IX

Hay que celebrar las fiestas el día en que caen, aun cuando deban caer algunos para poder celebrar fiestas.

Un tanto deprimidos, los hombres de la SA estaban sentados formando un círculo, con los heridos en el centro. Un camarada que había estado en el servicio sanitario había tenido que hacer un buen número de curas de urgencia. «Bubi» Kusche estaba tendido en una camilla que habían colocado sobre la mesa, en el centro de la habitación. El doctor Gensfleisch estaba ya avisado y llegaría de un momento a otro.

—¡A pesar de todo, hemos vencido! —gruñó Kusche, poniendo en aquella afirmación todas las energías que le quedaban—. Aunque no haya sido una victoria completa.

Pero, entre todos, hallaron numerosos argumentos para justificar aquel hecho. Había, en primer lugar, el sol, cuyos rayos cegaban. Y aquel suelo pantanoso que les hacía resbalar una y otra vez. Además, llevaban pocas armas: con el espadín solo no se podía hacer gran cosa. ¡Y los perros! Sólo aquel profundo amor a los animales que les caracterizaba les había impedido actuar con ellos sin contemplaciones.

—¡Y la organización! —dijo Schlaguweit, que se había excusado de participar en la acción por causa de la grave enfermedad de un familiar próximo—. Es evidente que la organización dejaba mucho que desear.

—¡Ah! —gimió Kusche, cerrando los ojos en un gesto de dolor—. ¡Echarme esto en cara a mí! ¡Qué injusticia! La discusión se suspendió momentáneamente debido a la llegada del doctor Gensfleisch, que venía animado y diligente.

—¡Caramba! —exclamó ya desde el umbral—. ¿Qué es lo que habéis celebrado hoy?

Les hizo objeto de un rápido examen y diagnosticó: una probable fractura de cráneo, dos conmociones cerebrales, tres fracturas de costilla, cuatro heridas, cinco desolladuras y seis enormes chichones. Decidió que cinco de los pacientes debían ingresar en el hospital, entre ellos «Bubi».

—¿Es grave? —preguntó.

—Puede tardar dos o tres meses en reponerse —respondió Gensfleisch—. Quizá más.

—¡Haga usted todo lo que sea necesario, doctor! —exclamó Schlaguweit con vehemencia, mostrando un vivo interés.

Gensfleisch acompañó a los cinco heridos al hospital. A continuación, atendiendo una llamada urgente, se dirigió a Gross Siegwalde. «Hemos tenido un accidente de caza, una caída de caballo», le había dicho el barón.

Encontró a Eis echado en un sofá y rodeado de seis aristócratas y un miembro de la burguesía. El herido, al verle, intentó sonreír valientemente y se señaló la pierna rota.

—Le hemos administrado un ligero narcótico —dijo el barón, mostrándole una batería de botellas.

El médico examinó detenidamente las botellas en cuestión y cogió una de ellas: licor de frambuesa de la Selva Negra. El barón le indicó con un gesto que aprobaba la elección. Gensfleisch bebió pausadamente. Cuando hubo apurado la copa, se volvió hacia Eis y examinó su pierna.

—Nada grave —dijo—. Fractura del hueso. Unas semanas enyesado y nada más.

—¿Semanas? —preguntó Eis incorporándose.

—O meses, incluso, si no es usted razonable.

—¡Haga usted cuanto pueda, doctor! —exclamó el barón, con la misma vehemencia que pusiera antes Schlaguweit en sus palabras.

En un gesto teatral, Alarich pasó su brazo por los hombros del médico y le llevó aparte.

—Tómese el tiempo que haga falta —dijo—. No se apresure. La salud es lo más importante de todo.

—¿Qué es lo que ha ocurrido hoy? —le preguntó Gensfleisch en confianza—. Parece que la mitad del pueblo ha sufrido heridas.

—Espero que sea la mitad que nos conviene, doctor.

—Eso parece —respondió el médico cautamente—. Por mí, desde luego, no quedará. Yo considero que, tratándose de la salud de mis pacientes, todos los esfuerzos son pocos.

—Y no repare usted en gastos. Eso corre totalmente de mi cuenta.

—Me parece muy bien. Sólo espero que no sea usted el único de por aquí que se preocupa tanto por la salud pública…

El barón se echó a reír.

—¡Es usted muy perspicaz, doctor! Salude al señor Materna de mi parte y cuéntele con detalle el accidente de mi estimado huésped señor Eis. Le interesará, seguramente.

El doctor Gensfleisch subió a su pequeño automóvil, un vehículo que trepidaba fuertemente, y se dirigió a la casa de Materna. Una vez allí, encontró en primer lugar a Jablonski. Como si fuese lo más natural en aquellos momentos, le ofreció sus servicios profesionales. Jacob le miró entre sorprendido y desconfiado.

—¿Qué dice usted? Aquí no necesitamos ningún médico.

—¿Y no necesitan alguna otra cosa? ¿Un amigo, quizá?

—Eso es algo que se ha vuelto muy escaso en estos tiempos —dijo Jacob lentamente—. Voy a anunciarle a usted.

Alfons salió inmediatamente a recibirle. Le hizo pasar a la sala y le preguntó:

—¿Cómo se le ha ocurrido a usted que alguno de nosotros podía necesitar un médico?

El doctor le relató con todo detalle su visita a los heridos de la SA. Materna le escuchaba atentamente. Gensfleisch concluyó diciendo:

—Todo efecto tiene su causa. Una herida en la cabeza nunca va sola, como si dijéramos. Generalmente, el autor de la herida recibe también algo.

—Eso depende de lo dura que tenga la cabeza —dijo Alfons sonriendo—. Además, aquí en Maulen, ¿qué importancia tiene una buena pelea? Se trata de un esparcimiento popular tan inocente como cualquier otro.

—Para usted quizá sí, señor Materna. Sus hombres han pegado muy bien.

—¿Es que le han dicho esto los de la SA?

—Ellos se guardarían mucho de decir una cosa semejante.

—Creo que debería usted probar mi vino de grosellas, doctor. Se lo recomiendo especialmente.

Gensfleisch asintió con la cabeza. Alfons fue hacia el armario de la pared y tomó una botella y vasos.

—Así que ha visitado usted a unos heridos y entre ellos había algunos hombres de la SA. Bien, eso no quiere decir nada especial. Una casualidad, nada más. Quizá se trataba de heridas leves producidas en alguna sesión de entrenamiento en deportes militares. Es algo que puede parecer muy verosímil a determinados oyentes.

—Daré, pues, esta versión siempre que me pregunten, señor Materna.

Alfons alzó su vaso.

—¿Y a qué se debe tanta amabilidad, señor doctor?

—Me causa admiración lo que usted está haciendo.

Materna le miró con expresión severa.

—Doctor, yo no he hecho nada digno de admiración en ningún sentido.

Gensfleisch, inquieto, se puso en pie. Era un hombre de mediana estatura, de rostro sin arrugas, ojos cansados y manos nerviosas.

—¿Desconfía usted de mí? —dijo—. Está en su derecho. Todo el mundo está en su derecho de desconfiar, hoy día. Y no hay que olvidar que yo he firmado muchos certificados de defunción con los ojos cerrados, como quien dice.

—Creo conocer los problemas que usted tiene. ¿Por qué, pues, quiere buscarse otros?

—Porque quisiera volver a sentirme satisfecho de algo, aunque fuera en secreto. ¿Me comprende? Además, creo que lo de hoy podría tener consecuencias muy graves para usted. Ya sé que ha tomado sus precauciones, sí, pero ¿son suficientes?

—¿Tiene alguna propuesta?

—Creo que debería usted proporcionar a la SA una especie de compensación por los palos que han recibido; eso les apaciguaría. Le sugiero que inventemos, sin más, algunos heridos entre sus hombres.

—Muy bien —dijo Materna, hundiéndose en su sillón—. Ya que se empeña usted en colaborar, podemos empezar ahora mismo. Le propongo algo de su especialidad: un certificado de defunción.

Por unos instantes, Gensfleisch le miró asombrado e incrédulo. Después echó mano a su cartera, la abrió y extrajo de ella algunas hojas de papel.

—Llevo siempre conmigo los formularios —explicó—. Es algo que se ha convertido en necesidad habitual de la profesión. Llevan incluso el sello oficial. Bien, usted dirá.

—Guarde eso, doctor —dijo Alfons—. No quiero que tenga usted que arrepentirse de haberme ofrecido ayuda.

Pero el médico estaba llenando ya el formulario.

—¿Qué nombre debo escribir?

—Wollnowski —respondió Alfons—. Erik Wollnowski.

—¿Causa del fallecimiento?

—La dejo a su elección.

—Pondremos algo adecuado a las circunstancias. Digamos… fractura múltiple de la base del cráneo, hemorragia cerebral. Es verosímil y tendrá los efectos deseados, porque salva el honor de la SA. Y en determinadas circunstancias podría crearles problemas a ellos. ¿Qué son unas pocas fracturas en comparación con un muerto?

—Y en determinadas circunstancias también, doctor, esto podría costarle a usted algo más que su trabajo —dijo Materna, tomando el documento que Gensfleisch le entregaba tranquilamente—. Está usted arriesgando la cabeza.

—Hace ya años que arriesgo la cabeza. Sólo que, afortunadamente, nadie se ha enterado aún. ¿Desea usted algo más?

—¿No quiere usted saber lo que pienso hacer con este papel?

—No es preciso. Quizá más tarde, cuando todo esté arreglado.

—¿Cómo puedo darle las gracias, doctor?

—Regáleme usted una botella de su exquisito vino de grosellas. O aunque sean tres.

—De momento, sólo tres. Así volverá usted pronto.

Cuando Amadeus Neuber supo que, debido a un accidente de caza, el representante del Gobierno y jefe del grupo local del Partido Eugen Eis no podría atender a sus funciones durante un lapso de tiempo indeterminado, hizo una breve inclinación de cabeza para expresar su gratitud al hado favorable: Maulen estaba ahora bajo su mandato.

Muy diplomáticamente, su primera gestión oficial en su calidad de «lugarteniente del representante del Gobierno y jefe del grupo local del Partido y representante del mismo en su ausencia» consistió en hacer una visita a Eis.

Eugen, que se había negado en redondo a ser trasladado al hospital, se encontraba instalado en su cama, con un voluminoso vendaje enyesado cubriéndole la pierna.

—Pero ¿cómo ha podido ser? —exclamó Neuber—. Esto tiene mal aspecto. Puede durar bastante tiempo, ¿no?

—Qué dice usted —gruñó Eis—. Yo soy fuerte como un toro. No me mire con esa cara, Neuber, no pienso morirme de ésta ni mucho menos. Y no le quitaré ojo a ninguno de ustedes, sépalo bien.

—Por lo que respecta a la dirección del grupo local, puede usted estar tranquilo, señor. Le doy mi palabra de que todo marchará según sus deseos.

—Así lo espero. Quiero que se me tenga al corriente de todo y con todos los detalles.

—Desde luego —dijo Amadeus.

Y tras desear a su jefe una «pronta mejoría», se escabulló rápidamente.

Se dirigió entonces a las oficinas del partido. Su primer visitante fue Ernst Schlaguweit, que se detuvo en el umbral, saludó brazo en alto y le dio la enhorabuena. Y añadió después familiarmente:

—Lo hemos conseguido, ¿eh? Por fin soplarán aquí otros vientos.

Recibió permiso para sentarse y lo hizo. Como le interesaba aparentar una disciplina perfecta, esperó en silencio a ser interpelado.

—¿Cómo va la SA? —preguntó Neuber.

—Vuelve a estar dispuesta para la lucha.

—¿Cuántas bajas?

—Hay cinco hombres que deberán permanecer fuera de servicio durante algún tiempo. Entre ellos el camarada Kusche.

—Lamentable. No obstante, lo sucedido cae, en parte, bajo su propia responsabilidad. Bien, nosotros intentaremos llevar las cosas adelante lo mejor posible.

Schlaguweit podía imaginar lo que sucedería ahora. Y en efecto sucedió: Neuber le encomendó la dirección de la SA.

—A título provisional, de momento. Solicitaremos la conformidad de las autoridades competentes.

—Se lo agradezco muchísimo, señor —exclamó Schlaguweit, rojo de emoción su inexpresivo rostro de carnero—. Nunca olvidaré esta prueba de confianza.

—Así lo espero —declaró Neuber—. Porque ha llegado por fin el momento de comenzar una plena colaboración entre usted y yo. Era necesario y urgente. Podemos empezar ahora mismo. ¿Cuáles son los planes inmediatos de la SA?

—Los que crea conveniente la dirección del grupo local.

A Neuber le agradó oír aquello. Era un reflejo del nuevo espíritu de trabajo que él aspiraba a instaurar. ¡Era el dueño de Maulen!

—Quizá podríamos empezar por arreglarle las cuentas a Materna —sugirió Schlaguweit.

Aquella propuesta causó a Neuber una cierta sorpresa.

—Sí —respondió—. Materna sigue siendo el primero de nuestra lista, desde luego. Pero eso puede esperar. Antes tenemos otras cosas mejores que hacer.

—¿Cuáles, si me permite la pregunta?

—¡La gran fiesta popular, Schlaguweit! ¡La conmemoración del vigésimo quinto aniversario de la gloriosa batalla de Tannenberg! Ahora ya nada se opone a su celebración.

Una inquietante noticia salió de la casa de Materna y se propagó por el pueblo: había un muerto, una víctima de aquel choque sangriento.

Al principio, tal como había previsto Materna, los hombres de la SA se sintieron satisfechos y orgullosos: habían infligido graves pérdidas al enemigo y podían considerarse de nuevo valerosos y temibles en la batalla. Pero no hicieron aspavientos. Sólo Neuber cayó en la cuenta inmediatamente de que aquello podía encerrar algún peligro. Hizo llamar en seguida a Schlaguweit y le dijo:

—A partir de este momento y hasta nueva orden, que la SA no se deje ver por el pueblo.

Schlaguweit no comprendió.

—Pero mis hombres quieren celebrar su victoria… y mi nombramiento.

—¡Nada de celebrar! ¡Me haréis el favor de manteneros apartados de la circulación y de no decir ni una palabra sobre este asunto! ¡Punto en boca! ¿Entendido?

—Sí, señor —dijo Schlaguweit sombrío, cruzando las manos con fuerza hasta que le crujieron las muñecas.

Neuber, algo inquieto, se fijó en él. Pensó que aquel hombre tenía, quizá, más ideas propias de lo que él había imaginado. Por ello se molestó en explicar:

—Las heridas se curan. Nuestros compañeros internados en el hospital saldrán un día u otro. Pero un muerto es muy diferente. ¡Y más en manos de Materna! Si no andamos con cuidado, este asunto puede acarrearnos un disgusto.

De todo Maulen, la persona más sorprendida por la noticia fue el supuesto difunto, cuando Alfons, sin una palabra, le mostró el documento. Wollnau no daba crédito a sus ojos. En aquellos momentos, en el granero, Jablonski, ayudado por dos de los polacos, daba los últimos toques a un sencillo ataúd de madera de pino pintada de negro con cantoneras de hojalata y asas de hierro. Una vez terminado, lo llenaron de piedras y lo cerraron.

—¿Qué significa esto? —preguntó Wollnau, atónito—. ¿Por qué se me declara muerto?

—Porque en estos momentos nos es mucho más útil un Wollnowski muerto que uno vivo.

Wollnau meneó la cabeza. Materna prosiguió:

—Usted sabe que, cuando Eis decidió meter la nariz en nuestra empresa, se puso pronto sobre su pista. Al principio se contentó con amenazarnos y el barón consiguió distraerle. Pero ahora tiene mucho tiempo para reflexionar. Y nadie sabe lo que puede estar tramando su lugarteniente.

Wollnau comenzaba a comprender lo que se esperaba de él.

—¿Quiere usted decir que no puedo permanecer por más tiempo en Alemania?

—Así es, señor consejero, y lo siento. Temo que de aquí en adelante no podría ya responder de su seguridad. Ni de la mía, mientras estuviera usted aquí.

—¿Cuándo debo marcharme?

—Esta noche. Yo mismo le acompañaré hasta la frontera de Polonia. Cuando le sepa a usted en compañía de mis amigos estaré tranquilo. Ellos le esperan ya y se alegran de recibir su visita.

—Me voy contra mi voluntad —dijo Wollnau, entristecido—. Pero respeto sus razones. Si Erich Wollnau ha desaparecido y Erik Wollnowski ha muerto, la investigación oficial queda cerrada.

—Sí. Aunque yo pienso resucitar el asunto si se presenta la ocasión. Para cuando quiera utilizarlo, dispongo de una muerte causada por la SA. Quién sabe lo que puede valer.

—Es curioso todo esto —dijo el consejero, que parecía ya resignado a su suerte—. Quizá nunca volveremos a vernos.

—¿Qué le hace a usted pensar tal cosa? No creerá que voy a dejar escapar así como así una colaboración tan valiosa como la suya. Eso se ha discutido ya y seguimos contando con usted. En nuestra agencia de viajes vendrá muy bien un socio de sus aptitudes.

Los ojos de Wollnau se iluminaron.

—Éste es un espléndido regalo de despedida —dijo.

—Oh, nada de eso. Me limito a aprovecharme de usted. No encontraríamos fácilmente un asesor jurídico, organizador e intérprete de su categoría.

Alfons pasó entonces a explicarle con todo detalle el funcionamiento de la agencia de viajes. Venía a ser ésta una empresa privada con dos socios: Materna y Grienspan. El capital procedía de ambos.

La frontera que separaba la Prusia Oriental de Polonia estaba, en teoría, perfectamente guardada, pero existían algunos puntos por donde se podía atravesar clandestinamente, y Jablonski los conocía casi todos. Por otra parte, el inspector general de aduanas, un hombre llamado Bartels, había sido compañero de guerra de Materna y, como él, había vuelto de los campos de batalla con la convicción de que las vidas humanas no deben ser sacrificadas a las ideologías ni a las ansias de poder. Una vez en Polonia, los viajeros no tenían prácticamente ninguna dificultad; de ello cuidaba Siegfried Grienspan.

—Una cosa puedo decirte ya desde ahora, Alfons —dijo Wollnau—: el tráfico de pasajeros debe aumentar.

—¡De acuerdo, Erich! —exclamó Materna—. Por mí no quedará. Haré todo lo que pueda. Y algún día quizá vendré yo mismo a reunirme con vosotros.

Al día siguiente, acompañado de Jablonski, tres obreros polacos y dos perros, se presentó Materna en Maulen. Su presencia fue observada con preocupación por los más diversos sectores de la población, pues se encaminó directamente a la gendarmería. El gendarme Gabler había conseguido huir a tiempo. Como había hecho ya alguna otra vez, saltó la empalizada posterior de su jardín y desapareció. Pero aquello era precisamente lo que Alfons esperaba y deseaba que sucediera. Sabine le había dicho: —El viejo tiene un miedo terrible de que presentéis una denuncia. Si lo hicierais, no sabría qué hacer.

También Materna tenía miedo, en cierto modo. Su posición era extremadamente delicada. Si no denunciaba la «muerte» de Wollnowski, ello podía dar lugar a especulaciones que en nada le beneficiarían. Si, por el contrario, llevaba a efecto la denuncia, sería imprescindible exhibir el supuesto cadáver. Por ello, la huida del gendarme de sus responsabilidades le tranquilizó en gran manera. Ocultando su satisfacción y esforzándose por conservar su expresión adusta y resuelta, se encaminó al ayuntamiento. También Uschkurat intentó escapar al verles, pero Jablonski le atrapó y le hizo sentarse de nuevo tras su escritorio. Y allí estaba ahora, esforzándose en poner de manifiesto su insignificancia.

—No sé qué quieres de mí, Materna…

—¡Han matado a golpes a uno de mis hombres!

—Yo no tengo nada que ver con eso… Nada en absoluto…

—¿Es o no cierto que hiciste venir aquí a Jablonski con engaños?

—¿Cómo puedes achacarme una cosa así? —exclamó Uschkurat, excitado—. ¡Como si no tuviera ya bastantes problemas! ¡Pero no lo aguanto más! Pienso dimitir de mi cargo.

Ignaz Uschkurat, que había sido un campesino robusto y vigoroso, de nervios de acero y puños de piedra, era ahora un hombre quebrantado, aplastado.

—Echaré sobre ti ese cadáver, Uschkurat. Después, por mí, puedes retirarte si quieres. Por cierto que hubieras debido hacerlo hace ya mucho tiempo. Habría sido bueno para tus campos.

Consciente de que no tenía sentido acusar a Uschkurat y precisamente por esta razón, Materna pasó a relatar los hechos a su manera. El despacho del alcalde era el mejor estercolero donde arrojar aquella sucia historia. Desde allí, el hedor se extendería por todo Maulen.

—Ayer, con tu ayuda, Uschkurat, intentaron atraer a Jablonski a una trampa repugnante. En el último momento consiguió huir. Pero le persiguieron y entraron incluso en mis tierras, hasta el lugar donde se encontraban casualmente mis obreros. Les atacaron y ellos se defendieron. Uno de mis hombres resultó muerto. Y estoy aquí para denunciar al autor de esa muerte.

—¡Pero, por favor, no me presentes esa denuncia a mí! —le suplicó Uschkurat—. ¡Eso cae bajo la responsabilidad del gendarme!

—Cierto, pero él esquiva esa responsabilidad. Y el más responsable después de él es el alcalde. ¡Así pues, Uschkurat, tienes que hacer algo!

—Pero ¿qué es lo que he de hacer, Dios mío, qué es lo que he de hacer?

—Eso lo sabrás tú —declaró Alfons tranquilamente.

Y diciendo esto se puso en pie y, acompañado de Jablonski, de sus tres obreros y de los dos perros, salió del despacho.

Alarich von der Brocken contribuyó también a sembrar la inquietud en Maulen. Llegó a lomos de Adolf II, se detuvo en medio de la plaza, junto al monumento y reclamó a voces la presencia del gendarme.

—Ha salido —le dijo Sabine amablemente.

—¡Ah, muy bien! —tronó el barón, haciéndose oír en cien metros a la redonda—. ¡Hay muertos por todas partes y el gendarme no está en su puesto! ¿Qué les parece? Hizo dar media vuelta a su caballo y se dirigió a casa de Eis. Una vez allí, echó pie a tierra y manifestó su intención de hacer una visita al herido.

—¿Qué, amigo mío? ¿Cómo sigue usted?

—Bien, gracias —dijo Eis lacónicamente a fin de dar una impresión viril y estoica.

—Ya me imagino que necesita usted tranquilidad —comenzó el barón—. Y me parece muy bien que se la tome. ¡Pero no puedo por menos de decirle que este pueblo es una casa de locos!

—¿Cómo dice?

—Una casa de locos. Aparte de usted, quiero decir. Apenas cae usted enfermo, se desatan todos los demonios del infierno.

—Si se refiere usted al hombre de Materna que ha muerto, señor barón, ¿qué tiene de particular? En todas partes mueren personas constantemente.

—Permítame que le explique, amigo mío. Recuerde usted que el muerto era uno de los obreros que trabajan en la desecación del pantano. Y yo participo en esa empresa. Por lo tanto, el muerto era también uno de mis hombres.

Eis se quedó un momento desconcertado. Se sentía enormemente obligado hacia el barón. A él le debía la alegría de vivir que le invadía desde hacía algún tiempo.

—Eso lo cambia todo, naturalmente —declaró—. Voy a intervenir inmediatamente. ¡Esos desgraciados sabrán quién soy yo! ¡Armar todo este fregado a mis espaldas!

El barón estaba sorprendido. Había esperado que Eis eludiera o desviara la discusión. Aquella explosión de actividad no coincidía en absoluto con los intereses de Materna. Alfons le había enviado a visitar al mandarrias de Maulen con el fin de perturbar un poco su tranquilidad, pero ahora Eis amenazaba con remover cielos y tierra para reparar la ofensa.

—¡No se excite usted, señor Eis, por favor! —le suplicó—. Eso podría perjudicarle, y todo este asunto no merece la pena.

—Pero, señor barón, nosotros somos compañeros de caza y…

—Precisamente por eso, mi querido Eis, no debemos permitir que una cosa así perturbe la armonía que reina entre nosotros. Evitemos el escándalo innecesario. Arreglemos este asunto entre usted y yo.

—Señor barón, debo decir que me admira la comprensión de que hace usted gala.

Alarich respiró, aliviado. Había pasado el peligro de que se desencadenara un ciclón de consecuencias imprevisibles. No obstante, un vientecillo frío que no saliera del ámbito de Maulen sí respondía a los deseos de Materna. Y por ello dijo:

—Estamos de acuerdo, pues. Llamará usted la atención a aquellos de sus subordinados que actuaron precipitadamente, ¿verdad? ¡Hay que sujetar bien las riendas cuando los caballos quieren desmandarse!

Así lo hizo Eis sin pérdida de tiempo. Se lo había prometido a su amigo, y, además, él nunca desperdiciaba ocasión de despabilar a sus esbirros. Hizo llamar, pues, a Neuber, Schlaguweit y Uschkurat. No tardó en tenerles a los tres junto a su lecho. Alarich, entretanto, se hallaba en la sala, recibiendo las amables atenciones de la señora Brigitte. La observó con admiración de los pies a la cabeza y dijo galantemente:

—En todos sus gestos, señora, hay una vitalidad, una gracia extraordinarias. Es usted fascinadora.

Brigitte no dejó ver que se sentía halagada. Se trataba del cumplido de un experto.

—Todo el mundo dice que es usted entendido en la materia, señor barón. Por mi parte, no hay nada que decir, salvo que soy casada. Además, soy la hija de Alfons Materna.

—Lo primero no ha sido nunca un impedimento para sentir entusiasmo. Y respecto a lo segundo, su padre de usted me agrada también. Estamos en muy buenas relaciones. Cosa que mi hermana ve con placer.

—Mi padre se alegrará de saberlo.

—Lo sabe ya. Mi hermana es como una delicada pieza de porcelana envuelta en sedas, pero en presencia de Alfons cambia completamente, se adapta a él. ¿No deberíamos imitarles? ¿Qué me dice usted?

—Que podríamos hablar de ello con calma —respondió Brigitte amablemente—. A la próxima ocasión propicia. De ocasiones propicias se hablaba también en la habitación contigua.

—¡El hecho de que yo esté clavado en la cama no debe ser razón para que nadie piense que ha llegado la ocasión propicia para hacer lo que le venga en gana!

—Yo nunca me hubiera permitido hacer tal cosa —respondió prontamente Neuber—. En estos momentos estoy absorbido por mi obra. Y no cometo con ello incorrección alguna.

—No, mientras todo ande por los cauces establecidos. Pero matar a ese polaco ha sido una imbecilidad intolerable. Porque no se trataba simplemente de un obrero de Materna, sino también del barón. Y eso cambia radicalmente el asunto. ¿Es que a nadie se le ocurrió pensar en esto?

A nadie se le había ocurrido. Por ello dijo Schlaguweit:

—Lo único que yo puedo decir es que, bajo mi mandato, la SA nunca hubiera incurrido en un error semejante. Yo advertí de lo que podía pasar. ¡Lo advertí varias veces!

—Por consejo mío —señaló Neuber.

Y Uschkurat se apresuró a declarar: —Yo tampoco veía muy claro el asunto. Presentí que podía suceder algo.

—¡Pero el caso es que ya está hecho! ¡Y ahora vais a hacer lo imposible para enderezarlo! ¡Y de prisa!

—El gendarme rechazará toda provocación —afirmó Schlaguweit—. Ya he hablado con él en este sentido.

—Yo pongo mi cargo a vuestra disposición —dijo Uschkurat—. Estoy dispuesto a cargar con toda la culpa con tal de recobrar mi tranquilidad.

—Hay algo que, con toda seguridad, calmará los ánimos —aseguró Neuber—: la representación de mi obra épica. Organicemos una fiesta y veréis cómo la gente se pone a pensar en otra cosa. No será la primera vez…

—Por mí, haced lo que queráis —dijo Eis más tranquilo—. El caso es que no haya problemas.

Con ello quedaba zanjado el asunto que hubiera podido convertirse en un peligro, más para Materna que para el Partido. El entierro de Wollnowski podía llevarse a cabo sin más tardanza. Fue una ceremonia que no tenía precedentes, ni siquiera en Maulen. Ninguna campana dejó oír sus sones. Ninguna delegación se trasladó al pueblo para rendir un último homenaje al difunto. Y al nuevo pastor, un hombre delgado, de voz débil y enormes pies, que había llegado a Maulen hacía poco, no se le requirió para nada.

En el pueblo no reinaba tampoco ninguna animación desacostumbrada con motivo del entierro. No se había anunciado ninguna reunión en la taberna. La SA, por su parte, manteniéndose a una respetuosa distancia, se encargó de evitar la aglomeración de curiosos en las calles. La gente, pues, se retiró a sus casas. Sólo los más empedernidos fisgones asomaron la nariz por entre los visillos cuando pasó la comitiva fúnebre.

Cuatro caballos criados por Materna tiraban del coche en el que iba el ataúd. Eran animales nobles, de magnífica musculatura y pelaje suave, brillante como la seda. Su trote era vivo e inquieto. Jablonski los guiaba con mano segura. Detrás del vehículo seguían a pie Alfons Materna y los catorce trabajadores polacos, con su andar pesado propio de los leñadores. El cementerio estaba desierto. Los cipreses estaban inmóviles, sin vida. Hasta los pájaros parecían haber enmudecido.

—Todo ha salido bien —dijo Jablonski.

—Todavía no está el ataúd bajo tierra —replicó Alfons.

No tardó mucho en estarlo. Las fuertes manos de todos se pusieron al trabajo y al poco rato estaba cubierta de nuevo la fosa y formado el túmulo. Sobre él fueron depositadas tres coronas: una de Materna y Jablonski, otra de los obreros y una tercera enviada por el barón, que llevaba inscrita en la cinta la significativa frase: «Muerte, ¿dónde está tu aguijón?».

—Y ahora la lápida, de prisa —dijo Alfons—, y podremos irnos de aquí por fin.

La lápida, ideada, encargada y pagada por Materna, estaba en una caja de madera cerca de la tumba. Desmontaron la caja, retiraron la envoltura de papel y quedó al descubierto un bloque de mármol blanco y negro pulimentado que llevaba la inscripción:

Aquí descansa

Erik Wollnowski,

consejero,

que buscó su patria

mas no consiguió encontrarla.

Amadeus Neuber trabajaba en su obra con ardor y emocionada esperanza.

—Espero y deseo que nadie deje de asistir —había dicho—. En esta ocasión se pondrá de manifiesto nuestra apertura espiritual. Hago un llamamiento a todas fuerzas constructivas, a todas las fuerzas del futuro.

De numerosos puntos llegaron comunicaciones en las que se aceptaba y agradecía el honor de participar en un acontecimiento tal. Ninguna organización del Partido desoyó la llamada. A Neuber le hacía feliz la confianza que todo el mundo mostraba en aquella iniciativa suya; tenía la agradable impresión de que Maulen se dejaba guiar por él.

—Será una fiesta de la que se acordarán nuestros nietos —aseguró—. Me quedan aún por retocar algunas escenas, pero acabaré mi obra a tiempo.

Ya antes de que estuviera totalmente terminada, organizó una primera lectura de la pieza para sus colaboradores más inmediatos, a fin de oír su opinión y tratar con ellos de algunas cuestiones referentes al reparto. Leyó unos fragmentos característicos de tres de las escenas:

(De la primera escena)

«Cuartel general de Tannenberg. La estancia es sencilla y austera, pero digna. Hindenburg y Ludendorff.

Ludendorff. —Los rusos están en mayoría.

Hindenburg. —Pero el espíritu vencerá».

(De la segunda escena)

«Cuartel general de los rusos. Es un lujoso palacio. El ambiente parece perfumado. Samsonow y Rennenkampf.

Samsonow. —¿Quién es ese tal Hindenburg? ¡En mi vida he oído hablar de él!

Rennenkampf. —Le aniquilaremos, como aniquilaremos todo cuanto se interponga en nuestro camino. ¡Lo destruiremos, lo arrasaremos todo como una apisonadora! ¡No dejaremos piedra sobre piedra!»

(De la tercera escena)

«Posada en un pueblo de Masuria. Dos soldados alemanes conversan. Son sencillos y vigorosos.

Soldado 1.° —Les acorralamos en los pantanos y les matamos a todos. ¡Los demás todavía corren como conejos!

Soldado 2.° —Todo esto se lo debemos a nuestro Hindenburg.

Soldado 1.° —Sí. Hindenburg es un verdadero alemán. Cuando se trata de la patria, no conoce la piedad».

—¡Fantástico! —exclamó Schlaguweit aplaudiendo—. ¡Se siente realmente aquello que dicen de que esta tierra es sagrada! Los demás aplaudieron también con entusiasmo. Neuber hizo una inclinación, modesto y orgulloso.

—¿Y cómo es el final? —preguntó Schlaguweit—. No nos haga usted esperar hasta el día de la representación para saberlo, señor jefe local.

Neuber hizo como que pasaba por alto, indulgente, el tratamiento que se le daba.

—Si tanto insisten —declaró—, no podré negarme a darles a conocer otro fragmento, éste de la escena final.

»Colina de los Generales. Amanece. El cielo se tiñe de un hermoso color rojo. Hindenburg, solo. Ludendorff corre hacia él.

Ludendorff. —¡La victoria es nuestra, definitivamente!

Hindenburg. —Nunca he dudado que sería así. Siempre he sabido que puedo confiar en mis bravos soldados.

Ludendorff. —Ha salvado usted a Alemania, mi general. Hindenburg.

—No he hecho sino cumplir con mi deber. Y lo he hecho pensando ya en un futuro todavía lejano pero más glorioso aún que el que se abre ahora ante nosotros. Un día vendrá un hombre que terminará mi obra. Y, si la Providencia me lo concede, seré yo en persona quien deje a la Patria en las nobles manos del que ha de venir, cuya llegada esperamos ansiosamente».

Los presentes estaban asombrados. ¡Qué proféticas palabras! Pues todo había sucedido efectivamente así. Era bien cierto que vivían tiempos de grandeza. Un emocionado aplauso premió al artista.

—Os agradezco esta unánime prueba de confianza —dijo cordialmente.

Tras de lo cual procedió a darles trabajo a todos. Nadie se escapó: desde la distribución de las entradas hasta el desplegar la bandera de la escena final, les endosó a cada uno una responsabilidad.

—Y ahora, queridos amigos, pasemos a ver quiénes intervendrán directamente en la representación.

—La SA en peso está a su disposición, señor —aseguró Schlaguweit.

—Su colaboración será muy valiosa —dijo Neuber agradecido. Y desplegó entonces un papel, que traía ya preparado de antemano, donde figuraba el reparto completo. El encargado de personificar a la figura principal, Hindenburg, no era otro que Ernst Schlaguweit. El general Ludendorff sería encarnado por el subjefe Mielke. Las mujeres alemanas que atendían y cuidaban a los soldados serían las afiliadas a la Sección Femenina Nacionalsocialista y a la Unión de Jóvenes Alemanas. Y los soldados alemanes, ¿quiénes si no los camaradas de la SA? Sólo los papeles de oficiales de baja graduación quedaban para los miembros de las Juventudes hitlerianas.

—¿Y los rusos? ¿Quiénes harán de rusos?

—Yo no acabo de ver cómo podría proponerles eso a mis chicos —dijo cautamente el jefe de las Juventudes. Naschinski, uno de los aspirantes al puesto de alcalde, propuso diplomáticamente:

—Los personajes de los rusos podrían ser interpretados por hombres que no sean miembros del Partido, por individuos no organizados. De esos que aún quedan algunos en Maulen.

—¡Lo mejor sería dar esos papeles a los polacos de Materna! —declaró Mielke, el futuro Ludendorff, quien, como bromista de la SA, podía permitirse la gracia. Pero Neuber rechazó inmediatamente tal posibilidad.

—Ya encontraremos actores para los rusos —dijo—. De todas maneras, en este punto hay una dificultad: los dos generales, Samsonow y Rennenkampf. A estos personajes hay que suponerles, a pesar de todo, una cierta inteligencia y deben ser interpretados de acuerdo con este hecho.

Y, diciendo esto, miró a Uschkurat como en busca de una respuesta. Pero éste se negó, dando incluso muestras de decisión en tal sentido. Y formuló, a su vez, una atrevida propuesta:

—Quizá les irían bien esos papeles a Konrad Klinger y Peter Bachus. Esos chicos están ya de vacaciones, ¿no es cierto? Neuber titubeó un momento, pero acabó por mostrarse de acuerdo con la idea.

—Su juventud no será obstáculo. Con barba, peluca y maquillaje, quedarán bien. Sí, Uschkurat, pregúntales si quieren hacerlo. Él alcalde salió, pues, en busca de los jóvenes y les encontró en su lugar preferido: sentados en el muro de la iglesia, balanceando las piernas.

Les transmitió «la petición de la comisión organizadora, que contaba con la conformidad expresa del lugarteniente del jefe del grupo local», y les preguntó lacónicamente:

—¿Queréis o no?

Los muchachos se miraron un momento como para consultarse el uno al otro, pero decidieron en seguida. Y respondió Konrad:

—Si se considera que nuestra colaboración puede ser útil, aceptamos gustosos la propuesta.

Era el verano de 1939. Todo cuanto ocurría en la Gran Alemania era motivo de fiestas, discursos y declaraciones. Pero Maulen se enfrascaba con ardor en los preparativos de su gran fiesta popular; todo lo demás estaba lejos. Tuvieron lugar los primeros ensayos de la obra, se confeccionaron los carteles y se consiguió que la emisora nacional de Konigsberg prometiera retransmitir algunos momentos de las fiestas.

Félix Kusche estaba aún en el hospital y Eugen Eis seguía también obligado a guardar cama. De cuando en cuando, Eis recibía la visita del barón y una vez solicitó recibir la de la jefe de la Unión de Jóvenes Alemanas. Pero ocurrió que ésta sentía una delirante admiración por la poesía patriótica y, en consecuencia, por Amadeus Neuber.

Peter y Konrad, muy ilusionados, fueron a informar a Materna de los papeles de generales rusos que les habían sido asignados.

—¿Y qué? —preguntó Alfons, sonriente—. ¿Ya os los sabéis bien?

—De momento, tratándose sólo de los ensayos, sí. Pero el día de la representación quizá la emoción nos haga tartamudear.

—Venid ahora a hacer acopio de energías —dijo Alfons—. Hannelore ha preparado un pato guisado con coles.

El tiempo era espléndido. El cielo azul brillaba como una vela al sol y la tierra emanaba calor y perfumes. Maulen, situado en el último confín de la Gran Alemania, apartado de las principales carreteras y a varios kilómetros de las estaciones de ferrocarril más cercanas, respiraba alegría de vivir. A lo lejos, junto al pantano, cantaban los polacos:

Pisad la hierba

y volverá a nacer;

cortadle una rama al árbol

y volverá a crecer.

Pero quitadle a un hombre el corazón

y morirá.

Schlaguweit descuidaba casa y hacienda y se entregaba plenamente a su nuevo quehacer. A veces se movía como Hindenburg e intentaba también hablar como él. Y tenía, cada vez con más intensidad, la sensación de ser él también un elegido.

—En el pueblo de al lado hay servicio de trabajo femenino —le dijo un día Mielke—. Yo voy a ver cómo se da la cosa. ¿Quieres venir?

—Estoy ocupado en cosas más elevadas —respondió él muy serió volviéndole la espalda.

El barón von der Brocken había llevado a dar un paseo en automóvil a la esposa de su amigo Eis. Fueron hacia el pantano, con el propósito —en teoría— de comprobar los progresos de las obras de desecación.

—Usted alegra mi corazón —declaró Alarich.

—¿Y nada más?

—Me voy haciendo viejo —confesó él—. Y se lo digo como un hecho positivo desde el punto de vista de usted, ya que significa que aspiro desde ahora a llevar una vida relativamente ordenada.

—¿Con quién?

—Con una persona que me agrade en todos los sentidos: desde preparar el café hasta alegrar mi lecho además de mi corazón.

Ella se rió y meneó la cabeza.

—Sigo estando casada.

—¿De veras? Pero seguramente no lo estará usted siempre, mi querida amiga.

Entretanto, Alfons y Elisabeth paseaban de nuevo por el parque del palacio. La grava que crujía bajo sus pies no dejaba oír los latidos de sus corazones.

—Bien, tengo que irme —dijo Materna.

—Pero hace una noche tan hermosa, Alfons…

Él se sobresaltó. De nuevo había ocurrido aquello que se producía tan raramente: alguien le llamaba sencillamente «Alfons». Pocas personas lo habían hecho. El último había sido Wollnau al despedirse.

—Supongo —dijo él con cierta aspereza— que usted, como cualquier otra persona, está sujeta a sentir ciertas emociones.

—Claro que lo estoy. Especialmente hacia usted, desde hace ya días.

—Entonces le propongo que vayamos a mirarnos los dos, el uno al lado del otro, en un espejo.

—No serviría de nada. Soy corta de vista y no puedo ver con exactitud la apariencia externa de las cosas que tengo cerca. Prefiero ver con mis sentimientos.

—El problema es que, lo que usted ve hoy de una manera, porque la noche es tan hermosa, mañana será diferente.

—Pero falta mucho tiempo aún hasta mañana… Faltaban, en efecto, algunas horas.

En aquellas horas sucedió algo que nadie en Maulen habría imaginado. Aquella noche masuriana engendró un monstruo.

Ernst Schlaguweit era hijo de un modesto campesino de Maulen. Había perdido muy pronto a su padre; éste se encontraba con otros hombres talando árboles y uno de ellos le cayó encima y le aplastó. Ernst estaba presente cuando ocurrió, y se decía que su único comentario había sido: «Por qué no tenía más cuidado…».

Era, pues, muy joven cuando heredó la granja. Abandonó el cuidado de ésta en manos de su madre y su hermana, ya que a él le interesaban otras cosas. Y no salió perdedor en el cambio, pues su carrera en la SA fue brillante. Éxito éste que él consideraba una justificadísima disposición de la Providencia. La inexpresividad de su rostro era una apariencia engañosa. En realidad tenía una intensa y trabajosamente reprimida vida interior. A menudo le temblaban las manos cuando estaba excitado. A veces le ocurría también que permanecía varios segundos sin poder hablar.

—Tú eres muy alemán —había observado una vez Neuber—. Eres un volcán de nobles sentimientos, pero ninguno aflora a tu cara. Así debe ser; es lo propio de un ser civilizado.

Schlaguweit despreciaba secretamente a Neuber porque éste hacía versos. Y sentía también manifiesto desdén por sus camaradas, borrachos, juerguistas y puteros. No había en ellos auténtica fuerza, auténtica grandeza. Él odiaba a las mujeres; y a veces se odiaba también a sí mismo cuando sentía por ellas un deseo demasiado violento.

—Aún quedan tres chicas del servicio de trabajo —le comunicó Mielke—. Una está muy buena. Tiene un culo germánico. Es para ti, si quieres.

—No —respondió Schlaguweit. Y, para cubrir las apariencias, añadió—: Ya tengo otra cosa.

Muy inquieto, echó a andar en la oscuridad, pasó decidido por delante de la taberna y permaneció un rato en la plaza, pensativo. Finalmente, tomó aquel camino que le mostrara un día Eugen Eis, cuando él malgastaba su talento haciendo de centinela. Por allí había visto muchas veces escabullirse al mandamás del pueblo en dirección a la casa de la viuda Eichler. Y había observado que permanecía allí largo rato. ¿Por qué? Ahora le parecía comprender claramente la razón.

—Si un hombre necesita forzosamente ir con una mujer de cuando en cuando —pensó—, que no sea con cualquiera. Quizá los miembros de la élite sólo se sienten atraídos por las de su misma categoría.

Estaba claro. La viuda Eichler era sólo una mujer, pero una mujer con clase y con dinero. Al acostarse con Eis, tenía lugar una armoniosa unión de poder y riqueza.

Llegó ante la casa y, lleno de esperanza, llamó a la puerta. Ésta se abrió y ante él apareció el objeto de sus deseos: Margarete Eichler, vestida sólo con un vaporoso camisón y llevando una vela en la mano. Schlaguweit interpretó su sonrisa como una bienvenida.

—Señora mía —dijo impetuosamente—, no he querido perderme el placer de hacerle una visita.

—¿Tan tarde? —repuso ella.

Estaba ligeramente sorprendida, pero no molesta. Desde que Eugen Eis estaba inmovilizado, había tenido que renunciar a la agradable relación que mantenía con él. Echaba de menos su fuerte naturaleza, su fogoso carácter, en resumen, su virilidad. Y Schlaguweit parecía muy deseoso de ganar su favor. Sería equivocado rechazarle.

—Es tarde, sí —respondió el hombre—, pero nunca es demasiado tarde para presentarle mis respetos, señora. Aquella frase, aprendida de memoria, la había tomado de una novela. En ella, un castigador la dirigía a una noble señora, con buen resultado.

Margarete le hizo pasar. Le halagaba que se le hiciese la corte de una forma tan solemne. El pobre, pensó, es bastante tosco todavía, pero hace lo que puede. Y no le importaba ayudarle a refinarse un poco. Estaba sola en casa, y su benevolencia no tendría testigos. Con gesto expectante, se sentó en el sofá. Schlaguweit cayó sobre ella con violencia súbitamente desatada, como cae sobre un valle el agua que se escapa de una presa rota. Ella no pudo ni siquiera gritar. Su cadáver no fue descubierto hasta la mañana siguiente.

Mientras el gendarme, desorientado, paseaba la vista por la habitación y trataba de adivinar lo que podía haber ocurrido y las medidas que había que tomar, la noticia de la misteriosa muerte de Margarete Eichler se propagó por el pueblo como un reguero de pólvora.

Cuando Eis lo supo, palideció, trató de poner un poco de orden en sus confusos pensamientos y gritó:

—¡Que venga el gendarme inmediatamente!

Gabler se apresuró a obedecer, sintiendo incluso cierto alivio. Cerró cuidadosamente la casa y se presentó ante Eis.

—¿Se ha ocupado usted —le preguntó antes que nada— de que nadie pueda entrar en la casa? ¿Han sido puestos a buen recaudo dinero y documentos?

—Yo no he tocado nada —aseguró Gabler, algo desconcertado ante aquella inesperada pregunta.

—Le hago responsable de que nada desaparezca.

—Perdone —repuso el gendarme, ofendido—. No comprendo en absoluto lo que quiere usted decir.

Eis se dio cuenta de que había cometido un error. Por ello dijo, modificando considerablemente el tono:

—Mire usted. Yo estoy aquí clavado sin poder hacer nada. Por ello le ruego que emprenda usted una actuación enérgica. La infortunada señora Eichler no tiene a nadie excepto a su única hija, mi esposa. Por ello, soy yo quien tiene la responsabilidad de cuanto se haga.

—Cierto, ya lo comprendo. Pero las primeras medidas debían ir encaminadas a esclarecer la causa de la muerte.

—¿Se ha averiguado algo en este sentido?

Gabler le informó de que el cadáver fue hallado en medio de la sala, ligeramente vestido. En la parte posterior de la cabeza se observaba una profunda herida, causada, al parecer, por el choque con uno de los brazos del sofá.

—El camisón que vestía estaba algo desgarrado. En la habitación reinaba un cierto desorden.

Eis permaneció unos momentos en silencio, reflexionando sobre aquella información. Después echó mano de la botella que estaba en su mesita de noche.

—Quizá se encontró mal repentinamente… —aventuró—. Un desmayo o algo parecido. Quizá se dio cuenta de que iba a caer y trató de apoyarse en algo pero resbaló y se golpeó… contra el brazo del sofá.

—Lo explica usted como si hubiera estado presente —comentó el gendarme—. Sí, efectivamente, podría haber sucedido así. Eis asintió vivamente.

—Sí, parece claro que ha sido un desgraciado accidente. No hay que complicar la cosa sin necesidad.

Maulen era un pueblo tranquilo. La intromisión de autoridades superiores podía resultar, en el mejor de los casos, molesta.

—Y piense usted también —prosiguió Eis— que la señora Eis gozaba de la admiración y el respeto general. Todo Maulen veía en ella el espejo de la mujer germánica. Es inimaginable que haya podido producirse cualquier tipo de violencia contra ella.

—De cualquier forma, hay que tener absolutamente en cuenta la opinión del doctor.

—Naturalmente. El doctor Gensfleisch es un hombre sensato; lo ha demostrado. Yo mismo hablaré con él, puesto que también es mi médico.

El doctor Gensfleisch, después de una breve entrevista con Materna, fue a examinar el cadáver, acompañado de Gabler. En silencio, efectuó un detenido y paciente reconocimiento. El gendarme, también silencioso, le observaba, sintiéndose cada vez más inquieto.

Por fin, el médico habló para pedir agua y jabón. Pausadamente se lavó las manos. Después declaró:

—Puede tratarse de un crimen pasional. Violación y homicidio. ¿Qué le parece a usted?

—¡Por el amor de Dios! ¡Eso no!

—¿Le parece más probable que haya sido un accidente? —preguntó, mientras se secaba las manos.

Materna le había pedido veinticuatro horas de tiempo, y las tendría.

—Creo que un accidente es lo más probable —prosiguió—. Pero es un accidente muy extraño. Es necesario llevar a cabo investigaciones más extensas y detalladas. Por el momento, esta casa debe quedar cerrada y vigilada.

Gabler creyó poder respirar aliviado. Fue inmediatamente a informar a Eis.

—El doctor, como es natural, no ha querido pronunciarse aún definitivamente. Quiere demostrar que es hombre concienzudo. Pero su decisión será: accidente. Eso es seguro.

A la noche siguiente, Materna atravesó la frontera y se entrevistó con Grienspan y Wollnau. Antes del amanecer, estaba de nuevo en Masuria. Llevaba consigo un documento por duplicado. Aquel documento, unos poderes, le hacían capaz de provocar otra pequeña revolución en Maulen. Por la tarde, rogó a su hija que fuese a visitarle.

—Brigitte —le dijo muy serio—, se ha hecho necesario que tomes una decisión. Has de tomar partido. ¿En quién tienes más confianza, en Eugen o en mí?

—¡Vaya una pregunta! —respondió Brigitte con una resignada sonrisa.

—Así pues, estamos de acuerdo —dijo Alfons.

Así consiguió Materna la firma que necesitaba. Brigitte la estampó en los dos documentos en presencia del notario. La situación era, pues, la siguiente: el trágicamente desaparecido Johannes Eichler había legado toda su fortuna y posesiones a su viuda. Ésta había fallecido también, en circunstancias igualmente trágicas. Siendo aún joven, no había hecho testamento. Y, según la ley, su única heredera —después de la muerte de su hermana de Lotzen— era la hija de su primer matrimonio, Brigitte Eis, nacida Materna. Y ésta, según atestiguaban los poderes firmados y legalizados, había colocado todos sus bienes bajo la sabia administración y custodia de Alfons Materna. Ello significaba, en la práctica, que Materna era dueño ahora de más del ochenta por ciento de las tierras del pueblo. Además del molino, cuatro contratas de arrendamiento y once títulos hipotecarios.

—Vamos a ver —se dijo Alfons, satisfecho— lo que hacemos con todo esto.

En todo Maulen, el primero en manifestar alguna reacción ante lo sucedido fue Amadeus Neuber, quien hizo transmitir a Materna su deseo de hablar con él «en confianza y con el corazón en la mano». El mensajero fue ni más ni menos que Schlaguweit, que se mostraba dócil y amable, aunque no podía evitar aparecer algo nervioso.

—¿Quieres que le pegue una patada en el culo a ese sinvergüenza? —preguntó Jablonski, muy deseoso de llevar a la práctica su ofrecimiento.

—Cada cosa a su tiempo —le respondió Materna—. Si Neuber quiere hablarme, que venga a verme aquí. En las próximas dos horas, le esperaré en la pocilga.

—Muy adecuado —observó Jacob.

Amadeus Neuber no tardó en aparecer, armado de una cordial sonrisa. Incluso tendió la mano hacia Alfons, y no para efectuar el saludo alemán.

—Lo siento, pero no puedo darle la mano —se excusó Alfons—. Acabo de tocar a una marrana que está a punto de parir. Me parece que tendremos una buena docena de lechones.

—Siempre he admirado su habilidad en la cría de ganado —declaró Neuber con naturalidad.

Entre ellos se levantaba un grueso tabique de tablas que les llegaba a la altura del pecho. Estaba manchado de estiércol y emitía un olor áspero y dulzón a la vez. Neuber procuraba contener la respiración. Pero ello no alteró su cordialidad.

—He venido, por así decirlo, en misión especial y muy personal.

—Venga usted, por favor. He de examinar aún a dos marranas. Valerosamente se puso en marcha Neuber en pos de Materna por entre los cerdos. Uno de ellos le dedicó un amistoso gruñido, babeó en sus zapatos y trató de comerse una de las perneras de su pantalón.

—Señor Materna —prosiguió, mientras apartaba cuidadosamente de sí al importuno animal—, es muy posible que nosotros dos, en un cierto sentido, seamos adversarios, adversarios como lo son los caballeros, naturalmente. Sé que usted es en Maulen un personaje con el que hay que contar.

—¿Quiere usted concluir conmigo una especie de pacto?

—Sí, señor. Un pacto basado en el propio interés de ambos. Si se mira bien, tenemos una gran cantidad de cosas en común.

—¿Significa esto que se propone usted echar a Eis con mi ayuda?

Neuber miró, preocupado, en derredor. Pero no vio nada más que hermosos cerdos, comederos limpios como una patena, gruesos tabiques de tablas. Nadie les oía.

—Yo no lo diría de una forma tan brutal —explicó—. Lo que yo deseo esencialmente es lo que podríamos llamar la implantación de un nuevo espíritu…

Alfons se apoyó en la pared encalada.

—¿Debo incluir en ese nuevo espíritu que usted menciona la contemplación de pinturas griegas en compañía de muchachas menores?

La palidez de Neuber habría podido competir con la blanca pared. Casi tartamudeando, preguntó:

—¿Qué quiere usted insinuar?

—No se trata de ninguna insinuación —dijo Materna tranquilamente.

—¡Eso es una solemne mentira! —exclamó Neuber muy excitado—. ¡Una miserable calumnia!

—Lo cierto es que Sabine Gabler, por ejemplo, estaría dispuesta a declarar acerca de un hecho… extraño, llamémoslo así. Ya sabe usted que la simple tentativa…

Deliberadamente, dejó la frase sin terminar. Amadeus Neuber renunció a apartar de sí a una marrana y ésta comenzó a mordisquear los bajos de su pantalón, gruñendo de placer y depositando malolientes excrementos junto a los pies del maestro. Neuber respiraba difícilmente. Consideró mejor no discutir abiertamente las acusaciones de Materna.

—El caso es —aseguró decaído— que yo nunca he sido enemigo personal suyo.

—Lo sé. Siempre ha cedido el puesto a otros. Usted no es tan imbécil como ellos. Por esto cuento ahora con el buen funcionamiento de su cerebro.

—Por favor, explíqueme lo que quiere decir.

—En primer lugar, que no somos aliados en ningún sentido. Usted no está en situación de imponerme condición alguna. Si lo intentase, se expondría a encontrarse con serias dificultades.

Neuber, atontado por el intenso olor de la pocilga, se aferró al sucio tabique y preguntó lastimeramente:

—¿Qué es lo que quiere usted? ¡Dígamelo!

—Ocúpese de que, de ahora en adelante, no se me moleste más. Si lo hace así, puede seguir organizando en Maulen lo que quiera, incluida la fiesta popular.

Neuber respiró hondo. El olor de los cerdos le pareció el más dulce de los perfumes.

—¡Acepto el trato! —exclamó contento—. ¡Lo encuentro muy razonable! Y queda usted invitado a nuestra solemne celebración. Le enviaré una invitación de honor.

—Magnífico —dijo Materna—. Para regocijos populares, siempre estoy dispuesto.

Grandes letreros color de sangre invadieron los alrededores de Maulen. Estaban pegados en vallas y paredes; los había en los edificios públicos, en la escuela y en la puerta de la iglesia. Las letras negras y lustrosas anunciaban:

Jornadas de exaltación patriótica

en ocasión del vigésimoquinto aniversario

de la batalla de Tannenberg.

En memoria del general de la Gran Guerra Paul von findenburg,

bajo la presidencia del jefe de distrito Erich Koch.

Con asistencia del gobernador Ludivig Leberecht.

A cargo del grupo local de Maulen

del Partido Obrero Nacionalsocialista alemán.

El programa, elaborado por Neuber, inmediatamente aprobado por el comité de la fiesta y supervisado distraídamente por Eis, constaba de varios actos a celebrar en tres días:

Viernes. Día de la SA.

Desfile por las calles de Maulen de las secciones de asalto participantes. Ejercicios al aire libre y lanzamiento de granadas. Cena al aire libre en la cocina de campaña. Reunión de hermandad alrededor de las hogueras. Parlamento a cargo del subjefe de la SA Ernst Schlaguweit.

Sábado. Día del Movimiento.

Atracciones al aire libre: concurso de tiro, carreras de sacos y tómbola. Ejercicios gimnásticos a cargo de una selección de la SA. Concurso de tambores y de coros para los jóvenes. Danzas populares a cargo de la Sección Femenina. Representación gimnástica «Fe y belleza». Concurso de lucha de las Juventudes hitlerianas. Por la noche, representación teatral conmemorativa, baile y fin de fiesta.

Domingo. Día del Pueblo.

Concierto matinal en la plaza. Concurso de tiro en tres categorías: pequeño calibre, fusil y pistola, con participación de todas las organizaciones, asociaciones y uniones.

A mediodía: colocación de coronas al pie del monumento, bendición de banderas y acción de gracias conjunta. Por la tarde: concurso de coros y adjudicación del recién creado trofeo Walther von der Vogelweide, Escenas teatrales de la Antigüedad clásica y germánica a cargo de los niños de la escuela. Al anochecer, manifestación final. Por la noche, baile al aire libre.

El comité de fiesta había instalado sus oficinas en la escuela. Estaba dividido en los siguientes grupos: alojamiento, dirección artística, aprovisionamiento y propaganda.

El gobernador Leberecht llegó puntualmente, así como también Ottheinrich Schnirch, de la emisora de Konigsberg. El tal Schnirch era conocido en todo el distrito por sus reportajes: cuando narraba el viaje del Caudillo a alguna parte, su paso por algún pueblo o alguna de sus actuaciones, sus oyentes tenían la impresión de que brillaba el sol: las mujeres se quedaban sin aliento por la emoción y hasta los hombres más duros dejaban a veces escapar alguna lágrima.

Schnirch manifestó su deseo de alojarse en casa de Eis, al igual que el gobernador. Brigitte tenía, pues, mucho trabajo. Eugen, que ya podía andar a duras penas con su pierna de yeso, estaba satisfecho. El grupo local de su Partido le parecía en aquellos momentos el punto culminante del mundo.

El viernes por la tarde, Maulen se convirtió en un campamento. Todas las aulas de la escuela, el depósito de bombas, varias habitaciones de la fonda y parte de la casa del pastor habían sido declaradas alojamientos de emergencia. En los Prados de los Perros, la SA había instalado, junto con las Juventudes, un verdadero pueblo de tiendas de campaña. Casi todas las camas de Maulen se vieron, por aquellos días, doblemente ocupadas, lo cual no dejó de ser ocasión de placer.

«—Transmitimos hoy desde el pueblo de Maulen —comenzó Schnirch su primer reportaje—. Es éste un pequeño pueblo de gentes sencillas, trabajadoras y buenas, rodeado por suaves colinas y por fértiles campos, que nos hablan de la laboriosidad de sus cultivadores. Es un escenario idílico, que rebosa alegría de vivir, amor al trabajo, y ese recogimiento y serenidad tan alemanes. Y así seguirán ellos su pacífica vida durante años y años. Pero hoy, en este día luminoso en que el sol desgarra las nubes con sus rayos deslumbrantes…»

Aquí desconectó Alfons el aparato de radio. Se dirigió a recoger a Elisabeth, para dar con ella un paseo, tal como habían convenido. Pasaron por el pueblo y fueron objeto de numerosas muestras de respeto.

—Aquí se le quiere a usted —observó Elisabeth—. Se nota en seguida.

—Me extraña —dijo Alfons—. Se debe, ciertamente, a la presencia de usted.

Todo el mundo les saludaba. Los burgueses se alzaban un poco el sombrero, la gente sencilla levantaba la mano. A los niños se les decía al oído cosas que debían de ser buenas, pues en seguida miraban a Materna con ojos grandes y asombrados. Hasta Schlaguweit les saludó. Pero Alfons no pareció haberse dado cuenta de ello; en aquel momento charlaba animadamente con Elisabeth.

—¿Cuánto durará esta simpatía recién estrenada? Tengo curiosidad por saberlo.

Amadeus Neuber volaba de reunión en reunión, de grupo en grupo de los participantes en las importantísimas jornadas. Y ello sin poder descuidar su obra poética. Los ensayos con los niños estaban algo atrasados. Afortunadamente, los dos ayudantes de dirección nombrados por él, Konrad Klinger y Peter Bachus, le sustituían eficazmente.

En aquel momento se dedicaba a la difícil tarea de asignar lugares a los invitados. En primera fila… naturalmente, las figuras del Partido… Pero ¿qué hacer, por ejemplo, con Materna? Éste no debía ser relegado en modo alguno, pero tampoco era posible distinguirlo de manera demasiado evidente. Precisamente mientras reflexionaba acerca de esto, le telefoneó Eis para gritarle con malos modos:

—Se me ha informado que va a venir Materna. ¿Se le ha ocurrido acaso a usted invitarle?

—Permítame que le explique, haga el favor —dijo Neuber inquieto—. Según indicación suya, hemos invitado al barón von der Brocken y con él, naturalmente, a la baronesa. Entonces, no hubo más remedio que…

—¡Siga usted por ese camino! —rugió Eis, y colgó el teléfono.

Al final, todas las angustias de Neuber acerca de la colocación de los invitados resultaron vanas, pues el propio gobernador asumió el papel de acomodador. Él, naturalmente, se sentó en medio de la primera fila. A su derecha, llamó a Brigitte, como esposa de su anfitrión; a su izquierda, rogó que se sentara la baronesa. Después, el barón se sentó prontamente junto a Brigitte y Elisabeth rogó a Materna que hiciese lo propio junto a ella. El enyesado Eis presenciaba estas maniobras reprimiendo su cólera, hasta que el barón se dio cuenta del peligro y exclamó dirigiéndose a él:

—¡Usted tiene que sentarse a mi lado, señor Eis; no me niegue este honor!

Así quedaron tomadas las principales posiciones. El resto de los invitados se fue instalando sin problemas aparentes, pero con la misma consideración jerárquica.

—¡La representación puede comenzar! —exclamó Neuber, aliviado.

El telón, confeccionado especialmente para la ocasión, lucía los colores negro, blanco y rojo con una hermosa águila imperial encima. A derecha e izquierda, coronas de laurel. A un lado del escenario, estaba la orquesta, compuesta por instrumentos de viento; al otro estaba el coro. Éste comenzó:

Gigantescas cosas conoce la historia, pero nada tan gigantesco como el hombre alemán que con ardiente valor al destino se enfrenta. Ved lo que ocurrió en este sagrado suelo.

El gobernador Leberecht asintió, complacido, cosa que Neuber vio con gran satisfacción. Schnirch respiraba con la boca abierta. Incluso Materna parecía extraordinariamente interesado. Siguió entonces el «Prólogo», encaminado a mostrar que la historia siempre tiene un sentido, es decir, que no existe sacrificio alguno que sea inútil: «… y la muerte es como un sello en el pacto con la eternidad…». El prólogo fue declamado por Sabine. La niña vestía una túnica blanca y lucía una diadema de cobre sobre los largos y rubios cabellos. Al verla, el gobernador asintió con la cabeza por segunda vez. Alfons sonrió. Schnirch se pasó la lengua por los labios. Y de las filas posteriores surgió un «¡Bravo!» antes de que Sabine pronunciase una sola palabra. La voz pertenecía a Jacob Jablonski.

Ocurrió, sin embargo, que Sabine se equivocó varias veces, lo cual no había sucedido nunca durante los ensayos. Los espectadores tomaron con benevolencia el que Sabine dijese, en lugar de «el bestial enemigo y los fieles camaradas», «el fiel enemigo y los bestiales camaradas».

—¡Ánimo, pequeña! —gritó Leberecht amablemente.

—Parece una niña muy lista —comentó Schnirch.

—¿Qué puede haberle pasado? —murmuró Neuber—. Hasta hoy nunca se había equivocado. Debe de ser el trac

Comenzó después la representación propiamente dicha. Sonaron las trompetas. El telón se abrió y se vieron una lucecitas rojas al fondo, brillando entre las tinieblas. Este efecto desencadenó el primer aplauso.

Aparecieron entonces dos mujeres alemanas en cuyo regazo se refugiaban atemorizados niños. Una de las mujeres exclamó: «¡Ya vienen! ¡Ya vienen!». Su niño gritó. La otra mujer dijo tranquilamente, serena, segura: «Pero Dios nunca ha abandonado a nuestra Alemania. Cuando estemos realmente en peligro, nos enviará al Salvador».

Se proyectó en ese momento plena luz sobre el águila del telón, visible aún por encima del escenario. El propio Neuber se sorprendió al ver aquello, que no había previsto en absoluto y que atribuyó a una feliz idea de sus ayudantes de dirección. En la sala se produjo una oleada de exclamaciones admiradas. El gobernador aplaudió un momento.

Y, cuando apareció en escena Hindenburg, se desencadenó una verdadera ovación. Schlaguweit, desde el escenario, saludó a la concurrencia. La orquesta, espontáneamente, atacó un himno patriótico. Todo el mundo se puso en pie y unió su voz a la música. Amadeus Neuber sintió el deseo de cubrirse la cabeza en un gesto religioso.

La representación prosiguió. Hindenburg pronunció la primera frase lapidaria: «Es un miserable canalla aquel que no corre en auxilio de la patria amada». Aplausos. Y más aplausos cuando declaró: «El auténtico hombre alemán cumple severamente con su deber, y nada puede apartarle de él».

—Federico el Grande más Schüler —comentó el barón—. ¡Qué edificante!

Mientras resonaban en la sala las exhortaciones al inflexible cumplimiento del deber por parte de los alemanes, se oyó fuera un sordo rumor, como del avance lejano de pesados camiones. Pero nadie en la sala pareció darse cuenta, excepto Alfons Materna, que alzó un poco la cabeza como si olfatease algo. Las siguientes frases altisonantes las pronunció Hindenburg-Schlaguweit de espaldas al público. Y, cosa que no estaba prevista, se pudo observar que los pantalones del general formaban enormes bolsas por detrás. El propio Schlaguweit no se daba cuenta, pues toda su atención estaba absorbida, además de por su actuación, por la inestabilidad de su barba, que se negaba a permanecer en su sitio. Hubo risitas entre la gente, que cesaron cuando el gobernador se volvió a mirar hacia atrás. Pero la gente de Maulen comenzaba a divertirse de verdad. Neuber fue presa de gran agitación cuando vio cómo sonreía Materna. Pero aún le faltaba por ver lo peor.

Lo peor llegó cuando aparecieron en escena los jefes del ejército ruso. Los actores, Konrad Klinger y Peter Bachus, se habían caracterizado con barbas y pelucas y habían adornado espléndidamente sus uniformes con condecoraciones de todo tipo, algunas de las cuales eran manifiestamente propias de disfraces de carnaval. Al moverse, tintineaban como árboles de Navidad. Hablaban con voz gangosa, con un acento raro. Su actuación fue un buen éxito cómico. Pero esto no fue todo. No parecían dominar bien su papel. Proferian las frases más absurdas en medio del entusiasmo general. Así, Samsonow, en lugar de decir: «¿Qué es aquello que viene hacia nosotros? ¡Presiento algo terrible!», gruñó: «¿Quién viene ahora por allá? ¡Es terrible!».

Mientras Neuber presentía una inminente catástrofe, los apagados ruidos procedentes de la lejanía llegaron a los finos oídos de cazador del barón. Se irguió un poco, en actitud atenta, y miró a Alfons.

En el escenario estaba nuevamente Hindenburg-Schlaguweit recitando sus ampulosos versos. El hecho de que los bastidores se estremeciesen peligrosamente no parecía afectarle. Incluso cuando una tropa rusa atravesó inesperadamente su campamento, mantuvo una admirable tranquilidad. Pero también él se equivocaba de cuando en cuando. Dijo, por ejemplo, «necesidad» en lugar de «seguridad», pero pequeñeces como ésta pasaron desapercibidas. Después aparecieron en escena los dos heridos alemanes que, aunque aparatosamente moribundos, hicieron una larga perorata sobre el deber, la fidelidad y la muerte del héroe. Estaban en posiciones altamente decorativas, fijos los ojos en el cielo de la patria. Pero, súbitamente, se pusieron en pie de un salto y corrieron como locos hacia los bastidores. Una corriente eléctrica, misteriosamente provocada, les había obligado a ello. El gobernador estaba perplejo, al igual que los que le rodeaban. El barón von der Brocken y Alfons Materna escuchaban atentamente los lejanos ruidos, cada vez más perceptibles. Sólo Eis parecía satisfecho: aquello era la demostración irrefutable de que en Maulen nada marchaba sin él.

En escena, el caos era cada vez más escandaloso. El público se reía a carcajadas o bien caía en un confuso silencio. Hindenburg-Schlaguweit perdió no sólo el bigote sino también los pantalones. Ludendorf-Mielke, en cambio, no pudo quitarse la gorra, pues la llevaba pegada a la cabeza. Y, cuando los héroes se disponían a festejar la victoria, el escenario se hundió bajo sus pies. Pero la apoteosis se produjo cuando se vio que la bandera de la victoria, desplegada en el último momento, no tenía la cruz gamada sobre fondo blanco, sino que era… roja. ¡Roja!

Un silencio de cementerio siguió a la aparición de la bandera. Y en el silencio se hizo más perceptible el ruido de los pesados camiones que se aproximaban a Maulen.

¡La canción de Horst Wessel! —gritó Eis, dando pruebas de presencia de ánimo.

El gobernador movió la cabeza mirándole, en un gesto de reconocimiento y aprobación. La orquesta comenzó inmediatamente. Neuber, avergonzado, corría hacia la salida. En el escenario, no cubierto por el telón, Hindenburg y Samsonow, Ludendorff y Rennenkampf parecían a punto de llegar a las manos por alguna razón desconocida; los actores que representaban a los soldados les rodeaban, expectantes. Pero, finalmente, se retiraron todos. Eis hacía todo lo posible, en aquel momento, por así decir, histórico, por tomar de nuevo en sus manos las riendas de Maulen, a pesar de su deficiente estado físico. Sentía sobre sí constantemente la mirada del gobernador. Auxiliado por dos hombres de la SA, se puso en pie y anunció:

—¡Pasemos ya sin más demora a la segunda parte de la fiesta! ¿Puedo rogarle, señor gobernador, que abra usted el baile? El gobernador accedió gustoso. En un gesto rápido se ajustó la chaqueta y se inclinó galantemente ante Brigitte. Eis, entretanto, dio instrucciones a la orquesta. Sonaron los primeros acordes de un vals.

Los vigorosos gritos de Eis hicieron que quedase pronto despejada la parte del local que debía convertirse en pista de baile. El gobernador y su dama comenzaron a bailar, y pronto otras parejas siguieron su ejemplo.

La música sonaba muy fuerte, y los hombres que despejaban el local metían mucho ruido. Todos los presentes les ayudaban a hacer sitio. Con aquel estrépito general a ritmo de vals comenzaron las gentes de Maulen a divertirse de verdad.

Materna se abría paso hacia el exterior. Muchos paisanos, con toda su buena intención, se cruzaban en su camino y retrasaban su avance. Le dirigían en un susurro frases amistosas, le estrechaban la mano significativamente o le hacían guiños de inteligencia. Uschkurat le dijo, con cordial sencillez:

—¡Ya estás otra vez con nosotros! No sabes cuánto me alegro. Veo que la sensatez vuelve a reinar en Maulen… Esperemos que se mantenga.

—De esperanzas vivimos todos —respondió Alfons evasivamente—. A veces, quizá no vivimos de otra cosa.

El siguiente fue Naschinski, el candidato con más probabilidades para el puesto de alcalde.

—¡Bienvenido, señor Materna! Veo que participa usted de nuevo en la vida de la comunidad. Esto nos satisface grandemente a todos.

El bromista Mielke, hoy enojosamente serio, se adelantó también.

—Siempre ha gozado usted de todas mis simpatías —declaró.

Materna consiguió librarse de él y llegar afuera. Respiró profundamente el aire fresco. En la plaza le esperaba el barón von der Brocken, según lo acordado. Alarich fumaba un puro y miraba hacia la carretera.

El sonido continuaba aproximándose. Se veían brillar en la noche filas de lucecitas, los faros. El ruido metálico de los camiones llenaba ya sus oídos, rompía la tranquila y azul noche masuriana, apagaba las notas del vals.

Apareció ante ellos el primer camión, que avanzaba lentamente. Iba, como los demás, rodeado por estruendosas motos, montadas por oscuras siluetas inclinadas. Eran muy altos y, al pasar, arrancaban hojas de los árboles. Después de los camiones vinieron los tanques.

La tierra temblaba. Los cristales de las ventanas se estremecían. Los hombres de Masuria temblaban. Materna bajó la cabeza.

—Sí, no hay duda —dijo Alarich con voz dura—. Son tropas alemanas. Se dirigen a la frontera de Polonia.

—Esto significa que habrá guerra.

—No necesariamente, pero es probable —dijo el barón fríamente, como si estuviese emitiendo un pronóstico acerca del tiempo—. Por mis amigos de Berlín he sabido hace algún tiempo que, a los ojos de cierta gente, una guerra por el llamado espacio vital de la gran Alemania es algo necesario e inevitable.

Materna echó a andar en silencio. El barón le siguió. Atravesaron la plaza y se detuvieron junto al monumento. El héroe yacente alzaba su bandera hacia el hermoso cielo.

—Me parece adivinar lo que está pensando en este momento, Alfons —dijo el barón—. Usted se ha esforzado durante mucho tiempo por meterse Maulen en el bolsillo. Ahora, la posibilidad de una guerra echa por tierra sus planes.

—Y yo creo que usted está convencido que sólo esta guerra demostrará algunas realidades, como por ejemplo que Hitler es un idiota rematado. Cosa que nosotros siempre hemos sabido.

—Cierto —dijo el barón.

—Pero habrán de ocurrir tantas cosas terribles antes de que salga a la luz una verdad tan sencilla… Habrá quizá ríos de sangre, montañas de cadáveres, millones de existencias destrozadas…

—¿Qué le ocurre, Alfons? ¿Tiene usted miedo?

—Sí.

Materna calló durante un rato. Después explicó:

—Seguramente habremos de empezar otra vez por el principio. Una guerra así no hará más que despertar pasiones, en perjuicio de la razón.

—¿Pero no se alegra usted en cierto modo? ¿No pertenece usted, pues, a esa especie de hombres que se exaltan cuando presienten el peligro? En momentos como los que se aproximan, casi todo es posible…

—Nunca he esperado que nadie me comprendiese —dijo Alfons, evasivo—. ¿Quién está más solo que un perro que ha ido a parar entre lobos? Lo único que le importa ya es sobrevivir. Y éste me parece el signo de los tiempos actuales.

—Pero usted puede aprovecharlos…

—No me rendiré, simplemente.