Antes de que las vacas den leche hay que alimentarlas. Y por el ganado de cría se pagan precios muy altos.
—Mi más sentido pésame —dijo Fritz Fischer.
—Gracias —respondió Eis con expresión ausente. Se hallaban en la vaquería. Eis estaba ocupado en la elaboración de la mantequilla.
—El pobrecillo se asfixió, dicen…
Eis asintió.
—Ha sido un trágico accidente —declaró.
—¿De veras? —inquirió Fischer, dirigiéndole una mirada penetrante.
—La muerte de mi hijo se ha producido por asfixia; así lo ha certificado el médico. Dice que es algo que ocurre muchas veces con los recién nacidos. ¿Es que lo dudas, acaso?
—¡No, Dios me libre! La explicación es perfectamente verosímil. Pero… ¿y si alguien afirmara otra cosa?
—¿Quién? —preguntó Eis ásperamente.
—No, lo digo en general…
—¡Si algún hijo de puta intenta acusarme de algo en relación con este asunto, le mataré con mis propias manos! —amenazó Eis apretando los puños, mostrando los dientes y jadeando como un perro rabioso—. No tendré piedad. Ya puedes decírselo a quien le convenga. ¿O es que sabes de alguien en particular?
Fischer negó nuevamente.
—No, puedes estar tranquilo. Nadie se irá de la lengua. Ni siquiera Neuber, para quien nada es sagrado.
Eis bajó la cabeza y se quedó con la mirada fija en el suelo de baldosas.
—Estoy sufriendo horriblemente, puedes creerme. Soy un hombre de espíritu fuerte, pero esto ha sido excesivo. Soy mucho más sensible de lo que algunos piensan.
—Y tu mujer, ¿cómo está?
—También ella sufre.
Era cierto. Ninguno de los dos había dicho una palabra cuando se encontraron junto al cadáver del niño. Les atormentaba el mismo sentimiento de culpabilidad. Cada uno de ellos creía ser el único causante de aquella muerte con su acción bien intencionada pero lamentablemente irreflexiva.
—¿Por qué le has dejado solo? —había preguntado Eugen.
—¿Por qué no te has quedado tú con él? —había replicado ella.
Llamaron al médico. El doctor Gensfleisch observó atentamente el cadáver del niño y le hizo objeto de un detenido examen. Finalmente declaró: —Asfixia.
Y seguidamente añadió, como hablando consigo mismo: —Yo diría que en este pueblo hay vacas cuya leche contiene un elevado porcentaje de alcohol. Parece mentira… pero en Masuria todo es posible.
—Dios lo ha querido así —se atrevió a decir Eis. Brigitte, resignada, asintió con la cabeza.
Aquel gesto le produjo a Eugen una cierta satisfacción. Su mujer, en efecto, que en los últimos tiempos parecía dominada por una insaciable sed de placer, volvía ahora de nuevo los ojos a los verdaderos valores de la vida. Y a él.
—En aquellos momentos fatales —le confió Eis, ensimismado, a Fischer—, se mostró dócil y paciente como un cordero. Parecía purificada por el dolor. Y esto para mí es un consuelo.
—Ha de serlo, desde luego —convino Fischer solícito—. El encuentro con la muerte… Yo también sé lo que es eso. Ya sabes que dispararon el cañón contra mí.
—Pero el tiro fue a dar a varios metros de distancia, Fischer.
—¡Porque los autores eran unos chapuceros! No eran hombres hábiles, sino viles esbirros como ese Neuber… Y si no procedemos contra ellos con la máxima energía y consecuencia, nos irán matando a todos uno tras otro.
—Bueno, sobre mí no ha disparado nadie todavía —respondió Eis, en tono evasivo—. Y no está comprobado tampoco que disparasen contra ti. Sea como sea, no te han hecho nada.
—¿Significa esto, Eugen, que no quieres achacar la responsabilidad a Neuber?
—Tráeme pruebas suficientes y Neuber es hombre muerto. Pero no puedo perder el tiempo con sospechas infundadas.
—¿Así que me dejas en la estacada?
—¡Estoy de luto, maldita sea! ¡Qué me importan vuestros trapicheos! ¡Cuando existan pruebas concluyentes de lo que dices, volveremos a hablar de este asunto!
En la iglesia sonaba el órgano.
El padre Bachus se deslizó cautelosamente hacia la casa de Dios. Abrió con cuidado la puerta principal y asomó la cabeza. Los arrebatados sones de todos los registros del instrumento le envolvieron como una lluvia. ¡Y la persona que tocaba era Amadeus Neuber!
Continuó avanzando de puntillas. Subió la escalera de madera que conducía al coro. Allí le esperaba una nueva sorpresa: pulsaba el fuelle Friedrich Wilhelm Pampusch, el guardaespaldas delegado de «Meier Muerte».
Pampusch escuchaba la música embelesado. En sus ojos había húmedos destellos. Según todas las apariencias, estaba llorando de emoción. Cuando percibió la presencia del sacerdote, le gritó:
—Qué pasión, ¿verdad? ¡Es Bach!
El pastor asintió apenas con la cabeza. Se aproximó al órgano. Neuber interrumpió entonces su interpretación. Y Pampusch exclamó aún con voz ronca:
—Ah, esto me hace vibrar… Me transporta completamente… Con la cabeza alta, dio media vuelta y se alejó. Su cuadrado rostro de matón estaba iluminado por una expresión de plenitud. La música tenía el poder de llegar a su corazón, habitualmente tan insensible. La música y las mujeres. Y es que también él era un ser humano.
—¿Qué quiere usted de mí? —preguntó el asombrado Bachus.
—He venido a hacerle una oferta —respondió Neuber, sonriente—. Quizá incluso podremos hacer un trato.
El pastor miró en torno suyo como buscando ayuda. Pero la fresca penumbra de la iglesia no albergaba a nadie más que ellos dos.
Neuber, con una sonrisa dura, continuó:
—Voy a hablarle con toda franqueza y sin reservas, padre. Confieso sinceramente que fue un error por mi parte ver en usted, en su Iglesia, un enemigo del Movimiento. Ello no es así.
—Y, ¿cómo lo sabe usted?
—Lo sé por Fischer, el jefe de la SA.
—¿Se lo ha dicho él a usted?
—Lo deduje al escuchar su discurso. Aquel discurso, señor Bachus, sólo podía haber sido escrito por usted.
—¿Está seguro de lo que dice?
—¡Absolutamente seguro! Escrito por usted o en colaboración con usted. Pero no le hago el más mínimo reproche por ello, al contrario, celebro que sea así. Y espero que en adelante seguiremos colaborando en buena armonía. Es lo que podríamos llamar un pacto entre las fuerzas espirituales de Maulen.
—¿Quiere usted utilizarme contra Fischer? —preguntó Bachus, atónito.
—No necesariamente. No, si tengo la seguridad de que en el futuro no se dejará usted utilizar contra mí… por Fischer, por ejemplo. Eso sería muy desagradable para mí. Y podría resultar también muy desagradable, extremadamente desagradable para usted. ¿Me he explicado bien?
—Perfectamente.
—Me alegro —dijo Neuber, al tiempo que deslizaba la mano en un gesto suave, casi acariciador, por la banqueta del órgano—. Así pues, señor pastor, hago votos por nuestra futura colaboración. Y un primer paso podría ser una información confidencial: usted me dice en qué medida es el autor del discurso de Fischer.
Pero, para asombro de Neuber, Bachus meneó la cabeza.
—No —dijo, con voz apagada pero firme—. No, señor Neuber.
Algunos días más tarde llegaron a Maulen, al mismo tiempo, dos automóviles oficiales. Se detuvieron bruscamente. La capa de polvo que cubría la negra y brillante carrocería no apagaba el imponente efecto.
Sólo uno de los viajeros descendió de uno de los vehículos. Muy erguido, con aspecto de persona bien alimentada, digno y tranquilo a un tiempo e irradiando indiferencia, anduvo unos pasos. Una niña se le acercó corriendo, llevada de su curiosidad. Era Sabine. El hombre le preguntó por la alcaldía, obtuvo la información que deseaba y la comitiva se puso de nuevo en marcha. Una vez en el despacho del alcalde Uschkurat, el visitante se presentó como el inspector de administración Schielke, del gobierno de Allenstein y solicitó que le fueran entregados el plano topográfico del ayuntamiento de Maulen y el registro territorial.
—¿Para qué? —quiso saber Uschkurat.
—Formo parte de una comisión del Gobierno —respondió el inspector brevemente, extendiendo una mano imperiosa. Cuando hubo obtenido los documentos que deseaba, abandonó el edificio y, dirigiéndose al chofer del primer automóvil, ordenó—: A Gross Siegwalde otra vez.
—Ha venido una comisión del Gobierno —informó Uschkurat por teléfono a Eis.
—¿Y qué es lo que vienen a fisgar? —preguntó éste, inquieto.
—No lo sé —respondió Uschkurat con rostro inexpresivo, y colgó el teléfono.
—Una comisión del Gobierno —le informó a su vez a Fischer el centinela de servicio en la fonda, un hombre de la SA. Fischer solicitó detalles: hora exacta de la llegada, número de miembros, tipo de vehículos que llevaban y posible objetivo. Las respuestas que obtuvo fueron muy insuficientes y no le tranquilizaron en absoluto.
—¡Qué incompetencia! —gritó, produciendo en el teléfono un cierto tintineo que le causó placer: le agradaba pensar que su voz tenía un sonido metálico—. El servicio de información no funciona ni mucho menos como debiera. ¡Pero ya os ajustaré yo las cuentas!
El «centinela» se sintió personalmente aludido.
—Imbécil —murmuró, cuando hubo colgado el auricular. A continuación, «siguiendo un impulso», como explicaría más adelante, el centinela telefoneó a Neuber y le comunicó, «a título de información», que había llegado a Maulen una comisión del Gobierno.
—Gracias, amigo mío —le dijo Neuber con marcada cordialidad—. Estimo en lo que vale su atención. ¿Cómo ha dicho que se llama? Ah, sí, Schlaguweit, Ernst Schlaguweit. Es fácil de recordar. ¿Puedo rogarle, camarada Schlaguweit, que me tenga al corriente de cuanto suceda?
Neuber presentía dificultades. Dificultades que no le atañían a él y que, por tanto, eran bienvenidas. Ordenó a sus alumnos que escribieran una redacción, «Lo que debemos al Caudillo», y se instaló junto a la ventana, desde donde podía ver la plaza. Vio cómo llegaba Eis y entraba en la alcaldía. Fischer apareció también poco después montado en su BMW 500, saltó rápidamente al suelo y se metió a toda prisa en el edificio. Neuber contemplaba satisfecho aquellos desplazamientos. Le hubiera gustado saber qué se preparaba.
La única persona de Maulen que estaba bien informada era Alfons Materna. Y ello, una vez más, gracias a Sabine. Ella era la única que había oído no sólo el santo y seña «comisión del Gobierno» sino también la orden dada al chofer: «A Gross Siegwalde».
—Sabine, eres extraordinaria —declaró Alfons.
—¿Y qué me darás a cambio?
Sabine deseaba ardientemente unos prismáticos, «para ver todavía más cosas», había dicho. Y Materna le regaló unos que él tenía.
Acto seguido telefoneó al barón.
—Ya están aquí —le dijo.
—¿Tan pronto? —exclamó Alarich, sorprendido.
—Lo esencial es que esté usted preparado.
—¡Ah, desde luego que lo estoy! Ahora mismo voy a mandar que pongan el champán a enfriar.
Alfons, en compañía de Erich Wollnau, se dirigió a los pantanos. Por el camino, el ex consejero le hizo una serie de indicaciones referentes a la entrevista con la comisión.
—Son formulaciones que a los funcionarios les agrada oír —concluyó, sonriente.
Jablonski trajo un tablero sobre el que se veía el llamado «Primer Plan de Trabajo», elaborado por Wollnau. Constaba de un plano de la zona a escala uno por cien y de una serie de cálculos sobre la duración de las obras, el coste de las mismas y la mano de obra necesaria.
—Ahora sólo nos queda esperar que el barón se comporte más o menos como una persona normal —dijo Jacob—. Si es así, todo irá bien.
—¿Es que desconfías de él? —le preguntó Alfons desde la orilla del pantano.
—No, desconfiar no es la palabra. Es que a veces el barón me parece un clown que se mete a hacer un número de tigres. Vieron entonces los dos coches oficiales que se acercaban lentamente y se detenían junto a ellos. El barón descendió el primero. Vestía un equipo de cazador pasado de moda, muy gastado y algo sucio, que más bien parecía propiedad de su guardabosque, y se comportaba de acuerdo con su atavío. Era la perfecta encarnación de la figura del noble rural: serio y respetable, discreto y altivo a un tiempo y apegado a la tierra. Como salido de una novela de costumbres.
—Hubiera debido dedicarse al teatro —murmuró Jacob, admirado.
—Nuestro plan conjunto —decía el barón, muy serio— debe de tener, ciertamente, sus deficiencias. Nosotros mismos estamos convencidos de ello. Pero nos duele que un terreno como éste permanezca improductivo. De aquí podrían salir varios cientos de quintales de cereales al año. Ello si nuestras previsiones son correctas, naturalmente. Para decidirlo están ustedes aquí, señores. Los señores asintieron. La decisión les correspondía a ellos, naturalmente. Y, habituados como estaban a lo contrario, comprobaban con agrado que nadie les apremiaba. Los señores dieron la orden de comenzar el trabajo al «especialista», el inspector. Éste se puso a examinar detenidamente el proyecto de organización.
—Buen trabajo —comentó el inspector al cabo de un rato. Hizo entonces una serie de preguntas a todas las cuales respondió Materna.
Al cabo de una media hora escasa, el inspector se frotó las manos, miró al consejero que le acompañaba y asintió con la cabeza. Era la decisión.
No obstante, el consejero que dirigía la comisión, como buen defensor de los intereses del Estado, señaló:
—Aun en el caso de que diéramos nuestro asenso al proyecto, dudo mucho que hubiera posibilidad de obtener una subvención estatal para su realización.
A lo cual Alfons, después de consultar brevemente el papel donde había anotado las informaciones de Wollnau, respondió: —Según una disposición del Ministerio del Interior de agosto de 1933, los proyectos incluidos en el apartado 9-b pueden ser objeto de las subvenciones estipuladas en el 7-c, siempre y cuando de su realización resulte un incremento del patrimonio nacional. El consejero miró a su colega y éste al inspector, que se puso a hojear afanosamente sus papeles. Cuando encontró lo que buscaba, se lo mostró al primer consejero. Éste leyó un momento y dijo:
—Observo que se han preparado ustedes concienzudamente para esta empresa. Ello aumenta la buena impresión que yo me he formado.
—Señores —dijo el barón—, he mandado preparar un modesto refrigerio. ¿Puedo rogarles que acepten mi hospitalidad?
—Sí, creo que podemos dar esta parte por concluida —respondió el consejero—. Yo acepto gustoso.
Sus acompañantes se manifestaron también de acuerdo. El trabajo de la comisión estaba prácticamente terminado y podían permitirse un descanso. Lo que restaba por hacer era tarea del «especialista» en colaboración con Jablonski.
—Amigo mío —susurró el barón al oído de Materna—, de este día se acordarán muchos burócratas durante largo tiempo.
—No me extrañaría —respondió Alfons—. Desde luego, es la primera vez que un Gobierno ayuda a desecar un pantano como éste.
El gendarme Gabler, meditabundo, estaba sentado en su despacho. Ante él, sobre la mesa, había varias denuncias a cual más desconcertante. En un rincón de la estancia, junto al archivo, estaba Sabine, su hija, leyendo el último boletín de la policía.
—¿Por qué no te vas a otro sitio a jugar? —le preguntó.
—¿Es que te molesto?
La niña no molestaba, desde luego. Estaba muy quieta y modosa y ni su respiración se oía. Pero en aquellos momentos Gabler sentía la necesidad de estar solo, de hundir la cabeza entre las manos y reflexionar sobre los muchos problemas que se le planteaban.
Había en primer lugar una denuncia de Fischer por atentado con un disparo de cañón. Otra denuncia procedía de Amadeus Neuber: allanamiento de morada y robo de una determinada cantidad de munición de un depósito cerrado. Félix Kusche, llamado «Bubi», denunciaba las violentas amenazas de palabra y de obra infligidas a un pacífico ciudadano, denominación con la que se designaba a sí mismo. La de Uschkurat, finalmente, tenía por objeto unas molestias al vecindario con carácter de sabotaje. El pobre Gabler no sabía por dónde empezar.
—Ah, ¿qué voy a hacer con todo esto? —exclamó, al borde de la desesperación.
—Tíralo a la papelera —le aconsejó Sabine afablemente. Aquello resultó ser exactamente lo que él estaba pensando en aquel momento, pero no le agradó oírlo de labios de su hija, que era aún una niña inocente. Y, echando mano de la severidad paternal, que no estaba exenta de bondad, le dijo:
—Pero, vamos a ver, chiquilla, ¿por qué te metes tú en esto? ¿No sabes que no es cosa tuya?
—Sí —dijo ella mirándole con ingenuidad—. La verdad es que esto no es cosa de nadie… más que del Partido.
El gendarme abrió la boca, la mantuvo abierta unos momentos y volvió a cerrarla. Lo que acababa de oír era una salida infantil, dicha sin intención, pero no era una tontería. Lo pensó un momento y tomó una decisión. Se puso en pie y se encaminó rápidamente a la fonda. Una vez allí, subió al primer piso y llamó a la puerta de la habitación número tres. Oyó la vigorosa voz de Friedrich Wilhelm Pampusch que le invitaba a entrar.
—¡Pase, pase!
Estaba echado en la cama con las botas puestas. Tenía plegado sobre el vientre un ejemplar de El Observador del Pueblo. Sobre la mesilla de noche, un aparato de radio esparcía por la estancia las notas quejumbrosas de un tango: El cielo azul.
—¡Escuche usted esto! —exclamó Pampusch, feliz—. ¡Esto es música! Bach, los coros masculinos y las marchas militares es lo que a mí me vuelve loco. ¡Y el tango! Ah, el tango es mi debilidad… ¿Usted sabe bailarlo? Yo, el año pasado, gané el primer premio en el concurso de baile del «Café del Zoológico» de Konigsberg, con una rubita muy guapa. No se lo imaginaba usted, ¿verdad?
El gendarme, ciertamente, no se lo imaginaba. Tuvo que escuchar el resto del tango hasta los sollozos finales de los violines. Pero inmediatamente después sonaron los primeros compases de un foxtrot rápido y Pampusch perdió súbitamente todo interés por la música.
—Vaya, otra vez esa algarabía de negros —dijo, al tiempo que desconectaba el aparato—. Bien, ¿qué le trae por aquí?
—Es por lo del disparo que se hizo el sábado pasado, durante la fiesta. ¿Qué piensa usted del asunto?
—¡Ah, pues que fue algo intolerable! —declaró Pampusch, furioso—. ¡Y yo estaba también allí! Pero después he pensado: al fin y al cabo, ¿qué nos importa esto a nosotros? Si los jefazos del Partido quieren eliminarse unos a otros a cañonazos, que lo hagan y en paz. Nosotros tranquilos. Es el mejor consejo que puedo darle, colega.
El gendarme se retiró de nuevo a reflexionar. Acudió a su mente la máxima «es justo lo que sirve al pueblo». Pero el pueblo de Maulen estaba personificado en Eugen Eis. ¿Qué solución más lógica, pues, que confiarle a él la decisión?
Y dicho y hecho: tomó el fajo de papeles y los transportó cuidadosamente, como quien lleva una bomba, hasta el despacho del jefe local del Partido.
—Si no me engaño, señor Eis, este asunto es de la incumbencia del Partido. Por ello le transfiero a usted su resolución, seguro de que queda en buenas manos.
Eis contempló melancólicamente el montón de denuncias que Gabler acababa de entregarle. Se volvió a un lado y las dejó caer una tras otra, con lentitud primero y después en rápida sucesión, a la papelera.
—¿Vienes a verme a mí? —preguntó Brigitte—. En este mismo momento salía para ir a tu casa.
A la puerta de la cocina estaba Alfons Materna. Contemplaba a su hija con expresión sonriente, no exenta de preocupación.
—De nuevo me sorprende observar la frecuencia con que se nos ocurren las mismas cosas.
Se veían poco. A menudo cambiaban sólo unas palabras, a veces una simple mirada. Pero ello les bastaba para entenderse.
—¿Estás muy decepcionado de mí? —quiso saber Brigitte.
Materna tomó asiento junto a ella.
—Tú misma has decidido tu vida —respondió Alfons.
—Pero lo he hecho sin tu aprobación, padre. Contra tu voluntad.
—En este punto me parece que me interpretas mal —dijo Alfons quedamente—. Si me lo hubiese propuesto, es muy probable que hubiera conseguido también librarte de ese hombre. Pero no quise hacerlo.
Brigitte, inquieta, se puso en pie.
—No puedes imaginarte lo que ha sido de mí en todo este tiempo —dijo.
Materna se reclinó en su silla, haciendo crujir el respaldo.
—Ya de niña diste muestras de un enorme deseo de gozar de todas las cosas. Al pasar los años, este deseo se convierte a veces en una irresistible avidez. Y las niñas se hacen mujeres.
—¿No me desprecias?
—¿Por qué razón habría de despreciarte? —preguntó Alfons en tono amable y con una leve sonrisa—. Cuando te empeñaste en casarte con Eis, lo pensé detenidamente. Descubrí que había algunos hechos que justificaban tu decisión y, finalmente, llegué a la conclusión —conclusión que a mí mismo me sorprendió— de que te haría bien casarte con él. Así pues, yo no tenía ningún derecho a quejarme cuando vi que las cosas no iban bien, cuando vinieron los otros.
—Muchos otros…
—Sí; tú, cuando haces algo, lo haces a conciencia. Eres una Materna.
—Pero ahora ha muerto mi hijo.
Materna calló. Y ella prosiguió con vehemencia:
—Fue aquí mismo, en esta habitación. Y no había nadie con él. Murió completamente solo…
Alfons se inclinó un poco hacia delante con una expresión de sombría tristeza en la cara.
—Brigitte, ¿crees ser culpable de la muerte de tu hijo?
—¡Sí! —exclamó ella.
Y le contó lo que había ocurrido. Fue hacia el armario y tomó aquella botella.
—Mira, fue el aguardiente. Le hice beber un vaso. Un vaso corriente, de los de vino. No lo llené del todo. Era un dedo de la botella, más o menos, hasta el borde superior de la etiqueta. Pensé que no era mucho.
Colocó la botella delante de Materna. Él la apartó un poco.
—Aquí lo hace todo el mundo —dijo.
—¡Pero a mi hijo le causó la muerte!
Materna bajó los ojos. Al hacerlo, su mirada tropezó de nuevo con la botella. Leyó la etiqueta: «Dánenkorn, aguardiente puro, 40% de alcohol».
—Dices que le hiciste beber un vaso, un dedo de la botella, ¿no es así?
Brigitte asintió.
—Y después te serviste tú también un vaso para darte ánimos, ¿no es eso?
—No, yo no bebo casi nunca.
—Entonces, ¿por qué tienes esa botella en el armario?
—Es para añadir a algunos guisos. A las coles, por ejemplo…
—¿Bebe alguna vez Eis de ella?
—No, él tiene suficientes botellas por todas partes. Las hay por toda la casa, incluso debajo de su cama. Para la cocina me deja las que él no quiere.
—Esto lo explica todo. Mira, hija mía, ven aquí. El contenido de la botella no llega al borde superior de la etiqueta, sino tres dedos más abajo.
Brigitte abrió mucho los ojos.
—¿Y qué crees tú que esto significa? —preguntó.
—Yo diría que creo lo mismo que tú —respondió Alfons, colocando la botella de nuevo sobre la mesa—. Que después de ti, Eugen se ocupó también del niño a su manera. ¿No es eso?
—¡Sí, fue él! —gritó Brigitte, fuera de sí—. ¡No puede haber sido nadie más que él! —Y añadió, con voz apenas perceptible—: Le mataré…
—Es un deseo muy comprensible —declaró Materna, que estaba ya junto a la puerta—. Pero no quiero que lo hagas. Yo, tu padre, te lo prohíbo.
Por espacio de tres días, Materna desapareció de Maulen. El barón le había comunicado que contaban ya con el permiso de la comisión del Gobierno. Inmediatamente, Materna subió a su coche de caballos para emprender viaje hacia el este, en dirección a la frontera polaca que distaba sólo unos pocos kilómetros.
—¡Mucha suerte! —le gritó Jablonski, al ponerse en marcha el vehículo.
Alfons hizo chasquear el látigo.
—¡Espero no perderme nada importante estos días! —exclamó.
Jacob sonrió para sí, como queriendo decir: «Poca cosa puede pasar aquí si tú no estás». Pero se equivocaba. Precisamente a causa de la ausencia de Materna tuvo lugar aquella misma noche en Maulen un hecho que había de convertirse en un misterio. Al principio, todo parecía tranquilo. Habían cesado ya en la escuela los cantos de los niños. El padre Bachus estaba en su jardín, meditando. Fischer se dedicaba a la pesca y Eis permanecía en casa en razón del luto. Neuber paseaba por la plaza y miraba a los jóvenes garantes del futuro, sobre todo a Sabine. Sonriendo paternalmente, le hizo señas para que se acercara. Extendió el brazo y le acarició la cabeza y la nuca.
—¿Qué hay, pequeña? ¿Qué haces?
—Nada. Estoy por aquí.
—Estar simplemente sin hacer nada, concentrarse en uno mismo y sentir la alegría de vivir: he aquí la actitud clásica, griega, ante la vida.
—Pero no es precisamente la actitud germánica, ¿verdad?
Neuber rió, afectuoso. Qué niña tan simpática, pensó.
—En nosotros —dijo, pasándole un brazo sobre los hombros—, el elemento germánico es el dominante, desde luego. Pero no debemos olvidar la cultura nacida bajo aquel brillante sol, la cultura griega que nos es tan afín. Los griegos crearon maravillosas imágenes sobre piezas de cerámica, imágenes de la más noble corporeidad… Yo tengo un libro con magníficas reproducciones de esas pinturas.
—¿Lo tiene usted en la escuela o en su habitación?
—En mi habitación —respondió Neuber, deslizándole la mano por la espalda—. ¿Qué? ¿Te gustaría verlo?
—Ah, sí —respondió Sabine.
Entrar en la habitación de Neuber significaba tener acceso a la caja de las municiones, que ejercía sobre ella una irresistible fascinación. No obstante, por prudencia, añadió:
—Otro día quizá.
—Cuando quieras —repuso Neuber, esforzándose en ocultar su desencanto.
Tenía que armarse de paciencia. Sus bellos sueños de un mundo puro e inmaculado se realizaban muy lentamente.
Sabine salió del pueblo en dirección al oeste. Tomó la carretera principal y después un camino que conducía a la estación de Geierwiese, a unos pocos kilómetros de Maulen. Al llegar a unos cien metros antes de la estación, se detuvo y se sentó sobre un montón de piedras que había al borde del camino. Esperaba el tren de la tarde de Lotzen. Era éste uno de los llamados «tren carreta», que transportaba sosegadamente de pueblo en pueblo productos agrícolas, ganado y algunos viajeros, y enlazaba con el rápido de Konigsberg, en el que acostumbraban a llegar Peter y Konrad.
Los ojos de lince de Sabine les vieron bajar del tren y echar a andar en dirección a las piedras donde ella estaba sentada.
—¡Huy! —exclamó Peter, sorprendido—. ¿Quieres asustarnos?
—Qué tonto eres —dijo Sabine.
—A lo mejor quería sólo darnos una agradable sorpresa —apuntó Konrad.
—¿Me tomáis por Hannelore?
Los dos se rieron, se colocaron cada uno a un lado de la muchacha y emprendieron la marcha en dirección a Maulen.
—No hay mucho motivo para reír —observó Sabine.
—¿Ha ocurrido algo?
—No, nada importante, por desgracia. Sólo que estos días no lo pasaréis tan bien en casa de Materna. Él está de viaje y Hannelore ha ido a pasar tres días con unos parientes.
—Así que, provisionalmente, tendrás que hacer tú las funciones de Hannelore —bromeó Konrad.
—¡Eso quisierais vosotros! —exclamó Sabine con vehemencia—. ¡Nada menos que vosotros, chapuceros!
—¿Has venido a esperarnos para decirnos esto?
—¡Todo lo hacéis a medias! ¿Por qué sólo Fischer? ¿Por qué no también Neuber? No sé cuál de los dos lo merecía más…
Se sentaron los tres sobre uno de los muchos montones de piedras que había al borde del camino. Sabine se puso a balancear las piernas.
El sol poniente se hundía, como tirado por invisibles hilos, tras el horizonte. Un vivo resplandor rojizo iluminaba el cielo, como un incendio gigantesco que se extinguía rápidamente. Pronto las azules sombras ocuparon su lugar. Pero el calor del día permanecía aún pegado a las piedras, a la tierra polvorienta, a los nudosos y resecos árboles. El cielo tenía ahora un resplandor oscuro. Sabine hablaba sin cesar. Les contó a los muchachos que su padre había iniciado una investigación con motivo del disparo y que Fischer sospechaba de Neuber.
—Parecían dos gallos de pelea arrancándose los ojos a picotazos…
Llegó finalmente al momento en que Neuber le había ofrecido mostrarle, cuando ella quisiera, su libro sobre la cerámica griega.
—Así podré coger municiones otra vez. Aprovecharé cualquier momento en que él salga de la habitación…
—No es mala idea —comentó Peter.
—Es muy mala idea —le contradijo Konrad—. Es demasiado peligroso. Además, si Jablonski llegara a enterarse de que se lo dejamos hacer a Sabine nos haría picadillo.
—Podemos mantenerlo en secreto —propuso Sabine.
Pero Peter se había dado cuenta también de que la cosa no estaba en absoluto exenta de peligro.
—Eres demasiado pequeña aún para meterte en situaciones tan delicadas.
—¡Cobardes! —exclamó Sabine, indignada.
—En lugar de llamarnos cobardes —dijo Peter— más vale que pienses en lo que diría Jacob de esto. ¿Tú crees que le gustaría mucho?
Sabine se encogió de hombros. Sin decir palabra, se puso en pie y echó a andar de nuevo hacia el pueblo. Los chicos la siguieron, uno a cada lado. Cuando llegaron, Sabine fue a meterse en su casa, musitando:
—¡Pensar que hemos de confiar en dos gallinas como éstos!
La luna flotaba perezosamente por encima de Maulen. Los tejados de las casas brillaban. Los animales dormían ya; sólo algunos perros ladraban, inquietos.
En la fonda Scharfke había aún movimiento. La taberna estaba casi repleta de gente. En la sala grande ensayaba el orfeón, junto con el coro de la SA y el cuarteto vocal de la Sección Femenina. Dirigía esta vez Fischer.
No hay más que la mano del miserable
capaz de traicionar a la antigua nación alemana.
Cantar da sed, y Fischer lo sabía. Tenía ya preparado un barril pequeño de cerveza, el importe del cual correría a cuenta del Estado en calidad de «material para educación del pueblo». El gendarme, preocupado, estaba hojeando una vez más sus papeles. El Derecho y la Justicia, pensaba, son cosas muy difíciles de llevar a la práctica. ¿Cómo iba a arreglárselas él? El padre Bachus estaba en su bodega, intentando en vano ahogar en la bebida sus preocupaciones y desengaños. Cuanto más bebía, mejor soportaba el alcohol. El ansiado olvido le resultaba cada vez más caro y difícil de obtener. Sin levantar la cabeza, miró a la puerta de la bodega. Allí estaba su hijo Peter y detrás de él, como su sombra, el inevitable Konrad.
—¿Cómo estás, padre?
—Bien —respondió Bachus—. Muy bien. Estaba meditando.
—¿Podemos hacer algo por ti?
Bachus rió brevemente. Tenía en la mano una botella de Boxbeutel.
—Esta vida es divertida… muy divertida —dijo—. Al Señor debe de agradarle gastar bromas pesadas. De otro modo, muchas de las cosas que aquí nos afligen cada día quedarían sin explicación.
—¡Pero usted hace algo para evitarlas! —exclamó Konrad.
El pastor alzó la cabeza. A su sonrisa se añadía ahora una expresión angustiada.
—Antes, yo imploraba con toda sinceridad la bendición de Dios para estos tiempos que vivimos —dijo—. Pero para nosotros no es tan fácil pasar de la bendición a la maldición. ¿Y quién se atreve a hacerlo?
Los dos amigos se alejaron. Como en los viejos tiempos, fueron a sentarse en el muro de escasa altura que separaba el cementerio de la plaza. Ninguno de los dos hablaba. Instalados donde estaban, no les envolvían los suaves rayos de la luna, pero estaban expuestos, en cambio, a las oleadas de quejumbrosas voces procedentes de la taberna, donde el ensayo continuaba.
Hacia el este volaban los gansos grises;
mi corazón lloraba su triste suerte.
Mas cuando brilló el claro sol de la libertad
sus culpas expió el enemigo con la muerte.
—Este escándalo es una provocación clara y evidente —declaró Peter.
—Tienes razón —asintió Konrad—. Vamos a hacer realidad el deseo de Sabine.
Las potentes voces del coro llegaban también a los oídos de Neuber. Estaba echado en la cama, vestido, y se revolvía inquieto. La lamparilla iluminaba las ilustraciones de su libro: las varoniles y musculosas figuras, el delicado perfil de las doncellas, los alegres faunos, las voluptuosas ninfas…
De pronto se puso en pie. El libro se le escapó de las manos y cayó al suelo, junto a la caja de las municiones, pero él no se detuvo a recogerlo. Se dirigió a toda prisa hacia la puerta, la abrió y escrutó afanosamente la oscuridad.
—¿Quién está ahí? —preguntó con voz ronca. No obtuvo respuesta. Al cabo de un momento susurró:
—¿Eres tú, Sabine?
Silencio. Esperó aún unos instantes, inmóvil, ligeramente inclinado hacia delante para oír mejor. En vano. Suspirando, apagó la luz y salió a la calle. Paseó en la noche, sin rumbo fijo al principio. Pasó junto al cañón y llegó a la plaza. Entonces dirigió sus pasos hacia la casa del gendarme, donde dormía Sabine. Miró a las oscuras ventanas.
Suspiró nuevamente, dio la vuelta a la casa, se detuvo un rato para fumar un cigarrillo y volvió a caminar lentamente, arrastrando los pies como un sonámbulo.
Unos momentos después, una explosión sorda rompía el silencio. Un ruido de trueno conmovía todo el pueblo haciendo tintinear los cristales de las ventanas y temblar el vino de los vasos en la taberna.
De la habitación de Amadeus Neuber no quedaba más que un montón de escombros.
Cuando esto sucedió, Eis se encontraba en la sala de estar de su casa, donde estaba el ataúd de su hijo. El féretro, guarnecido de plata, se hallaba en el centro de la habitación y dominaba el ambiente con su presencia. Pero ello no incomodaba en absoluto a Eis, que estaba sentado tranquilamente, escribiendo. Estaba preparando la ceremonia del entierro. Tenía ante sí numerosos pliegos de papel de tinta encabezados por un águila imperial e iba anotando todos los detalles: reunión privada en la casa, colocación de los invitados de honor, decoración con flores y coronas, asignación de los discursos fúnebres, orden de intervención de las delegaciones…
Cuando oyó la detonación, movió la cabeza, molesto, sin darse cuenta de la enorme potencia de la misma. Momentos después apareció en la sala Brigitte, envuelta en un flotante camisón.
—No me molestes —le dijo él, señalando los papeles que tenía delante.
—¿Es que estás sordo? ¡Casi me he caído de la cama por la fuerza de la explosión!
Eis se echó a reír rudamente, con una expresión de suficiencia.
—¡No me digas! ¡Con la práctica que tienes tú en materia de camas! Bien, el caso es que tengo que hacer. Estoy organizando la ceremonia fúnebre. ¿O es que ya no recuerdas que estamos de luto?
—Tú no estás de luto… Para ti, hasta ese ataúd es un motivo de exhibición, un pretexto para otro de tus estúpidos discursos…
Eis, furioso, contuvo la respiración y le espetó:
—¿Quieres que te diga lo que eres? ¿Quieres saberlo?
Pero no llegó a decirlo, porque en aquel momento irrumpió Fischer en la estancia. Venía corriendo, resoplando y visiblemente decidido a hacerse oír. Ni la presencia de Brigitte en camisón le distrajo de su propósito. Ella no tenía tampoco intención de hacerlo, de modo que se retiró de nuevo a su habitación. Fischer, semejante a una locomotora despidiendo vapor, comenzó a hablar.
—¡Ahora Neuber tratará de achacarme esto a mí! ¡Es muy capaz! Su casa ha saltado por los aires, pero yo no tengo nada que ver, de veras que no… Te doy mi palabra de honor.
Eis estuvo tentado de hacer una observación irónica sobre la palabra de honor de Fischer. Pero no tuvo tiempo. En el umbral estaba ya, rojo, excitado y sudoroso, Amadeus Neuber.
—¡Éste es el más vil acto de venganza que he visto jamás! —gritó, jadeando.
—¡Eres tú quién quiere venganza! —le replicó vivamente Fischer—. ¡Tú mismo has hecho volar tu casa para colgarme a mí el muerto!
Neuber tomó aliento y volvió a la carga.
—¡Primero me acusas de haberte pegado un cañonazo y ahora haces volar mi habitación! ¡Además, se trata de la vivienda de un funcionario y, por tanto, de una propiedad del Estado! Fischer quiso abalanzarse sobre su rival, que era inferior a él en fuerza física. Pero fue a chocar con el ataúd, que estaba en medio, produciendo un sordo ruido. Entonces le espetó:
—¡Mira, si me hubiese molestado en volar tu casa, te habría hecho saltar a ti también!
—Pero… ¡esto es un atentado criminal! —gritó Neuber, retrocediendo unos pasos—. ¡Acabo de escapar a la muerte por pura casualidad!
—¡Por pura casualidad, qué gracioso! ¿Qué sabes tú de cosas puras, depravado?
—¡Silencio! —rugió Eis—. ¡Maldita sea, estáis en presencia de un difunto!
Los dos enmudecieron. Eis se precipitó sobre el ataúd de su hijo y les lanzó desde allí una mirada amenazadora, a la manera de un bulldog.
—Camaradas —dijo al cabo de un instante en un tono que denotaba amarga desilusión—, ¿es que queréis darme aún más preocupaciones?
—¿Cómo? —exclamó Neuber—. ¿Qué culpa tengo yo de que me hayan volado la casa?
—¡Esta acusación es totalmente infundada! —gritó Fischer, enfureciéndose otra vez—. ¡Aquí están ocurriendo cosas que de ninguna manera se pueden tolerar!
—¡Lo que no se puede tolerar son las peloteras públicas entre dirigentes del Partido! —replicó Eis—. Los trapos sucios deben quedar entre nosotros.
—¡Entre nosotros! —exclamó Neuber—. ¡Esta explosión debe de haberse oído en toda la comarca!
—¡Siempre habéis de hacer las cosas a medias! —gritó Eis—. ¡Por todos los demonios, si queréis mataros, hacedlo de una vez y a ser posible en silencio! ¡Y sobre todo sin comprometer al Partido!
—Vamos fuera, Neuber —dijo Fischer—. Arreglaremos las cuentas en un momento.
—Yo no soy partidario de esos métodos —respondió Neuber muy digno—. Debo tener en cuenta el respeto que me profesan amplios sectores del Partido.
—¡El Partido aquí soy yo! —declaró Eis—. Y yo estoy de luto. ¡Exijo que esto sea respetado! —gritó, golpeando el pequeño ataúd—. Todo se arreglará en su momento y lugar. Antes que nada se celebrará el entierro, y después ya veremos.
De pie en el umbral de su casa, Eis saludó a los primeros invitados al banquete fúnebre. Allí estaban Uschkurat y su mujer, que no hablaba casi nunca y se limitaba a mover la cabeza como un pajarito; el gendarme Gabler y su hermana, una mujer regordeta que bebía como un cosaco; Neuber, el responsable de organización, que había alcanzado el honor de escoltar a la primera dama, Margarete Eichler; y Fischer, el jefe de la SA, acompañado de la jefe local de la BDM, que respondía al nombre de Frohlich[10] y como tal se comportaba: se reía constantemente mostrando sus dientes de caballo y acostumbraba a asir a sus interlocutores con sus masculinas manos mientras hablaba.
A todos ellos se les obsequió con el «vaso de bienvenida» como preludio a la reunión íntima que precedía al entierro y a la fiesta pública. El licor servido contenía un cincuenta por ciento de alcohol, pero no produjo, de momento, unos efectos especialmente notables. El carácter ruidoso de las conversaciones no quería decir nada a este respecto, porque, en Maulen, las conversaciones ruidosas eran la norma y no la excepción.
—¡Bien, amigos, vamos allá sin cumplidos! —exclamó Eis animadamente indicando la mesa instalada junto a la puerta. Había allí toda una serie de botellas alineadas como una guardia de honor prusiana: el llamado «café de Masuria» o también «abrelatas», especialmente destinado a las damas; la «trampa para osos», cuyos efectos eran verdaderamente fulminantes; y, finalmente, el también muy eficaz aguardiente de trigo en botellas de litro.
En el centro de la habitación, suavemente iluminado por numerosos cirios, estaba el ataúd. A su alrededor habían sido colocadas, una junto a otra, varias mesas, formando un semicírculo.
—¡Nuestro más sentido pésame! —exclamaron los invitados alzando sus vasos llenos hasta el borde.
—¡Muchas gracias, amigos! —respondió Eis.
Llegaron entonces y saludaron calurosamente Naschinski, el director de la cooperativa agrícola, a quien Eis tenía intención de solicitar un préstamo, acompañado de su mujer, que ronroneó como un gato cuando el dueño de la casa le palmeó galantemente los estrechos hombros. Fueron también cordialmente recibidos el señor y la señora Poreski: él, ex combatiente y especialista en productos lácteos, persona, por tanto, a tener en cuenta en interés de la vaquería; ella, miembro destacado de la Sección Femenina y presidente de la asociación «El Tesoro del Hogar Alemán». —¡Poneos cómodos, queridos amigos!— exclamó Eis—. ¡Haced como si estuvierais en vuestra casa!
El siguiente en llegar fue Pampusch, que celebraba aquella noche su despedida de Maulen, muy satisfecho de salir de allí sano y salvo. Se presentó en uniforme de la SA y provisto de un ramo de rosas blancas, con la intención de colocarlas encima del féretro. Pero, antes de hacerlo, tomó una de las flores y se la ofreció a Brigitte con las palabras:
—Un modesto testimonio de mi profunda gratitud y admiración.
Los invitados se sentaron a la mesa grande y concentraron alegremente su atención en las fuentes de comida. Del ataúd que estaba allí en medio nadie se preocupaba.
Después de los platos fríos vinieron las pastas hechas con manteca de cerdo, los asados, los dulces, las picantes empanadillas fritas y las fuentes de salchichón, lomo embuchado, queso, mazapán y pasteles. Todo ello acompañado de los correspondientes licores de reconocidas virtudes digestivas. En un momento dado, los vasos de agua utilizados para el licor fueron sustituidos por otros de doble tamaño.
Félix «Bubi» Kusche ayudaba a servir a los invitados, mostrando una especial preferencia por permanecer en la cocina junto a la señora Audehm, la comadrona, que no sólo era maestra en el arte de preparar los platos típicos masurianos, sino que poseía otras cualidades bien conocidas y alabadas por muchos.
—Esta fiesta es muy emocionante —dijo Félix, fija la mirada en el trasero de la mujer—. Yo, al menos, lo estoy mucho.
—¿De veras? —dijo ella, mirando a la puerta, a través de la cual se percibía el alboroto que armaban los invitados—. ¿Es que tienes otra vez uno de tus momentos sentimentales?
—¿Tienes algo que oponer? —preguntó «Bubi», pasando resueltamente a la acción.
—¡Pero, oye, no aquí encima de la mesa! «Bubi», en cambio, juzgaba la ocasión favorable.
—Aquí nadie nos molestará. Ahí afuera tienen alcohol más que suficiente.
En la sala, Eis dirigía animadamente la sobremesa. Cada comensal tenía delante una botella llena; vaciarla lo antes posible era una cuestión de honor. El gendarme Gabler, sin que nadie le preguntara al respecto, aseguraba solemnemente una y otra vez que él, como representante del actual estado de Derecho, era persona de absoluta confianza. Naschinski se declaró dispuesto a conceder cualquier préstamo que se le pidiera. Y Poreski, vicepresidente de la Unión de Campesinos y posible futuro alcalde, anunció que pensaba emitir un dictamen pericial que dijera: «La vaquería de Eis es la mejor».
Eis se deshacía en atenciones hacia sus invitados. Dedicó un brindis a la hermana del gendarme, que absorbía con animados gruñidos cuanto alcohol se le pusiera delante. Rodeó con el brazo la cintura de la señora Naschinski, que, como era de esperar, ronroneó encantada. Y después, en un rincón, acarició fugazmente, como por casualidad, los siempre erguidos pechos de la señorita Frohlich, la jefe de la BDM, a lo cual ella respondió deslizando audazmente las manos por el cuerpo de Eugen. Él se sustrajo a aquel homenaje a su virilidad y se dirigió a la cocina. El espectáculo que se ofreció a sus ojos apenas abrió la puerta le divirtió extraordinariamente.
—¡Continuad, continuad! —exclamó, riendo. Había sorprendido en falta a «Bubi» y a la señora Audehm y ello les imponía una cierta obligación hacia él. Nunca se sabía, algún día podían serle útiles.
En la sala, la animación seguía en aumento. Pampusch había puesto en marcha el gramófono que había en una esquina. La grabación elegida era, cómo no, un tango. A los primeros acordes, Uschkurat rompió en aplausos y algunas damas se pusieron a tararear la melodía.
Eis tomó asiento entre Fischer y Neuber y les pasó a cada uno un brazo por los hombros en un gesto vigoroso, cordial.
—Amigos míos —les dijo, vehemente—, no querréis romper los estrechos lazos que nos unen, ¿verdad?
Era evidente que ninguno de los dos tenía intención de hacer tal cosa. Ambos bajaron la cabeza en silencio, evitando mirarse. Los demás invitados callaban también, atentos a la música. Se oyeron claramente las notas dulzonas del tango y la voz de Pampusch, que exclamaba:
—¡Ah, el tango! ¡Es la perfección de los movimientos! Con el foxtrot, por ejemplo, no se hace más que saltar tontamente, como un perro que quiere mear y no puede. Y el vals es una especie de sucedáneo del alcohol: uno da vueltas y más vueltas hasta caer al suelo. ¡Pero el tango, señores! ¡El tango es el no va más de la elegancia!
—¡Que se vea! —exclamó Eugen con una sonrisa.
—¡Sí, que baile! —le animaron a su vez los presentes.
Pero Pampusch se hacía de rogar.
—¡Parece una jovencita tímida! —cuchicheó la señorita Frohlich en tono perfectamente audible para todos.
—Es que hace falta mucho espacio para bailar este tango —explicó Pampusch.
—¡Eso tiene arreglo! —dijo Eis—. ¡Retirad la mesa a un lado, amigos!
—Pero… ¡eso no es posible! —exclamó el padre Bachus con voz insegura, pero llena de indignación.
—¡Claro que es posible! —respondió Eis—. Pondremos el ataúd junto a la pared.
Los invitados colocaron las sillas a un lado de la estancia, separaron unas de otras las mesas que formaban el semicírculo alrededor del féretro y las colocaron todas, una encima de otra, junto a la pared. Botellas y vasos encontraron acomodo en el hueco de las ventanas.
Pampusch midió la improvisada pista de baile con largos pasos y amplias evoluciones y declaró: —Lo siento, pero es que todavía es poco.
—¡Sacad las mesas afuera! —ordenó Eis.
—Y ¿qué hacemos con el ataúd?
—¡Ponedlo de canto!
El humo de los cigarros y el olor del aguardiente parecían envolver a los presentes como una neblina. Las voces de todos se entremezclaban en un murmullo de cascada.
—Dios mío —musitó el pastor, tambaleándose. Buscó un apoyo y lo encontró en la persona de la señorita Frohlich, que le sostuvo pacientemente. Eis le acercó una silla. Bachus se dejó caer en ella y murmuró—: Es que todo tiene un límite…
—¡Aquí en Maulen nada tiene límites, padre! —exclamó Eis, que estaba divirtiéndose más que todos. Entre él, Fischer y Neuber se llevaron el ataúd, dejándolo, sin más, junto a la entrada.
—¡Y ahora el tango!
Colocaron en el gramófono la popular grabación O Donna Clara. El texto, conocido de todos, afirmaba, entre otras cosas, de la tal Clara:
A cada paso, a cada vuelta doblas tu cuerpo cimbreante…
Friedrich Wilhelm Pampusch, muy ufano, se dirigió al lugar que ocupaba la señora de la casa.
—¡Ah, no, yo no! —exclamó Brigitte.
—¡Vamos a ver, una dama voluntaria! —voceó Eis animadamente.
Ante la sorpresa general, fue la hermana del gendarme quien levantó de la silla sus dos quintales de peso y salió a la pista. Se le dedicó un fuerte aplauso.
Comenzaron a bailar con entusiasmo, ante la mirada atenta de todos. Daban largos pasos con las piernas muy juntas, giraban con ímpetu como si les animase el deseo de aterrizar sobre un sofá y doblaban artísticamente el cuerpo, él hacia adelante, ella hacia atrás. Aunque algo voluminosa, formaban una buena pareja de baile.
—¡Caramba, caramba! —exclamó Fischer. Y, diciendo esto, hizo ademán de posar la mano sobre la rodilla de la dama que estaba junto a él. Pero ocurrió que sobre la mencionada rodilla descansaba ya la mano de Neuber. Ambas manos se encontraron y sostuvieron una breve escaramuza, lo cual, no obstante, no fue observado por nadie, ya que los manotazos se sucedieron a ritmo de tango.
—¡Bajad las luces! —gritó Naschinski.
Kusche cumplimentó gustoso su deseo apagando la lámpara que pendía del techo. Quedó sólo encendida la lámpara de pie, que iluminaba con una suave luz cómplice a las absortas parejas.
—¡Ah, cómo me repugna todo esto! —exclamó Eis, que se había sentado junto a Margarete—. Lo tolero, es cierto, pero me resulta tan desagradable…
—Usted sabe dominar la situación —dijo ella, admirativa.
—Eso es algo que aprendí de Johannes. Él era mi modelo en todo.
—Sí. Y, efectivamente, usted parece poseer las mismas cualidades que él.
Eugen se sintió satisfecho al oír aquello. Aquella noche era un éxito en todos los sentidos. Comenzaba a disfrutarla plenamente. Pero su tranquila euforia no duró más que unos segundos, al cabo de los cuales oyó la voz de «Bubi» Kusche, que anunciaba, muy excitado:
—¡Ha desaparecido el ataúd!
Eis profirió un grito de indignación, se apartó de Margarete y ordenó:
—¡La luz!
Se encendió, llameante, la lámpara del techo. Muchos cubrieron apresuradamente su desnudez. La interrupción provocó indignadas reacciones. La señorita Frohlich chilló de rabia. Los que bailaban tropezaron y cayeron al suelo. El padre Bachus miró a su alrededor, sorprendido, como si despertara de un sueño. El gendarme asumió su aire oficial.
Todos se entregaron inmediatamente a la búsqueda del ataúd. Lo encontraron, finalmente, ante la puerta de la fonda, sobre uno de los escalones de la entrada. Alguien había colocado encima un letrero que decía: «Precios módicos».
—¿Quién se ha atrevido a hacer esto? —gritó Eis—. ¿Quién ha sido capaz de una cosa así?
Fischer, nervioso como el perro que olfatea una pista, declaró: —Sólo hay una persona que puede haberlo hecho: ¡Materna!
—Puede ser… Pero estos días está de viaje…
—¡Pero tiene quién haga las cosas por él!
—De todas maneras, éste no es el tipo de bromas que él acostumbra a gastar… No parece obra suya.
—¡Todo esto me importa una mierda! —rugió Eis—. ¡Alguien, sea quien sea, se ha llevado el ataúd de mi casa! Yo tomo esto como una provocación personal. ¡Y os aseguro que la cosa no quedará así, tan cierto como que soy alemán! ¡Esta vez nos veremos las caras!
Brigitte se encogió desdeñosamente de hombros.
—Siempre los mismos gritos —dijo—. Y después todo se queda en eso: en gritos.