Quien pone un erizo en la silla de otro debe saber que algún día se hallará sentado sobre un puercoespín.
—Bueno, ya está. Por mí, podemos empezar a trabajar ahora mismo —le anunció Materna, de vuelta de su viaje, al sonriente Jacob, al tiempo que le entregaba las riendas de su caballo. Ordenó a Hannelore que le sirviese el copioso desayuno de los campesinos: tres patatas cortadas en finas rodajas y fritas con mantequilla fresca, una lonja de jamón de dos centímetros de grueso cortada en pedazos y cuatro huevos revueltos con nata. Comió con deleite y cuando terminó le dijo a Jablonski—: Necesito hablar con Wollnau dentro de una hora más o menos. Pero antes he de hacer una visita al barón.
Montó en su bicicleta y salió, pedaleando animadamente, en dirección a Gross Siegwalde.
—¡Cuánta prisa! —comentó Hannelore, ligeramente sorprendida.
Jacob asintió, satisfecho.
—Alfons está en forma —dijo—. Vuelve a ser el de antes.
En Gross Siegwalde, Materna fue recibido como un príncipe. Cuando entró en el parque, el jardinero, que estaba allí trabajando, le saludó e hizo sonar la campana. En la escalinata se hallaban dos de las seis gracias del barón, que le saludaron gentilmente. En lo alto de la escalinata, junto a la entrada, se encontraba Elisabeth. Tenía las mejillas coloreadas de animación. Llevaba un vestido color verde junco que, tal como lo asegurara la revista de modas de París, «realzaba elegantemente su figura». La baronesa extendió el brazo hacia Materna en un gesto de bienvenida.
—¡Por fin ha llegado usted! —exclamó.
—Vaya —dijo Alfons, sonriendo algo cohibido—. Parece casi como si hubieran estado esperándome…
—No sólo eso, señor Materna, sino que estábamos preocupados por usted.
Aquello, pensó Alfons, era un poco excesivo. No obstante, se sentía halagado.
Apareció entonces Alarich von der Brocken con su batín de brocado a rayas verdes y rojas. El barón tomó a Alfons del brazo y, arrebatándoselo a su hermana, le hizo entrar en la biblioteca.
—Bien —dijo—. ¿Lo ha conseguido?
—Esta parte de mi tarea está cumplida. Si da buen resultado o no, está todavía por ver.
Y Materna le relató en detalle cómo había contratado a quince obreros polacos que llegarían a Maulen inmediatamente y a otros quince que permanecerían de momento en su país con el compromiso de acudir en el momento en que se les necesitara.
—Todos ellos son altos y fuertes como robles y con la mente despierta, tal como nos conviene a nosotros. Los ha elegido personalmente mi amigo de Polonia. Se refería, naturalmente, a Siegfried Grienspan.
—Magnífico, amigo mío. Pero no crea usted, yo tampoco he permanecido inactivo —dijo el barón, con un cierto orgullo en la voz.
Y explicó que había conseguido la autorización definitiva de las autoridades y que contaban ya con la subvención estatal.
—Y me he puesto de acuerdo con una casa especializada de Allenstein, una empresa de gran experiencia, para que construyan un barracón para vivienda de los trabajadores. Empezarán mañana por la mañana.
Materna, de momento, no dijo nada. No dejaba de preocuparle un tanto aquel deseo de actividad del barón.
—Espero, señor von der Brocken, que todo se desarrollará de acuerdo con el trato que hicimos.
—¡Naturalmente que sí, amigo mío! No se preocupe usted, que no tendremos dificultad en ponernos de acuerdo. Al fin y al cabo, esto es un juego entre usted y yo y queremos disfrutarlo plenamente, ¿no es cierto?
—Pero debemos procurar que dure.
—Durará tanto como sea posible, se lo aseguro.
Alarich se puso en pie, dando a entender que no creía necesario prolongar aquella conversación.
—Pero no quiero retenerle a usted por más tiempo en perjuicio de mi querida hermana —dijo—. Ella también desea gozar de su grata compañía. Por cierto, ¿cuál cree usted que puede ser el motivo?
—Me temo que el motivo no es otro que la curiosidad de su hermano —declaró Materna sonriendo—. Creo que él piensa: «Lo que no me dice a mí se lo dirá a ella, y a través de ella lo sabré yo».
—¡Por el amor de Dios! —exclamó el barón—. ¡Se equivoca usted de medio a medio, amigo mío! Como hombre, como amigo y como socio, me permito advertirle. Usted ha juzgado mal a Elisabeth. Créame: no es con mi hermana con quien tiene usted que habérselas, sino sencillamente con una mujer. ¡No lo olvide!
A primera hora de la mañana del día siguiente, llegaron a los pantanos de Maulen tres camiones procedentes del oeste que transportaban los materiales para construir el barracón. Casi al mismo tiempo llegó del este otro camión en el que viajaban los quince obreros polacos.
—¡Bien, manos a la obra, amigos! —exclamó animadamente Jablonski, blandiendo el plan de trabajo elaborado por Wollnau como si de un bastón de mariscal se tratara. Repitió la exhortación en polaco, lengua que conocía bastante bien para el uso habitual. Los conocimientos de Materna eran suficientes para pedir una copa de licor, para dar las medidas de una zanja y, en general, para hacerse entender mínimamente en cualquier ocasión.
Pero tanto sus conocimientos de polaco como los de Jacob se veían ampliamente superados por los del hombre que, procedente del bosque, se acercaba en aquel momento al lugar de las obras. El hombre vestía un traje gastado pero limpio, tenía el rostro pálido, la mirada apagada y los hombros echados hacia delante. Era Erich Wollnau.
El antiguo consejero se mezcló con los trabajadores como si fuera uno más entre ellos. Con excelentes resultados se puso a hacer de intérprete y mediador entre los obreros alemanes que construían el barracón y los polacos que les ayudaban en la tarea. Jacob, que le había estado observando, corrió a avisar a Materna, que estaba en la casa desayunando. Alfons se levantó inmediatamente de la mesa y se dirigió a toda prisa al lugar de las obras. Encontraron a Wollnau sumergido en un torbellino de actividad.
—Parece realmente que no haya hecho otra cosa en su vida —comentó Jacob, admirado.
—Dile que venga aquí —ordenó Materna.
Wollnau estaba muy ocupado seleccionando tablas de madera para la construcción de los tabiques. No fue fácil apartarle de su trabajo. Cuando por fin se presentó ante Materna, éste, esforzándose por aparecer severo, le dijo:
—Señor Wollnau, perdone, pero esto no puede ser.
—Pues es absolutamente necesario —afirmó el consejero—. Aquí hace falta un hombre que domine los dos idiomas. Uno como mínimo y, si pudiera ser, algunos más.
En aquel momento se acercó a ellos el capataz de los obreros polacos y le dijo algo a Wollnau. Éste dio media vuelta y se incorporó de nuevo al trabajo. Parecía la cosa más natural del mundo. Los cimientos del barracón quedaron terminados en un plazo de tiempo muy breve, y ello pareció ser en buena parte mérito de Wollnau. En la misma mañana fueron levantadas ya las paredes laterales. Wollnau halló incluso tiempo para fabricar una cruz gamada de madera destinada a ser fijada sobre la puerta.
—Señor Wollnau —le dijo Materna a la hora del almuerzo—, supongo que es usted consciente de las consecuencias que podría tener su aparición a la luz del día.
El ex consejero asintió.
—Yo podría desaparecer de aquí hoy mismo —dijo—. Pero podría también quedarme por un espacio de tiempo indefinido, porque aquí hago falta. En este último caso, pienso lo siguiente: si dentro de unos días alguien debe ser conducido a Polonia, podría ser esta vez, para variar, uno de los obreros polacos. Con ello se crearía automáticamente una vacante para mí. Alfons meditó un momento.
—Realmente, es una buena idea —dijo.
—De acuerdo, pues —declaró Wollnau, satisfecho—. De ahora en adelante y hasta nuevo aviso, me llamaré Wollnowski. A partir de aquel momento, Erich Wollnau, antiguo consejero del Ministerio del Interior de Prusia, fue uno más de los trabajadores polacos contratados, oficialmente, para la «desecación de la zona pantanosa del sur de Maulen». Aquel mismo día se instaló en el barracón. Los polacos, advertidos ya de la posibilidad de todo tipo de circunstancias imprevistas, le dieron la bienvenida.
—Este Wollnau es más testarudo que una mula —rezongó Jablonski.
—Todavía está por ver si esa testarudez es un defecto o una cualidad —replicó Alfons—. Después de todo, no podemos perder en esto más que el pellejo. Y, aparte de que nuestro pellejo no es tampoco especialmente valioso, no será ésta la primera vez que nos lo jugamos.
Eugen Eis observaba con preocupación la actividad que se desarrollaba junto al pantano. Sospechaba que había gato encerrado en todo aquello. Se tomó incluso la molestia de ir a visitar a Uschkurat, a quien en los últimos tiempos apenas se tenía en cuenta, para pedirle su opinión en su calidad de entendido en aquellas cuestiones.
—Sí —declaró Uschkurat—. La realización de un proyecto como éste cuesta dinero. Hacia los doscientos mil marcos debe de ascender entre todo. Pero Materna lo habrá pensado bien antes de decidirse.
Lo elevado de aquella cifra alarmó a Eis. Cuando llegó a su casa, le dijo a Brigitte:
—Lo que está haciendo tu padre esta vez es cosa de locos.
—¿Te crea problemas otra vez? —dijo ella sonriendo.
—¡Si no fueran más que problemas, yo sabría resolverlos! Es algo peor. Es que ahora se dedica a malbaratar tu herencia.
—Eso no puedes impedírselo tú. Ni yo tampoco.
—¿Tú crees? Mira, Brigitte —dijo en tono persuasivo—, últimamente no nos hemos llevado muy bien. Pero, a pesar de todo, nosotros constituimos, cómo diría yo… una comunidad de intereses indivisible.
—Ah, ¿sí?
—¡Sí, mientras a mí me interese que así sea! Y lo que hubo una vez entre nosotros puede renacer. ¿Por qué no? Pero para ello son necesarias algunas condiciones. Quiero decir que los dos tenemos una cierta responsabilidad por los actos de tu padre. Y un día u otro habremos de pensar en hacer algo.
—¿Hacer algo? ¿Qué es lo que habremos de hacer?
—Pues… tú eres mi mujer y su hija. Y como tal tendrías derecho, por ejemplo, a solicitar una declaración de incapacidad.
—Y ¿quién de vosotros sería declarado incapaz?
—Brigitte —dijo Eis en tono severo—, no deberías olvidar que estás casada conmigo. Eso implica muchas cosas, ¡entérate de una vez!
Y dicho esto, dio media vuelta y se alejó.
Eis habría podido dirigirse en busca de consuelo a la señorita Frohlich, la jefe de la BDM, que se lo hubiera brindado gustosa. Pero optó por lo que él denominaba «una compañía más satisfactoria»: fue a visitar a Margarete Eichler.
La primera dama de Maulen le hizo objeto de una cordial bienvenida. Eis tuvo ocasión, una vez más, de contemplar aquel noble perfil germánico, la clara mirada de aquellos brillantes ojos azules, la romántica cabellera, el hermoso cuello de cisne, la piel sonrosada, la ancha frente, las amables curvas.
—Siento una poderosa atracción hacia usted, Margarete.
—Yo también pienso en usted a menudo, Eugen.
Él tomó su mano.
—Esta hermosa armonía que reina entre nosotros es para mí un don precioso —declaró él—. Más precioso cada día.
El pantano sur de Maulen tenía forma de caldero. Las mediciones efectuadas mostraron que el terreno que lo separaba del lago descendía hacia éste en una suave pendiente. El proyecto preveía la construcción de dos canales que, partiendo del arenoso borde del caldero, irían a desembocar en el lago. La duración de las obras se calculaba en dos semanas.
Durante aquellas dos semanas, los habitantes de Maulen gozaron de una relativa tranquilidad. Los espías destacados por Fischer, de acuerdo con Eis, informaban simplemente que las obras avanzaban. Los obreros trabajaban, haciendo largas pausas, eso sí, pero intensamente. Ocho horas al día.
—¿Y nada más? —preguntaba Fischer, desconfiado.
—Jablonski pasa revista a su gente por la mañana y por la tarde y les hace una especie de discurso.
—¿Y qué les dice?
—Es que no se entiende… Hablan en polaco. Fischer estaba constantemente al acecho de cuanto pudiera ocurrir junto al pantano. Pasaron días, no obstante, antes de que se decidiera a acercarse personalmente al escenario de los posibles acontecimientos. Dejó la moto en el bosque y avanzó, tomando infinitas precauciones y manteniéndose siempre a cubierto, a la manera clásica de las tropas de choque.
Pero fue pronto descubierto. Vio ante sí en primer lugar las fauces de dos perros y, detrás de ellos, la tranquila sonrisa de Jablonski.
—¡Vaya! —exclamó éste en tono obsequioso—. ¡Mira quién está por aquí!
—Yo sólo quería…
—¿Hacernos una visita? No lo dirás en serio, Fischer… Nosotros podemos pasar perfectamente sin tu compañía.
—¡Yo soy libre de pasear por dónde me dé la gana!
—¡No me digas! Esto sí que es cosa nueva. Esta tierra es nuestra. Quien quiera transitar por ella debe contar con nuestro permiso. Y tú, desde luego, no lo tienes.
—Pero ¿es que no sabes a quien tienes delante, desgraciado?
—¡Ya lo creo que lo sé! —respondió Jacob, que parecía estar divirtiéndose mucho—. Mira, haz el favor de desaparecer de aquí inmediatamente. Si de verdad quieres que nuestros perros te graben un monograma en el culo, te aseguro que lo conseguirás.
Las palabras «monograma» y «grabar» eran más propias de la forma de expresarse de Materna e indicaban que Jablonski transmitía literalmente una orden suya. La palabra «culo», no obstante, era de la cosecha de Jacob. Materna hubiera dicho más bien «trasero».
El caso es que Fischer creyó aconsejable emprender la retirada.
—A mí no se me hace esto impunemente —aseguró—. Volveré por aquí.
Volvió, en efecto, y aquel mismo día. Se presentó esta vez acompañado del gendarme Gabler, que manifestó su deseo de examinar los contratos de los trabajadores.
Gabler estaba en su derecho y podía decirse que tenía incluso el deber de hacerlo. Por otra parte, su visita era esperada desde hacía ya dos días: Sabine les había advertido con la suficiente antelación.
Esta vez no se vio rastro alguno de Jablonski ni de sus perros. Era Materna en persona quien esperaba a los visitantes junto a la entrada del barracón. Y con él estaba su socio, el barón von der Brocken.
—Si me permiten… Se trata de la formalidad acostumbrada —dijo Gabler, muy correcto.
—¿Se ha traído usted a otro policía en calidad de ayudante? —inquirió el barón, mirándoles irónicamente.
—El señor Fischer me acompaña… Me lo ha solicitado así… en su calidad de responsable de estos asuntos ante el Partido.
—¿Responsable de qué asuntos, si me permite la pregunta?
Fischer intervino.
—Dentro del grupo local de nuestro Partido, existe una delegación de obras públicas… para la ordenación y coordinación de las mismas. Y el delegado soy yo.
—¿Y eso desde cuándo? —preguntó Materna en tono de divertida curiosidad—. ¿Desde hace una hora?
—Esto no hace al caso —declaró Fischer, tajante. Naturalmente, no tenía la menor intención de admitir que aquel insidioso personaje había dado en el blanco. Era cierto que aquel poco importante y, por tanto, poco solicitado cargo entraba, hasta hacía media hora, en las atribuciones del jefe de la Unión de Campesinos. A Fischer no le había resultado difícil «colocarlo, provisionalmente, bajo la responsabilidad directa de la dirección de la SA», dando para ello una confusa pero enérgica justificación que no interesó a nadie.
—¿Quiere usted saber lo que yo pienso del Partido? —le preguntó amablemente el barón.
Durante unos breves segundos, Alarich se recreó en la expresión de susto e indignación que apareció en el rostro de Fischer y fingió no ver la mirada de advertencia que le lanzaba Materna.
—Pues pienso que el Partido está demostrando realmente una gran capacidad de comprensión para las grandes empresas.
Hubo un suspiro general de alivio. Materna sonrió cordialmente y el gendarme asumió de nuevo su aire oficial y amable. Fischer se preguntaba si la broma habría sido hecha con buena o mala intención, o bien si no se trataba de una broma. Buscó alguna respuesta, pero no se le ocurrió nada.
El gendarme se puso entonces a pasar lista de los obreros siguiendo la relación oficial que obraba en su poder. A cada nombre que leía, el aludido respondía con una expresión que sonaba más o menos como: «¡Presente!».
—Todo en orden —declaró finalmente Gabler, doblando la lista y guardándosela de nuevo en el bolsillo—. Creo que ya podemos irnos.
Pero Fischer no era de la misma opinión.
—Deseo dirigir unas palabras a esos hombres —dijo.
El barón estuvo a punto de emitir una protesta. Pero una mirada de Alfons bastó para impedírselo. Fischer dirigió a los obreros la siguiente alocución: —Habéis venido a nuestro país para trabajar en él. Todos nos alegramos de ello y yo os doy la bienvenida. Estáis participando en la gigantesca empresa de la construcción del gran Imperio alemán. Nosotros sabemos apreciar en lo que vale vuestra colaboración. Por ello, gozáis también de la protección del Partido y de todas sus organizaciones. Todos y cada uno de vosotros podéis confiar plenamente en él. Y si tenéis algún problema podéis, en todo momento, dirigiros personalmente a mí. La traducción de Wollnau constituyó un placer para todo aquel que tuviese un ligero conocimiento de la lengua polaca.
—Ese hombre habla un alemán excelente —dijo Fischer—. ¿Dónde lo ha aprendido?
—En la escuela —respondió Wollnau-Wollnowski.
—¿Y qué profesión tiene usted?
—Consejero —respondió sencillamente su interlocutor.
Fischer hizo un gesto de asombro. Materna se quedó aterrado. Alarich, en cambio, encontró muy divertida aquella respuesta.
—¿Consejero ha dicho usted? —preguntó Fischer, incrédulo.
—Eso he dicho.
Y fue entonces cuando Fischer mostró la eficacia del adoctrinamiento político que había recibido. Sus ideas comenzaron a correr dócilmente por los cauces que en su mente había trazado la propaganda.
—Ah, ya entiendo —dijo, con un aire de suficiencia—. Usted formaba parte de la oposición, ¿no es cierto?
—Más o menos.
—Y ha sido víctima del odio y del fanatismo de los nacionalistas, ¿no es eso?
—En efecto.
Fischer veía ahora la situación con toda claridad.
—¡Qué gentuza despreciable! —exclamó—. ¡Los elementos más valiosos del país obligados a realizar bajos menesteres para subsistir! ¡Es algo que clama al cielo!
Tendió la mano a aquella víctima de la represión.
—Sólo me resta desearle que encuentre usted aquí buenas condiciones de trabajo.
—Así lo espero yo también —declaró Wollnau cortésmente.
Dicho lo cual, se colocó a la cabeza de los obreros y marchó con ellos en dirección al pantano.
Fischer declaró entonces brevemente, dirigiéndose más al barón que a Materna:
—Pueden ustedes contar con el pleno apoyo de las autoridades locales del Partido para la realización de este proyecto.
Y, dicho esto, se alejó en compañía del gendarme, convencidos los dos de haber cumplido con su deber.
—Verdaderamente —observó Materna—, su inteligencia está en relación inversa con su inconmensurable presunción.
El barón echó mano de su pañuelo y se enjugó unas lágrimas de hilaridad.
—¡Ese Wollnowski es un bromista de primera clase! —exclamó—. ¡Cómo le ha tomado el pelo a Fischer! ¡Pretender nada menos que es consejero!
—Pues lo es, amigo mío —dijo Materna—. Y además no es polaco, sino alemán. Está pasando entre nosotros lo que él considera un período de retiro transitorio. Sea como sea, está empeñado en no abandonar Alemania.
Alarich von der Brocken se quedó un rato pensativo. Finalmente dijo:
—Un hombre como él debe de saber jugar al ajedrez. Mándemelo usted a casa a la primera ocasión. Le daré jaque mate.
Amadeus Neuber tenía ante sí una carpeta de brillantes colores azul y rojo que ostentaba, en grandes y visibles letras, la inscripción: «Propaganda subversiva. - Destinada exclusivamente a uso interno del Partido. - Mantener en lugar seguro». En aquella carpeta se guardaba, entre otros, un pequeño folleto denominado Voces de la Iglesia. Aparecía en él un artículo titulado «Preguntas de un buen cristiano a la respetable autoridad». Dicho artículo contenía, en opinión del Gobierno, insidiosos ataques contra el Estado. En el comentario oficial que acompañaba a la publicación se hacía especial referencia a la sexta de las diez preguntas, que decía:
«Si nuestro Caudillo abriga la convicción, que no deseamos en modo alguno impugnar, de haber sido elegido por la Divina Providencia, debe también, pues, suponerse con pleno fundamento que se siente infinitamente obligado hacia Dios. Es indudable que un Caudillo enviado por Dios forzosamente ha de ser guiado por Él. Dado, no obstante, que la Iglesia Cristiana es la única autorizada a hablar en nombre de Dios…»
—¡Vaya una ocurrencia! —exclamó Neuber con desprecio. Desprendió cuidadosamente el folleto de la carpeta y mandó llamar a Ernst Schlaguweit. Había concebido un plan para poner definitivamente a raya al padre Bachus, que intentaba una y otra vez esquivar su autoridad.
—Camarada —le dijo animadamente a Schlaguweit—, ha llegado la hora de que le sean reconocidos sus méritos. Usted me ha proporcionado en varias ocasiones informaciones de interés, y yo sé apreciar esto en lo que vale.
Schlaguweit se inclinó en un gesto de agradecimiento.
—La SA precisa urgentemente ser reformada —declaró—. Y los hombres más capaces se esfuerzan por ascender.
—Y lo conseguirán —aseguró Neuber—. Para mí, por ejemplo, el próximo jefe de la SA es usted y no Kusche. Pero existen aún algunos obstáculos a superar. Hemos de proceder metódicamente.
—Estoy preparado. ¿Qué debo hacer?
—Vayamos por partes. Comenzaremos por Bachus.
Schlaguweit se hizo cargo gustosamente de las hojas y folletos de propaganda que le entregó Neuber. Apenas un cuarto de hora más tarde, los colocaba, con gesto autoritario, sobre el escritorio del pastor, declarando lacónicamente: —Quien busca, halla.
—Sí, sí, claro —asintió Bachus con gesto cansado—. Ciertamente, a nadie beneficiaría que se me considerase como uno de los elementos negativos de nuestro pueblo.
—Bien dicho —corroboró Schlaguweit, satisfecho del éxito de su gestión—. Ya tengo ganas de oír su sermón del domingo.
—¡Oh, Dios mío! —gimió Bachus apenas se quedó solo—. ¡Lo que me obligan a hacer!
Con la mirada ensombrecida, comenzó a examinar aquellas publicaciones. Sólo los arios pueden ser verdaderamente alemanes, se titulaba una, que llevaba, además, el subtítulo La sangre es un elemento distintivo. Otra versaba sobre Las construcciones lacustres de los antiguos germanos o el arte de extender la propia personalidad por el mundo. Venían a continuación una antología: Marchemos hacia el este - Canciones alemanas de cinco siglos y una obra didáctica: Los judíos y sus crímenes contra el pueblo alemán - Síntesis histórica desde Hermann el Querusco hasta Hitler, Caudillo y Unificador del Gran Imperio Alemán. El pastor suspiró afligido. Pero, un instante después, creyó entrever una esperanza. En sus manos, que temblaban ligeramente, tenía ahora el folleto Voces de la Iglesia, que había sido mezclado con la propaganda oficial. Comenzó a leer ávidamente y llegó pronto a la pregunta número seis, marcada con lápiz rojo.
—Esto, al menos, es un rayo de luz —dijo para sí. Se concentró en la lectura de aquel apartado. Lo leyó varias veces y tomó notas. La compañía de una botella de vino de Franconia daba alas a sus pensamientos. Le invadió una sensación de euforia.
Su buen humor se mantuvo hasta el momento de iniciar su sermón dominical y se extinguió exactamente veinticinco minutos después.
Comenzó con las antiguas y hermosas palabras: «Mis amados hermanos en Cristo». En ellas se incluían todos los que en aquel momento fijaban su mirada en él: aquellos pecadores de espíritu impuro y, sobre todo, de carne impura, aquella pertinaz maleza del jardín del Señor, aquellas ovejas de deslucida lana: en fin, todo Maulen.
—Pero la paciencia divina alcanza a todas las criaturas —dijo, cerrando con ello la introducción para pasar al tema principal—. A todos nosotros nos guía el Caudillo. Y al Caudillo, a su vez, como él mismo ha dicho en tantas ocasiones, le guía la Divina Providencia, le guía el Señor con Su infinita bondad. Y si el Señor derrama su gracia sobre el Caudillo, así debe también éste sentir gratitud hacia el Señor. Siendo Dios como es todopoderoso, sólo de él procede el poder del Caudillo.
Bachus se atenía al apartado seis. Una y otra vez volvía a las ideas en él contenidas y las lanzaba, envueltas en bellas palabras, sobre las cabezas de los amodorrados fieles. Pronunció por fin la frase final, seca ya la garganta pero vehemente la voz:
—¡Es Dios quien nos ha enviado al Caudillo y le damos las gracias por ello!
El coro inició entonces con brío el himno que cerraba la ceremonia, arrancando de su letargo hasta al último de los durmientes. Las miradas de todos se alzaron en dirección al altar, es decir, en dirección a la taberna.
Una vez concluido el oficio, Bachus se dirigió a la sacristía y se encontró allí a Neuber y a Schlaguweit.
—Bien, ¿qué le ha parecido? —le preguntó al maestro.
—Es suficiente —repuso Neuber en tono glacial—. El sermón que acaba usted de pronunciar podría ser obra de un enemigo jurado del régimen.
—¡Pero si me he ceñido fielmente al contenido del material que se me entregó!
—¿Material? —preguntó Neuber arrugando la frente—. No tengo noticia de que se le haya entregado material alguno. Yo sólo sé una cosa: algunas de las ideas expuestas por usted en el sermón proceden de la publicación Voces de la Iglesia, que está considerada como subversiva.
—Pero, oiga usted —dijo Bachus—. Ese folleto me fue entregado, por así decirlo, de manera oficial a través del señor Schlaguweit, por encargo de usted.
Neuber, aparentemente muy sorprendido, miró a su acompañante. Éste alzó las manos en un ademán escandalizado.
—¡Yo no le he entregado al señor Bachus ningún folleto subversivo! —exclamó—. Además, ¿de dónde iba a sacar yo una publicación religiosa? ¡Vamos, esa acusación es verdaderamente ridícula!
—El caso es —dijo Neuber gravemente— que desde el púlpito de esta iglesia se han difundido ideas subversivas. Eso puede tener malas consecuencias para usted, padre.
Bachus podía imaginar muy bien cuáles serían aquellas consecuencias. Algunos sacerdotes habían sido juzgados ya por delitos semejantes. Temblándole las rodillas, se dejó caer en una silla y permaneció sentado un rato sin decir palabra. Sus verdugos esperaron pacientemente. Por fin, sin atreverse a mirarles a la cara, manifestó:
—Yo he actuado con la mejor intención…
—¡Ah, desde luego! —exclamó Neuber, súbitamente amable—. Es posible que haya sido todo un lamentable error.
—Eso ha sido —dijo Bachus débilmente.
—Celebro que lo reconozca usted —declaró Neuber—. Veo en esta actitud suya una muestra de su buena disposición a colaborar plenamente con nosotros en el futuro. Se ha decidido, pues, por mí y contra Fischer. ¡Ha tardado mucho! Y ahora, si no quiere usted ir a presidio, tendrá que darme la información que ya le pedí una vez: ¿es usted el autor del discurso pronunciado por Fischer cuando la inauguración del cañón?
—Sí —musitó el pastor, con voz apenas perceptible.
—¿Y está usted dispuesto a declararlo así ante testigos?
—Pues… Sí.
Con ello, pensó Neuber, Fischer quedaba fuera de juego. Y Bachus también, cosa que tampoco le parecía mal. Son gajes del oficio, se dijo.
—En ese caso, vamos a ponerlo por escrito ahora mismo. En cuanto a lo demás, ya veremos lo que hacemos.
Alfons Materna fue al cementerio de Maulen. Para no encontrarse con nadie, había elegido la primera hora de la tarde de un día laborable.
Allí le esperaba Margarete, tal como se lo había hecho saber en un mensaje secreto transmitido por la señora Audehm, persona de confianza para aquellos menesteres.
La que había sido su esposa estaba arrodillada junto al mausoleo de su fallecido Johannes. Pero no rezaba; estaba ocupada simplemente en arrancar las malas hierbas.
—Te ensuciarás las manos —le dijo Alfons, de pie tras ella.
Margarete volvió la cabeza.
—He de hablar contigo —declaró.
—Te escucho —dijo Alfons, tomando asiento en el banco que había allí.
—Estoy preocupada —dijo ella, removiendo con los dedos la tierra en la que crecían unos pensamientos de un bello color azul.
—¿Preocupada por mí, acaso?
—Pues sí, en cierto modo también por ti. Para mí, nunca se ha extinguido del todo lo que nos unió un día, Materna. Así, por ejemplo, pienso a menudo en Brigitte. No olvides que es también hija mía.
—¿Piensas en Brigitte o en la herencia que recae sobre ella? Y, por consiguiente, también en Eis. ¿Qué es lo que te preocupa en realidad, Margarete? Yo no, desde luego; eso, seguro. Los dedos de Margarete revolvían la tierra con mecánica insistencia.
—Materna —dijo, inclinando la cabeza—. Yo soy una mujer.
—¿Y qué consecuencias sacas tú de este hecho?
—Me siento obligada a tomar una cierta decisión.
—¿No será con relación a Eis?
—¿Y si así fuera?
Materna rió quedamente.
—Mi enhorabuena —dijo—. Eis parece muy consciente de lo que vales. ¡La mitad de Maulen!
Durante unos instantes, Alfons fijó la mirada en un pino que había cerca de allí. Sus escasas ramas mostraban las señales del tiempo: eran nudosas y violentamente retorcidas, abundantes en hojas y resina en algunos puntos, completamente desnudas en otros y rematadas por hermosas pinas.
—Supongo —prosiguió Alfons sonriendo— que sólo quieres conocer mi opinión para hacer exactamente lo contrario. Pues bien, le aconsejo que te quedes con Eis y que lo devores hasta los huesos.
—Trata de comprenderme. Yo no diré que, en el momento actual, tus intereses y los míos coincidan. Pero creo que podríamos llegar a un cierto acuerdo que resultaría ventajoso para los dos. Porque, por mucho que aprecie y admire a Eugen Eis…, yo aspiro a más.
Materna se estaba divirtiendo al oírla. Margarete, pensó, había probado el sabor del poder y le había gustado. ¿Tendría la intención de convertirse en la reina de Maulen?
—Con toda franqueza y entre nosotros —prosiguió ella—, te diré que Eis tiene buenas cualidades, pero no posee la capacidad de Johannes ni tu inteligencia. No ha conseguido imponerse totalmente. Y es seguro que no lo conseguiría nunca si tú y yo aunáramos nuestras fuerzas. Tus propiedades y las mías representan casi todo Maulen. ¿Vas a rechazar una oportunidad semejante?
—No, Dios me libre —declaró Alfons irónicamente—. Pero antes deberíamos pensarlo muy bien.
—Y ¿qué vamos a hacer entretanto?
—Esperar. Es muy posible —dijo, señalando el mausoleo— que no tarde en venir alguien a hacer compañía a tu amado esposo. Aquí en Maulen estas cosas van muy de prisa. Y quizá entonces cambiaría la situación.
—Si me permite recordárselo —le dijo Neuber a Eis—, en este año mil novecientos treinta y nueve podremos celebrar el vigésimo quinto aniversario de la batalla de Tannenberg y de los pantanos de Masuria.
—Muy bien, celebrémoslo. Las fiestas siempre van bien. Y sirven de distracción.
—Así pues, nombraré una comisión organizadora —declaró Neuber—. Te agradezco la confianza.
—Un momento, un momento —dijo Eis, receloso—. No pensarás otra vez en arrinconar o en eliminar a nuestro camarada Fischer, ¿verdad?
—Naturalmente que no —respondió Neuber muy digno—. Él formará parte también de la comisión.
—Siendo así, está bien —dijo Eis, más tranquilo—. Ya podéis poneros a trabajar.
Poco después, Neuber, «de acuerdo con el jefe del grupo local», dio a conocer el nombramiento de la comisión. La componían tres personas: Neuber, Fischer y Uschkurat, en representación, respectivamente, del Partido, la SA y la población. Neuber consideraba muy acertada la idea de incorporar a Uschkurat a la comisión. El postergado alcalde apenas se oponía ya a nada de lo que se decía, de modo que su actitud sería, de hecho, una constante adhesión a las opiniones del presidente de la comisión, que no era otro que el mismo Neuber. Se reunieron. Uschkurat, en efecto, no decía nada. Al contrario de Fischer, quien, apenas hubieron empezado, declaró: —Me interesa poner de manifiesto que no estoy bajo las órdenes de nadie. Nadie tiene aquí una autoridad superior a la mía.
—Aquí se trata sólo de una discusión preliminar —se apresuró a señalar Neuber.
—¿Y quién ocupa la presidencia? ¿Tú? ¡Yo me opongo!
Neuber no perdió la calma. Sabía ya de antemano que tendría que soportar las invectivas de Fischer. Y declaró en tono conciliador.
—Antes de pasar a la discusión, deberíamos establecer algunas cuestiones de procedimiento. Sobre la base de una absoluta igualdad, se entiende.
—¡Me opongo! —exclamó de nuevo Fischer—. No puede haber igualdad de derechos entre la SA y las organizaciones Subordinadas del Partido. No toleraré que se haga objeto de discriminación a la SA.
—Nadie tiene tal intención —aseguró Neuber, haciendo ostentación de paciencia—. Este aniversario de la que es quizá la más grande, la más gloriosa batalla de la historia del mundo debe ser festejado con la debida solemnidad. Esta celebración debe constituir un hito importante en la vida de nuestra comunidad. Y, como punto culminante de las fiestas, he pensado en una representación conmemorativa.
—¿Una qué?
—Una obra teatral conmemorativa de carácter histórico y patriótico —explicó Neuber—. Yo quisiera que se convirtiese en una réplica de signo nacionalista a esas tristemente célebres representaciones de la Pasión que organizan los judíos cristianos, como la de Oberammergau, por ejemplo.
—¡Vaya una ridiculez! —saltó Fischer—. ¡No pienso permitir que mis hombres se presten a una cosa semejante!
Neuber se irguió y abombó su estrecho pecho.
—¿Puedo rogar al camarada Uschkurat que nos deje solos un momento? —dijo—. Quisiera aclarar este asunto.
Uschkurat abandonó gustoso la estancia. En la antesala, una de las secretarias del Partido le sirvió un vaso de aromática ginebra.
—¡Ah, qué buena está! —exclamó satisfecho. Pero, apenas hubo terminado el vaso, vio pasar a Fischer junto a ellos como una exhalación, resoplando como un toro enfurecido. El jefe de la SA atravesó la plaza a toda velocidad y se metió en casa del pastor.
—¿Qué mosca le ha picado? —preguntó Uschkurat.
—Me parece que Neuber le ha enseñado cierto documento… un documento firmado por el padre Bachus —respondió la secretaria.
Lo que sucedió a continuación duró poco más de tres minutos y fue presenciado por varios testigos: Uschkurat, que había seguido a Fischer llevado de su curiosidad, el panadero, el sacristán y una mujer que venía a inscribir a su hijo para el bautismo. Y Sabine.
Sabine estaba sentada junto al monumento a los caídos, siguiendo su costumbre, cuando vio pasar a Fischer como un cohete y le siguió con el fin de informarse e informar a Materna. Fischer entró como una tromba en casa del pastor. Le buscó llamándole a gritos y finalmente le encontró ocupado en el corral.
—¡Hijo de puta! —le gritó, ya sin aliento.
Bachus se sobresaltó y dijo, conciliador: —Vamos, vamos…
—¿Pero qué se ha creído usted? —le increpó Fischer con voz chillona—. ¿Es que se ha propuesto desprestigiarme? ¿Quiere hacerme pasar por una rata de sacristía?
—Señor Fischer —replicó el pastor irguiéndose—, no estoy acostumbrado a que se me hable en ese tono…
—¡Es usted un santurrón de mierda! —vociferó violentamente Fischer, ahogándose casi.
En aquel momento, Fischer se puso rojo como un tomate y después blanco como la cera. Agitó la mano derecha y se llevó la izquierda convulsivamente al pecho.
—¿Qué tiene usted? —le preguntó Bachus, sinceramente preocupado—. ¿Es el corazón?
—¡No intente cambiar de tema! Usted ha firmado un papelote en el que se afirma que soy una asquerosa rata de sacristía. ¡Le exijo que se retracte inmediatamente de tal afirmación!
—¡Está usted en un error, señor Fischer! Yo no he firmado nada que fuera contra mi conciencia.
—¡Esto es realmente el colmo de la vileza! ¡Pero le aseguro que haremos una limpieza ejemplar! ¡No quedará en el pueblo ni un solo traidor como usted!
—¡Modérese, por favor! —le instó Bachus, tembloroso. Pero Fischer no reparaba ya en nada. La imagen del sacerdote temblando no hacía más que aumentar sus deseos de ensañarse contra él. E incluso se alegraba de que la escena fuese presenciada por testigos.
—¡Y ahora escúcheme bien! —prosiguió—. Si le queda un mínimo de sentido común, declarará usted que cometió un error al firmar ese papel, que cedió ante una vil provocación y que se arrepiente.
—¿Y si me niego a hacerlo?
—¡En ese caso, acabaré con usted, Bachus, acabaré con usted definitivamente! ¡Si es necesario, mandaré arrasar la iglesia! Estamos a viernes. Le doy veinticuatro horas para arreglar el asunto. Si no lo hace, el sermón del domingo será el último de su vida.
Al día siguiente hacía buen tiempo y reinaba una temperatura agradable. Sólo unas pocas nubes flotaban en el cielo de Maulen. Ello era bueno para las labores del campo. La tarde del sábado se dedicaba al cuidado de los animales, a la reparación de las herramientas, a la inspección de los campos y a la limpieza doméstica. Era el día en que se liquidaban las tareas pendientes de la semana y el día en que las miradas de todos se alzaban una y otra vez, con frecuencia creciente, en dirección a la taberna.
«Qué tranquilo y pacífico parece todo», pensó el padre Bachus amargamente.
Dudó un momento entre el camino de la bodega y el de la iglesia. Finalmente, con un suspiro, se decidió por la bodega. El barón había convocado en su residencia a la Orquesta Unificada de Maulen. Sentado en uno de los sillones de mimbre de su terraza, se deleitaba escuchando, como de costumbre, canciones populares y marchas militares.
Su placer lo empañaba una sola nube: su hermana Elisabeth había invitado a Alfons Materna a visitarla, al objeto, según había explicado, de tratar con él algunas cuestiones referentes al alojamiento y atención de los obreros polacos. En aquellos momentos estaban paseando por el parque, y ella apoyaba la mano en el brazo de Alfons como si necesitara de su firme apoyo.
Eugen Eis continuaba cortejando a Margarete Eichler, pero con muy poco éxito. Ella se interesaba a menudo por conocer detalles financieros acerca de la vaquería y de sus otras posesiones. Tal tipo de conversaciones no era el más adecuado para crear entre ellos el clima que él hubiera deseado.
Amadeus Neuber, de acuerdo con la organización local de las Juventudes hitlerianas, y con las dirigentes de la Unión de Jóvenes Alemanas, había organizado para aquella tarde una «hora extraordinaria de fiesta» consistente en una sesión de «entrenamiento deportivo aplicado a la defensa». A nadie podía parecerle mal una cosa así, y menos a los padres, a quienes les venía bien saber ocupados a sus inquietos retoños.
—¡Atención! —gritaba Neuber en el patio de la escuela—. ¡A formar! ¡Uno, dos, uno, dos!
Los niños acudieron corriendo y se alinearon en dos filas, en una las chicas, en la otra los chicos. Neuber comenzó a pasar revista a la fila de las niñas con una expresión parecida a la de un sargento, pero no exenta de benevolencia. Formuló algunas críticas: los cabellos no estaban peinados con suficiente esmero y la posición de firmes dejaba que desear.
—¿Y dónde está Sabine? —preguntó.
—Está enferma.
Su mirada inquisidora perdió vivacidad. Sin la presencia de Sabine, aquello perdía la mitad de su encanto. En consecuencia, trasladó su atención a los muchachos y les ordenó que desfilaran formados militarmente. Les contempló con satisfacción. ¡Eran la SA del futuro!
Sus actividades le fueron informadas a Fischer. El jefe de la SA sonrió con desdén. Un rato después, se encontraba ante la SA —la SA del presente— en la plaza mayor.
—¡Nosotros no actuamos nunca con perfidia y alevosía! —les arengó—. ¡Nosotros vamos siempre directos como una bala al objetivo!
Era exactamente lo que estaban haciendo sus hombres, ocupados en aquel momento en traer a la plaza varias latas de pintura negra, blanca, roja y marrón que se encontraban almacenadas en el depósito de bombas.
—¡Manos a la obra, camaradas! —les ordenó Fischer una vez hubo terminado el transporte.
Los hombres de la SA se dirigieron entonces a la pared de la iglesia y extendieron sobre una amplia superficie de la misma una primera capa de pintura.
El gendarme Gabler, que había observado aquellas maniobras desde la ventana de su casa, oculto por los visillos, optó por emprender la retirada. Salió de la casa utilizando la puerta trasera, saltó la valla del jardín y se encaminó a casa de Eis. Pero no encontró allí al dueño y señor del pueblo, sino a Brigitte, que le dijo:
—Puede usted esperarle aquí si lo desea. Yo le haré compañía con mucho gusto.
Fischer seguía con los ojos llameantes la actividad de su equipo de pintores. La primera capa presentaba ya un aspecto satisfactorio. Entonces ordenó:
—Ahora pintáis cruces gamadas a la derecha y a la izquierda y en medio unas hermosas consignas: «¡Despierta, Alemania!» y «¡Reventad, clerigalla judía!».
Para aquel trabajo fue elegido un hombre de la SA llamado Sombray, el padre del cual era el propietario absoluto de todos los negocios de pintura de la comarca. El prometedor muchacho deseaba, como un día el Caudillo, ser pintor, pintor de cuadros. Y ahora tenía ocasión de dar una convincente prueba de su talento. Sus camaradas le rodeaban llenos de admiración. Acabada la obra, las cruces gamadas parecían llamear sobre el muro, la palabra «Alemania» tenía realmente un aspecto impresionante y la algo extraña expresión «clerigalla judía» producía una sensación de infinita vileza.
—¡Perfecto! —exclamó Fischer, exultante—. Ahora cantaremos una canción patriótica y ya podremos ir a emborracharnos.
En casa de Materna, Hannelore Welser había conectado la emisora nacional de Konigsberg, que transmitía en aquellos momentos el popular programa «Del mar a las montañas», un popurrí musical de una hora de duración. Pero ella no escuchaba. Estaba esperando impaciente a sus dos amigos. Jacob jugaba con sus perros.
—¿Dónde pueden estar? —se preguntaba la muchacha.
Peter y Konrad estaban en compañía de Sabine, que les relataba la última proeza de la SA. Mientras hablaban percibieron, procedentes de la casa de Eis, los lánguidos sones de un tango.
—¡Ah, no os perdáis esto tampoco! —exclamó Sabine.
Por la abertura que había quedado entre las cortinas, corridas apresuradamente, los muchachos pudieron ver al gendarme, empapado en sudor, que estaba enseñando a Brigitte unos pasos de tango. Gabler evolucionaba por la sala balanceándose como un canguro borracho.
—Esto no es para ti —dijo Konrad, colocándose delante de Sabine para impedirle la visión.
—¡Qué tonto! Como si yo no lo supiera ya todo de eso que llaman la vida. El caso es que mientras el viejo baila el tango no hace de gendarme.
Lo que oyeron entonces les hizo enmudecer de sorpresa. En la plaza, treinta gargantas voceaban en dirección a la casa del pastor:
… y si el puñal hace correr la sangre de los curas, tanto mejor…
Era el estribillo de una canción popular de los llamados «buenos tiempos». Fischer se había permitido una libertad creadora con el texto: según la letra original, era la sangre de los judíos la que debía correr. Pero en los dominios del grupo local del partido de Maulen no vivía ya, desde hacía largo tiempo, ningún judío. El único que conocían, un tal Grienspan, había emigrado hacía años y estaba, por tanto, fuera de su alcance.
—¡Otra vez desde el principio! —gritó Fischer—. ¡Es una canción preciosa!
Acurrucado en un rincón de su bodega, el padre Bachus temblaba.
Aquella noche, la SA festejó en la taberna su «triunfo sobre la reacción, el oscurantismo y la clerigalla». Scharfke había convocado a los componentes de la orquesta, que acudieron tan pronto como el barón les dejó ir en paz.
Fischer estaba decidido a disfrutar de aquella velada. Su rostro brillaba, sudoroso, y sus ojos llameaban febrilmente. Tenía la respiración jadeante. A menudo se llevaba la mano al corazón, como diciendo: «Este corazón late por vosotros, camaradas. ¡Mostraos dignos de él!».
—Mira, Fischer —le dijo Uschkurat tímidamente cuando se encontraron por casualidad orinando ante la misma pared—, perdona, pero lo de la iglesia no hubieras debido hacerlo. Bachus no es mala persona.
—Si dices esto —replicó Fischer indignado—, es que tú también eres un enemigo del pueblo, ni más ni menos. Y yo no quiero saber nada con individuos como tú.
Poco después, dos fieles hombres de la SA rogaban a Uschkurat que saliera a la calle con ellos. Se trataba nuevamente de un escarmiento ejemplar. Uschkurat recibió la orden de no poner los pies en la taberna hasta nuevo aviso, acompañada la orden de varios golpes en la cabeza y un puntapié en las posaderas.
—¿Alguien tiene algo que decir? —preguntó Fischer, amenazador, a los de dentro.
Nadie dijo nada. Sólo el insignificante Nickels, un campesino pobre del norte de Maulen que no acostumbraba a abrir la boca más que para pedir cerveza, refunfuñó: —¡Aquí nadie tiene nunca nada que decir!
También él fue conducido afuera, golpeado en la cabeza y arrojado al suelo de un puntapié.
Después de lo cual, corrió el aguardiente con más profusión aún que antes y los presentes tuvieron el privilegio de acompañar a los combatientes de la SA en el canto de Alemania que eres nuestro orgullo. Y después manifestaron todos a coro su intención de galopar hacia el este.
Y galoparon, efectivamente. Montados en sillas y asidos al respaldo como a las riendas de un caballo, se pusieron a dar vueltas por la sala. Al cabo de un momento, seis hombres levantaron en hombros la tabla en la que estaba montado Fischer y, emprendiendo un alegre trote, se unieron a la cabalgada general. Pronto quedaron hechos astillas los primeros muebles. Un cristal de la ventana saltó en añicos. Dos botellas aún llenas fueron a estrellarse contra la pared. Geelhaar, el cartero, fue pisoteado hasta el punto de sufrir, como se comprobaría más tarde, una triple rotura de costillas. La animación era extraordinaria.
—¡Y ahora, la canción de Horst Wessel! —jadeó Fischer. Más adelante se afirmaría que éstas habían sido sus últimas palabras, casi su testamento.
«Bubi» Kusche acompañó hasta la calle al vacilante pero aún erecto Fischer. Allí, el jefe de la SA trató de poner en marcha la moto. Pero todos sus esfuerzos resultaron vanos. El motor de la BMW emitía una serie de detonaciones, rugía unos momentos y después se ahogaba, suspiraba y enmudecía de nuevo.
—¡Me cago en el trasto! —exclamó, pegando un puntapié ya no demasiado enérgico al vehículo—. ¡A la mierda con él! También aquéllas eran «últimas palabras». Pero, llegado el momento, «Bubi» las silenció por delicadeza y manifestó únicamente que Fischer se había alejado hacia el sur, en dirección a su casa.
Fischer avanzaba lentamente en la oscuridad, dando traspiés. Tenía la impresión de que el suelo que pisaba se movía continuamente. Del cielo comenzó a caer una lluvia fina y tibia. Al salir del pueblo se detuvo y vomitó violentamente, rugiendo como un león.
Aquello le hizo bien y se puso de nuevo en marcha, aliviado. Le invadió una creciente sensación de orgullo. ¡Aquél sí que había sido un día triunfal! ¡Les había dado una lección! A aquellas ratas asquerosas las eliminaría él en cuatro días. ¡Las apalearía, las ahogaría, las estrangularía hasta que no quedase ni una sobre el suelo de Maulen!
Se plantó en medio del camino, abrió las piernas y orinó, riéndose a carcajadas. Siguió andando y, al llegar al bosquecillo de abedules, tuvo que orinar otra vez. De nuevo se rió estúpidamente.
Pero su risa se interrumpió de pronto. Con la rapidez del rayo, alguien le echó un saco sobre la cabeza y, con gesto seguro, se lo deslizó por el cuerpo hasta las rodillas.
—¡Ya le tenemos! —gritó alegremente una voz.
—¡Al árbol con él! —exclamó otra voz.
Fischer, pasado el enorme susto de los primeros momentos, intentó defenderse, pero no pudo. Tenía la sensación de hallarse aprisionado entre los dientes de una enorme tenaza. Sintió cómo le levantaban del suelo, le apoyaban contra un árbol y le ataban al tronco con innumerables vueltas de cuerda.
—Y ahora, ¿qué hacemos con él? —preguntó alguien.
—Le hacemos lo mismo que él hizo a Buttgereit.
Dentro del saco, Fischer emitió un sordo gemido. Había caído en manos de sus enemigos, pensó. Serían al menos media docena. Los esbirros de Materna, o los de Neuber, o quizá curas, judíos, comunistas… No podía imaginar que eran sólo dos personas, dos jóvenes, quienes le habían apresado.
Las voces de sus verdugos le parecían amenazadoramente sombrías, como si llevaran pañuelos sobre las bocas babeantes de rabia. Eran voces perversas, crueles, se dijo. ¿Qué iban a hacer con él? Aterrorizado, abrió la boca como un pez que se asfixia.
—¡Mira, se ha cagado en los pantalones! —exclamó una de las voces en un tono que quería ser de preocupación—. ¡Pero si no hemos empezado todavía!
El tembloroso Fischer oyó entonces cómo dos voces discutían sobre su suerte. Uno de sus atormentadores era partidario de actuar con energía. El otro, por lo que oyó, estaba en contra.
—¡Piedad! —gimoteó—. ¡Piedad!
—¡Mira por dónde, qué vocabulario tiene nuestro amigo! ¡Conoce la palabra «piedad»! Pero lo que significa seguro que no lo sabe.
—¿Qué queréis que haga? —clamó Fischer—. Sólo tenéis que decírmelo…
—Pues… podrías empezar por decir: «Me cago en el Caudillo». Fischer enmudeció un instante y después gritó como un loco: —¡Me cago en el Caudillo! ¡Me cago en el Caudillo! ¡Me cago…!
Se ahogaba. No pudo continuar. Una de las voces comentó: —Lástima que no le oigan sus camaradas de la SA. Me gustaría poder brindarles este edificante ejemplo.
—Se merece un premio —dijo la otra voz—. En prueba de nuestra gratitud, le dejaremos salir vivo de ésta. Una vez le hayamos pintado el trasero, desde luego.
—Desde luego. Yo propongo lo siguiente: le pintamos una cruz gamada en cada nalga. Dos hermosas cruces para un trasero de categoría.
Fischer no se movía. Su cuerpo parecía haberse derrumbado.
—Oye —dijo Peter Bachus—, ¿se habrá desmayado? Konrad Klinger se adelantó y comenzó a desatar apresuradamente el cuerpo inmóvil. Entre los dos lo tendieron en el suelo y rompieron el saco.
—Peter —dijo Konrad con voz sorda—, tú que estudias medicina, ¿qué opinas?
Peter, que estaba arrodillado junto a él, auscultó y examinó a Fischer. Al cabo de un momento, se quedó mirando al vacío y dijo con voz apagada: —Está muerto.
El silencio que les rodeaba se convirtió, de pronto, en una amenaza. Transcurrieron unos segundos que les parecieron interminables.
Finalmente dijo Konrad, horrorizado.
—Pero ¿cómo ha podido ser?
—Un ataque al corazón, me parece.
—Oh… Lo mismo que le ocurrió a Buttgereit, ¿no?
—Sí. Con la única diferencia de que nosotros le hemos sorprendido y asustado, pero prácticamente no le hemos tocado un solo cabello. Debía de tener el corazón delicado. Y eso nadie podía saberlo.
—¿Estás seguro de que se conformarán con esta explicación?
—Es de esperar que sí.
—En ese caso, lo mejor será que nos alejemos de aquí inmediatamente. Pero antes hemos de borrar todas las huellas. Creo que debemos ir a hablar con Materna. Si alguien puede darnos un buen consejo, es él.