Los cerdos se amontonan junto al comedero hasta hartarse. Pero así pesan más a la hora de la matanza.
El cadáver no fue descubierto hasta el lunes. Hasta ese día, nadie echó de menos al jefe de la SA. Lo encontraron unos niños que jugaban en el bosque. Entre ellos estaba Sabine. Fue ella quien impidió a los niños que se acercaran al cuerpo. Como hija del gendarme, sabía lo que debía hacerse en aquellos casos: dar parte a la policía. Fue, pues, a avisar a su padre, después de haber dicho a sus compañeros que formaran una especie de cordón alrededor del lugar. Habló con su padre y se dirigió a continuación a ver a Jablonski y a Materna.
—¡Pobrecita, qué desagradable habrá sido para ti! —exclamó Jacob.
—No, no creas —declaró Sabine francamente—. He visto cosas peores en las publicaciones de criminología que mi padre recibe regularmente.
—No entretengamos a Sabine —dijo Alfons—. Seguramente querrá saber lo que ocurre en el bosque.
—Sí. Ya vendré a explicároslo en seguida —dijo la niña, echando a correr de nuevo.
Entretanto, el gendarme había efectuado las gestiones pertinentes. Había informado de lo ocurrido al médico municipal, el doctor Gensfleisch, y a las máximas autoridades locales: Eis y Uschkurat. Eis telefoneó a Neuber, quien, a su vez, mantuvo una conversación telefónica con su hombre de confianza, Ernst Schlaguweit. Uschkurat, recordando los golpes y el puntapié que había recibido el sábado anterior, informó de lo sucedido a «Bubi» Kusche.
Al cabo de poco rato, el bosquecillo de abedules era el centro de un ir y venir constante. Eis, en una sobria formulación, calificó el suceso de «lamentable», calificativo que fue repetido por muchas bocas. También se hicieron abundantes referencias al «destino», las más de las veces al «trágico destino». «Bubi» Kusche se presentó también en el lugar. El fiel camarada de Fischer se aproximó con expresión solemne al cadáver, que estaba cubierto con un lienzo, e hizo el saludo alemán. Acto seguido declaró:
—¡Tu muerte será vengada, Fritz!
—Permítame —le dijo el gendarme discretamente—. No existe indicio alguno que permita suponer que haya habido uso de violencia.
—¡Fischer tenía enemigos! —exclamó Kusche—. ¡Un hombre como él no puede haber muerto de muerte natural! ¡Él ha sacrificado su vida por nosotros! ¡Es un mártir del Movimiento!
Pero un mártir era precisamente lo último que deseaba Eis. A él le interesaba que en el grupo de su dirección se desarrollara todo dentro de los límites por él establecidos. Y no quería sensacionalismos. La intención manifestada por el subjefe de la SA de convertir aquella muerte en un acto de heroísmo era, como mínimo, precipitada.
—Creo que antes que nada deberíamos esperar a conocer el resultado de las investigaciones oficiales —dijo.
Concluido el examen del cadáver, el doctor Gensfleisch declaró lacónicamente:
—Muerte por ataque al corazón.
«Bubi» Kusche sacudió tercamente su rasurada cabeza de pera y exclamó en tono severo:
—¡Aquí hay algo que huele mal!
—Sí —dijo el doctor—. El muerto se hizo encima.
—¡Haga usted el favor de no hablar en esos términos del jefe de nuestra SA!
—Estamos hablando de un cadáver que yo acabo de examinar en mi calidad de médico. Los cargos que el muerto haya ostentado no tienen absolutamente nada que ver con el resultado de mi examen ni con el certificado de defunción.
Pero a Kusche no le satisfizo tal explicación. Bajo su responsabilidad estaba ahora, creía él, el prestigio de la SÁ. Él era el subjefe; pronto sería el jefe absoluto.
—¡Pues yo deseo presentar una denuncia! —exclamó impulsivo. Eis le cortó con energía.
—Félix —le dijo—, ¿qué es lo que te propones con esto?
Kusche sabía muy bien lo que se proponía con aquello: conseguir la jefatura de la SA. Pero respondió:
—¡Hemos de hacer justicia a nuestro camarada que ha caído víctima de sus enemigos!
—¡Pero qué dices! —exclamó Eis duramente—. Éste es un caso claro de muerte natural. ¿No es así, doctor?
Gensfleisch asintió.
—El cadáver no presenta contusiones, heridas ni huellas de estrangulamiento. Es de señalar únicamente que estaba borracho.
—Podemos dar por concluida la investigación oficial —se apresuró a manifestar el gendarme a una expresiva mirada de Eis, quien dijo en seguida:
—¿Me permiten que les invite a un pequeño refrigerio en la taberna, señores?
Tal como era de esperar, el ofrecimiento fue aceptado con gusto.
—Venga usted también, Félix —le ordenó Eis, por precaución.
Al primer vaso de cerveza, el jefe del grupo local del partido expresó su agradecimiento a Gensfleisch.
—¡Con usted se puede contar en todo momento, mi estimado señor doctor!
También el gendarme fue objeto de una vehemente manifestación de gratitud.
—¡Y usted nunca falla tampoco, mi querido Gabler!
Le llegó entonces el turno a Kusche.
—Amigo mío —le dijo cordialmente—, no querrá usted que nuestro camarada Fischer sea objeto de viles especulaciones, ¿verdad?
—Lo que yo deseo, señor, es exactamente lo contrario.
—Bien, ya veo que en lo fundamental estamos de acuerdo. Ambos somos del parecer de que en nuestra SA y en nuestro Partido no debe producirse ningún escándalo, ningún deshonroso proceso criminal. Fischer está muerto, eso no tiene ya remedio.
—Pero su buen nombre…
—¡Su buen nombre será defendido, eso ni que decir tiene! Pero existen otras formas de hacerlo, ¿no es cierto?
—Yo sólo quería decir que su muerte no puede haber sido en vano…
—Naturalmente que no. Fischer ha muerto de un ataque al corazón que puede suponerse provocado por un exceso de actividad.
—¡Eso significa que se ha sacrificado por el Movimiento!
—Exactamente. Puede decirse que ha estado en la brecha hasta el último suspiro.
Kusche consideró que aquello sonaba bien, que impresionaba.
Agarró la botella de aguardiente y comenzó a adornar la recién nacida figura mítica de Fischer. Explicó cómo Fritz Fischer, próximo ya al momento culminante de su labor en el Partido nacionalsocialista, sostenido por la simpatía y el afecto de sus camaradas y convertido casi en un símbolo del hombre nuevo de la Gran Alemania, había caído desplomado sobre la amada tierra que lo vio nacer, agotado ya aquel corazón que había latido día tras día por el pueblo, por la comunidad.
—Muy bonito —comentó Eis, conteniéndose a duras penas—. Sigue, sigue.
—Y, como numerosos testigos pueden recordar, sus últimas palabras fueron: «Antes de que me vaya, camaradas, cantad otra vez para mí la Canción de Horst Wessel».
Amadeus Neuber estaba en clase, administrando a los niños de Maulen importantes enseñanzas históricas.
—Y también la campaña de exterminación de los sajones emprendida por el emperador Carlomagno nos lo muestra como un precursor de nuestro Caudillo Adolf Hitler.
Pero esta vez no pudo continuar, porque apareció en la puerta Ernst Schlaguweit, que declaró venir en representación de la SA y le manifestó su deseo de hablarle urgentemente en su calidad de jefe de organización. Neuber asintió y ordenó a los niños:
—Escribid una redacción sobre el tema «Por qué debemos sacrificarnos por la patria». Tomaos tiempo suficiente para pensarlo bien. En mi ausencia, Sabine Gabler se encargará de la vigilancia de la clase.
Sabine, obediente, se adelantó. Neuber la tomó de la barbilla como para darle ánimos.
—Sabrás hacerlo, ¿verdad? Yo estoy convencido de que sí.
Una vez estuvieron los dos en su casa, colocó un jarro de aguardiente sobre la mesa y preguntó:
—Bien, ¿cómo está la cosa?
—El médico dice que ha sido un ataque al corazón —dijo Schlaguweit—. El gendarme está de acuerdo. «Bubi» quería hacerse el interesante, pero Eis le ha parado los pies. Piensa, por lo visto, que ya está bien de escándalos en Maulen.
Con una leve sonrisa, Neuber se recostó en su asiento. Ahora estaba seguro: desaparecido Fischer, era él, sin competencia alguna, el segundo hombre de Maulen. Un paso más, quizá, y sería el primero.
—Así que un ataque al corazón y nada más. ¿Y en el pueblo se lo han creído todos?
—Pues…, existen otras hipótesis, claro —dijo Schlaguweit cautamente—. Es cosa sabida que Fischer tenía enemigos.
—Yo, desde luego, no me contaba entre ellos —se apresuró a asegurar Neuber—. Yo nunca le odié. Aunque, eso sí, le compadecí a menudo. Fischer no estaba a la altura de su cargo, eso no es ningún secreto. Pero no tengo intención de juzgarle ahora que está muerto. Todo el mundo sabe que no soy vengativo.
—Eso es conocido de todos —afirmó enfáticamente Schlaguweit—. Y te aseguro que si alguien se atreviera solamente a insinuar lo contrario, tendría que habérselas conmigo.
—Perfecto —dijo Neuber, extendiendo las piernas en un gesto de satisfacción—. Pero la muerte del camarada Fischer no me deja indiferente. Y me pregunto: ¿quién puede ser el responsable?
Aquello significaba en realidad: ¿a quién podemos hacer responsable?, y Schlaguweit lo entendió perfectamente. Pero no supo muy bien qué responder.
—Pues… él tenía diferencias con Bachus…
—Ah, no, un cura… Además, Bachus es un infeliz.
—¿Y Uschkurat? El otro día le echaron de la taberna a puntapiés por orden de Fischer.
—¿Uschkurat? No, de ése no hay que esperar ninguna actuación enérgica, sea del tipo que sea. No, el origen de esto hay que buscarlo en otra dirección…
Como Schlaguweit le miraba desconcertado, Neuber hubo de explicarse más claramente.
—Lo que me da que pensar es que la SA está escurriendo el bulto. Asesinan a su jefe y no se levantan como un solo hombre para exigir venganza, para reparar su honor pisoteado. A ti te pregunto, Schlaguweit, ¿puedes tú ver esto con tranquilidad? Schlaguweit, inquieto y confuso, se apresuró a manifestar:
—El lugarteniente de Fischer es Kusche. A algunos no nos gusta, pero hemos de respetarle…
—Si Fischer no existe, no existe tampoco lugarteniente suyo. Y el siguiente en el escalafón eres tú… Schlaguweit le escuchaba con la boca abierta.
—Yo siempre he estado en contra de Fischer y, por tanto, también en contra de Kusche —dijo—. Especialmente en contra de Kusche, que, en mi opinión, no representa el auténtico espíritu de la SA.
—Camarada Schlaguweit —declaró entonces Neuber solemnemente—, ha llegado tu hora. Éste es el momento de hacerte valer. Puedes contar con toda mi simpatía.
—Pero… ¿qué he de hacer?
—Debes tener el valor de tomar una ineludible determinación. Con mi ayuda, se entiende. Kusche ha intentado tomar en sus sucias manos la dirección de la SA. Para ello no ha reparado en los medios, ni siquiera en matar a Fischer. ¡Pues bien, tú debes desenmascararle ante todo el mundo! ¡Debes hacerlo a costa de lo que sea y de quien sea! Eso es lo más urgente en estos momentos.
—Comprendo —dijo Schlaguweit, decidido ya—. Cuando se trata de la verdad, ningún precio es demasiado alto.
El entierro de Fischer no fue ni especialmente pomposo ni constituyó una fiesta popular especialmente animada. La discordia se manifestó ya durante la discusión acerca de la organización del acto. Se trataba de decidir dónde debía exponerse el cadáver.
—Junto al monumento a los caídos —dijo Kusche—. Nuestro Fischer no fue nunca una rata de sacristía.
Pero Neuber, el jefe de organización, le respondió, al tiempo que dirigía a Schlaguweit una expresiva mirada:
—No obstante, deberíamos tomar en consideración la tradición popular.
Y Schlaguweit intervino.
—Yo creo que debemos tener en cuenta todos los aspectos de la cuestión. A mí también me importa un pito la Iglesia, pero no así el pueblo. Debemos tener en cuenta al pueblo.
Aquella cuestión y otras similares debieron ser debatidas sin la presencia de Eis, que se había tomado un descanso. Pensaba que, cuanto más peleasen entre sí sus subordinados, más fácil sería luego dominarles.
—¡Yo hablo en nombre de la SA! —exclamó Kusche con energía.
A lo que respondió Schlaguweit, animado por una mirada de Neuber:
—¡Pues yo dudo mucho que tú, precisamente, estés autorizado a representar a la SA!
Estaban los dos frente a frente, cruzando miradas amenazadoras, a punto de abalanzarse el uno sobre el otro. Era evidente ahora que cada uno de ellos aspiraba a la sucesión de Fischer. Neuber les observaba con satisfacción. Y declaró, con una expresión de suficiencia:
—Entre nosotros, el que aspire a la dirección debe saber aunar inteligentemente todas las opiniones y tendencias en una sola corriente.
—Y así se hace —afirmó Kusche.
—Pero no se hace inteligentemente —replicó Schlaguweit.
Acabaron por presentarse los dos en casa de Eis, que les dijo:
—Como representante del Gobierno, yo y sólo yo tengo, prácticamente, la máxima autoridad sobre la SA. A título provisional, que Kusche tome la jefatura ayudado por Schlaguweit. En cuanto al nombramiento definitivo, creo que no debemos precipitarnos.
Los dos nuevos subjefes saludaron muy erguidos y abandonaron la estancia. A partir de aquel momento, pudieron vigilarse ininterrumpidamente el uno al otro y Neuber pudo dedicarse en paz a las tareas de organización.
El ataúd donde yacía Fritz Fischer, un hermoso trabajo del maestro carpintero Germanski y dos de sus oficiales, fue instalado, ya a primera hora de la mañana, en la plaza, sobre un estrado cubierto con un paño negro costeado por los abundantes fondos del Partido. En lugar de cirios, ardían antorchas, sostenidas por los fuertes brazos de cuatro hombres de la SA que se iban turnando.
Durante toda la mañana y las horas del mediodía, hubo poca animación en la plaza. Los hombres de la guardia de honor miraban al vacío la mayor parte del tiempo. Sólo algunos niños se acercaron al lugar llevados de su curiosidad. Entre ellos estaba Sabine, que, en un momento dado, se puso a gritar: —¡Mirad, mirad, aquél lleva la bragueta abierta!
Los cuatro hombres se llevaron rápidamente la mano al mismo lugar. Las antorchas oscilaron. Los niños se rieron. Cada uno de los guardas comprobó, aliviado, que él no era el aludido, y cada uno pensó que se trataba de uno de los otros. Qué cerdos eran algunos, pensaron.
Casi exactamente a las tres de la tarde, los tambores y trompetas de las Juventudes hitlerianas se pusieron a tocar una estrepitosa melodía. Los graves sones del tambor y los estridentes de las Competas formaron la Marcha de la Caballería del Gran Elector. Entretanto, «Bubi» Kusche había tomado posición al pie del monumento a los caídos. Desde allí vio llegar a los jóvenes músicos. «No ha faltado nadie», pensó.
Ernst Schlaguweit subió las gradas del monumento y se colocó a su lado. Ambos sostuvieron entonces un breve forcejeo con el fin de desplazarse el uno al otro, pero la pétrea corona de ramas de encina que rodeaba la base del monumento se lo impidió. Por otra parte, la vista de la plaza que se les ofrecía desde allí era lo bastante satisfactoria como para distraerles. Allí se apretujaban los niños de la escuela, con sus trajes gris oscuro y vestidos gris perla. Allí estaban los miembros del coro mixto luciendo los colores azul y rojo, y más allá los del coro masculino, ataviados de verde oscuro. Y en aquel momento salían de la taberna los componentes del Cuerpo de Tiradores, vestidos de color gris de campaña. Allí estaban también los ex combatientes, tiesos como escobas, tintineantes de medallas, luciendo hermosas barbas la mayoría de ellos. Y ahora aparecía Eis, reluciente como un faisán dorado, en compañía de la viuda de Eichler. Los tambores y trompetas de las Juventudes continuaban su concierto, cuyos sones apagaban, con mucho, todo el murmullo de conversaciones. Nadie lloraba a Fischer; le daban una alegre despedida, nada más.
Finalmente compareció el mismísimo Alfons Materna. Saludó a todos agitando su sombrero de copa a uno y otro lado a la manera casi de un presidente. Junto a él venía Jacob Jablonski, esta vez sin perros.
—¡Buenos días, yerno! —exclamó en un tono insolentemente elevado dirigiéndose a Eis.
Eugen correspondió al saludo agitando levemente la mano enguantada de blanco. Su rostro permaneció impasible. Él no se dejaba alterar por las provocaciones; se limitaba a tomar nota de ellas para más adelante.
La «Hora de Fiesta Alemana» podía comenzar. La SA, considerablemente incrementadas sus filas por miembros de otras localidades, rodeaba el féretro como un muro de inquebrantable lealtad. A los preliminares de costumbre siguieron los discursos.
—Ha muerto con las botas puestas… fue siempre un modelo para todos… yo digo a los jóvenes: ¡esforzaos por imitarle! —dijo Eis.
Y Uschkurat:
—Era capaz de todo… su capacidad era enorme, quiero decir. Pocos podían medirse con él. De corazón le deseamos el merecido descanso.
—¡Nunca te olvidaremos, Fritz! —aseguró «Bubi» Kusche—. Te lo prometemos. «Félix —me dijiste antes de morir—, Félix, tú has sabido ver lo que yo quiero…»
Para casi todos estaba claro lo que «Bubi» se proponía al decir aquello. Algunos de los presentes, Materna, por ejemplo, y Eis, tuvieron que hacer un esfuerzo para ocultar su hilaridad. Cuando Kusche hubo acabado, Neuber empujó a su candidato para que saliera a hablar. No estaba previsto que Schlaguweit lo hiciera, pero él estaba ansioso de exhibirse para desbancar a su rival.
—Nuestro Fischer era un gran hombre —comenzó—. Yo tengo en mis manos su testamento. Es una hoja de libreta, su última declaración escrita. Va dirigida a mí y dice: «Ponte a trabajar de firme».
En realidad, el tal mensaje decía: «Ponte a trabajar de firme en este asunto; si no, os moleré los huesos a todos». Pero ahora aquello no venía a cuento. Neuber, finalmente, declaró:
—¡Nuestro Fischer era todo un hombre, un hombre con todo lo que ello implica! Un hombre de nuestro tiempo. ¡Un símbolo y un ejemplo a seguir!
—Tiene razón —comentó Materna, que se estaba divirtiendo mucho.
—Esa gente se vuelve cada día más imbécil —dijo Jacob—. Y no han hecho más que empezar. Si, tal como amenazan, han de gobernar mil años, este país acabará poblado enteramente por idiotas.
En aquel momento, a una señal de Eis, se inició el desfile hacia el cementerio. El padre Bachus corrió a colocarse a la cabeza de la comitiva, la SA levantó en hombros el ataúd y las gentes del pueblo les siguieron.
Llegaron todos al lugar donde se encontraba la sepultura abierta. Comenzaba otro momento culminante de la ceremonia. El pastor pronunció entonces su sermón. Parecía haber olvidado completamente lo que había ocurrido no hacía más que unos días, entre Fischer y él. Pero el recuerdo de la gente de Maulen en este sentido estaba bien vivo aún. La mayoría de los que le escuchaban no se tomaron muy en serio lo que dijo acerca de la caridad y el perdón debidos al prójimo ni pensaban con él que aquella muerte era una llamada al olvido y a la reconciliación. Y «Bubi» Kusche declaró, en voz no precisamente alta, pero bien audible:
—Es vergonzosa la manera que tiene este cura de dar coba a nuestro pobre Fritz.
En aquel momento, Kusche perdió el equilibrio y dio unos pasos vacilantes. Más tarde afirmaría haber sido pérfidamente empujado, pero sin poder demostrar la veracidad de tal afirmación. No pudo hacer más que poner de manifiesto un hecho indiscutible: inmediatamente detrás de él se encontraba Ernst Schlaguweit. El caso es que perdió el equilibrio, avanzó unos pasos tambaleándose y fue a caer dentro de la fosa abierta, desapareciendo con ello de la vista de todos. La gente se adelantó entonces, presa de viva curiosidad. Los cuerpos de todos se apretujaron en torno a la sepultura, murmurando comentarios diversos, estirando el cuello para ver mejor y empujando constantemente para avanzar un poco más. Se inició un forcejeo en dos direcciones opuestas: la gente presionaba en dirección a la fosa y la SA se esforzaba por hacerles retroceder. Pero la gente estaba en aplastante mayoría. Varios hombres de la SA, cinco por lo menos, y Schlaguweit el primero, cayeron pesadamente, uno tras otro, dentro de la tumba de su jefe.
Allí estaba, hecha un enredado ovillo, parte de la SA cubriendo a los dos aspirantes, a la jefatura. Sus manos se asían a cuanto hallaban, en un vano intento por recuperar el equilibrio. Sus piernas se agitaban y repartían ciegos golpes en todas direcciones y sus cuerpos se retorcían. Bachus, en primera fila, contemplaba el espectáculo sin saber qué hacer ni qué decir. Transcurrió algún tiempo antes de que todos consiguieran izarse fuera de la tumba. Apareció entonces en el cementerio el barón von der Brocken. A caballo de Adolf II se abrió paso entre la gente.
—¡Maldita sea! —exclamó con su voz de trueno—. ¡Perdónenme ustedes, es que a este caballo no hay quien lo domine! No llego demasiado tarde, ¿verdad? Por nada del mundo me dejaría perder el último viaje de Fritz Fischer.
Y, siempre montado en su caballo, se dispuso a contemplar la segunda parte de la ceremonia.
—Acabad lo antes posible —les susurró secamente Eis a Kusche y Schlaguweit, que estaban junto a él, sofocados y cubiertos de polvo.
Su recomendación fue seguida al pie de la letra. El ataúd cayó, produciendo un ruido sordo, al fondo de la tumba. Bachus pronunció una breve plegaria final. Rápidamente, las palas llenaron de nuevo la fosa y formaron un túmulo. Sobre él se colocaron las coronas, que llevaban brillantes cintas tricolores —negro, blanco y rojo— y ostentaban cruces gamadas e inscripciones que decían: «A nuestro camarada de sus camaradas», «A nuestro compañero inolvidable», «Fidelidad eterna», «Todo por la Patria», «Por el Pueblo y el Estado», «Por el Pueblo y por la Patria», «Por Alemania y por el Caudillo»…
La corona depositada por Materna junto a las demás llevaba inscritas sobre los colores azul, blanco y rojo de Masuria las palabras «Siempre te recordaremos».
Todo ello se desarrolló en el mayor apresuramiento, ya que los dos aspirantes a la dirección de la SA rivalizaban por complacer a Eis. Hacían desfilar a toda prisa a los asistentes, recogían las flores y las echaban sobre el túmulo, amontonaban las coronas una junto a otra y dejaban ondear las cintas.
—Bien, lo hemos conseguido —dijo Eis—. Ya era hora. Un poco más y esa gente se hubiera comportado como si estuviera en el circo.
Y, dirigiéndose a todos, gritó: —¡Y ahora, vamos a la taberna!
Eis estaba muy descontento. Mientras todo el pueblo se emborrachaba a costa del Estado y se entregaba, por añadidura, a maliciosos comentarios, él celebraba una reunión interna con sus colaboradores.
—Esto no me gusta nada —declaró—. No me gusta nada.
Amadeus Neuber pertenecía a esa clase de personas que tienen una explicación para todo. También en aquella ocasión sabía dónde había que buscar el origen de aquel fracaso. Según su teoría, al no tener Fischer parientes cercanos, había faltado el elemento de emoción indispensable en aquellas ocasiones.
—Ya se sabe que nada impone tanto como la imagen de una viuda transida de dolor. Y también debemos de tener en cuenta la escasa popularidad de Fischer, su forma de actuar no siempre afortunada. Estas cosas quedan en la memoria del pueblo…
—¡Eso es una vil calumnia! —exclamó «Bubi» Kusche.
—¡Es la amarga verdad! —aseguró Schlaguweit.
—¡Ah, vamos! —exclamó Eis—. Todo esto no importa ya. El hecho es que este entierro ha sido un absoluto fracaso. ¡Un caso de sabotaje, me atrevería a decir!
En el cementerio, Eis había tenido que sufrir cómo Margarete se alejaba de su lado con las palabras: «¡En vida de Johannes, una cosa como ésta habría sido absolutamente imposible!». Tenía aquellas palabras clavadas en el cerebro como una espina. Y a ello se había añadido la mirada irónica y desdeñosa de su mujer, las sonrisitas de la gente y la hilaridad no disimulada del barón. Y lo peor de todo, quizá, había sido la mirada indulgente, casi compasiva, de Materna.
Neuber ofreció otras explicaciones. El tiempo, demasiado caluroso para la estación; la hora de la ceremonia, demasiado temprana, que había obligado a abandonar su trabajo antes de tiempo a los campesinos, obreros y comerciantes…
—Y considero, además, que la actuación de la SA ha sido poco afortunada —concluyó.
—¡Porque ha faltado una dirección unida! —exclamó Kusche.
Al oír esto, Neuber saltó:
—¿Quieres decir acaso que ha habido deficiencias por parte de la dirección local del Partido?
Pero aquella pregunta tenía un alcance mayor del que él quería darle. Lo supo porque Eis le miró con expresión enojada.
—La SA se rehabilitará de este fallo —afirmó Schlaguweit lleno de celo—. Te lo aseguro.
—¡Yo soy el único que puede garantizar que la SA seguirá fielmente los mandatos de nuestro jefe local! —exclamó Kusche—. Sus órdenes físicos son sagrados para mí. ¡Lo importante es la lealtad y la disciplina y no los intereses de un grupito!
La suerte estaba echada. En opinión de Eis, la persona ideal para la jefatura de la SA no era ni el uno ni el otro, pero el mejor de los dos sería aquel que pudiera serle fiel a él solo, sin tener que escuchar también a Neuber.
Hasta bien entrada la noche, cuando se lo encontró en el retrete, no tuvo ocasión de hablar a solas con su hombre.
—«Bubi» —le dijo—, yo necesito a gente que me guarde fidelidad inquebrantable.
—¡Yo te soy fiel, Eis!
—¿En todo momento?
—¡Hasta la muerte!
Con ello quedaba adjudicada la jefatura de la SA a Félix «Bubi» Kusche. Se estrecharon la mano. Félix estaba exultante. Fue a celebrar su victoria lo mejor que sabía, es decir, ingiriendo enormes cantidades de alcohol. Él primero en enterarse de la gran noticia fue Schlaguweit, cuando «Bubi» le dijo: —Preséntate mañana a las diez en mi casa para informar.
—¿En tu casa?
—¡Sí, señor! En casa del jefe de la SA. Y ahora haz el favor de beberte una copa a mi salud o te llevaré afuera a hacer unas maniobras.
Pronto «Bubi» se deslizó de su silla y cayó al suelo debajo de la mesa. Allí se quedó, balbuciendo algo parecido a una marcha militar. Antes de perder del todo el conocimiento, les ladró a los presentes:
—¡Hasta mi último aliento seré yo el jefe, desgraciados! Fritz Fischer tenía un digno sucesor.
En las horas que siguieron, las últimas de la noche y las primeras de la mañana, la taberna estuvo llena a rebosar. Scharfke alcanzó nuevamente récords de recaudación. Los mejores individuos de la noble raza alemana de Maulen bebían, cantaban, gruñían y apestaban alegremente.
—¡Llévame afuera! —balbució Kusche, dirigiéndose a Schlaguweit, contento de dar su primera orden.
—¡A la orden, señor! —dijo Schlaguweit muy erguido. Cogió a su jefe y le arrastró por la puerta trasera hasta el exterior. Allí le dejó apoyado en una masa blanda que desprendía un agradable calor: un montón de estiércol.
—Gracias, camarada —murmuró «Bubi».
—No se merecen —respondió Schlaguweit, que se había quedado allí con una expresión sombría en el rostro. Al poco rato, Kusche se quedó dormido. Cuando empezó a roncar, su camarada le hizo rodar hasta que cayó en el agua de estiércol.
Al día siguiente del entierro, Peter y Konrad fueron a visitar a Materna. Alfons les ofreció unos refrescos, pero los jóvenes declararon que querían aguardiente del de la jarra azul, el mejor que se elaboraba en casa de Materna.
—Ya somos mayores —dijeron.
—Sí, ya sé que es costumbre aquí medir la hombría por el consumo de alcohol —dijo Alfons, sonriente, mientras les servía un vaso a cada uno.
—No nos sermonee usted, señor Materna —dijo Konrad—. Ya sabe que en estos últimos tiempos hemos tenido ciertas preocupaciones.
—¿Y quién creéis que es el causante de tales preocupaciones?
—Mi padre —dijo Peter.
Y Konrad continuó explicando en lugar de su amigo: —El pastor es un buen hombre… Pero lo que ha llegado a hacer en el entierro de Fischer ha sido realmente excesivo. Es algo que no se puede admitir así como así.
—Pero ¿qué dices? —le reprendió Materna—. ¿Es que esperáis que un sacerdote se comporte como un héroe o que se convierta en un mártir? ¿Y precisamente aquí, en Maulen? Además, aunque Fischer se portó con él como un cerdo, eso no debía salir a la luz en el momento de su entierro.
—Antes mi padre era diferente —dijo Peter, entristecido—. Muy diferente.
—¡Diferentes lo éramos todos! —replicó Alfons con enojo—. Yo, por ejemplo, quería hacer el papel de pícaro de la pieza, y ahora tengo la impresión de haberme convertido en un topo. Tu padre, Konrad, ha estado siempre del lado de la Justicia. Lo estaba también cuando vinieron los nazis. Y ahora utiliza su cargo de la policía para evitar que sean aplicadas sus leyes. Más de una vida ha salvado con ello. Y tu padre, Peter, creía antes sinceramente en lo que predicaba. Y ahora no puede ya representar a su Dios como es debido y ello le hace sufrir. Los dos jóvenes bajaron la cabeza.
—Sí, claro —dijo Peter—. Sólo que es lástima que aquellos que podrían hacer algo no hagan nada.
—Vosotros, en cambio, hacéis gala de una increíble despreocupación —declaró Alfons—. Ya veremos cuánto os dura.
—En Maulen se puede correr ese riesgo, señor Materna.
—No estéis tan seguros. Un paso en falso y tendremos encima a toda la jauría. Yo cuento en todo momento con esa posibilidad y he tomado mis precauciones. Pero vosotros, ¿qué haríais si, por ejemplo, la SA quisiera daros un disgusto?
—Pues… nosotros también hemos tomado nuestras precauciones.
Y explicaron a Materna que habían entrado a formar parte de la Unión de Estudiantes Nacionalsocialistas. Peter había alcanzado el cargo de tesorero segundo, y Konrad, paradójicamente, el de jefe de instrucción. Además, entre sus amigos se contaban el hijo natural de un jefe de distrito, el hijo de un jefe de estandarte de la SS y un muchacho que era novio de la hija de uno de los directores de la Compañía Telefónica.
—A nuestra modesta manera, pertenecemos también a la élite de la nación —observó Konrad, sonriente—. Hoy en día, todo el mundo procura buscarse buenas relaciones. Nosotros también aullamos de cuando en cuando con los lobos para poder después atacarles con mayor seguridad. Y eso lo hemos aprendido de usted, señor Materna.
—¿He de sentirme halagado por esto o he de lamentarme? —se preguntó Alfons.
Y les sirvió una segunda copa de aguardiente.
Apenas salido del estiércol, Félix «Bubi» Kusche comenzó a desplegar la gran actividad que era de esperar de él. Entre otras cosas, extremó su vigilancia ante la posible actuación de los «enemigos del pueblo».
Ya antes de haber descubierto a ninguno, reunió a su tropa de choque, hombres de una pieza, expertos y de probada fidelidad, y le confió el mando a Schlaguweit, diciéndole: —Para que vayas haciendo méritos…
Schlaguweit rechinó los dientes, pero obedeció. Kusche se entregó entonces a la meditación. Meditó en primer lugar sobre sí mismo. Lo había conseguido, por fin. Eis confiaba en él y la gente le miraba ya con respeto. Satisfecho, salió a la calle, atravesó la plaza y entró en la taberna. Scharfke le saludó con respeto, casi con reverencia.
Tomó asiento junto a la ventana y volvió a sumirse en sus pensamientos mientras sorbía su cerveza. Comenzó a establecer mentalmente una lista de los «enemigos del pueblo» locales. En primer lugar figuraba, naturalmente, el nombre de Materna. Pero aquél lo dejaba gustoso para Eis. El siguiente era Amadeus Neuber. No era éste un enemigo del pueblo en sentido exacto, pero sí un enemigo declarado del llorado Fischer. Neuber era duro de pelar y en cualquier momento podía convertirse en un peligro. Otro enemigo era Bachus, el pastor. Se trataba en este caso de un enemigo indefenso y, por tanto, de un excelente objetivo. Había llegado la hora de ponerle a raya.
—¡Qué se presente el camarada responsable de la tropa de choque! —gritó en dirección a la plaza a través de la ventana abierta.
Pronto apareció Schlaguweit.
Hablaron sólo unos momentos. No más de una hora más tarde, el muro que rodeaba el patio de la iglesia aparecía de nuevo cubierto de cruces gamadas. Y junto a la puerta del templo había un letrero pintado a mano en el que se leía: Los judíos crucificaron a Dios. El Caudillo maldice a los judíos y se coloca con ello del lado de Dios. Y la Iglesia, ¿de qué lado está?
—Forma parte de una campaña de embellecimiento del pueblo —explicaba Schlaguweit, sonriente, a cuantos pasaban.
Se acercaba a la iglesia un grupo de niños. Schlaguweit les detuvo y les preguntó:
—¿Venís a ver al padre Bachus?
—Tenemos clase de catecismo.
—Hoy no tendréis clase. Hay obras en la iglesia.
Cuando apareció por fin el pastor, se quedó estupefacto ante el cuadro que se ofrecía a sus ojos. No fue sino al cabo de unos momentos que acertó a decir: —Pero… ¿qué es esto?
—Medidas higiénicas —respondió Schlaguweit—. Primero por fuera y luego por dentro. La iglesia huele mal.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Bachus, consternado.
—La iglesia está llena de microbios. Sin una desinfección a fondo, no se puede entrar en ella. La SA representa aquí la máxima autoridad sanitaria. Mens sana in corpore sano.
—¡Pero esto es absurdo! —exclamó Bachus, indignado.
—Señor pastor —le advirtió Schlaguweit—, tiene ante usted una unidad de la SA provista de órdenes tajantes. Sabemos que en la iglesia hay chinches, quizá incluso piojos. Tenemos testigos. Lo mejor sería clausurar este local hasta nueva orden…
—¡Protesto!
—Proteste si quiere. Al fin y al cabo, es usted protestante. Lo de hoy no es sino un modesto comienzo de nuestros esfuerzos por la desinfección de la iglesia.
En aquel momento se le ofreció a Bachus una tregua porque le llamaron a la cabecera de un moribundo. Dio media vuelta y se alejó en silencio.
Eugen Eis dio con Materna a la entrada del barracón que albergaba a los obreros polacos.
—¿Has venido hasta aquí a recibirme? —preguntó Eis.
—¡Me has adivinado la intención! Es precisamente lo que quería: darte la bienvenida.
—Haz el favor de no emplear ese tono. Conmigo no te servirá. Además, estoy aquí en visita oficial.
—¿En calidad de jefe del Partido o de jefe de negociado? Lo pregunto para poder dirigirme a ti de la manera adecuada.
—¿Es que te molesta mi presencia?
—Es que hace un buen rato que te espero. Llegas muy tarde. ¿Es que no te atrevías a venir?
Eis hizo una mueca de desprecio. Por un momento le asaltó el deseo de derribar de un manotazo a aquel enano insolente. Pero no lo hizo porque Materna poseía, como era bien sabido, una asombrosa fuerza corporal. Y había que contar además con los dieciséis trabajadores polacos y con Jablonski y sus cuatro perros. Materna se rió como si acabara de hacer una bromita inofensiva.
—Bueno, bueno. Si no te molesta, Eis, te pediré ahora que me sigas.
Abrió la puerta del barracón y se apartó con gesto amable para permitir la entrada a Eis. Lo que éste vio podía ser calificado de «orden prusiano». Los muebles de madera de pino estaban simétricamente colocados; las camas cuidadosamente hechas y cubiertas con mantas a cuadros de brillantes colores; las sillas y los armarios estaban dispuestos en línea recta, como una compañía formada. En las paredes podían leerse, pulcramente pintadas sobre tela o madera, enjundiosas sentencias en alemán: «El trabajo ennoblece», «Todo por la Patria» e incluso «El Caudillo siempre tiene razón».
—Espero que sabrás apreciar esto en lo que vale —declaró Materna, sonriendo—. Ahora que estamos solos, puedo decirte también que, por fortuna, los obreros polacos no comprenden nuestra lengua.
—Y yo aseguraría incluso que tú se lo has traducido a tu manera —declaró Eis con aire de suficiencia.
—Quién sabe. Pero ahora quisiera saber yo cuáles son tus deseos. ¿Debo avisar al barón? ¿O pretendes que convoque aquí a todos los obreros para que puedas pasarles revista? Eso significaría un abandono del trabajo durante un cierto espacio de tiempo. Claro que podría cargarlo a cuenta del Estado. Bien, tú dirás.
—Quiero examinar los papeles de los obreros.
Alfons no dejó entrever que precisamente aquella petición le contrariaba, ya que parecía indicar que Eis traía intenciones bien definidas.
Así era. Eis repasó la lista que Materna le entregó y examinó uno tras otro los llamados pasaportes de trabajo. Lo hizo con detenimiento o, por lo menos, dio esa impresión por el tiempo que empleó en ello. Finalmente separó uno de los pasaportes: el de un tal Erik Wollnowski.
—Éste es el hombre que habla alemán, ¿no? —preguntó—. Éste es el que me interesa. A mi próxima visita, quiero conocerle. Sonrió y añadió en tono ligero: —Porque pienso volver. Acompañado, se entiende. Apenas se hubo marchado, Alfons se dirigió al teléfono y llamó al barón.
—Eis se está poniendo pesado —le dijo—. Intente usted por todos los medios distraerle durante algún tiempo.
Aquellos hechos —la acción de la SA contra la Iglesia y la entrevista de Eis con Materna— tuvieron lugar un viernes. Al día siguiente, sábado, Eis recibió de Alarich von der Brocken una invitación a una «reunión de amigos».
Aquella invitación representaba un gran honor. Ningún vecino de Maulen había tenido hasta entonces oportunidad de asistir a un acontecimiento tal. Eis se olvidó momentáneamente de Wollnowski de su mujer y de la SA, y se presentó a la hora en punto en Gross Siegwalde, donde tuvo la satisfacción de ver cómo el barón en persona salía a recibirle a la terraza.
—¡Bienvenido a mi cabaña! —exclamó Alarich.
—Me siento muy honrado por su invitación —aseguró Eis, algo envarado todavía.
—He pensado que ya iba siendo hora de que nos conociéramos personalmente, de tú a tú, como se suele decir. Hemos coincidido en varias ocasiones, pero aún no nos conocíamos de cerca. Es mejor así, ¿no le parece?
—Desde luego —aseguró Eis, halagado.
El barón le dio unas enérgicas palmadas en la espalda.
—Al fin y al cabo —declaró—, ni nosotros somos unos nobles momificados ni ustedes son tampoco unos fanáticos intolerantes, ¿no es cierto? Entre buenos alemanes nada de eso tiene importancia, ¿no cree usted?
Y, diciendo esto, le pasó un brazo por los hombros y le hizo entrar en la sala.
—Mis amigos están ansiosos por conocerle a usted —dijo, señalando el grupo que se hallaba allí reunido conversando—. ¡Señores, les presento a nuestro representante del Gobierno! Los señores interrumpieron su charla, pero no hicieron, de momento, ademán alguno. Acababan de tomar una espléndida cena y estaban sentados, con las piernas extendidas, en los hermosos sillones de cuero color de miel. Sus rostros de caballo, de expresión lejana e indolente, se volvieron hacia él. Les conocía a todos. Todo el mundo en la comarca les conocía. Pero nunca nadie del pueblo les había visto reunidos. Sintió que se aceleraban los latidos de su corazón. Era consciente de la especial significación de aquel momento: ¡el Partido codeándose con la antigua nobleza campesina de Prusia! Y ello era exclusivamente mérito personal suyo. Las primeras manos se tendieron hacia él.
—Da usted la impresión de ser una persona como las demás, señor Eis. ¿Dónde ha servido? —le dijo el señor von Knobelsdorf-Vierkirchen, antiguo ayudante de campo de Su Majestad, dedicado ahora, desde hacía ya casi dieciocho años, a escribir sus memorias, que llevaban el título de Yo presencié su reinado. Junto a él estaba sentado el señor de Waldenburg-Danuschow, el hombre que un día se había ofrecido a «acabar con aquella banda de charlatanes»— refiriéndose a la Dieta del Imperio —con la única ayuda de un teniente y diez hombres. Hazaña que, por cierto, había de realizar más tarde un cabo, si bien con algo más de diez hombres.
Estaba también allí el señor von Kleist, uno de los muchos que llevaban dicho apellido, que en sus tiempos había alcanzado fama como hombre de mundo. A él se debía la conocida frase: «El éxito en sociedad consiste en montar bien, y no sólo a los caballos».
—¿Le interesa a usted la hípica? —le preguntó secamente a Eis.
—Pues sí —respondió éste, estrechando la famosa mano que, según la leyenda, tantas ilustres damas recordaban con íntimo placer.
El siguiente en ser presentado a Eis fue el conde Kalkreith-Schla-ven-Schlarbach, héroe de Lieja, La Croix y Lilienburg y general, si bien no general en jefe. Intrigas y maquinaciones habían impedido que sus méritos fuesen reconocidos hasta ese extremo. Era éste, en su opinión, uno de los motivos de la derrota sufrida por Alemania en la Guerra Mundial, a la que entonces no se denominaba aún «primera».
Junto a él estaba el barón Schlachtwitz, el poco favorecido retoño de una gran familia. Era algo jorobado y por ello no había pasado de teniente. Pero en sus bosques se criaban los mejores venados de Masuria.
Algo apartado de los demás estaba un caballero que llevaba el sencillo apellido de Schulz. Dicho caballero había enamorado a la muy anciana condesa de Sanden, la había heredado felizmente y se había hecho un nombre como criador de caballos. Le llamaban «Schulz el Equino».
—Espero que se sentirá usted a gusto entre nosotros —le dijo el barón.
—Naturalmente que sí —respondió Eis.
Satisfecho y orgulloso, tomó asiento en medio de aquella selecta congregación. Extendió las piernas como los demás e intentó asumir la misma expresión indolente.
Fueron servidos entonces los llamados «ventanales de iglesia», combinados que recibían aquel nombre porque se mezclaban en ellos tres colores: el blanco del ron, el dorado del coñac y el rojo del borgoña. Tenían la temperatura exacta de 51 grados y, según un pequeño descubrimiento del barón, perfeccionaban su sabor unas gotas de vodka polaco.
—En nuestro círculo faltaba usted, señor Eis —declaró el barón alzando su vaso—. La mayor nobleza la constituyen los méritos adquiridos por el propio esfuerzo. Buen ejemplo de ello es nuestro querido Schulz, aquí presente.
Schulz el Equino estaba habituado desde hacía tiempo a aquel tipo de observaciones. Sonriente, alzó su copa en dirección a Eis. Éste bebió de un trago el contenido de la suya. Inmediatamente, un criado se la llenó de nuevo. El dueño de la casa había ordenado a la servidumbre que se le hiciera objeto de especiales atenciones.
Los invitados incorporaron a su conversación a Eis, que miraba, feliz, a uno y a otro. El frustrado general en jefe expuso una vez más, especialmente para él, las medidas estratégicas que había adoptado en ocasión de la batalla de Lilienburg. Algunos de los oyentes bostezaron sin recatarse. Aquella narración la habían escuchado ya docenas de veces.
A continuación, el señor von Kleist rememoró algunos momentos de su relación íntima con la princesa Cilly-Agathe.
—Y me decía siempre: «Viólame de una vez, bribón…»
El benévolo auditorio prorrumpió en carcajadas, a pesar de que también aquel tema era sobradamente conocido. Schulz el Equino, por su parte, sugirió a Eis la idea de crear una unidad montada de la SA.
—Yo podría proporcionarle todos los caballos que necesitara —le dijo—. Sólo el más noble de los animales proporciona al hombre una sensación de plenitud.
Eis escuchaba atentamente cuanto le decían, daba amables respuestas y hacía agudas preguntas henchidas de espíritu nacional. Tenía la agradable sensación de ser admirado. Aprovechando una pausa en la conversación, el barón le llevó aparte un momento.
—¿Le agrada a usted nuestra compañía? —quiso saber.
—¡Me agrada enormemente, señor barón!
—Bien, me alegro. Yo deseaba hace tiempo hablar de un asunto con usted, en privado. Como usted sabe, me dejé convencer por Alfons Materna en esta empresa del pantano. He de confesar que el hombre consiguió engatusarme. Y ahora, sin poder evitarlo, tengo la sensación de que ese Materna es un pillo.
—¡Muy cierto! —asintió Eis, que estaba saboreando con deleite un vaso de cerveza con champán—. Ese hombre es más peligroso que una manada de chacales.
—Es exactamente la impresión que yo tenía. Mi intuición me decía que a Materna le agrada despellejar a la gente. Ésta es una de las razones por las que tenía interés en hablarle, mi querido señor Eis. Yo sé que usted tiene una gran experiencia.
—La tengo. Especialmente en lo que se refiere a Materna…
—Y ¿puedo rogarle que me advierta si sabe de algo sospechoso? ¿Puedo esperar que si ese hombre hace alguna maniobra dudosa me lo comunique usted inmediatamente?
—Desde luego que lo haré, señor barón. Le doy mi palabra.
Se estrecharon la mano, cruzaron una franca mirada e hicieron chocar sus vasos. Eis exultaba de orgullo ante la confianza de que se le hacía objeto.
La bebida que se sirvió a continuación consistía en una mezcla de café, coñac y nata. La acompañaban canapés de anchoa. Eis bebía y miraba, dichoso, a sus nuevos e ilustres amigos.
«¡Éste es el auténtico espíritu comunitario del pueblo alemán! ¡Por encima de las clases!», pensó.
El padre Bachus estaba a la cabecera de un moribundo. Se trataba de un viejo rentista que vivía en las afueras de Maulen. El hombre había pertenecido a la «Comunidad de los Suplicantes de la Misericordia de Dios», una de las muchas sectas que existían en Masuria. Pero ahora, a punto de emprender su último viaje, había solicitado recibir la bendición de la Iglesia verdadera.
—Señor pastor —murmuraba—, soy un pecador…
—Todos somos pecadores —respondía Bachus.
Aquellos últimos momentos se prolongaban considerablemente. Bachus esperaba y rezaba. De vez en cuando se quedaba dormido por causa de la fatiga y se ponía a roncar débilmente. Pero apenas hablaba de nuevo el moribundo se despertaba y volvía a inclinarse sobre él.
Su resistencia a la fatiga se debía quizá, en parte, al hecho de que, en el fondo, no deseaba regresar a su casa. Estaba hondamente preocupado. Pero ello no disminuyó su solicitud para con el moribundo: durante una tarde y toda una noche permaneció junto al lecho de muerte de aquel hombre al que no quedaba ya ningún familiar en la tierra.
Antes de que sus ojos se cerrasen definitivamente, exclamó el anciano:
—La Iglesia está muerta… Ha muerto antes que yo… ¡Mi Dios es el único Dios y yo vuelvo a él!
El padre Bachus inclinó la cabeza y rezó.
Atardecía ya cuando emprendió el camino de vuelta. Muy cansado, inclinada la espalda como bajo un enorme peso, arrastrando los pies, llegó a la plaza mayor y se dirigió a la iglesia. Sus ojos, enrojecidos por la falta de sueño, no vieron a nadie por allí, pero observó que la puerta estaba abierta de par en par. Con paso vacilante se acercó y atravesó el umbral.
Le envolvió un solemne y grato silencio. A su encuentro salió el familiar olor a encerrado, junto con el de los cirios apagados y el de las vigas podridas. Súbitamente le asaltó la necesidad de postrarse ante el altar. «Primero esto —se dijo en medio de su fatiga, en medio de la niebla que llenaba su mente—, esto antes que nada; después, que Dios me perdone, una botella de vino, y después, dormir… Dormir sin sueños, cerrar los ojos queriendo no despertar nunca…»
—Dios mío —murmuró—, no me abandones. Las últimas luces del día se filtraban por los altos ventanales tiñéndose de púrpura, oro y azul y formando en el suelo largos reflejos irisados, semejantes a los dedos de una mano gigantesca que se hubiera posado allí.
Detrás de él estaba una niña, pero no la vio. Era Sabine. Lo que llamaba su atención en aquel momento era un pequeño montón color marrón oscuro que había sobre el último trecho de alfombra, el que conducía directamente al altar. Se aproximó y se dio cuenta de que eran excrementos. Excrementos humanos.
—Han sido los de la SA —oyó que decía Sabine—. «Bubi» Kusche ha dejado su tarjeta de visita.
—Pero no es posible —dijo Bachus con voz inexpresiva—. Esto es demasiado.
Y, como si empleara en ello sus últimas energías, añadió: —Pero también mi hora ha llegado.
No bajó a la bodega. Se sentó ante su escritorio y compuso, a pesar de la fatiga, el sermón que pensaba pronunciar al día siguiente delante de todo el pueblo.
Se estremeció al darse cuenta de la poca fuerza que tenían sus palabras. Pero no por ello dejó de escribir.
Aquel domingo, el padre Bachus leyó su sermón, palabra por palabra, en los papeles donde lo había escrito, cosa que hacía muy raramente. Quedó, pues, como se diría más tarde, «constancia exacta de sus palabras en el manuscrito original».
—Todos los hombres son hijos de Dios —comenzó sencillamente—. Todos sin excepción. Y a todos los tiene el Señor en su mano. Por inextricables que sean sus caminos —y son, ciertamente, misteriosas e inextricables algunas de las cosas que Él permite que sucedan aquí abajo—, nunca carecen de sentido. Algún día, en este mundo o en el otro, dicho sentido aparecerá claramente.
«Bubi» Kusche, que, aunque vestido de paisano, estaba allí oficialmente, miró, dudoso, hacia el púlpito. No sabía a qué atenerse con respecto a aquellas frases. Se preguntaba si la afirmación de que todos los hombres son hijos de Dios era subversiva por la alusión implícita a los judíos que quizá contenía, o bien si se trataba simplemente de una nueva formulación de las ideas de siempre. Fuera como fuese, en las filas de bancos se oyeron algunos susurros.
El pastor prosiguió:
—La esencia del Señor es la bondad. Y es un deber de sus hijos amar al prójimo como a sí mismos. Comprender y perdonar son obligaciones sagradas para el cristiano.
En aquel momento, Kusche miró con una sonrisita burlona a los camaradas de la SA que le acompañaban. En cuanto al resto de los presentes, muchos comenzaban ya a cerrar los ojos y a dejar caer pesadamente la barbilla sobre el pecho. Pero entonces oyeron decir enérgicamente desde el púlpito: —¡Pero llegó también un día en que Nuestro Señor arrojó fuera del templo a los comerciantes, usureros, hipócritas, mentirosos y charlatanes, un día en que les acusó delante de todos y les azotó para castigarles! ¡Y su cólera fue terrible!
Aquellas frases hicieron levantar la cabeza a los más abstraídos durmientes, y hasta los feligreses más indiferentes hubieron de reconocer que «Bachus volvía a pegar fuerte, como en los viejos tiempos». El sermón parecía convertirse de nuevo en el entrañable rapapolvo de todos los domingos. Entre otras cosas, dijo el sacerdote:
—Perdonar no significa necesariamente guardar silencio. El perdón no debe ser ciego. Y algunas veces debe ir precedido del arrepentimiento del pecador. ¡El que osa confundir la casa de Dios con un estercolero obra como un animal, sí, peor que un animal! No es posible ultrajar al Señor; no es posible aun cuando animales de apariencia humana ensucien su casa. La ofensa cae, por el contrario, sobre el que se atreve a hacer una cosa semejante. A él y a sus cómplices, el Señor les castigará como merecen.
Más adelante dijo:
—El que no sabe, el que no comprende lo que es o lo que puede ser una persona, ¿cómo podrá comprender lo que significa pueblo, la patria, la nación, la comunidad de todos los hombres? Y esta última es la única y verdadera comunidad, porque ante Dios todos somos iguales. Ningún uniforme confiere ante Él privilegio alguno.
Y luego:
—Está escrito que se debe dar al César lo que es del César. Pero está escrito también: «Dad a Dios lo que es de Dios». ¡Y esto es lo que muchos no respetan! ¡El Señor rechaza a las hordas salvajes desatadas contra Él, y la Iglesia las rechaza también!
—¡Ya basta, señor Bachus! —gritó alguien con voz llena de rabia.
Era Félix Kusche, que estaba de pie en medio del pasillo central. A su lado y detrás de él se levantaron también sus hombres, dieciséis en total.
—¿Se atreve usted a interrumpir mi sermón? —exclamó Bachus desde el púlpito, pálido pero impertérrito.
—¡No hago sino impedirle que lleve adelante su delito de alta traición! ¡En nombre del Caudillo, queda usted detenido! ¡Sígame inmediatamente!
Los presentes, sorprendidos y excitados, se pusieron en pie. Un vivo murmullo de protesta nació y se extendió rápidamente, pero no traspasó más que un segundo los límites de la prudencia. Algunas personas se colocaron ante la escalera que conducía al púlpito, pero se hicieron a un lado cuando los hombres de la SA avanzaron decididos en aquella dirección.
La SA había formado una cuña a cuya cabeza iba Kusche. Éste llegó al pie de la escalera, pero no tuvo necesidad de subir. El pastor estaba ya abajo. Pálido, sin una palabra, se sometió a su destino. Los de la SA se apresuraron a rodearle.
—¡En marcha! —ordenó Kusche.
Estaba temblando de gozo. Ahora, por fin, sabría Maulen quién era él: ¡El poder en persona! Se sentía feliz y superior a todos.
—¡El servicio divino ha terminado! —gritó—. ¡Este establecimiento queda cerrado hasta nuevo aviso!