VIII

Uno tras otro, vienen nuevos días. Pero a cada uno le precede una noche y, cuando el sol se oculta, no todos duermen.

La detención del padre Bachus mientras pronunciaba su sermón se convirtió rápidamente en un escándalo de primera magnitud. Una vez pasada la primera etapa del asunto, las gentes de Maulen comentaron, muchos de ellos con alivio, que Kusche había tenido más suerte que sensatez.

La primera de las circunstancias afortunadas para el jefe de la SA fue el hecho de que el pastor no se hubiera negado a seguirle ni hubiese protestado siquiera. Bachus estaba ahora encerrado en el depósito de bombas, con una «escolta» de cuatro hombres. Ocurrió, en segundo lugar, que no se pudo comunicar inmediatamente con Eis, que se hallaba a la sazón en casa de Alarich von der Brocken bebiendo «sangre de turco» —una mezcla de borgoña y champán—, relatando historias de la vida amorosa de los pueblos y negándose a acudir al teléfono cuando se le requería para ello.

—El señor Eis desea que no se le moleste —indicaba el barón. Él, en cambio, se puso inmediatamente al aparato cuando un criado le susurró al oído:

—El señor Materna desea hablar con el señor barón.

Alarich supo así lo ocurrido con el pastor. Durante algunos momentos pareció haber perdido el uso de la palabra. Después preguntó:

—Y ¿qué cree usted que podemos hacer?

—Presionar a Eis para que libere inmediatamente a Bachus. ¡Ahora mismo!

—Pero, por favor, amigo mío —exclamó el barón, repuesto ya de la sorpresa y agradablemente interesado por la novedad—, ¿qué puede pasarle a nuestro bravo predicador? Unas horas de encierro en el depósito y nada más. Ello aumentará su irritación contra Kusche, lo cual no puede sino favorecernos. Una alianza con la Iglesia… No estaría mal. Además, no sé si acudir a Eis tan pronto con una petición así; sería espantar la caza…

Ocurría, efectivamente, lo que Materna había temido: Alarich von der Brocken se inmiscuía en los asuntos de Maulen sin conocer lo bastante las reglas del juego locales. Si Bachus estaba detenido, no sería tan fácil conseguir su libertad. Entretanto, la telefonista estaba muy atareada; apenas si daba abasto a escuchar todas las conversaciones: el gendarme hablaba con sus superiores, Kusche con los suyos y Neuber con el delegado de organización del gobernador.

El delegado de organización fue a dar cuenta de lo sucedido al gobernador, pero éste estaba ya informado: se había encargado de hacerlo la dirección de la SA. El gobernador comentó, satisfecho:

—¡Por fin se mueve algo en Maulen!

El delegado de organización, de acuerdo con Neuber, hubiera querido presentar alguna objeción. Pero se vio obligado a expresar su acuerdo.

Y así se produjo el tercero y decisivo hecho afortunado para Kusche. Llegó a Maulen un telegrama dirigido al jefe del grupo local del Partido. Cuando aún estaba sin abrir sobre la mesa de despacho de Eis, amplios sectores de la población conocían ya su contenido: la telefonista, muy contenta y emocionada, había informado del texto a sus camaradas del Partido. El telegrama decía lo siguiente: «Le felicito por radical iniciativa tomada. Informaré favorablemente jefatura distrito. Continúe actuando con decisión y energía si elementos subversivos intentan entrar en acción y téngame al corriente. Viva el Caudillo. Firmado: Leberecht, gobernador».

A primera hora de la tarde, apenas hubo regresado Eis de Gross Siegwalde, se presentó a verle Kusche.

—¡Ha sido un acierto total! —exclamó—. ¿Está usted contento, señor?

Eis se había emborrachado en casa del barón. Ahora sentía los brazos y las piernas pesados como plomo, tenía la frente empapada de sudor y le parecía oír una orquesta de baile tocando dentro de su cabeza. Apenas podía pensar.

—¡Caramba! —dijo, algo confuso—. ¡Enhorabuena! Continúa por este camino y verás cómo llegas lejos. Yo, ahora, me voy a dormir un rato.

El siguiente telegrama llegado a Maulen contenía la orden de traslado del padre Bachus a Allenstein.

—¿Puedo hablar contigo? —preguntó Sabine con una amable sonrisa.

El interpelado, Félix Kusche, estaba con sus camaradas de la SA sentado a una mesa de la taberna sobre la que se veían numerosas botellas de aguardiente y cerveza. Sus voces alegres y satisfechas llenaban el local.

—¡Silencio! —ordenó Kusche—. No me dejáis oír lo que dice este pajarito. A ver, Sabine, ¿qué quieres?

—Hablar contigo un momento. A solas.

—¡Vaya con la niña! —exclamó el camarada Mielke, que era un inveterado bromista—. Es un poco joven para estas cosas, ¿no?

Sonaron varoniles risotadas. Kusche, divertido, dijo: —Aquí puedes decirme lo que quieras. Los camaradas no tenemos secretos entre nosotros.

—Bueno, como quieras. Tú sabrás lo que haces —dijo Sabine—. Te espera una persona en el banco que hay junto al seto de la escuela.

Los compañeros de Kusche sonrieron: todos conocían aquel frecuentado banco.

—¿Quién le espera? —preguntaron—. ¡Vamos, Sabine, dinos quién es!

—No, no puedo. Esto es cosa de «Bubi».

«Bubi» se sentía halagado. Se daba cuenta de lo que ocurría: ahora que ocupaba uno de los puestos más destacados de Maulen, las mujeres comenzaban a disputárselo.

—Bueno —dijo—. No cuesta nada ir a ver de qué se trata.

Salió de la taberna, atravesó la solitaria plaza y se aproximó al banco, que se encontraba de espaldas al frondoso seto, entre dos castaños. Pero no vio a nadie.

—¿Hay alguien ahí? —susurró.

—Ya puedes hablar en voz alta —oyó que le decía una voz tranquila—. Estamos solos.

De la sombra de uno de los castaños surgió una figura. No era muy alta, pero sí ancha y maciza. La figura se adelantó hasta recibir de lleno la luz de la luna, y Kusche pudo ver lo que sospechaba ya cuando oyó la voz: se encontraba en presencia de Jacob Jablonski.

—¿Qué quiere usted de mí? —preguntó Kusche, en el tono más firme que pudo conseguir.

—Pues, en primer lugar, quiero hablar un momento contigo, «Bubi».

—¡Yo no me llamo «Bubi» para usted! —gritó Kusche encolerizado—. ¡Y no me tuteo tampoco con todo el mundo!

—Pues yo no tengo costumbre de tratar de usted a los cerdos.

—¡Le advierto que puedo llamar a la SA!

—No harás tal cosa, «Bubi». Últimamente me he vuelto muy sensible a los ruidos, ¿sabes? Si te pusieras a gritar delante de mí, tendría que taparte la boca con el puño.

—Usted no se atreverá nunca a atacar al jefe de la SA…

—¡Ya lo creo que me atreveré! Tú, para mí, serás siempre «Bubi» Kusche…

Kusche se puso a reflexionar rápidamente. La huida no era aconsejable, ya que Jablonski debía de haber traído a sus perros, que estarían probablemente al acecho muy cerca de allí. Arriesgarse a hacerle frente a golpes sería una temeridad, dada su enorme fuerza. Lo más seguro era, pues, recurrir a su dignidad de jefe de la SA.

—Bien. ¿De qué quieres hablarme? —dijo, moderando la voz, en tono relativamente tranquilo y con un gesto de superioridad.

—Del padre Bachus. Y de ti.

—Dame tu opinión. La tendré en cuenta.

—Estoy seguro de que la tendrás en cuenta. En primer lugar quiero señalar que se trata de mi opinión personal, no de la de Materna. Y se trata de lo siguiente: creo que ha llegado la hora de pararte los pies. Creo que tu demencial y repugnante intento de convertir la casa de Dios en una comuna y tu brutalidad con el padre Bachus cuando os denunció valientemente son cosas que van demasiado lejos, incluso para Maulen.

—Si te parece —dijo Kusche, muy agitado—, podemos hablar de este asunto mañana con toda tranquilidad.

—«No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy» —dijo Jablonski avanzando un paso hacia él—. Lo que tú necesitas urgentemente es un tratamiento expeditivo, en la línea de tus bárbaros métodos. Y yo voy a aplicártelo.

Y, diciendo esto, sujetó a Kusche y comenzó a golpearle. Dos impresionantes bofetadas constituyeron la introducción. «Bubi» se defendió con todas sus fuerzas, pero Jablonski le levantó del suelo y le retuvo fuertemente apretado contra su pecho hasta casi asfixiarle, mientras con el brazo libre le golpeaba varias veces en el cogote. Al cabo de un momento, «Bubi» cayó de rodillas y después de bruces. Aprovechando esta posición, Jacob le propinó un fuerte puntapié en el trasero, como si de un balón de fútbol se tratara. Ninguna parte más noble de su cuerpo resultó dañada.

—Bueno, valiente —dijo entonces Jablonski, sin haber siquiera perdido el aliento, al tiempo que ponía en pie de nuevo a «Bubi» con una sola mano—. Ahora lárgate de aquí y vete a contarles esto a los de la SA. No cabrán en sí de admiración por su jefe.

Los habitantes de Maulen se preguntaban qué razón tendría Eis para hacer, en el espacio de pocos días, tres viajes a Allenstein, capital del distrito.

—Allenstein es la sede del gobernador —se decían—. ¿Qué necesidad tendría de ir allí si no fuera por eso? Uno de los aspirantes —de los tres que había ya— al cargo de alcalde declaró en la taberna ante numerosos oyentes:

—Se preparan grandes cambios en Maulen… ¡Y por cierto que ya iba siendo hora!

—Ésta puede ser mi oportunidad —comentó Schlaguweit, esperanzado.

Aquel comentario llegó a oídos de Kusche y no dejó de causarle preocupación. Le ponían nervioso aquellos rumores que se propagaban a sus espaldas.

Corrían las más inquietantes hipótesis: se decía que Eis estaba discutiendo con las autoridades una nueva organización del grupo local del Partido, una reforma de la SA o quizá un relevo en todos los cargos oficiales. Eis, por su parte, se limitaba a sonreír en silencio o, a lo sumo, a decir: «Ya lo veréis, ya lo veréis», lo que no pocos interpretaban como una amenaza.

Pero la satisfacción que le causaba tener en vilo a todo el pueblo no era completa. Una sola persona, Brigitte precisamente, no demostraba la menor curiosidad. Cuando le anunció que debía volver a Allenstein, ella declaró con una ofensiva indiferencia:

—Por mí, como si quieres quedarte a vivir allí…

—Voy a decirte de qué se trata. He encargado que me confeccionen un magnífico equipo de cazador, de primerísima calidad. El barón me ha invitado a ir de caza con él y sus amigos. ¿Qué? ¿Qué te parece?

—Me parece que los conejos se reirán mucho antes de que otro los mate.

Eis encogió sus anchos hombros en un gesto de indiferencia. En aquel pueblo de mala muerte nadie le comprendía, pensó. Se había elevado por encima de todos ellos. En cambio, un hombre tan distinguido como Alarich von der Brocken buscaba su compañía. Las personas cultas y de antigua nobleza sabían apreciarle justamente. Se había convertido en una personalidad. Y de su cuarto viaje a Allenstein trajo, efectivamente, un espléndido traje de cazador. En la taberna, un hombre de la SA comentó:

—Esperemos que no tenga la intención de pactar con esa gente.

Un compañero le corrigió.

—Al contrario, lo que hace es infiltrarse entre ellos.

Y añadió un tercero:

—Eis se los meterá en el bolsillo a todos, ya lo veréis.

Cuando llegó, por fin, el momento en que uno de los coches del barón se detuvo ante la casa de Eis para recogerle, había grupos de vecinos esperando para admirarle. El cacique del pueblo apareció por fin y subió airosamente al vehículo. Su traje era verde oscuro, con piezas de ante aplicadas a los codos y rodillas y al fondillo de los pantalones. Calzaba botas altas de charol de impecable brillo y llevaba un par de prismáticos colgado del cuello. Schlaguweit, que esta vez había ofrecido sus servicios a tiempo, le entregó las dos armas: un enorme trabuco y una escopeta de caza de dos cañones.

—¡Espléndido! —exclamó Alarich al verle—. ¡Parece recién salido de la revista La Caza! Nos trae usted un soplo de auténtica elegancia, amigo mío.

Eugen sonrió, halagado.

—En este sentido, señor barón, usted es para mí un gran ejemplo. Sus equipos de montar, sin ir más lejos, son inigualables…

—Señor Eis, es usted un hombre de mundo. Estoy seguro de que hoy cobrará espléndidas piezas.

Eis vivió una magnífica noche de caza. El cielo estaba estrellado y luminoso. Contra él se recortaban las siluetas de las casas y las ramas de los árboles, que parecían dibujadas con un fino pincel. Aquella misma noche, la preocupación llevó a Kusche a llamar a la puerta de Neuber. Con prudente reserva, comenzaron por intercambiar los altisonantes tópicos de costumbre: la comunidad, la responsabilidad de cada uno, la preocupación por los problemas de Maulen…

—De acuerdo —dijo Neuber—. Pero en lo referente a las actuales relaciones de la SA con el Partido y especialmente con la dirección organizativa, es decir, conmigo…

—Eso tiene arreglo —aseguró Kusche—. Es una de las razones de mi presencia aquí.

Neuber no dejó ver su satisfacción, pero se apresuró a sacar provecho de aquella favorable coyuntura.

—Lo triste —declaró— es que, en la mayoría de los casos, sólo se llega a una colaboración equitativa cuando se presenta algún problema, ¿no le parece?

—Pero… ¿qué problema hay ahora? —preguntó Kusche en tono de angelical inocencia—. Yo, por lo menos, no sé de ninguno…

—¿No? —exclamó Neuber en tono igualmente inocente—. Pero ¿no le dio a usted Jablonski una paliza?

—¿Quién se atreve a afirmar tal cosa? —saltó Kusche como un volcán.

—Pues todo el pueblo lo dice —repuso Neuber tranquilamente.

—¡Esos cretinos! ¡Qué demonios pueden saber si allí no había nadie, maldita sea!

Neuber sonrió. Le invadía una sensación de superioridad. Pensó que Kusche no era más que un perrito ladrador y muy poco inteligente, no un adversario digno de ser tomado en serio. No habría de resultar demasiado difícil neutralizarle.

—Yo sigo estando dispuesto a mantener una fecunda colaboración —aseguró—. Pero antes, creo que habría que solucionar algunas cuestiones de menor importancia. Y al decir esto pienso, más que nada, en el prestigio de la SA. La importante no es que en realidad le hayan apaleado a usted o no. Lo grave es que corra la voz de que ha sucedido tal cosa. Y ya conoce usted a la gente de Maulen.

Kusche asintió con gesto amargo.

—¿Usted quiere decir, pues, que deberíamos actuar enérgicamente… con respecto a Jablonski?

Neuber, satisfecho, cruzó las manos. Había conseguido lo que se proponía.

—Si consigue usted imponerse a Jablonski, la SA volverá a ser la máxima autoridad en Maulen.

—¡Pues lo haré! —prometió Kusche, sombrío—. Le despellejaremos como a un conejo. Es él quien nos ha provocado.

Tuvieron lugar a partir de aquel momento una serie de preparativos que condujeron a lo que debía pasar a la historia con el nombre de «la batalla del pantano de Maulen». La SA, a las órdenes de Kusche, se entregó a una intensa actividad. Y el otro bando no permaneció tampoco cruzado de brazos. Félix «Bubi» Kusche, siguiendo su costumbre, se declaró partidario de los procedimientos radicales y expeditivos.

—Nos presentamos allí, cogemos a Jablonski, le traemos aquí y le explicamos cuatro cosas.

La propuesta fue aprobada por espontánea unanimidad. Aquella táctica —llegar, ver y vencer— era la que consideraban más propia y digna de la SA. Pero Schlaguweit replicó:

—¿He oído bien? ¿Hemos de coger a Jablonski en casa de Materna?

—¡Pues claro! ¿Dónde si no? ¿O es que ya estás cagado de miedo antes de empezar?

Esta vez, Schlaguweit sabía exactamente lo que quería. Había tenido una entrevista con Neuber y él le había informado y aconsejado.

—Yo sólo propongo que se reflexione bien sobre la estrategia a adoptar. Con respecto a esto, opino que deberíamos evitar entrar en el terreno de Materna.

—¡Pero qué dices, hombre! ¿Acaso crees que debemos mandar a Jablonski una invitación rogándole muy finamente que nos haga el honor de visitarnos aquí?

Todos prorrumpieron en carcajadas. Pero Schlaguweit no cedió.

—Ir a casa de Materna representa enfrentarse, en primer lugar, con Jablonski, que vale por tres. Lo mismo se puede decir de Materna, que además tiene una buena cantidad de armas. Sin olvidar los perros. Y encima, pueden contar con la ayuda de los quince polacos, que viven muy cerca. Por más que nos esforcemos, la SA no puede hacer frente a todo eso. Las risas cesaron. Dos o tres de los presentes adoptaron una actitud reflexiva. Kusche se mordió el labio inferior en un gesto infantil.

—No debemos dar lugar a un derramamiento de sangre innecesario —declaró inesperadamente uno de los camaradas, cargando el acento en la palabra «innecesario».

Finalmente, el mismo Kusche hubo de reconocer que era obligado tomar algunas precauciones. El consejo de guerra de la SA se prolongó hasta bien entrada la noche y originó un consumo de cerveza de casi una docena de cajones. Llegaron a una primera conclusión: «Jablonski debía ser atrapado en medio del pueblo». Pero ¿cómo? Sobre este punto discutieron una hora más, hasta que Kusche halló la solución.

—Podemos sencillamente invitarle, es decir, enviarle una citación. No de la misma SA, sino de una entidad neutral, del ayuntamiento, por ejemplo. Esto no resultaría nada sospechoso. De nuevo tomó la palabra Schlaguweit.

—Si lo hacemos así puede ser que venga. Pero es seguro que se traerá los perros. Y con esas fieras, os aseguro que más de uno habrá de salir corriendo.

Los camaradas enmudecieron nuevamente. Ellos, por supuesto, estaban dispuestos a luchar, a sacrificarse incluso, pero no a cometer locuras.

—Yo creo… si hubiera, vamos a suponer, una epidemia de rabia, o si se sospechara, simplemente, que puede haberla… me parece que este problema quedaría resuelto.

La sugerencia venía del camarada Mielke, cuyas probabilidades de ser ascendido aumentaron grandemente en unos segundos, pues Kusche se mostró de acuerdo inmediatamente.

—Hombre, ésta sí que es una buena idea —declaró—. Y vamos a ponerla en práctica.

—Pero para eso necesitamos al gendarme.

—Eso no es problema —dijo Kusche, eufórico, seguro ya de la victoria—. Gabler nos ayudará si se lo planteamos como es debido.

El plan, con todos sus detalles, resultó ser el siguiente: en primer lugar, algún ciudadano respetable debía formular una declaración que hiciera creer en el peligro inminente de una epidemia de rabia. Ante tal cosa se tomarían las imprescindibles precauciones: aislamiento del animal en cuestión y obligación de tener a todos los perros atados y encerrados en un espacio reducido. Con ello, Jablonski quedaría prácticamente indefenso y sería cosa fácil hacerle prisionero.

—Mañana mismo hablaré con el gendarme —anunció Kusche—. Y después todo irá sobre ruedas.

Pero una cosa se le escapaba: desde el momento en que incluía en sus proyectos al gendarme, tenía que contar también con la hija de éste. Si Sabine llegaba a enterarse de lo que se preparaba, lo sabrían, automáticamente, Jablonski y Materna.

La «operación Jablonski» hubo de ser aplazada por unos días, pues varios miembros de la SA, con su jefe a la cabeza, tuvieron que atender a otro asunto urgente: el proceso contra el padre Bachus, que iba a celebrarse en Allenstein.

Subieron todos al camión que había de llevarles y se alejaron entonando ruidosos cantos provocadores. Una vez llegados ante el Palacio de Justicia descendieron del vehículo, formaron y marcharon decididos hacia la sala del juicio, donde ocuparon los primeros bancos.

Aparte de ellos, no había venido nadie de Maulen, excepto Materna. Alfons no había recibido citación alguna, pero tenía interés en asistir a aquel «proceso». Y era él quien había solicitado y pagado los servicios del abogado defensor, señor Rogatzki.

—Hágase usted la idea de que jugamos a una lotería —le había dicho Rogatzki—. Las posibilidades que tenemos son aproximadamente las mismas. Si ganamos, podremos decir que hemos tenido una suerte asombrosa.

Rogatzki se contaba, como sabían los iniciados, entre los «últimos justos». Pero no podía ya permitirse ninguna audacia, so pena de perderlo todo. Sonriendo amargamente había dicho: —Los presidentes de los tribunales especiales no acostumbran a ser demasiado humanos. Pero éste es como una máquina, una máquina bien engrasada. Pronto lo comprobará usted mismo.

El juez Krüger, no obstante, causaba una impresión más bien agradable. Tenía la piel tersa, lampiña y rosada como la de un niño, unos ojos de expresión afable y la voz suave como la seda.

—Creo que éste es un caso claro y sin complicaciones —declaró, después de abrir la sesión—. Nos ocupará poco tiempo. —Dirigió una atenta mirada a los asistentes y dijo—: En casos como éste, suelo inclinarme por un juicio a puerta cerrada. No obstante, supongo que los presentes forman parte de delegaciones enviadas por organismos y se encuentran aquí llevados de su deseo de adquirir una experiencia en estas cuestiones. No deseo, por ello, excluir a nadie, si bien solicito de todos una conducta correcta y respetuosa hacia este tribunal. Sólo entonces dirigió Krüger una larga mirada al acusado. El padre Bachus estaba sentado en el banquillo con la cabeza inclinada, flanqueado por dos policías que parecían rígidas estatuas a su lado. Tenía un aspecto doliente.

—Está hecho un trapo —diagnosticó Kusche dirigiéndose a sus acompañantes—. ¡Si le viesen ahora en el pueblo!

Después de haber hecho las acostumbradas preguntas iniciales al acusado, Krüger hojeó indolentemente sus papeles. Procedía sin vacilaciones, como si estuviera muy seguro de cada paso que daba. Según había dicho el abogado, era muy posible que hubiese fijado la pena de antemano, de acuerdo con sus superiores.

—Acusado —dijo suavemente—. El tribunal tiene en su poder este borrador de un sermón. ¿Es de usted?

—Sí, señor.

—¿Pronunció usted este sermón?

—Sí, señor.

El abogado solicitó permiso para intervenir. No le fue fácil hacer oír su petición, pero obtuvo el permiso.

—Ruego a este respetable tribunal que me permita llamar su atención sobre un punto importante. Mi cliente no ha ocultado su propósito de pronunciar el sermón en los términos que figuran en este borrador. De hecho, no obstante, no llegó a leerlo hasta el final. De lo cual se deduce…

—Nada, señor abogado, de este hecho no se deduce nada de importancia —le interrumpió Krüger con una sonrisa lastimera—. El caso es que este sermón fue concebido y pronunciado; no importa que lo fuera en su totalidad o sólo en su mayor parte. Y no importa tampoco que el acusado quiera hacernos creer que no era consciente del alcance que tenían sus declaraciones.

—Dispongo de testigos que pueden afirmar que el sermón no produjo ningún efecto negativo o perjudicial.

En aquel momento saltó el fiscal:

—¡También la acusación dispone de testigos y en buen número! ¡Y todos ellos pueden declarar exactamente lo contrario!

El juez Krüger meneó la cabeza en un gesto de amable negativa.

—Para qué queremos testigos —dijo— si disponemos de irrefutables pruebas materiales… Ruego al señor fiscal que lea el documento en cuestión.

El fiscal obedeció. Leyó en tono seco y monótono. De cuando en cuando, coincidiendo con las frases más comprometedoras, hacía una inspiración profunda y su voz se volvía más dura y cortante.

Terminada la lectura, Rogatzki se apresuró a intervenir:

—Quisiera rogar al tribunal que tuviese en cuenta…

—No es necesario —dijo Krüger suavemente, sin dureza alguna sino más bien en todo comprensivo—. Me imagino perfectamente los argumentos que piensa usted exponer. Me dirá, más o menos, que el tono de la lectura modifica el sentido, o algo por el estilo. Pero ¿de qué serviría? El texto está aquí; su autenticidad ha sido confirmada; se sabe que parte considerable del mismo ha sido leído públicamente, ante doscientas personas como mínimo. Todo ello prueba, de manera indiscutible, el propósito de difundir entre un amplio número de personas ideas tendentes a alterar el orden.

—Pero ese sermón no fue entendido por todos los oyentes de la misma manera que aquí, en circunstancias tan diferentes, puede parecer.

—No por todos los oyentes, sin duda, pero ciertamente por la mayoría de ellos. De no ser así, no hubiera llegado nunca a producirse una detención espontánea, en la misma iglesia.

—¡Cierto! —exclamó Kusche, entusiasmado. También sus camaradas se entregaron a ruidosas manifestaciones de aprobación.

El juez alzó la mano.

—Vamos, vamos —les amonestó paternalmente.

Se hizo de nuevo el silencio. Krüger aprobó con una sonrisa.

—Bien —prosiguió—. Estoy, pues, en condiciones de afirmar que, aun cuando las declaraciones en cuestión existieran únicamente en forma de carta, aun cuando dicha carta no hubiese llegado a su destinatario, serían absolutamente suficientes para determinar un juicio condenatorio.

Con ello pareció quedar todo dicho. El abogado intervino nuevamente, pero fue como intentar detener un incendio con palabras. A Bachus no se le preguntó nada más. El sacerdote había permanecido durante todo el rato con las manos cruzadas. Su rostro estaba pálido, gris. No parecía ver a nadie. Finalmente, el juez Krüger, con las manos levemente alzadas como en una plegaria, inclinado el sonrosado rostro, con aquella voz paciente, benévola y aburrida y en un tono de cantinela, anunció la sentencia:

—Diez años de prisión.

Aquel día, que iba a ser después denominado por muchos «el día de la batalla», comenzó de manera relativamente inocente: con una visita del miembro de la SA Mielke, el bromista, al gendarme Gabler. Visita realizada, según declaró enfáticamente el propio Mielke, «en mi calidad de vecino».

Gabler estaba en el patio de su casa, desnudo de la cintura para arriba, lavándose. Era un hombre pulcro y la temperatura era agradable.

—¿Qué? ¿Queréis que os detenga a alguien? —preguntó, bromeando amablemente.

Mielke sonrió.

—Esta vez se trata sólo de un perro —dijo—, de mi perro. He tenido que matarlo.

—¿Era muy viejo?

—No es eso. Es que quería atacarme. Además, tenía el rabo entre las piernas y echaba espuma por la boca.

—Eso podría ser la rabia —dijo Gabler, secándose rápidamente.

—Sí. Por eso he venido.

—Entonces hemos de actuar de prisa.

Fue a ponerse el uniforme y acompañó a Mielke a su casa para echar una mirada al cuerpo del perro. Éste tenía, efectivamente, espuma en la boca.

Telefoneó al veterinario. Éste guardó un momento de silencio y dijo después, sofocando un bostezo:

—¿Usted cree? Sí, puede ser. Vendré hoy, si me es posible, y, si no, mañana a primera hora. Entretanto, mantengan aislados a todos los perros. Coloquen letreros advirtiendo el peligro. Hasta mi llegada lo dejo todo en sus manos.

Gabler, en efecto, se ocupó de todo concienzudamente. Informó a la alcaldía e insistió en la necesidad de poner sobre aviso a la población. Inmediatamente después mandó colocar, en cada uno de los puntos cardinales, un letrero en el que se leía:

Peligro de rabia.

Por orden de la gendarmería local, todos los perros deberán permanecer atados.

Hay orden de disparar contra los perros sueltos.

A través de Sabine, la noticia llegó rápidamente a casa de Materna. Mientras participaba en el abundante desayuno, les informó de todos los detalles que conocía.

—Era el perro de Mielke. Hacía ya semanas que apenas podía moverse. Ya era hora de que le dieran el tiro de gracia.

—La rabia es una mala cosa —dijo Jacob, preocupado—. Voy a encerrar en seguida a nuestros perros.

—Es extraño —dijo Materna, pensativo—. Yo conocía al perro de Mielke. Es cierto que estaba ya muy achacoso. Pero precisamente los perros viejos son los que raras veces contraen la rabia. Además, por aquí nunca hemos tenido nada de eso; son más bien las personas las que acostumbran a morir de manera alarmante.

—Mielke hace unas cosas muy raras —dijo Sabine, mientras tomaba una cucharada de miel—. No me creeréis si os digo que le he visto a él solo jugando a barberos con su perro.

Materna se inclinó hacia ella.

—Explícame mejor esto que dices.

—Pues mira. Cuando iba a la escuela, he oído un tiro. Naturalmente, he ido en seguida a ver qué pasaba. Me he escondido detrás del seto y he visto a Mielke con una brocha de afeitar en la mano. Se ha acercado al perro muerto y le ha dado jabón en el hocico.

—¡Pero esto no es posible! —exclamó Jacob, atónito.

Sabine volvió la mirada hacia él con una expresión casi de susto.

—¿Es que dudas de lo que te he dicho?

—No, claro que no —se apresuró a asegurar Jacob.

—¿Y por qué habría de dudarlo? —dijo Materna—. Aquí en Maulen suceden cosas mucho más raras de lo que uno pueda inventar.

En aquel momento apareció ante ellos el alguacil. El hombre, que vestía un sencillo traje de lino azul, era herido de guerra y recibía una pensión, pero continuaba firme en su puesto de trabajo.

—El señor alcalde ruega al señor Jablonski que se presente en el ayuntamiento entre las cuatro y las cinco de la tarde con el fin de hacer una comprobación en las listas del censo. Despachó la copa de aguardiente que se ofrecía a cuantos pisaban la casa de Materna y se retiró.

—Es mucha casualidad, ¿no te parece? —comentó Alfons.

Jablonski envió a Sabine a llevar los restos del desayuno a los perros. Desde la estancia se oyeron los alegres ladridos.

—Me parece que ya voy entendiendo lo que pasa —dijo entonces—. Sin los perros tengo muchas menos posibilidades de defensa. Lo que ésos quieren es hacerme una mala jugada. Pero ya verán… ¡Les haré picadillo!

—Y yo te ayudaré, si me lo permites. Jacob, éste podría ser el momento que esperamos desde hace tiempo. Pero hemos de hacer las cosas bien.

A partir de aquel momento, las dos partes se dedicaron a elaborar su pequeña estrategia.

Las condiciones eran favorables. Eis se hallaba nuevamente en casa de Alarich von der Brocken, donde tenía lugar otra animada fiesta de los «amigos del más noble deporte». Hacia la misma hora, Alfons Materna fue visto paseando por el parque del palacio en compañía de la baronesa Elisabeth, ataviado con el traje de los domingos. Y, según decían, iban cogidos de la mano. ¡En pleno día!

De haber sido necesario, Amadeus Neuber habría podido presentar testigos de que había estado trabajando en su obra Hindenburg y los héroes o la gran hora en el corazón de Masuria. Y, precisamente aquel día en que la musa le sonreía dulcemente, recibió la visita de Sabine Gabler, que se interesaba por las pinturas griegas. Casi distraído, le alargó el libro. Entretanto, el gendarme se encontraba en el límite más alejado de su demarcación, a cinco kilómetros de Maulen. Schlaguweit estaba en compañía de la señora Audehm, que recibía bien a todos los hombres. Los campesinos, en su mayoría, estaban trabajando sus tierras y los restantes vecinos se habían retirado muy discretamente a sus casas. En la calle reinaba la SA. Bajo la experta dirección de Félix Kusche, los camaradas ocuparon sus puestos. Unos cuantos se colocaron en semicírculo alrededor del ayuntamiento. Se formaron dos destacamentos: uno, de reserva, se instaló en la taberna, y el otro, encargado del ataque principal, en el depósito de bombas. Y los responsables del ataque cuerpo a cuerpo se distribuyeron por la plaza según un plan preconcebido: en las entradas de las casas, detrás de los árboles, junto a la iglesia, al pie del monumento y detrás de la escuela.

El plan de ataque era, por así decirlo, de clásica sencillez: «Cuando Jablonski entre en el ayuntamiento, se estrecha el círculo a su alrededor. Cuando salga, se le conmina a acompañarnos. Se le traslada rápidamente y se tiene con él una buena conversación». En un primer momento, la operación se desarrolló según lo previsto. Jacob fue muy puntual. Kusche registró su aparición a las dieciséis horas en punto.

—¡Ya le tenemos! —susurró alegremente.

La visión de Jacob avanzando por el pueblo sin sus perros tuvo un considerable efecto tranquilizador sobre los camaradas de la SA. Su combatividad subió de punto.

Jablonski entró, efectivamente, en el ayuntamiento. Pero no permaneció allí ni un segundo. Atravesó el edificio, abrió una de las ventanas posteriores y saltó a la calle. Un centinela allí apostado se apartó, temeroso, y dio la alarma a grandes voces:

—¡Qué se escapa! ¡Qué se escapa!

Kusche reaccionó rápidamente. Salió disparado de detrás del monumento y ordenó:

—¡Seguidle, muchachos! ¡La reserva tras él inmediatamente! ¡Adelante, camaradas!

Sin apresurarse demasiado, Jacob saltó dos empalizadas y emprendió la marcha hacia el sur, por los Prados de los Perros. Alguien que le observara hubiera podido pensar que comenzaba a faltarle el aliento, pues se detenía un instante de cuando en cuando. Pero lo hacía para escuchar los pasos de la SA.

—¡Cortadle el paso! —gritaba Kusche a sus hombres—. ¡La tropa de choque en arco hacia la izquierda! ¡La reserva a la derecha! ¡Hacia los abedules formando tenaza! ¡Los de la plaza al frente, detrás de mí!

Aquellas órdenes ponían de manifiesto grandes dotes de mando de «Bubi»: eran, desde el punto de vista militar, eficaces, lógicas, exactas. Pero lo que Kusche no podía saber ni podía llegar a pensar era que Alfons Materna había sido capaz de imaginar, con todos los detalles, el plan que se había desarrollado en su cabeza y había preparado en consecuencia su propia actuación. Jablonski penetraba ahora en el bosquecillo de abedules, adentrándose cada vez más en las tierras de Materna. Los hombres de la SA, seguros de la victoria, corrían tras él. En un momento dado, a una vehemente orden de su jefe, se lanzaron desde tres puntos diferentes hacia el centro, donde esperaban acorralar a su presa.

—¡Ya le tenemos! —rugió Kusche—. ¡Sujetadle bien! ¡Lleváoslo en seguida! Eran gritos de triunfo, porque Jablonski se hallaba, efectivamente, rodeado por la SA en medio del bosquecillo. ¡No tenía escapatoria!

Pero en aquel momento aparecieron, alrededor de la propia SA, surgidos de detrás de las matas y de agujeros cavados en la tierra, una veintena de corpulentos jóvenes: los obreros polacos. Los perros hicieron también su aparición. Y a la cabeza de aquel ejército avanzaba Alfons Materna blandiendo un garrote.

—¡Ya os enseñaré yo a meteros en mis tierras! —gritó, mientras tomaba impulso para descargar el primer golpe—. ¡Apalead a esos bandidos!

Y así lo hicieron. En Maulen, entretanto, la vida parecía discurrir como de costumbre. Todos se enfrascaban en sus ocupaciones llevados por un único deseo: no verse obligados a atestiguar nada. No fue el alcalde Uschkurat el único que se curó en salud.

Amadeus Neuber no pudo resistir la tentación de leerle a Sabine la escena trece de su obra:

—«Hindenburg y Ludendorff están inclinados sobre la mesa cubierta de mapas. Un general dice al otro: “Quien lleva de ese modo a la patria en su corazón no puede anunciar sino la verdad. Y sus gestas serán hitos en la historia de la humanidad”».

Sabine escuchó, aburrida, y consiguió zafarse antes de que Neuber pudiera leerle también las demás escenas.

En casa del barón, Eis se las daba de atrevido jinete. Explicó cómo una vez, durante la guerra, al producirse una alarma, había montado un caballo de un salto y se empeñó en ilustrar su relato con una nueva versión del mencionado salto. Decidió que la silla del caballo estaría representada por el respaldo de un enorme sillón y, coreado por las exclamaciones entusiásticas de sus nuevos amigos, tomó un poco de carrerilla y saltó. Derribó el sillón, cayó al suelo y se fracturó una pierna.

Alfons Materna, rodeado de los suyos, estaba en el campo de batalla haciendo el balance de la operación. La SA se había dado a la fuga. En sus filas, anunció Alfons, había habido algunos heridos, entre ellos Kusche, al cual había atendido él en persona. Indudablemente, aquello no debía de haberle sentado nada bien a «Bubi».

—No es fácil que se les ocurra volver —dijo Jacob, mientras acariciaba afectuosamente a los perros, que habían hecho un buen trabajo. Materna pasó revista a sus hombres. Ninguno de ellos estaba herido de gravedad; sólo algunos presentaban desolladuras, rasguños y golpes. El consejero Wollnau ofrecía un aspecto romántico: tenía en la ancha frente una herida que sangraba, y mostraba por ello un conmovedor orgullo.

—Si me permite manifestar mi opinión de jurista sobre este suceso…

—Se lo agradezco, pero no es en absoluto necesario —le interrumpió Alfons sonriendo—. Hay un hecho indiscutible que juega a nuestro favor: ningún alemán de verdad confesará jamás una derrota. De modo que, si nosotros no vamos presumiendo de haberles vencido y procuramos quitarle importancia al asunto, es de suponer que los de la SA no informarán a sus superiores ni dirán nada por el pueblo. Aunque rechinen los dientes de rabia, por supuesto. Y me parece que pasará algún tiempo antes de que nuestros héroes sientan deseos de emprender otra aventura como ésta.