cantar también la canción de Horst Wessel, por mí no hagas cumplidos.

—Después, quizá —respondió Hermann con aquella expresión de seriedad que mantenía en todo momento y en toda ocasión, y estrechó vigorosamente la mano de su padre. Después tomó la botella que había traído y se la alargó. Materna se fijó con admiración en la etiqueta.

—¡Caramba, hijo mío! —le dijo, al tiempo que dirigía una alegre mirada a Jablonski—. ¡Cuánto has progresado! Quién lo hubiera dicho de ti hace unos años… Poco a poco te has convertido en un experto. ¿A dónde piensas llegar?

Hermann esbozó una sonrisa. Se dejó caer sobre uno de los cajones que había por allí y dijo:

—He conseguido hacerme con dos latas de gasolina. Están en el portaequipajes de mi coche. El paquete de papel encerado que hay también allí contiene explosivos; sólo cinco kilos esta vez. En cambio, me las he arreglado para sustraer una docena de granadas de mano.

Jablonski emitió un silbido de admiración y dijo frunciendo el ceño:

—Sabes, Hermann, durante mucho tiempo yo te tenía en muy poca cosa: un gallito, muy engreído, pero, en el fondo, un borrego más entre los que componen la Gran Alemania. ¡Ah, muchacho, cómo me alegro de que hayas cambiado tanto!

—Por algo soy hijo de mi padre —respondió el joven, no sin un asomo de orgullo en la voz.

—Te ha costado darte cuenta de esto —replicó Jacob—. Pero ha valido la pena.

Hermann irradiaba una amable modestia. Aquella especial cualidad suya no había dejado de ser apreciada, en los últimos años, ni por la misma jefatura del distrito. El viejo camarada Hermann Materna, experimentado en los negocios, hombre de probada confianza y destinado frecuentemente a misiones especiales, pertenecía a la élite del Partido. Era un hombre que inspiraba y merecía confianza. Tenía, además, influyentes padrinos, como el barón von der Brocken, de quien se decía que trataba de tú a Goering. Era comprensible, pues, que le fueran encomendadas tareas de la mayor responsabilidad.

—En este momento —dijo Hermann, después de echar un trago de la botella—, estoy en condiciones de establecer en nuestro pueblo un depósito completo, caso, naturalmente, de que a ti te interese.

—¿Armas y municiones? —preguntó Jacob.

—Alimentos y frutas secas empaquetados. Además, latas de conservas, carne, embutidos y queso. Y bebidas, también enlatadas. Unos doscientos quintales en total, de momento, que podrían llegar a ser trescientos.

—¡Venga con ellos! —exclamó Jacob prontamente—. Con dos o trescientos quintales de comida se pueden hacer muchas cosas. Los estómagos satisfechos tienen mucha influencia; no sólo en el amor, sino en los sentimientos patrióticos, incluso en los asuntos del Partido. ¿Qué dices tú, Alfons?

Materna calló durante un rato. En los últimos tiempos, lo hacía cada vez con mayor frecuencia. Finalmente dijo:

—¿Un depósito oficial, quieres decir?

Hermann asintió.

—En este sentido tengo carta blanca. Puedo instalar ese depósito en la localidad y en la casa que me parezca bien. Incluso aquí, en tu casa, padre.

—No —respondió Materna—, en mi casa no. El género almacenado en esos depósitos es registrado con gran exactitud. Ello supone que pueden ser controlados en cualquier momento. Además, son objeto de vigilancia constante. Todas éstas son circunstancias que por el momento no nos interesan.

—Sí —dijo Hermann—, tienes razón. En ese caso, quizá lo mejor sería endosarle el depósito en cuestión a la dirección local del Partido, ¿no te parece?

Alfons Materna miró un momento al duro suelo de tierra del granero y dijo:

—Sí, creo que sí, hijo mío. Pero no se lo ofrezcas directamente a Eis, sino a Scharfke.

—¿Cómo? —exclamó Jacob indignado—. ¿A ese hijo de puta, precisamente? ¡Si se ha apropiado ya de la mitad del pueblo!

En aquel momento se vieron interrumpidos por la aparición de Pierre Ambal, el prisionero francés, que traía un cajón vacío. El joven se quedó plantado frente a los tres hombres y observó a Hermann con curiosidad.

—¡Viva Hitler! —dijo este último.

Pierre Ambal miró incrédulo al hijo de Materna. Después volvió los ojos a Alfons como en busca de una respuesta. Materna le alargó la botella. Ambal bebió y preguntó:

—¿He oído bien hace un momento?

—Tendrá usted que acostumbrarse a cosas más extrañas aún, Pierre —le dijo Materna—. Recuerde que se encuentra usted no solamente en Alemania sino, para colmo, en mi casa. Y yo tengo un hijo que es una alta jerarquía del Partido. Pero que, a pesar de todo, es mi hijo.

—Bien, pues viva Hitler —dijo Ambal. Y comenzó a colocar cuidadosamente en el cajón las botellas llenas de gasolina.

—He estado probando estos artefactos. ¡Son infalibles! ¿Es una invención suya?

—Es un método casero de probada eficacia —respondió Jacob, modesto—. Los llaman cocktails Molotov. Eso sí, perfeccionados por nosotros.

Los artefactos en cuestión consistían, fundamentalmente, en botellas llenas de gasolina. Para utilizarlos se obstruía con trapos el cuello de la botella, se empapaban éstos en gasolina, se le prendía fuego y se lanzaba la botella. Al romperse ésta, explotaba la gasolina. Las mejoras introducidas por Jacob eran: un tapón especial que evitaba el peligro de una explosión prematura; una mecha de estopa que, una vez encendida, no se apagaba por efectos de la lluvia ni del viento; y, finalmente, unas botellas de un vidrio especialmente delgado que se rompían incluso al caer sobre un suelo blando, si habían sido arrojadas con un mínimo de fuerza. Pierre Ambal alineó las botellas cuidadosamente y, con hábiles gestos, colocó entre ellas virutas de madera. Los tres hombres le miraban sin decir palabra. Cuando hubo terminado, cargó el cajón sobre sus hombros y se alejó.

—¿Es de confianza? —inquirió Hermann. No obtuvo respuesta; y dedujo de ello que una respuesta a aquella pregunta no era en absoluto necesaria. Volvió, pues, al tema del depósito y de su concesión a Scharfke.

—¿Por qué pues, pensar en ese canalla? Un depósito de alimentos y de bebidas alcohólicas puede acarrear muchos inconvenientes… pero tiene también sus ventajas.

—En esas ventajas, precisamente, debes insistir cuando hables con él. Scharfke puede ofrecerte a cambio un enorme número de compensaciones que harías bien en considerar. Ya te explicaré cuáles son. Una vez haya mordido el anzuelo, podrás sacarle lo que quieras. Una sola cosa debes evitar: que en el transcurso de las negociaciones Eis esté presente o que Scharfke pueda ponerse en comunicación con él.

—Ya entiendo. Debo convencer a Scharfke de que me autorice, en mi calidad de delegado del distrito, a disponer libremente de unos bienes muebles e inmuebles que en realidad, si bien no oficialmente, pertenecen a Eis. Pero ¿tú crees que él se dejará inducir a ello?

—Yo creo que sí, siempre y cuando el cebo que le eches sea lo suficientemente gordo y esté colocado de forma que pueda hincarle el diente deprisa.

—¡Madre mía! —comentó Jacob—. Cuando Eis se entere le arrancará la piel a tiras a papá Scharfke. Sin darse cuenta de que después le llegará el turno a él.

Aquel sábado por la tarde, Eis —en su calidad de jefe del Partido, desde luego— se hallaba en medio de un nutrido grupo de muchachas uniformadas de falda marrón y blusa blanca. Pertenecían a una unidad de trabajo obligatorio destacada anteriormente en lo que había sido zona ocupada del este y trasladada ahora a Maulen.

—Vamos a cantar alguna cosita en honor de nuestro ilustre huésped —anunció la señorita jefe—. ¿Tiene usted alguna preferencia, señor?

Las muchachas le miraron —así se lo pareció a él— con estremecida expectación. No en vano era el único hombre presente.

—¡Ha hecho usted tanto por nosotras! —añadió la jefe—. Si en algo podemos serle útiles no tiene más que decirlo.

Eis hubo de hacer un esfuerzo para contener una sonrisa. No debía olvidar que se encontraba allí en su calidad de representante del Gobierno. Y las instrucciones oficiales eran de tratar a aquellas muchachas con el máximo respeto y con la más exquisita cortesía. Órdenes eran órdenes. Por otra parte, tampoco sentía el ningún deseo especial de explorar otros terrenos que los oficiales. Aquellas chicas estaban, en su opinión, «demasiado verdes». Consiguió, pues, mantener su aire de seriedad.

El atardecer dorado —solicitó finalmente, sin demasiado entusiasmo.

Inmediatamente, las chicas comenzaron a cantar. Sus voces eran claras, agudas y firmes. Eugen se fijó en el agradable perfil de la señorita jefe, sentada junto a él. Observó, a partir de la frente, toda la serie de amables curvas: nariz, barbilla, cuello, pecho. Aquí se detuvo un momento, apreciativo, pero sólo un momento. ¡Qué podía haber de nuevo bajo el sol para sus experimentados ojos!

Con rostro inexpresivo escuchó la canción. De vez en cuando inclinaba la cabeza expresando su supuesta complacencia. Era un gesto rutinario. A causa de su cargo, estaba acostumbrado a escuchar todas las absurdidades imaginables sin dar muestras de cansancio. Sobre él habían llovido y resbalado sin dejar huella alguna miles de canciones, arengas y discursos.

Acabada la canción, se puso en pie y comenzó uno de aquellos breves parlamentos de circunstancias cuya técnica dominaba desde hacía años.

—Mis jóvenes y queridas compatriotas: las necesidades de la lucha y las sabias disposiciones estratégicas de nuestro Caudillo, cuyo alcance y acierto no se han puesto de manifiesto aún en todo su esplendor; en suma, una serie de circunstancias ineludibles os han traído hasta aquí. Y aunque lleváis pocos días entre nosotros, puedo deciros sin temor a equivocarme que os habéis ganado ya un puesto de honor en nuestro corazón de alemanes. Eis había sido invitado al campamento «a merendar», a efectuar «una breve visita de inspección» y, finalmente, a asistir a una «charla informal de confraternidad». Valía la pena cultivar aquella relación que encerraba ventajas para ambas partes: Eugen les proporcionaba a las chicas provisiones suplementarias y ellas, por su parte, le elogiaban en sus informes.

—Esta hermosa tierra, mis queridas amigas —prosiguió con voz profunda—, ha sido siempre zona fronteriza, constantemente amenazada. El pérfido eslavo ha intentado varias veces invadir nuestro suelo, pero nosotros no nos dejamos amilanar. Y ahora, de nuevo, nos deja del todo indiferentes que se produzca una nueva tentativa de asalto. Si el enemigo se empeña en meter las narices en nuestra casa, se las arrancaremos de cuajo, suponiendo, claro está, que las conserve aún cuando llegue hasta aquí… En aquel punto, Eis se echó a reír, como siempre que utilizaba aquella expresión, el éxito de la cual era garantizado. Como era de esperar, las chicas se rieron también. Los ojos azules y descoloridos de la jefe se iluminaron para mirarlo.

—¡No perdamos tiempo preocupándonos en vano! —continuó, haciendo ahora un guiño humorístico—. Vamos ahora por el sexto año de la guerra, el año decisivo. Y seguimos en pie, firmes, con ánimo inquebrantable. No es cierto que estemos acabados, ni muchísimo menos. Poseemos aún inmensas reservas de todo tipo. Así, y por citar sólo una de las muchas medidas adoptadas, yo me he preocupado de incrementar, concentrar y depositar en buenas manos, en manos del Partido, la riqueza avícola de nuestro Maulen. Lo que esto significa lo veréis muy pronto: ya a partir de mañana dispondréis de una mayor cantidad de huevos, casi el doble de los que se os asignaban hasta ahora, y tengo intención también de haceros suministrar cantidades extra de leche, mantequilla y queso. Pero no me deis las gracias por ello, mis queridas compatriotas: mi único deseo, mi única compensación es que os sintáis a gusto entre nosotros. Confiad en mí. Las muchachas le aplaudieron. Era un hombre de recursos, pensaron; un hombre, sencillamente. Y hombres de verdad, al parecer, no quedaban ya muchos por Maulen y sus alrededores. La jefe le expresó a su vez su agradecimiento con bellas e inspiradas frases. Y, concluida ya la parte oficial del programa, expresó su deseo de charlar unos momentos aún en privado y le invitó a pasar a su habitación, que hacía también las veces de despacho.

—No sabe usted cuánto aprecio su generosa colaboración —manifestó mientras le servía un vaso de vino—. Mientras existan personas como usted, podemos contemplar el futuro con tranquilidad.

—El futuro nos pertenece —declaró Eugen tomando la copa y alzándola en dirección a ella.

—Le escribiré todo esto a mi admirado tío —dijo la muchacha, pensativa—. Estoy segura de que se alegrará cuando sepa lo bien que se recibe y se atiende a las mujeres alemanas en servicio a la patria.

—¿Su tío? ¿Se trata, pues, realmente de…?

—Sí —respondió ella con una leve sonrisa.

—No es una coincidencia el que me llame Himmler como él, Henriette Himmler. Soy sobrina suya.

Eis estaba atónito. Sus mejillas se colorearon de excitación.

—¡Quién lo hubiera pensado! —exclamó.

—Por favor —dijo Henriette modestamente—. Eso no tiene importancia ninguna, por lo menos yo no se la doy. Yo nunca me atrevería a sacar ventaja de este hecho, sino muy al contrario: me siento mucho más obligada. ¿Comprende lo que quiero decir?

—Sí, claro que la entiendo —dijo Eugen impresionado—, es usted una auténtica mujer alemana, que sólo por este hecho merece respeto y admiración, se lo aseguro. Respeto y admiración que pienso demostrarle también con hechos.

Amadeus Neuber, que ostentaba aún los cargos de maestro y lugarteniente del jefe local del Partido, además de los de delegado de instrucción pública, administrador de los bienes municipales, presidente de la Asociación de Veteranos y responsable del departamento de previsión social del Partido, más recientemente adquiridos, sentía, desde hacía algún tiempo, la tentación de volver a creer en Dios. Pensativo y casi un poco envidioso, sentado en el banco de la escuela, miraba de soslayo hacia la iglesia, cuya clientela se había incrementado notablemente en los últimos meses. Aquélla era una más de tantas cosas que le daban que pensar.

El nuevo pastor se llamaba Kampmann y rebasaba ampliamente los setenta años de edad. Atravesó la plaza, se aproximó a Neuber con expresión amable, alzó el brazo y dijo:

—¡Alabado sea Jesucristo!

—Buenos días —dijo Neuber, esforzándose también por parecer amable—. Yo, en realidad, debería decir: «¡Viva Hitler!». ¿No le parece?

—Como usted quiera, como usted quiera —se apresuró a decir el sacerdote—. Yo, con mi saludo, sólo quería decir que Cristo murió por todos nosotros.

—Y el Caudillo vive por nosotros.

—Desde luego, desde luego.

El pastor Kampmann poseía la estimable cualidad, muy rara en Masuria, de no discutir nunca con nadie. Al parecer, no había nada que fuese capaz de molestarle.

—Su negocio prospera —comentó Neuber, adoptando, por prudencia, un aire amistoso—. El domingo pasado había en la iglesia doce personas más que la semana anterior.

—Quizá fuera cosa del tiempo —respondió Kampmann con tono de excusa—. O puede que fuese debido al mayor número de refugiados.

Al padre Kampmann no había manera de cogerle en falta. Neuber, que le hacía vigilar, había tenido que rendirse ante esta evidencia. El pastor se atenía exclusivamente a la Biblia, y de allí, casi siempre, al Nuevo Testamento, evitando escrupulosamente toda referencia al momento actual. Y no olvidaba nunca incluir en sus oraciones al Caudillo y al Gobierno, y ello sin ninguna clase de retintín sospechoso.

—Hace una noche espléndida, ¿no le parece? —dijo el sacerdote frunciendo el entrecejo y mirando al estrellado cielo de aquellos últimos días de verano—. Mañana tendremos buen día. Uno de los últimos, seguramente.

—¿Qué quiere usted decir con esto? —saltó Neuber.

—El almanaque perpetuo anuncia un otoño corto y húmedo y un invierno largo y frío.

Neuber calló. El pastor dio media vuelta y se alejó tranquilamente.

Ni un reflejo de luz se escapaba de las puertas y ventanas de las casas, cuidadosamente cubiertas según las órdenes recibidas. Pero el pueblo bullía intranquilo: las voces de los vecinos vibraban por las calles, surgían de detrás de los setos, resonaban en la plaza. Se movían por Maulen siluetas oscuras como envueltas en largas y gruesas capas.

Amadeus Neuber se estremeció y volvió a frotarse las manos insistentemente como si tuviese frío. Sentía miedo. Como todas las noches, una sensación de temor le invadía de un modo paulatino, le envolvía como una densa niebla y cedía después lentamente hasta desaparecer, cuando ya los primeros rayos del sol iluminaban el cielo.

La situación, en el pueblo, se había vuelto más confusa que antes, menos controlable, pensaba. No había ya dos frentes claros, de recursos conocidos y previsibles. El mismo Materna era una sombra de lo que había sido. El nuevo pastor se guardaba como del demonio de toda palabra, de toda idea que pudiese tener algo que ver con la actualidad. Los campesinos, los comerciantes, se arrastraban como gusanos, decían que sí a todo y procuraban pasar inadvertidos. En cuanto al barón von der Brocken, había confiado sus posesiones a su administrador y se había trasladado al sur del país en compañía de su hermana y de Brigitte Materna. Además, se habían incorporado a la vida de Maulen una serie de cuerpos extraños que le producían inquietud: los prisioneros alojados en el anexo del depósito de bombas; los soldados que vigilaban la fonda; los refugiados, mujeres, niños y ancianos en número casi de medio centenar, vagos y parásitos en su opinión; y, por último, las cien muchachas que ocupaban los barracones del pantano del norte.

Neuber emitió un suspiro hondo, dolorido, como un gemido en medio de una pesadilla. Al igual que antes, era él, él y no Eis, quien llevaba la mayor responsabilidad, el fardo más pesado, el trabajo más importante para la comunidad. Eis no hacía sino reinar, figurar y enriquecerse cuanto podía, mientras que a él no se le concedía ni el reconocimiento público de sus méritos y, bien lo sabía Dios, no gozaba de ventaja personal alguna. Pero había en Maulen, no obstante, algunas personas que sí eran conscientes de su entrega, de su conducta animosa y honesta. El hecho de coleccionar aquellos testimonios, de repasar continuamente la lista completa, le producía una cierta satisfacción. Pero era ésta una sensación efímera que nunca le acompañaba durante mucho rato. Y menos que nunca en momentos como aquél, en que, sentado en un banco de la plaza, observaba el ir y venir de los noctámbulos y seguía con la mirada a aquellas mujeres que mariposeaban cerca del depósito de bombas, donde se alojaban los prisioneros. ¡Cuánto le hubiese gustado atrapar a aquellas criaturas viciosas, indignas de llamarse alemanas, para denunciarlas, para arrastrarlas ante un tribunal! Incluso lo había intentado algunas veces, pero sin éxito. Aquellas desvergonzadas habían sido más rápidas que él. Y las que había conseguido detener le habían mordido, arañado y dado de puntapiés hasta liberarse, lo mismo que animales salvajes.

—¿Eres tú, Amadeus? —preguntó una voz femenina desde detrás del seto—. Tienes la respiración alterada… ¿estás con alguien, o es que no te encuentras bien?

—No te acerques demasiado —dijo Neuber, que había reconocido inmediatamente la voz: era Christine Eis, la hija de Scharfke—. Si nos ven aquí juntos a estas horas, podrían pensar lo que no es.

—¡Vamos, no te hagas el interesante! —exclamó Christine aproximándose—. Qué más quisieras… Pero no soy ninguna menor.

Neuber se estremeció al escuchar aquella grosera alusión a sus antiguas y casi siempre platónicas debilidades. Aquél era su talón de Aquiles, el mayor obstáculo para su carrera, la cadena de la que ya nunca se libraría mientras viviese Eugen Eis, que estaba en posesión de una declaración jurada suya en la que confesaba tales faltas. Eis, por lo visto, había hablado del asunto con Christine, en la cama seguramente. Con Christine y con otras personas, sin duda. Incluso Schlaguweit le hacía objeto de irónicas insinuaciones. Él, hombre cultivado, con una inteligencia tan profunda y una sensibilidad artística tan aguda, verse a merced de aquella gentuza…

—¿Te ha enviado tu marido?

Christine se echó a reír con una risa breve, amarga. Se sentó en el banco junto a él, se apoyó en el respaldo y estiró las piernas despreocupadamente.

—Puedes estar tranquilo —le dijo—. No tengo intención de seducirte… Ya sé que no vale la pena intentarlo contigo. Y Eugen lo sabe también. Pasaba por aquí casualmente.

—¿Casualmente? ¿Es que confundías la escuela con el depósito de bombas?

—Más vale que te ahorres tus asquerosas insinuaciones acerca de los prisioneros. Podrían costarte muy caras…

—¡Pero, por favor! —exclamó Neuber casi suplicante—. Era una broma.

—Pues no tiene ninguna gracia. No vuelvas a decir nada parecido o sabrás quién soy.

«Ya sé quién eres», le hubiese respondido Neuber. Pero, por preocupado que estuviera, deseaba continuar viviendo. Por ello se esforzó en pronunciar unas frases conciliadoras.

—No riñamos por un simple malentendido, Christine. En estos tiempos que corren, no deben existir discordias entre las personas como nosotros. ¿No te parece?

—No pierdas el tiempo sermoneándome —replicó ella, adoptando no obstante un tono más amable—. El caso es que sólo he venido para charlar un rato contigo.

Así siguieron conversando durante algún tiempo, con la mirada perdida en la oscuridad. Las voces del pueblo fueron bajando de tono. Murmullos, cuchicheos, gruñidos, suspiros, gemidos, acabaron por hundirse en el silencio. Pero éste duró sólo unos segundos. A lo lejos comenzaba a oírse el ruido del tren.

El lejano rumor fue aumentando de volumen. Se añadieron a él los chirridos metálicos y el silbido de la locomotora. Súbitamente, el cielo se iluminó de un rojo vivo, llameante, que se apagó casi inmediatamente. Una terrible detonación atravesó Maulen, dejándolo después sumido en un silencio de muerte.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Christine en voz baja.

—Un accidente —respondió Neuber casi en un susurro—. Quizá saboteadores, partisanos o alguna otra especie de hijos de perra. ¿A dónde iremos a parar?

—Estoy cansado —dijo Alfons Materna.

—No me extraña —respondió Jacob.

Habían asistido al servicio divino con el objeto de dejarse ver por el pueblo. Nadie había dado muestras de fijarse excesivamente en ellos, pero lo cierto era que, durante el sermón, muchos de los fieles habían permanecido más atentos a la persona de Materna que al sacerdote. Ello, sobre todo, porque Alfons, a fin de echar un sueñecito, había adoptado la actitud del penitente absorto en sus meditaciones; sentado, eso sí, pero con el rostro hundido entre las manos. Y las gentes de Maulen se susurraron unos a otros: «Dicen que se pasa las noches bebiendo…». Ahora estaban sentados, él y Jablonski, en el banco del jardín, mirando absortos hacia la Colina de los Caballos, con las manos cruzadas sobre el estómago, esperando el almuerzo. Hasta su nariz llegaba el aroma del lechón que se doraba en el horno. A unos pasos del banco, Hermann dormía echado en la hierba. Descansaba sobre el lado izquierdo, con los puños cerrados próximos a la cara, uno junto a la barbilla, el otro a la altura de los ojos, como un boxeador en actitud defensiva. Roncaba suavemente, de manera irregular.

En la cocina se oían alegres voces. Pertenecían a las dos personas refugiadas que Materna albergaba en su casa de forma oficial, es decir, previa declaración del hecho a la autoridad. Estaban bromeando con los prisioneros. Pierre Ambal parecía sentirse extraordinariamente a gusto; su voz recordaba los sonidos guturales que emite el pavo real al desplegar la cola. Y no era extraño: los dos alegres refugiados eran, ni más ni menos, Hannelore Welser y Sabine Gabler. Hannelore había vivido unos años en Berlín, pero había aprovechado la primera ocasión favorable para regresar a casa de Materna. Sabine, cuando su padre fue destinado a la zona de ocupación, fue enviada a Renania, pero hubo de huir de allí a causa de los bombardeos y consiguió entonces volver a Maulen, haciendo con ello la felicidad de Jablonski. En efecto, tan dichoso se había sentido Jacob que estuvo incluso a punto de dejarlo ver.

—Parece que se divierten mucho las dos —comentó Jablonski con un asomo de reproche en la voz.

—Tanto mejor.

—Pero es que esas chicas están como quien dice prometidas…

—¡Pero no por eso van a estar siempre tristes! Aparte de que los dos novios no saben exactamente con quién están prometidos.

Se refería Alfons a una típica ocurrencia suya, mediante la cual se había llegado a una situación de esperanza y tranquilidad para todos. Tratábase de una especie de noviazgo colectivo: Hannelore y Sabine habían prometido fidelidad a Peter y a Konrad indistintamente, sin formar pareja con ninguno de los dos. En aquel momento, por el camino de Gross-Grieben, del lado derecho de la colina, apareció un camión. Tenía la carrocería pintada de tonos verdes y grises, a manchas. Avanzaba bamboleándose, pesado, amenazador.

—Me parece que es uno del ejército —observó Jablonski.

—Sí, de la SS, seguramente.

—¡Pongámonos a cubierto! —exclamó Jacob.

—No es necesario —dijo Materna—. Pero tomemos todas las medidas previstas para estos casos.

Jablonski despertó enérgicamente a Hermann y le hizo entrar en la casa. Desde fuera, a través de la ventana, gritó:

—¡Señoras, no pierdan la calma! ¡Señores, pasen al granero! Recoged rápidamente todo el material que esté a la vista. Permaneced alerta.

El camión estaba más cerca. Alfons había acertado. En la placa de matrícula se leía el distintivo SS. Y a través del parabrisas se distinguían las figuras de un oficial y del conductor, ambos uniformados de gris.

—Abre la puerta —ordenó Materna.

Jablonski, tras un instante de vacilación, fue hacia el vehículo, detenido ya ante la entrada del patio, y le franqueó el paso. El pesado camión avanzó en línea recta hasta la puerta de la casa, junto a la cual estaba Materna en actitud expectante. Jacob cerró nuevamente la gran puerta de madera del patio.

El oficial descendió de un salto, ágil como un tigre. Su rostro, aún joven, era duro y anguloso y estaba brillante de sudor. Alzó el brazo indolentemente insinuando el típico saludo e hizo una señal al conductor, quien maniobró el vehículo hasta que la parte posterior del mismo quedó inmediatamente frente a la entrada de la casa. Entonces alguien retiró la lona y bajó el tabique posterior. Dos hombres, uniformados también de gris, descendieron con movimientos rígidos y cansados, se colocaron a derecha e izquierda del camión y ayudaron a bajar a un hombrecillo pequeño y esmirriado que vestía el uniforme de los campos de concentración.

El hombrecillo, vacilando un poco, con los hombros echados hacía adelante, se acercó vivamente a Alfons. Extendió los brazos y los apoyó en sus hombros.

—¡Siegfried! —gritó Materna alegremente—. ¡Siegfried Grienspan!

Jablonski, incrédulo, se aproximó a ellos. Vio que el oficial sonreía. Los hombres de la SS dejaron las armas a un lado. Del interior del camión salieron aún otras cinco figuras, también con el uniforme de los campos de concentración.

—Os presento a mi comando especial —dijo Siegfried Grienspan haciendo un amplio gesto con el brazo—. Es la última adquisición de la unidad especial Wollnau-Grienspan.

—¿Estamos seguros aquí? —preguntó el oficial echando una mirada a su alrededor.

—¡Estamos en casa de mi amigo Alfons! —respondió Grienspan.

—¿Dónde podemos dejar el camión? —preguntó el oficial al cabo de un momento—. ¿Dónde hay que poner centinelas?

—Jacob se ocupará de eso —dijo Materna. Cuando hizo entrar a Grienspan en la casa, Alfons se sentía feliz como no lo había sido desde hacía años. —Qué alegría verte de nuevo, Siegfried— le dijo, cuando estuvieron en la sala—. ¿Cómo estás?

—Estoy vivo —respondió Grienspan, como si se tratase de un milagro—. También María vive y, dadas las circunstancias, está muy animada. Noto que cada día que pasa se siente más feliz. Sabe que este período de separación toca a su fin.

—¡Dios mío! —dijo Alfons agradecido.

A la mesa de Materna se asomó aquel día todo cuanto guardaban cocina y despensa, que, incluso en aquellos tiempos, no era poco.

Hannelore y Sabine abrieron tarros de fruta, latas de conserva y botellas. El dorado lechón descansaba en una bandeja sobre la mesa de la cocina, junto a varios platos rebosantes de jamón y embutidos.

Jablonski, con Ambal y Bonnard, montaba guardia en el exterior. Vigilaban atentamente los caminos y los campos. Pero era casi seguro que no serían molestados. Los domingos a mediodía reinaba siempre en Maulen una tranquilidad semejante casi a la paz. Era la hora de la comida, y a nadie le faltaba una gallina para echar al puchero, a los del país por lo menos. Y en aquella privilegiada tierra de Masuria tampoco conocían el hambre los prisioneros, los soldados y las criadas, ni siquiera los refugiados. Los amigos de Grienspan, atendidos por el serio Hermann, rodearon a Sabine y Hannelore. Los uniformes de la SS se mezclaban amigablemente con los del campo de concentración, formando un cuadro insólito al que Hermann y las muchachas tardaron en acostumbrarse. Y, mientras ellos comían alegremente en la cocina, Grienspan, en la sala, le explicaba a su amigo su nuevo sistema de actuación.

La idea era originaria del inagotable cerebro de Wollnau. Se le había ocurrido que podían formar una pequeña unidad capaz de moverse libremente por la zona de retaguardia sin temor a ser molestados y pudiendo, incluso, obtener facilidades a su paso.

—Eso, en la práctica, es lo que acabas de ver: un reducido comando de la SS provisto de una colección de autorizaciones especiales, al que a nadie se le ocurrirá poner dificultades. Llevamos una misión importante: transporte de unos prisioneros evadidos de un campo de concentración y capturados de nuevo. Hermann, sorprendido, preguntó dónde y cómo habían conseguido el material, las armas y los documentos. Grienspan explicó que lo habían «tomado en préstamo», en territorio polaco, a una unidad de la SS. Todo era, pues, auténtico: los papeles, el camión, las pistolas ametralladoras y los uniformes.

—¿Y los hombres?

—También son auténticos. Excepto algunos detalles, naturalmente. El oficial es un oficial de verdad, un teniente del ejército, pero desertor desde el veinte de julio. De los otros tres soldados, uno es también desertor, y los demás son perseguidos políticos, que se unieron a nuestro grupo hace ya meses. Y nosotros seis somos casi exactamente lo que representamos: viejos resistentes, y entre ellos yo, un judío.

—¡Lo que debes de haber pasado, Siegfried! —dijo Materna.

—Soy duro de pelar. Y tengo amigos. Una vez, Alfons, no quisiste dejarme morir. Y los hombres, creo yo, sólo quieren morir una vez en la vida… o bien, siempre. Pero yo no soy de estos últimos, así que mal que bien, vivo. Y para ello, tengo que matar a los que quieren matarme. Es muy sencillo.

Jacob les había traído una botella de vino de Franconia de las que tenían bien guardadas. Sentados uno frente a otro, se observaban con mirada escrutadora y, al mismo tiempo, llena de afecto fraternal. Constataron que habían envejecido. La red de arrugas que cubría sus rostros se había hecho más densa. Alfons miró conmovido los cabellos de su amigo, estirados como alambres, que se habían vuelto grises y escasos. Siegfried creyó descubrir una expresión fatigada en los ojos azules de Materna.

—Ya casi lo hemos conseguido —dijo Grienspan.

—Sí, ya no falta mucho.

Siegfried alzó su vaso lleno y lo miró a contraluz. El vino centelleaba como las gotas de lluvia sobre las tiernas hojas del abedul.

—Espero el día —dijo— en que podremos pasear por este pueblo tú y yo sintiéndonos en nuestra casa. Será magnífico.

—Tú eres un soñador —dijo Materna apaciblemente, apurando su vaso—. Seguramente es esto lo que te ha conservado la vida.

—¿Es que te has desanimado, Alfons? ¿Tú, precisamente?

—He dejado de hacerme ilusiones, eso es todo. Ya no soy capaz de imaginarme a mí mismo siendo feliz en Maulen. Mi fantasía ya no alcanza para pintar la alegría de ninguna fiesta, ni siquiera la de un banquete fúnebre de los que celebramos por aquí.

Grienspan meneó su cabeza gris. Su mano derecha asió el vaso vacío como lo haría con una granada de mano.

—Tú quieres decir que las cosas que han pasado ya nunca podrán borrarse. ¡Claro que no! Pero no todo se acaba aquí: estamos nosotros.

—Pero ¿quiénes somos nosotros, Siegfried? Hombres que quieren parar a los tanques con las manos; niños que intentan atravesar un pantano, hormigas bajo las botas de los caminantes…

—Vamos, Alfons, tú has hecho mucho. Más que suficiente. Ahora sólo tienes que esperar. Materna rió brevemente.

—Yo podría matar a Eis, por ejemplo, pero su sucesor está ya al acecho, y es peor que una víbora. Y no tengo el valor de erigirme en juez… No soy lo suficientemente despótico y cruel al mismo tiempo.

—La cuestión es si esta actitud no contribuye a prolongar la guerra —dijo Grienspan.

Alfons meneó la cabeza y llenó nuevamente los vasos.

—Por lo visto, tú crees aún que en este mundo existe una especie de justicia final. Crees que la culpa lleva tras de sí la expiación, ¿no es cierto? Quizá en el cielo.

—Los lobos no saldrán de ésta, Alfons.

—Yo no estoy tan seguro. Temo, más bien, que saldrán mejor librados que las ovejas. Es lo que les ocurre siempre.

—Dejemos esto —dijo Siegfried—. No he venido para pelearme contigo. Tampoco te pido que colabores con nosotros, sino que nos prestes alguna ayuda. Necesitamos provisiones, municiones, gasolina y medicamentos.

—Te daré todo lo que tengo.

Grienspan inclinó la cabeza en señal de agradecimiento.

—Otra cosa aún, Alfons. Tú podrías ayudarnos quizá, gracias a tus numerosas relaciones. Ayer por la noche, cerca de Geierswalde, fue volado un tren de municiones. ¿Sabes tú quién lo ha hecho? Quisiera ponerme en contacto con ese grupo. ¿Tienes alguna idea de a quién puedo dirigirme?

Alfons, sonriendo, asintió.

—¿Quiénes son?

—Nosotros.