Las ranas prefieren las ciénagas más turbias. Vero su canto atrae a las cigüeñas.
—He estado reflexionando sobre su idea —dijo el consejero Wollnau—. Creo que hay, efectivamente, una posibilidad de que usted cree su pequeña pero eficaz asociación en forma completamente legal.
Materna hizo un gesto evasivo. Estaba sentado en un rincón de la sala grande. Tenía un libro abierto sobre las rodillas, pero no leía. Tampoco parecía muy dispuesto a la conversación. Cada vez que pensaba en la muerte de Buttgereit —y pensaba en ello a menudo— caía en un estado de mutismo. Wollnau, con la intención de alentarle, prosiguió:
—Al principio, la idea me pareció absurda. Pero después he ido dándome cuenta de que es realmente magnífica.
—¡Es una estupidez! —saltó Materna—. ¡Una estupidez, como casi todo lo que hacemos! Aquí no nos enfrentamos ya con simples delincuentes, sino con asesinos y perturbados mentales.
Wollnau estaba sentado a la mesa, ocupado en revisar la contabilidad de Materna. Sin apartar la mirada de su trabajo, dijo sencillamente:
—Usted no tiene culpa de nada.
—¡Que no tengo culpa de nada! —exclamó Alfons amargamente—. Una cosa está bien clara: si yo no hubiese hablado a Fischer como lo hice, Buttgereit viviría aún.
Wollnau comparó los resultados de dos operaciones. Le estaba ahorrando a Materna unos cientos de marcos de impuestos.
—¿Se ha cansado usted de la lucha? —inquirió—. ¿Está buscando un motivo para abandonar?
—¡Vaya, ya empieza usted a hablarme como Jablonski! Más valdría que se ocupase de mis libros.
—Le aseguro que la marcha de sus negocios no me inspira preocupación alguna —replicó Wollnau amablemente—. Lo que sí me inquieta es su estado de decaimiento desde la muerte de Buttgereit. Además, temo que mi presencia en su casa le resulta molesta. Si desea usted terminar con esta situación, cosa que yo comprendería perfectamente…
—No, usted se queda aquí —dijo Alfons con decisión—. Por lo menos mientras no haya acabado con mis libros. Además, pasado mañana por la noche, a lo más tardar, tendrá usted compañía.
—¿Así que no abandona usted? —dijo Wollnau, ocultando su complacencia—. ¿No piensa ya en hacerlo?
—La agencia de viajes constituye mi ocupación predilecta —declaró Materna.
Inquieto, se removió en su sillón, arregló los almohadones y cruzó las piernas en una posición diferente. Y dijo: —Bien, ¿cuáles son esas posibilidades legales? ¿Qué ha pensado usted?
—El terreno pantanoso que se extiende desde el bosque hasta el lago de Maulen es de su propiedad, ¿no es cierto, señor Materna?
—No del todo. Una tercera parte corresponde ya a Gross Siegwalde y pertenece, por tanto, al barón.
Wollnau asintió con un gesto y se sacó del bolsillo un plano que había confeccionado con ayuda de Jablonski. Lo desplegó, lo extendió sobre la mesa delante de Alfons y declaró:
—Debería usted desecar los pantanos.
—¡Pero eso costaría un dineral! Además, se necesitaría un gran número de trabajadores…
—Precisamente.
Materna enmudeció. Con los labios entreabiertos a causa del asombro, contempló el plano. Finalmente, preguntó con voz apagada:
—¿Y usted lo cree posible?
—Todo es cuestión de apelar a las personas adecuadas en la forma adecuada. Hace ya tiempo, cuando estaba todavía en funciones, llevé a buen fin un asunto similar.
Salió entonces de nuevo a la luz todo el entusiasmo de Materna, con el ímpetu de las aguas que rompen un dique.
—¡Y lo dice usted tan tranquilo! ¡Pues claro! ¡Ésta es la solución! El barón se quedará de una pieza. Es exactamente lo que necesitábamos. Así que… ¡manos a la obra!
Willi Meier yacía junto a Brigitte, fatigado pero no por ello menos inquieto.
—Tu marido se ha limitado a decir «perdón» —dijo, caviloso—. ¿Qué significa esto? ¿Reacciona siempre así?
—Es la primera vez.
—¿Y las otras veces?
Brigitte se incorporó.
—¡No pensarás que esto sucede con frecuencia!
Meier prefirió no responder a esta pregunta e inquinó a su vez, en tono perentorio:
—¿Es que quiere de mí algo determinado? Puedes decírmelo francamente. En ese sentido soy comprensivo y generoso.
—Ah, qué nos importa él a nosotros —dijo Brigitte con perfecta indiferencia.
Pero Willi Meier no sólo poseía el don de agradar a las mujeres, sino que tenía además algunos conocimientos en materia de derecho, conocimientos que acudían ahora, imperiosos, a su mente. Adulterio por una parte, abuso de cargo por otra. Hábilmente presentados los hechos, podían incluso interpretarse como encubrimiento.
No obstante, Meier no podía imaginar que Eugen Eis intentara tenderle una trampa. Hacerle una mala jugada a él no era cosa fácil, pensó.
Brigitte, con voz apenas perceptible porque mantenía los labios apoyados en el pecho de Meier, dijo:
—Con Eugen hay que estar siempre alerta. Desde que no le permito quererme, no siente más que odio hacia mí.
En la tersa frente de Willi Meier se formaron dos profundas arrugas verticales.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué es lo que sientes tú por él?
—Yo le desprecio.
—Vaya… —dijo Meier sorprendido.
«En qué familia he ido a caer», pensó, recordando la encantadora armonía conyugal que parecía reinar días atrás.
—¿Crees que Eis intentará pegarme un tiro por la espalda?
—No te preocupes. Yo te conozco y sé que podrás resolver este asunto fácilmente. Aun en el caso de que Eugen no estuviera solo hace un momento… Porque él tiene los testigos a docenas cuando quiere. Pero contigo no le valdrán sus mañas, ¿verdad?
Meier apartó a Brigitte, abandonó el lecho apresuradamente y comenzó a vestirse. Tenía que actuar con rapidez.
—Voy a hablar con él para salir de dudas.
—¡Acaba con él, Willi! —le alentó Brigitte.
Aquel fin de semana, los «hijos de Satán» llegaron a Maulen ya en la tarde del viernes. Pasaron por casa del pastor, dejaron allí sus pequeñas maletas de cartón y se encaminaron sin más tardar a la hacienda de Materna con la intención de ver a Hannelore Welser y entablar con ella una de sus animadas conversaciones. Pero al llegar a la plaza se cruzó en su camino una jovencita de largos cabellos, nariz respingona y ojos claros: Sabine.
—Lleváis mucha prisa, ¿eh? ¿Ya conocéis la última adquisición? —preguntó, señalando el cañón instalado delante de la escuela.
—Un resto de antiguas grandezas —comentó Peter—. Constituirá una variedad para los perros, aburridos de utilizar siempre los árboles.
—Desde luego, no creo que se pueda ya disparar con él —dijo Konrad, en tono de experto.
—¡Sí se puede! —replicó Sabine—. Incluso hay municiones.
—Qué saben las niñas de estas cosas… —dijo Peter, indulgente.
—¡Yo no soy ninguna niña! —exclamó Sabine indignada—. Soy casi tan mayor como tú. Y sé muchas más cosas.
—¿De veras? —dijo Konrad, apartando un poco a su amigo para mirar atentamente a Sabine—. Y dime, ¿dónde están esas municiones?
—En casa de Neuber, en un cajón debajo de su cama —se apresuró a informar Sabine, dirigiéndose sólo a Konrad—. Pero es munición para salvas. Hay que transformarla para poder tirar de verdad.
—Tienes mucha imaginación para tu edad —dijo Peter, benévolo—. Pero ahora tenemos cosas más interesantes que hacer. Y, diciendo esto, tiró del brazo de Konrad con la intención de proseguir su camino.
—¡Y pensar que antes erais unos chicos la mar de valientes! Al menos, eso es lo que dicen…
—Pero no hemos sido nunca especialistas en explosivos —dijo Konrad.
—¡Unos cobardicas es lo que sois los dos! ¡Unos cagados de miedo! —les gritó ella al ver que se alejaban.
Los dos amigos se evadieron lo más rápidamente posible.
—Esto le viene de tanto andar con Jablonski —dijo Peter.
—Puede ser —respondió Konrad—. También nosotros aprendimos lo nuestro de él.
Cuando llegaron por fin a la casa de Materna, sus rostros se iluminaron de felicidad: junto a la puerta estaba Hannelore Welser.
—Os estaba esperando —les dijo.
—¡Qué bien! —exclamaron los dos a un tiempo.
—He pensado que podríais ayudarme a pelar patatas.
No era la primera vez que la muchacha les hacía aquel tipo de petición. Pero ellos lo tomaban como una ocasión más de hacerle la corte. Los dos a la vez, como de costumbre. Ninguno de los dos concedía al otro ni un segundo a solas con ella. Ambos procuraban jugar lo más limpio posible en aquella noble competición. Y trabajaban como bestias de labor para obtener el favor de Hannelore. A Materna le divertía observar aquellos esfuerzos.
—Tienes unas manos muy bonitas —dijo Peter.
—Y además muy hábiles —añadió Konrad.
—Nunca he visto unas manos como las tuyas —insistió Peter.
—¡Pues claro que no las has visto! ¡Sus manos son únicas! —replicó Konrad.
Hannelore sonrió a Jacob, que estaba arrellanado en una silla de la cocina. Y él dijo a los chicos:
—Cualquiera que os viera con esta cara de tontos pensaría que sois miembros de la alta sociedad de la Gran Alemania que están tratando de hacerse útiles.
Peter y Konrad trataban de emularse el uno al otro también en lo tocante a la actividad de pelar patatas.
—En lugar de distraernos con bromas de dudoso gusto, Jacob, deberías preocuparte un poco más de tu amiguita Sabine. Últimamente dice muchas tonterías —señaló Peter.
—¡Eso es imposible! —exclamó Jacob, indignad—. Sabine nunca dice tonterías, muy al contrario.
—¿También en lo referente a cuestiones de artillería?
—Sabine tiene muy buenas ideas —aseguró Jacob, orgulloso—. Mejores que las mías, muchas veces.
—Puede ser —dijo Konrad, pensativo—. Pero en este asunto del cañón su fantasía se desborda. Para disparar ese artefacto se necesitaría la intervención de un especialista.
—¿Un especialista en explosivos, dices? —preguntó Jacob vivamente—. Me parece que ya tengo lo que nos hace falta…
—Pero tú no entiendes nada de eso…
—No, yo no, desde luego. Pero tengo mis relaciones… Y podría utilizarlas para dar una alegría a la pequeña Sabine.
Al día siguiente, sábado, por la mañana, Alfons se dirigió a Siegwalde. Lo hizo usando la bicicleta que perteneciera en tiempos a su amigo Grienspan.
Elisabeth, la hermana del barón, le recibió con una cordial sonrisa, como si hubiese estado esperándole.
—Usted siempre es bienvenido en nuestra casa —declaró.
—Ahora lo veremos —respondió Materna.
—¿Se trata de algo importante?
Materna asintió.
—Entonces, me gustaría estar presente en su conversación…
Elisabeth posó la mano en su brazo en un gesto que parecía decir: «Por favor, cuénteme usted…».
Habían entrado en el salón. Materna se sentó en aquel imponente sofá, cuya tapicería de seda mostraba exuberantes rosas color siena y amarillo intenso. Elisabeth tomó asiento a su lado. Tomaron café y hablaron, como si antes de aquélla hubieran mantenido cientos de conversaciones.
—¡Vaya! —exclamó al verles Alarich von der Brocken—. ¿Desea usted verme a mí o bien es que tenía una cita con mi hermana?
—Intentaba simplemente explicar al señor Materna que no le será fácil llegar a un acuerdo contigo. Le he dicho que no te gusta correr riesgos —dijo suavemente Elisabeth.
—¡Qué tontería! —exclamó vivamente el barón, sintiéndose provocado—. A mí no me asusta ningún riesgo. Lo cual no significa, desde luego, que no adopte mis precauciones. —Y al tiempo que se arrellanaba en un sillón con gesto decidido, dijo—: Le escucho a usted, mi querido amigo.
Materna expuso entonces su plan, o, mejor dicho, el plan de Wollnau:
Primero: Desecación de la zona pantanosa situada al sur de Maulen y perteneciente en sus dos terceras partes a Materna y en una tercera parte al barón. Los gastos correrían a cargo de ambos en partes proporcionales.
Segundo: Solicitud de autorización del proyecto a las autoridades competentes. Las instancias estaban ya en camino. La obtención del permiso dependía ahora fundamentalmente de las influencias del barón.
Tercero: Reclutamiento —a cargo de Materna— del número necesario de trabajadores. Esta gestión se efectuaría en Polonia. Al barón correspondía de nuevo presionar a las autoridades para obtener la autorización.
Cuarto: Construcción de alojamientos para los obreros en las tierras de Materna. Jacob Jablonski, que hablaba polaco, haría las funciones de capataz. Cualquier modificación en la composición del personal quedaba bajo la responsabilidad de Materna. Quinto: Los trabajadores —de doce a quince, en principio— estarían a disposición de ambos socios, en caso de que éstos así lo desearan, para la ejecución de algún trabajo extraordinario de corta duración.
—¡Imposible! —exclamó Elisabeth en un innecesario intento de aguijonear a su hermano—. ¡Alarich nunca consentirá en una cosa así!
—Muy al contrario. ¡Es una idea excelente! —exclamó el barón, cogiendo ávidamente los papeles que Materna le tendía—. Por favor, querida, no quieras intervenir en este asunto. Tú no entiendes nada de estas cosas.
Elisabeth abandonó la estancia, sonriendo. Pero Alarich estaba embebido en la lectura de aquellos documentos, con los ojos muy abiertos de admiración. Al cabo de un rato, exclamó:
—¡Válgame Dios! ¡Es un plan extraordinario! Las autoridades caerán como moscas en la miel; no pueden hacer otra cosa. Aquí habla usted de ganar espacio vital para la Gran Alemania, del suelo y de la raza, de riquezas arrancadas a la tierra por la iniciativa privada… Y todo ello, además, mediante el aprovechamiento de trabajadores extranjeros. ¡Vamos, que le veo a usted condecorado!
—De momento me basta con su asentimiento.
—¡Lo tiene usted, señor Materna!
—¿Sin reservas? ¿Sin pedirme explicaciones más detalladas?
—No las necesito —declaró el barón—. Yo sólo sé, y así lo diré si me preguntan, que tenemos el proyecto de desecar el pantano. Y es lo más natural del mundo que para ello contratemos a una docena de robustos muchachos, con la autorización estatal además. Y si ocurre alguna vez que una banda de ladrones o una pandilla de asesinos —no digo «la SA»— tiene un encuentro con nuestros hombres, se tratará de una lamentable casualidad.
Materna asintió con la cabeza.
—Eso es —dijo.
Cerraron el trato con un apretón de manos, a la manera de los tratantes de ganado. El barón hizo traer champán para celebrarlo. Se lo sirvieron la joven de los martes y la de los jueves. Cuando hubieron bebido, Alarich se inclinó hacia su amigo y, con gesto conspirativo, le dijo:
—Pero una cosa le pido: no juegue usted nunca a los soldados con nuestra gente sin mi conocimiento. ¡Recuerde que la idea fue mía y que quiero tomar parte en el juego!
—Y bien, ¿en qué puedo servirle? —preguntó Eugen Eis muy amablemente—. Siéntese, señor Meier, póngase cómodo. ¿Tiene algún deseo especial? Ya sabe usted que por aquí somos muy hospitalarios…
El enviado de la jefatura tomó asiento en silencio y en silencio se mantuvo durante un momento. Eis, tranquilo y sonriente, esperó.
—Usted ya sabe por qué estoy aquí —dijo finalmente Meier, cauteloso.
—Pero últimamente ha quedado demostrado que se trata de un asunto sin importancia, y su estancia aquí resulta, por tanto, ociosa. Así, pues, sólo me resta desearle un feliz retorno.
Meier frunció los párpados. Le indignaba comprobar que intentaban deshacerse de él como de un trasto inútil.
—¡Usted sabe muy bien que aquí hay muchas cosas que huelen mal!
—Sí, ya se sabe. En esta vida siempre hay algo que huele mal.
—En ese asunto de los incendios metieron la mano hasta el codo muchos de ustedes, esto salta a la vista. Usted también está complicado. Y más que nadie el jefe de la SA, ese Fischer. ¿Se atreverá usted a negarlo?
—No… ¿por qué habría de hacerlo si usted lo sabe tan bien? Pero para comprender realmente la situación hay que haber vivido en Maulen. Yo, por ejemplo, no soy sólo jefe local del Partido, sino también teniente de alcalde, terrateniente, propietario de la vaquería, arrendatario del molino y varias cosas más. También los camaradas del Partido que comparten conmigo las mayores responsabilidades tienen una vida intensa, plenamente dedicada al bien de la comunidad. Pero ocurre que en Maulen no es posible gobernar con guante blanco. Maulen no es Konigsberg, ni Masuria es Prusia. Lo esencial es mantener bien alta la bandera del Partido. Nosotros lo hacemos. Y eso exactamente, creo yo, es lo que usted debería hacer también.
—¿De verdad espera usted de mí que, sin más ni más, dé este asunto por liquidado?
—Pues sí. Exactamente esto es lo que espero —respondió Eis con una forzada sonrisa—. En interés de nuestra comunidad. No se le ha enviado a usted aquí para su recreo personal ni mucho menos para trabajar contra el Partido.
Willi Meier no se había encontrado jamás en una situación semejante. Sintió el violento deseo de aplicar sus habituales métodos expeditivos para acabar de una vez con aquel individuo que pretendía quitárselo de delante de una manera tan sencilla: llamar a sus esbirros, meterlo a la sombra y emplear el arte de la persuasión hasta que sólo pudiera responder «sí» a todo lo que se le preguntara, fuese lo que fuese.
Pero tuvo que refrenar su deseo cuando Eis declaró: —Para mí, el Partido estará siempre por encima de todo. Por encima de todas las cosas y de todas las personas. Sin excepción de mi mujer.
Meier apretó los labios hasta que éstos se convirtieron en un trazo rectilíneo. En su engañoso rostro de adolescente aparecieron manchas rojas. Se deslizó hacia delante en su silla, como a punto de saltar, pero permaneció sentado.
—Mire usted, señor Meier, aquí sabemos aún lo que significa la palabra lealtad. Lealtad incondicional. Mis hombres pondrían la mano en el fuego por mí. Ah, pero esto no es más que una expresión simbólica. Puede usted preguntar a quien quiera en Maulen: todos le confirmarán lo que le digo.
—Así que puede usted contar con todos los testigos que quiera, ¿eh?
—Con todos los que quiera y para lo que quiera. Pero yo, realmente, no creo que tenga usted interés en comprobarlo. Le digo esto no sólo porque es un camarada del Partido sino porque es también, pienso yo, un hombre de honor. Y esto último me agradaría que fuese cierto… en interés de mi mujer.
—¡Ya está bien! —exclamó rudamente Willi Meier.
—¿Quiere usted dejarnos?
—¡Lo antes posible! —respondió Meier, poniéndose en pie apresuradamente—. Dejaré aquí a uno de mis hombres, que se encargará de liquidar definitivamente este asunto. Todo sea por el Partido. Yo necesito urgentemente un cambio de aires. Que le vaya bien… mientras le dure.
Sólo tres personas en Maulen conocían al nuevo personaje que entraba en escena. Se llamaba Josef Leitgeber. Era un hombre joven aún, de estatura mediana y aspecto ratonil y se caracterizaba además por el más extremado laconismo.
—Sí —le dijo a Jablonski en respuesta a su pregunta sobre si entendía de explosivos y en particular de municiones de artillería. Leitgeber estaba acogido a los servicios de la agencia de viajes de Materna junto con un sacerdote católico. Ambos habían venido de Konigsberg, pasando por Lotzen, ocultos en un carro que transportaba un cargamento de carne de cerdo. Como era costumbre en los huéspedes de Materna, se comportaban con la más silenciosa discreción.
Estaban en el refugio del bosque.
—Vamos a suponer —continuó Jablonski— que tenemos un cañón de un calibre de diez centímetros y medio. Y disponemos también del tipo de munición empleada para salvas, consistente en unas cápsulas llenas de pólvora. No tenemos proyectiles. En estas condiciones, ¿sería posible llegar a disparar el cañón?
—Sí —dijo Leitgeber.
Josef Leitgeber era carpintero de oficio y procedía de un pueblo de los bosques de Baviera. Cuando vivía aún allí, ayudó en varias ocasiones a colocar letreros con inscripciones antinazis. Lo hizo sobre todo por hacer un favor a un compañero de la escuela. Cuando la Gestapo se presentó en casa de sus padres, fue a esconderse a Augsburg. Allí trabajó en una fábrica de maquinaria. Durante las noches se ocupaba en transformar aparatos de radio en emisores de onda corta. Más tarde aprendió a fabricar bombas. La única fotografía que existía de él estaba pegada en una ficha: «Buscado por actividades subversivas».
—Y dígame, señor Leitgeber, ¿qué es lo que haría falta? Leitgeber explicó a Jacob que habría que fabricar una bala. Ésta podría consistir en un cuerpo de metal o bien, incluso, en una piedra de un tamaño adecuado. Desde luego, no se podía garantizar que el proyectil tuviera unos efectos especialmente destructivos, pero su acción resultaría bastante espectacular. Jablonski se puso en contacto con Sabine, y ésta no tardó en aparecer con tres cartuchos sustraídos de la habitación de Neuber.
—Bien —dijo Leitgeber.
Se hizo conducir al cobertizo que había junto a la casa, donde se almacenaban los más diversos objetos, y lo recorrió de arriba a abajo, olisqueando casi como un perro, hasta que encontró lo que buscaba: unas piedras, un taco de hierro que se utilizaba para afilar guadañas y un tubo muy grueso.
—A ver qué hacemos —dijo.
Tomó sus materiales así como numerosas herramientas y se encaminó con ellos al refugio del bosque. Allí, a la luz de una lámpara de petróleo encendida al máximo, comenzó a martillear y a limar afanosamente. Entretanto el sacerdote, su compañero de viaje, murmuraba sus oraciones sin dirigir una sola mirada a su breviario, observando muy interesado el proceso de fabricación que se desarrollaba ante sus ojos.
Al cabo de dos horas, y sin una palabra, Leitgeber entregó el proyectil terminado a Jacob. Éste lo tomó y lo transportó, apoyado en su fuerte pecho, hasta la casa. Una vez allí, llamó a Konrad y a Peter.
—¡Eh, chicos, venid a ver lo que traigo! ¿Qué os parece? —dijo, extendiendo los brazos para mostrarles el proyectil.
—No está mal —dijo Peter—. Parece de verdad.
Konrad tomó en sus manos aquel insólito objeto y comenzó a palparlo y a golpearlo.
—¡Madre mía! —le dijo entonces a Jacob—. ¿De dónde has sacado este obús?
—Esto no hace al caso. ¿Queréis llevároslo vosotros?
—Sí, sí, trae —dijo Konrad alegremente—. Ya era hora de que volvieran a pasar cosas por aquí. Si de ésta no se despierta toda Alemania, como dice la hermosa frase, al menos Maulen se frotará los ojos.
Los líderes de Maulen se esforzaban de nuevo por ponerse de acuerdo sin conseguirlo. Era ya viernes y no se había decidido aún quién pronunciaría el solemne discurso con ocasión de la inauguración del cañón, que había de tener lugar la tarde del sábado. Los ánimos estaban excitados.
La élite del Partido en pleno ocupaba la sala trasera de la fonda. Cada uno de los presentes era jefe de algo: uno de la SA, otro de la HJ[8], un tercero de los campesinos, un cuarto de los trabajadores del campo y un quinto de los comerciantes e industriales. Ellos organizaban el Partido y recogían las cotizaciones; ellos dirigían la llamada instrucción del pueblo y formaban las tropas de choque de aquel incontenible Movimiento. Todos los ojos se fijaban ahora en Eugen Eis.
—¡A ver si nos ponemos de acuerdo de una vez! —exclamó un miembro de la reunión.
—Tenemos ganas de pasar a la taberna, ¿eh? —bromeó Eis.
Todos encontraron la broma muy graciosa y la celebraron con estridentes carcajadas, pero no por ello cedió gran cosa la tensión reinante. Eis hubiera podido decir, simplemente: «Yo pronunciaré el discurso», o bien: «Que lo pronuncie fulano». Pero se abstuvo de hacer tal cosa. Se declaró neutral y contempló con evidente tranquilidad la nueva escaramuza que se preparaba entre sus dos lugartenientes: Fischer y Neuber.
—Quiero recordar una vez más —decía Neuber— que si este cañón ha llegado a Maulen, ello se debe a mi iniciativa. Y dado que su presencia tiene ante todo valor simbólico, entra en el ámbito de la formación espiritual de nuestro pueblo, de la cual yo soy aquí responsable.
—Eso es un error —le corrigió Fischer—, por no decir una tontería. Un cañón es un cañón. Es un objeto relacionado con la defensa del pueblo. Y esto es cosa de la SA.
Así habrían podido continuar durante horas. A Eis le venía muy bien aquella disputa, que frenaba el ímpetu, algo excesivo ya, de Fischer y excitaba al ambicioso Neuber. Y él había adoptado la táctica de enfrentarlos constantemente el uno al otro. Eis dijo entonces, con expresión pensativa: —Veamos. La inauguración del cañón ha de tener lugar el domingo por la mañana. Mañana conmemoramos el comienzo de la guerra. Y por la noche se celebrará una fiesta popular con baile. De modo que los discursos a pronunciar son, por lo menos, tres.
—De eso me encargo yo —declaró Neuber sin rodeos—. Como director de la escuela, me corresponde a mí.
Fischer se dispuso a contestar, pero en aquel momento se desencadenó en la sala grande el característico estrépito de la llamada «Orquesta unificada y ampliada de Maulen», que debía de estar ensayando.
—¿No será esto una maniobra tuya para interrumpir la reunión? —le gritó Fischer a Neuber. Y Neuber le gritó a su vez a Fischer:
—¡Que yo sepa, esa pandilla de escandalosos están bajo tu autoridad!
A una seña de Eis, Fischer mandó a uno de sus hombres a ver lo que ocurría. Y al cabo de un momento supieron que era el barón von der Brocken, que atravesaba uno de sus momentos sentimentales, quien había pedido el concierto.
En los últimos tiempos, Alarich von der Brocken había demostrado ser un gran amante de la música. Poco se podía objetar a esto. Los músicos tocaban para él con mucho gusto, ya que les pagaba generosamente y les invitaba a beber.
Periódicamente, el barón convocaba a toda la orquesta, montaba a Adolf II y se dirigía al galope a la fonda. Atravesaba el jardín y se dirigía directamente a la sala grande, donde sonaban ya, a modo de salutación, las notas de la marcha de Hohenfriedberg. Alarich desmontaba, se sentaba en una silla, sacaba de su cartera un billete de cien marcos y lo colocaba en el suelo delante de él, diciendo:
—¡Vamos, muchachos! ¡Conmovedme un poco! Sonaban entonces toda una serie de sentimentales melodías que hablaban de las olas del Báltico, de una tumba en el campo, de la tibia brisa de primavera en los abedules…
—¡Y tiene que ser precisamente ahora! —exclamó Fischer, enojado—. ¡No se oye ya ni lo que dice uno mismo!
—Lo cual no siempre es un inconveniente —gruñó Neuber.
—Yo propongo que se ponga este punto a votación —dijo Eis, tajante—. Fischer o Neuber. Votación escrita y secreta.
Alivio general. Los presentes pasaron a votar inmediatamente. Apenas pasados cinco minutos, se supo el resultado: siete votos a favor de Fischer y otros siete a favor de Neuber. Eis, que no había tomado parte en la votación, tuvo que hacer un esfuerzo para ocultar su complacencia ante lo ocurrido.
—Vamos a hacer una pequeña pausa —dijo con voz potente para que la música no ahogara sus palabras—. Tenemos bebidas y tabaco preparados.
Tuvo lugar entonces lo que podría denominarse «propaganda electoral». Neuber se llevó al jefe de las Juventudes a un rincón. Fischer, hombre práctico, habló con «Bubi» Kusche, que reaccionó tal como era de esperar:
—De acuerdo. Al que no quiera entender le molemos los huesos.
Entretanto, en la sala grande, el barón se consideró suficientemente conmovido; con la composición La tumba de mis padres había alcanzado el punto culminante. Levantó la mano y las dulces notas de la melodía popular se extinguieron. Sacó otro billete de cien marcos, lo dejó en el suelo junto al primero y dijo: —Bien, muchachos. Ahora ponedme en forma otra vez. Vino entonces una serie de marchas. Primero, como de costumbre, Maté al ciervo en el bosque; después, La luz que surge en la noche y, finalmente, la Marcha de la caballería del Gran Elector. Al oír esta última, Adolf II, relinchando alegremente, entró en la sala.
—¡Continuad! —exclamó el barón.
«Bubi» Kusche hablaba ahora con el jefe de la HJ. Acababa de intercambiar unas breves palabras con uno de los votantes, reforzando sus argumentos con su fuerte puño apoyado en el estómago del interlocutor.
—Así que ya nos entendemos, compañero —concluyó. El compañero se encogió, sobresaltado, y asintió. La segunda votación dio como resultado ocho votos a favor de Fischer y seis a favor de Neuber.
—¡Bueno! ¡Habríamos podido empezar por aquí! —exclamó, satisfecho del éxito.
Eis sonreía, pero era difícil saber qué significaba su sonrisa.
—Veremos quién ríe el último —murmuró Neuber para sí.
Konrad y Peter se aproximaban cautelosamente a la plaza del pueblo. De la fonda llegaban hasta ellos los ruidosos y pesados acordes de una marcha militar. Unos perros ladraban al cielo azul de la noche.
—Volvemos a los viejos tiempos —comentó Peter.
—El barón no tiene idea del favor que nos hace con este escándalo —dijo Konrad—. Podemos hacer todo el ruido que queramos sin que nadie nos oiga.
No obstante, continuaron avanzando con la máxima precaución. Cuando llegaron junto al depósito de bombas contemplaron la plaza. La iglesia era una silueta oscura y de aspecto triste; el monumento a los caídos, iluminado por la pálida luz de la luna, parecía la última columna de una ruina histórica; y la escuela parecía un granero con ventanas. El cañón, que había sido todo él generosamente engrasado, tenía una especie de resplandor mágico.
—Venga… ¡vamos!
Pero no se movieron. Habían oído, ambos al mismo tiempo, un sonido metálico. Escucharon un momento y percibieron de nuevo el mismo sonido: el que produce la piedra al dar contra el hierro.
—Por ahí anda alguien —susurró Peter—. ¿Querrán estropearnos el trabajo?
Dejaron junto al depósito de bombas la abultada cartera que llevaban y comenzaron a rodear silenciosamente la plaza. Atravesaron la oscura sombra que proyectaba la iglesia, llegaron a la escuela y permanecieron un momento allí observando el cañón. Junto a éste se veía moverse una pequeña y ágil silueta. De pronto, la luna emergió de entre las nubes que la ocultaban parcialmente y su luz cayó de lleno sobre la misteriosa figura. Konrad, que estaba acurrucado junto a la pared de la escuela, se levantó y fue adonde estaba el cañón.
—Pero… ¿es que te has vuelto loca, Sabine? ¿Qué haces aquí?
—Lo que deberíais hacer vosotros —respondió ella.
—A esta hora, los niños han de estar en la cama —dijo Peter, malhumorado.
—¡Eso quisierais vosotros! —exclamó Sabine en tono de desafío.
—¡Ha intentado romper el cubichete! —dijo Konrad, alarmado, arrodillándose junto al cañón para examinarlo—. ¡Ha metido piedras dentro! Menuda azotaina te merecerías…
—Si ese trasto no ha de disparar bien, mejor que no dispare…
—Llévala con Jacob —dijo Konrad.
—¡Vamos! —le espetó Peter con energía.
—¡Si te atreves a tocarme, te daré una patada en la espinilla de la que te acordarás toda la vida! —le amenazó Sabine.
—Es muy capaz de hacerlo —dijo Peter, retrocediendo prudentemente.
—Sabine, me parece que estás en un error —dijo Konrad—. ¿Por qué no le preguntas a Jacob si le parece bien lo que has hecho?
—Jacob no puede decir nada porque no lo sabe.
—Anda, Sabine, ve a preguntarle —le dijo Konrad, tomándola cariñosamente del brazo—. Te doy mi palabra de honor de que nosotros sí estamos de acuerdo con él.
—Si tú lo dices, Konrad, será verdad —respondió ella muy seria—. Te haré caso e iré a ver a Jacob. ¡Pobre de ti si me engañas!
Les volvió la espalda, echó a correr y se alejó. Peter y Konrad pusieron manos a la obra. Examinaron el cubichete y, no sin dificultad, quitaron las piedras. Por fortuna, el daño causado era insignificante. El cubichete, perfectamente engrasado, se abría y cerraba sin esfuerzo.
—Fabricación alemana —comentó irónicamente Konrad.
Peter trajo la cartera que habían dejado escondida, sacó el proyectil y cuidadosamente lo dejó deslizarse dentro del cañón. Constataron con alegría que su tamaño era el más adecuado. Peter cerró el cubichete, que encajaba perfectamente, como la puerta de una caja fuerte.
—¡Va a ser fabuloso! —exclamó.
El día siguiente, sábado, comenzó alegremente. Los niños, en la escuela, ensayaban los cantos de la noche. Neuber no estaba muy atento a lo que hacía, pero cumplía con su deber. Incluso se animó un poco mientras enseñaba a las niñas la manera correcta de respirar apoyándoles para ello la mano en el diafragma.
El gendarme estaba delante de la puerta de su casa en mangas de camisa ocupado en cepillar sus botas, con un gesto preciso y marcial.
El padre Bachus dirigía la mirada al cielo, pero sólo para ver el tiempo que hacía. Se hacía sentir la necesidad de una breve e intensa tormenta. Los niños seguían cantando:
El fuego que arde en los corazones alemanes…
Bajo la dirección de «Bubi» Kusche, numerosos miembros de las Juventudes y de la BDM[9] se ocupaban ya de adornar el local donde había de tener lugar la fiesta. Del techo pendían pancartas alusivas al gran día en que se instalaba en Maulen un cañón arrebatado al enemigo. La que había encima del estrado rezaba:
Hemos arrojado al enemigo a los pantanos de Masuria;
no ha quedado ninguno con vida sobre el suelo alemán.
—Hemos de apuntar a la pancarta, a la palabra «enemigos» —dijo Konrad, que paseaba disimuladamente junto con Peter por delante de la ventana de la sala, abierta de par en par. Peter asintió.
—Si damos en la viga se vendrá abajo la mitad del techo. Llenos de optimismo abandonaron el pueblo y se encaminaron a casa de Materna. Antes de llegar se encontraron con Jablonski. —Me parece que no podéis entrar— les dijo éste. —Materna está trabajando.
—Bueno, que trabaje. Venimos a ver a Hannelore.
—Está en el huerto —dijo Jacob, señalando hacia allí con el pulgar—. Pero más vale que cojáis ya la pala y la azada; os ahorraréis un viaje.
Siguieron el consejo. Y en efecto, Hannelore, después de saludarles alegremente, les encargó que limpiaran los caminos entre los bancales. Hasta la hora de comer estuvieron muy ocupados. Materna, entretanto, estaba elaborando con la ayuda de Wollnau la última parte del proyecto «Desecación del pantano de la zona sur de Maulen»: la solicitud al gobernador civil de Allenstein.
—No podrá negarse —afirmó, convencido, el ex consejero—. Si lo hace, se convertirá en sospechoso de sabotaje a los esfuerzos de la nación por ganar espacio vital.
—El lunes por la mañana se entrevistará con él el barón. Dada la influencia de éste, estoy seguro de que lo conseguiremos. Así, pues, sólo me resta darle mis más expresivas gracias, señor Wollnau.
—¡Por favor, esto no es más que el principio!
—El principio para mí, quizá, pero no para usted. Esta noche, coincidiendo con la inauguración del cañón y la consiguiente borrachera colectiva, tendrá lugar la próxima salida hacia Polonia.
—Ciertamente, es una ocasión muy favorable, señor Materna, pero no para mí —dijo el consejero, levantando ambas manos en un gesto de negación—. No tengo intención de dejarle en la estacada precisamente ahora. Aunque se le conceda el permiso inmediatamente, surgirán, sin duda, una serie de dificultades.
—Así pues, ¿no quiere usted marcharse aún?
—No. Ahora, no. Creo que mi presencia aquí es necesaria.
—¿Y no le importará pasar otra vez la mayor parte del tiempo bajo tierra durante varias semanas?
—No, si ello es necesario. Pero creo que hay otra posibilidad. Yo hablo polaco correctamente. Quizá pueda usted considerarme como uno de sus nuevos trabajadores.
—Amigo mío, admiro su tenacidad —dijo Alfons—. Por el momento, no le respondo que sí ni que no. Prefiero esperar y ver cómo se desarrollan los acontecimientos.
La alegre armonía que parecía reinar en Maulen con ocasión de la fiesta no llevaba camino de alterarse. Ahora cantaban los niños la hermosa canción:
Cogidos de la mano queremos avanzar
hacia la Alemania del futuro…
En el mismo momento, Eugen Eis, ante los ojos de todo Maulen, entraba en la sala grande de la fonda acompañando a Margarete Eichler y le mostraba los preparativos que se estaban haciendo.
—Tal como lo hubiera deseado nuestro inolvidable Johannes.
—Sí, él se hubiera alegrado de verlo —corroboró Margarete.
Eis le sonrió agradecido.
—Maulen no ha olvidado lo que le debe —aseguró.
Entretanto, Brigitte estaba sentada en la mesa del despacho de su marido. Sentado en el sillón, mirándola embobado y respirando pesadamente, se encontraba el ejecutivo de «Meier Muerte», un tipo de aspecto bovino y sensual llamado Friedrich Wilhelm Pampusch.
—Yo no puedo hacer otra cosa —dijo Pampusch ásperamente, señalando los documentos que tenía ante él sobre la mesa, pero mirando en realidad los carnosos muslos de Brigitte—. Yo tengo la orden exclusiva de liquidar definitivamente el asunto de los incendios.
—Pero no es necesario que lo haga inmediatamente. Su misión puede llevarle algún tiempo…
—¿Por qué?
—¿No se lo imagina usted?
Él se lo imaginó. Le halagaba que a ella le agradase su compañía.
—Está bien —dijo—. Yo arreglaré este asunto tal como se me ha ordenado. No se me ha fijado ningún plazo.
El rostro de Brigitte se iluminó.
—No tiene más que fingir que hay algo que no está claro todavía. Ya verá usted cómo se preocupan algunos.
—Por usted, lo haré encantado —exclamó, tomándole la mano—. Pero quisiera que me explicara exactamente cómo he de hacerlo. Vivo en la fonda, en la habitación número tres.
—Vendré a verle allí. Hacia las ocho, cuando comience la fiesta.
La alegría y esperanza que sentía Fritz Fischer con relación a la fiesta después de su brillante éxito electoral comenzaban a transformarse en inquietud. Las horas pasaban y él no tenía aún el discurso preparado.
Llamó a su fiel «Bubi» Kusche y le leyó los fragmentos que había redactado. Y «Bubi» exclamó entusiasmado:
—¡Fantástico! ¡Se quedarán todos de una pieza!
Pero ni aquella vehemente aprobación le satisfizo, porque sabía que el criterio de «Bubi» en aquella materia no era precisamente el más exigente.
Intentó dirigirse a Eis en busca de su amistoso consejo, pero éste estaba ocupado con Margarete Materna. Con el gendarme no podía contar porque, si bien era de ideas nacionalsocialistas, no sabía redactar más que documentos oficiales. Y no era cuestión, naturalmente, de recurrir a la ayuda de Neuber, la persona más adecuada en un caso así. Por nada del mundo le hubiera concedido aquella victoria.
Así fue como finalmente y después de algunos rodeos, Fischer fue a parar a casa del padre Bachus. Le encontró ocupado en inspeccionar el estercolero con una horca. Había muy poco estiércol. Bachus vio llegar a su visitante con cierta inquietud. No esperaba nada bueno del jefe de la SA.
Pero Fischer demostró una voluntad de conciliación propia casi de un espíritu cristiano. Su sonrisa quería ser cordial. Se interesó en primer lugar por el bienestar personal del pastor, en segundo lugar por el estiércol y en tercer lugar por el estado del tiempo. Bachus no salía de su asombro. Finalmente, Fischer dirigió la conversación hacia los sermones del pastor y el trabajo que debía de representar su composición.
Bachus negó modestamente, pero Fischer decía ya, entrando en materia:
—¡Usted es el hombre que necesito!
Parecía a punto de palmear amistosamente el hombro del sacerdote.
—Como usted ya sabrá —continuó—, esta noche soy yo el encargado de pronunciar el solemne discurso. Y sacándose el borrador del bolsillo con la rapidez de un prestidigitador, dijo:
—¿Quiere usted verlo? Todavía no está terminado y me interesaría mucho conocer su opinión.
Aquello era nuevo. Nuevo y positivo. Bachus, con un suspiro, respondió:
—¡Bien, en nombre del Señor!
Hasta aquella expresión aceptó Fischer. Entró con el pastor en el despacho de éste y no descansaron los dos hasta haber encontrado para el discurso las más ardientes y sonoras frases patrióticas. Fischer insistió en incluir algunas expresiones que desagradaban a Bachus. A cambio de ello, el texto quedó sembrado de alusiones a «la Providencia», a «los designios divinos» y a «la ayuda del Señor». Pero esto último no tenía importancia, porque tampoco el Caudillo se guardaba nunca de hacerlo así.
—¡Magnífico! —exclamó Fischer, sin dar las gracias, para lo cual, como se demostraría más adelante, tampoco tenía motivo especial—. ¡Ahora puede comenzar la fiesta! ¡La cara que pondrán algunos!
—Puede ser —dijo el padre Bachus.
Eugen Eis estaba de pie en la sala de estar de su casa, en calzoncillos, esperando la camisa que Brigitte había olvidado planchar. Desde el día en que ella dejó de quererle sin reservas se ocupaba cada vez menos de él.
—¿Tendré que esperar mucho aún? —le gritó.
—¡Tendrás que esperar hasta que acabe! —gritó ella a su vez.
Eugen fue hacia el gran espejo de la pared y contempló su imagen. Le pareció francamente espléndida, a pesar de los calzoncillos, incluso, quizá, porque iba en calzoncillos. Muchas mujeres se lo habían dicho. Realmente, pensó, era incomprensible que Brigitte buscara otras satisfacciones.
Brigitte planchaba en la cocina con gestos lentos e indiferentes. No se daba ninguna prisa; que esperara Eugen. Ella estaba ya vestida y arreglada. Llevaba un vestido de seda muy ceñido, estampado de flores rojas, azules y blancas, los colores de Masuria. De ellos decía la desenfadada voz popular:
Roja la nariz de borracheras,
azules los ojos de peloteras
y blanco el pelo de lujuria
son los colores de Masuria
En una canastilla junto a la tabla de planchar estaba su hijo, el hijo que Eis con tanta insistencia había reclamado para sí, a fin de poseer una especie de garantía de la herencia de Materna. Pero ella estaba decidida a hacérselo pagar caro. El niño estaba despierto y balbuceaba. Hacía ya rato que hubiera debido dormirse. Era una criatura inquieta y Brigitte, mirándole, pensó con preocupación que no podía irse tranquila mientras estuviera despierto.
Decidió entonces recurrir a un remedio casero que se empleaba frecuentemente en Masuria para sumir a los niños pequeños que no querían dormirse en un sueño profundo y prolongado: fue hacia el armario de la cocina, tomó una botella de aguardiente, llenó un vaso de vino de tamaño mediano y se lo administró al niño a modo de somnífero. El pequeño lo sorbió ávidamente y después, babeando satisfecho, cerró sus ojazos. Una vez dormido su hijo, Brigitte tomó la camisa, planchada sólo a medias, y la echó descuidadamente sobre una silla de la sala.
—¡Ya era hora! —exclamó Eugen, enojado.
—Yo también voy a salir.
—¡Cómo que vas a salir! —gritó Eis, furioso—. ¿No te he dicho bien claro que tengo la intención de ir a la fiesta solo?
—Por mí, puedes ir como quieras. Yo tengo un plan muy diferente. Adivina lo que es…
—¡Tú te quedarás aquí! —gritó Eugen—. ¡Te quedarás aquí con tu engendro… mi hijo!
Él había concedido permiso para salir al ama del niño, la comadrona Audehm, que no quería perderse la fiesta, para obligar así a Brigitte a quedarse en casa.
—¡Ya puedes quitarte ahora mismo ese vestido! —concluyó.
—No pienso quitármelo todavía. Y menos aquí.
Y diciendo esto, le volvió la espalda muy erguida en un gesto provocativo y se alejó. Durante unos segundos, Eis la miró, incrédulo, y después se apresuró a seguirla rápidamente atravesando la sala, la cocina y el pasillo, hasta llegar al jardín.
—¡Vuelve aquí inmediatamente, puta!
—¡Y tú cuida de no resfriarte, puerco! ¡Estás en pelotas! Sólo entonces recordó Eis que iba aún en calzoncillos. Se apresuró a cubrir su desnudez y corrió hacia la casa maldiciendo y esperando que ninguno de sus subordinados le hubiese visto en aquella lamentable situación.
Se puso la mal planchada camisa y el uniforme caqui. Mientras lo hacía, echó un juramento tras otro: a la camisa le faltaba un botón, el uniforme ostentaba aún unas manchas de cerveza de la ocasión anterior y sus zapatos no habían sido limpiados. Se puso finalmente la gorra con el águila imperial dorada y comenzó a reflexionar sobre la situación. Lo que le había hecho aquella puta era realmente excesivo, pensó. Él tenía que asistir forzosamente a la ceremonia y a la fiesta popular que le seguiría. Ninguna de las dos podía celebrarse sin él. Pero ¿podía dejar solo a su hijo?
Miró al niño, que parecía profundamente dormido en su canastilla. Pero él sabía por experiencia que aquello no significaba nada. Muchas veces el pequeño Eugen dormía como un angelito y se despertaba al cabo de unos momentos para rabiar como un diablillo.
—¡Vaya una madre que tienes! —le dijo Eis amargamente.
Sin saber qué hacer, miró a su alrededor. Su mirada se detuvo en el armario de la cocina. Aliviado, fue hacia allí y tomó la botella de aguardiente y un vaso para vino que llenó hasta el borde. Se acercó al niño, le sacudió suavemente hasta despertarle, le hizo incorporarse un poco y le hizo beber todo el contenido del vaso. El pequeño gemía y se atragantaba. Cuando hubo bebido enmudeció, agotado.
—Los métodos antiguos siguen siendo los más eficaces —dijo Eis, satisfecho.
Arropó al niño y se alejó. La fiesta podía empezar.
—¡Ya viene el jefe del Partido!
El aviso pasó del centinela apostado en la calle principal a los que guardaban la entrada del local y de éstos al interior de la sala abarrotada. Fischer, el jefe de la SA, levantó la mano. La orquesta de Maulen comenzó a aporrear y a soplar en sus instrumentos. Tocaban, cómo no, la Marcha de Badenweil. Todos sabían bien que era ésta la preferida del Caudillo y también, por tanto, la preferida de Eis.
—Gracias —dijo éste, muy digno.
Se dirigió a su puesto de honor y una vez allí, observado por los atentos ojos de todo el pueblo, saludó a la primera dama de Maulen, Margarete Eichler, a quien se había asignado un lugar a su derecha.
Eis se arrellanó en su asiento y dirigió una mirada a Fischer y a Neuber. Lo hizo tan hábilmente que cada uno de ellos tuvo la impresión de que le miraba a él y sólo a él. Fue Neuber quien reaccionó más de prisa y audazmente asumió la dirección del acto. Según el programa establecido, había de haber un único canto colectivo: Quien ama al Caudillo sabe ser leal. Pero él no había reparado en aumentar el número de intervenciones. Apenas se extinguieron las notas del primer canto le siguieron un coro hablado, una recitación, otro canto, de nuevo el coro hablado y una última recitación:
Cuando estaba Alemania sumida en profunda oscuridad
y los mejores hombres alemanes comenzaban a desesperar,
alzó el vuelo el águila de los germanos
y se elevaron al punto las llamas de la verdadera libertad.
El poema era obra de Willibald Adolf Glauke, colaborador asiduo del Diario de Prusia, de Konigsberg, y uno de los poetas de la Gran Alemania que habían percibido correctamente y en el momento oportuno los signos de los tiempos. Su libro de poesías Marchar y orar se encontraba en todas las bibliotecas escolares. Fischer, que en aquellos momentos no estaba en condiciones de apreciar adecuadamente la lírica heroica, se removía inquieto en su silla. Observaba los esfuerzos de Neuber por colocarse en primer plano. Aquel hombre era su enemigo, pensaba, y se comportaba como un enemigo.
«La luz que viene de lo ario, donde reina la auténtica grandeza…» —piaba agudamente un sofocado muchacho. Pero, de pronto, se interrumpió: había olvidado la continuación. Y no pudo explicar a quién pertenecía aquella «auténtica grandeza»: a Adolf Hitler, ¿a quién si no?
Le tocó ahora a Fischer subir apresuradamente al estrado. Había llegado el momento de pronunciar su solemne discurso y nada ni nadie podría impedírselo. Neuber agitaba los brazos enérgicamente, pero él no le hizo ningún caso. Con un breve y autoritario siseo le impuso silencio.
—¡Señor jefe del Partido! —comenzó, en un tono que recordaba al de un vendedor de feria.
Todos escuchaban fascinados, en un profundo y aborregado silencio. Las palabras siguientes del jefe de la SA fueron como piedras lanzadas al aire en dirección a Neuber.
—¡Queridos amigos, camaradas todos! ¡Alemanes y alemanas!
En aquellas fórmulas quedaron incluidos, envueltos y etiquetados como paquetes postales todos los miembros de la comunidad de Maulen. Las palabras de Fischer eran ladridos triunfales.
—La Providencia está con nosotros. La historia de nuestro pueblo nos lo muestra con toda evidencia. A pesar de los constantes esfuerzos de nuestros enemigos —y en la última guerra fueron casi todos los países quienes intentaron pérfidamente lanzarse contra nosotros—, hemos sentido constantemente la mano de Dios que nos guiaba y Su bendición nos ha acompañado a través de todas las pruebas.
—Parece que estamos en la iglesia —murmuró Neuber para sí, con voz apagada, pero perfectamente perceptible a varios metros de distancia. En las filas de la élite nacionalsocialista del pueblo comenzó a notarse una cierta inquietud.
—Nuestro pueblo, único entre todos —continuaba Fischer con voz sonora—, el único que quebrantó el enorme poderío de las legiones romanas, que ha perdurado a través de los siglos y ha sobrevivido a todos los ataques, ha sido elegido por Dios Todopoderoso para entrar en el gran libro de la historia con letras de oro…
Por encima de Fischer estaba la pancarta alusiva a los enemigos de Alemania, confeccionada en blanco, negro y rojo, tal como estaba mandado. Pendía de la gran viga principal que sostenía el techo, debajo de la cual se encontraba el estrado. Estaba enmarcada por una espesa y gruesa guirnalda de hojas de encina tejida por muchachas alemanas.
—El legado del gran pueblo alemán, que a tanto nos obliga y que se manifestó ya en aquellos trascendentales momentos de nuestra historia, en las batallas de la Gran Guerra; los designios de la Providencia, que aceptamos con humildad, pero conscientes de nuestra fuerza y de nuestro poder, conscientes de que la bendición del Señor en todo momento… en todo momento… Sonó entonces un formidable estampido, como el chasquido de una gigantesca bofetada. Se oyó un corto y fuerte siseo y un choque seco y estrepitoso. Fue como si el techo estallara en mil pedazos que cayeron sobre los presentes.
Sobre Fischer cayó la guirnalda de encina que rodeaba la pancarta y quedó pesadamente apoyada sobre sus hombros. Sobre su cabeza y sus orejas quedaron adheridas astillas de madera y pedazos de cal del techo de un color blanquecino. Fischer permaneció un momento mirando ante sí estúpidamente, muy pálido. Después comenzó a tambalearse, a punto de caer al suelo. El público, que llenaba la sala, parecía haber sido violentamente arrancado de sus asientos. De sus bocas abiertas por el asombro y el sobresalto surgía un agudo griterío. Al cabo de unos momentos se hizo el silencio nuevamente. Sólo Eis se reía sin hacer esfuerzo alguno por contenerse. Aquella risa desatada hizo salir a Fischer de su aturdimiento. Furioso, se precipitó sobre Neuber y rugió:
—¡Esto es obra tuya!
—¡Mentira! ¡Lo has tramado tú para tener un arma contra mí!
Eis estaba rojo como un tomate, a punto de asfixiarse. Reía y reía sin poder detenerse.
En aquellos momentos, su mujer estaba intentando librarse de los brazos de Pampusch, que, fuera de sí, exclamaba divertido:
—¡Qué bien lo pasamos!
En aquellos momentos, Alfons Materna firmaba su «Solicitud de autorización para la desecación del pantano de la zona sur de Maulen». Y Wollnau decía: —Con esto empieza un nuevo capítulo de la vida de Maulen.
En aquellos momentos, el rostro del hijo de Eis había adquirido un color azul. Sus deditos se estremecían convulsivamente. Por unos momentos su cuerpo tembló violentamente y después murió.
Eis seguía riendo. Jadeaba y a sus ojos asomaban gruesas lágrimas. —¡Es para morirse de risa! ¡Para morirse de risa!