III

Nadie sabe lo que le espera. En el estiércol pueden florecer rosas, pero un exceso de abono es causa de podredumbre.

A los pocos días de estos sucesos llegó a Maulen un hombre que respondía al sencillo nombre de Willi Meier. Era de estatura mediana y extremadamente delgado. Se movía como un jockey sin caballo. Tenía el rostro terso y la voz suave de un dependiente de comercio.

Pero este aspecto exterior era engañoso. Los pocos que le conocían o se veían obligados a conocerle le daban el apelativo breve y exacto de «Meier Muerte».

Llegó en un Mercedes negro. Le acompañaban dos fornidos ayudantes. Taciturnos flanqueaban a su jefe, que parecía frágil como una caña entre las dos macizas figuras. Los dos hombres no necesitaban pensar; Meier lo hacía por ellos. Y Meier, a su vez, no tenía necesidad de ensuciarse las manos, porque ellos lo hacían en su lugar. Formaban, pues, un perfecto equipo de trabajo. Eis recibió al tal Meier con el gesto distraído de quien tiene mucho que hacer. Le pareció que el hombre quería venderle un aspirador. No obstante, teniendo en cuenta que venía de Konigsberg, le preguntó cortésmente:

—¿Qué desea?

—Pues verá usted —respondió Meier, sonriendo como un muchacho—. Me envía aquí el jefe de distrito.

Y, con la rapidez de un prestidigitador, se sacó un papel del bolsillo.

—Mis credenciales.

Eis miró el papel con desconfianza. Llevaba una firma que él conocía: Erich Koch, jefe del distrito. Haciendo un esfuerzo preguntó:

—¿Y a qué ha venido usted?

—Tengo el propósito de efectuar una investigación sobre ciertos hechos —dijo Meier amablemente.

Eis observó que el forastero hablaba en un tono muy correcto y que su rostro liso y sonrosado tenía una expresión completamente inofensiva. Habían mandado a Maulen un recadero elegante, pensó.

—Bien, sea usted bienvenido. Como enviado del jefe de distrito puede usted contar con mi máximo apoyo y colaboración.

—Gracias —dijo Meier—. Recurriré, en su momento, a la ayuda que usted me ofrece. Veamos ahora la cuestión del alojamiento. Para mis hombres bastarán dos habitaciones en la fonda. Yo preferiría una residencia privada.

Eis creyó comprender. Aquel avispado joven deseaba estar cómodo, bien atendido y bien servido. Pues bien, sería complacido.

—Tendré mucho gusto en recibirle en mi casa.

—De acuerdo —dijo Meier brevemente. Y se sumió en la contemplación de sus uñas. Willi Meier era conocido como uno de los más eficaces agentes de la Gestapo. Su especialidad era la resolución de situaciones graves o comprometidas que no convenía exponer a la luz pública.

—¿No se imagina usted por qué estoy aquí? Sin duda, tiene la conciencia tranquila. Magnífico. Vayamos al asunto que nos ocupa. Hablemos de Materna. ¿Qué me dice usted de él?

—Pues… es un tipo de cuidado.

—¿Porque ha conseguido convertirse en su suegro?

Eugen le miró, sorprendido. Pero se trataba de una broma; no había razón para alarmarse.

—¿Qué es lo que ha hecho ahora ese cerdo?

—Ha presentado una denuncia. Una denuncia que ha producido gran revuelo en la jefatura del distrito.

Eis no comprendió de qué se trataba.

—Ese Materna es un miserable intrigante. Quiere despojarme de mi herencia.

—Eso a mí no me interesa —dijo Meier con irritante amabilidad—. El hecho es que el tal Materna remitió al procurador general un escrito que le hizo saltar de la silla. Cuando reaccionó, al cabo de un buen rato, el procurador lo transmitió a su inmediato superior. Éste hizo lo mismo. Y así fue como llegó a mis manos ese paquete de dinamita. Y aquí estoy.

—¿Es por el asunto de los incendios?

Meier asintió.

—Yo puedo darle cuantas explicaciones desee…

—Más adelante, en todo caso. No nos precipitemos.

—Comprendo —dijo Eis, respirando con alivio. Creía saber dónde le apretaba el zapato a su huésped. Aquel hombre de sonrisa barberil tenía ganas de estirar un poco las piernas y de llenarse la panza.

—Venga conmigo, por favor.

Meier inspeccionó su habitación. La casa de Eis había sido construida y amueblada a expensas del Partido. Era sólida, de estilo rústico pero moderna y confortable. Predominaban los colores blanco y marrón.

—Espero que se encontrará usted a gusto en mi casa. En ella se han hospedado varios gobernadores y debo decir que no han tenido queja.

Meier parecía satisfecho. Se había alojado en sitios mejores, desde luego. En el Hotel del Parque de Konigsberg, por ejemplo, cuando realizó la investigación sobre la conducta del delegado de economía y comercio. Dicha investigación fue un éxito: el delegado hizo una confesión detallada de sus faltas y, oficialmente, se suicidó.

—¿Le gusta así la almohada? —le preguntó desde la puerta una voz que inmediatamente calificó de «sugestiva» y que pertenecía a Brigitte—. La forma de la almohada tiene su importancia. ¿Prefiere usted un colchón duro? Dicen que da sueños agradables.

—Le presento a mi querida esposa —dijo Eis—. Ella le atenderá en todo, si no tiene usted inconveniente.

—¡Cómo habría de tenerlo! —exclamó Meier «Muerte» levantando las manos, que eran pálidas, delgadas, casi transparentes y de articulaciones nudosas.

—Deseo que se sienta usted a gusto entre nosotros —dijo Eis.

—En todos los sentidos —añadió Brigitte.

—Esto hará mucho más grato el cumplimiento de mi misión —declaró Meier, satisfecho.

En los últimos tiempos, Fritz Fischer estaba enterado de cuanto sucedía en el pueblo. Había convertido a los miembros de la SA en sus «hombres de confianza», que le daban cuenta de todas sus observaciones. Así supo también muy rápidamente que habían llegado a Maulen unos «peces gordos».

Montó en su vehículo oficial —una motocicleta BMW color azul de acero, de 500 c. c.— y se encaminó raudo, levantando tras de sí decorativas nubes de polvo, a las oficinas del Partido. Una vez allí, se dirigió al despacho del jefe del Partido y preguntó:

—¿Hay algo para mí?

—Me caes del cielo —le respondió afablemente Eis—. Acaba de llegar un enviado de la jefatura.

—¿Y qué se le ha perdido por aquí?

—Viene a efectuar una investigación… por el asunto de los incendios.

Fischer tomó asiento tranquilamente y dijo:

—Muy bien, que investigue. Que pregunte todo lo que quiera. Lo esencial son las respuestas que se le den. Eis asintió.

—¿Tú crees que no habrá ningún problema en ese aspecto?

—Lo más sencillo sería taparle la boca a Materna —respondió Fischer—. Así nos quedaríamos tranquilos de una vez para siempre.

Eis asintió de nuevo, con el fin de contentar a su subordinado. Pensó que le esperaba un trabajo difícil y necesitaba estímulo.

—Desde luego. Pararle los pies a Materna definitivamente sería la mejor solución. Pero hay que pensarlo bien. En efecto, antes de aplicar cualquier solución definitiva, Materna debía haber hecho testamento y haberlo legalizado ante notario. Hasta ese momento debían prolongar la tregua. Podían hacerle la vida imposible, acorralarle, obligarle a ceder en otras cuestiones, pero en el asunto de la herencia tenía él la última palabra.

—Entretanto, tomaremos algunas medidas de precaución —dijo Eis—. Yo intentaré entretener al enviado de la jefatura. Tú encárgate de trabajar a nuestros convecinos.

Fischer se dispuso a actuar sin demora. Aquel trabajo le venía a la medida. Pensaba emplear el método que aplicara ya con tan buenos resultados el inolvidable Johannes Eichler: el arte de la persuasión directa.

Hizo convocar a toda la SA con carácter de alarma. Sus miembros acudieron en tropel y se concentraron en la sala de la fonda. A las dos llamadas que se hicieron acudieron los cuarenta hombres de Maulen y sus alrededores que componían el cuerpo. Fischer pasó revista y se colocó delante de ellos, mirando fijamente aquellos rostros de expresión enérgica y vacía. Y comenzó con voz estentórea:

—¡Camaradas de la SA!

Con ello quedaba dicho lo esencial.

—Yo tengo un excelente sentido del humor —continuó—. Pero no me hace absolutamente ninguna gracia que algunos miserables se atrevan a afirmar que nuestra SA, que nosotros somos una especie de banda de incendiarios. ¿Qué decís vosotros a esto, camaradas?

Hubo un murmullo general de protesta. Miradas acusadoras, rostros de expresión incrédula. Alguien produjo un peculiar sonido que quería expresar el más profundo desprecio. Era la reacción que Fischer esperaba. No obstante, buscó detenidamente con la mirada a alguien que no pareciese lo suficientemente indignado. Y lo encontró en la persona de Emil Kopetzki, que sonreía en silencio. El tal Kopetzki no había hecho nunca nada de especial relevancia ni había de hacerlo tampoco en el futuro. Pero ahora, por unos momentos, iba a entrar, por así decirlo, en la historia de Maulen.

—¿A qué viene esa risita? —preguntó Fischer secamente.

—Pues… es que lo encuentro muy gracioso —respondió Kopetzki, mirando con expresión divertida e infantil a sus asombrados camaradas—. Bien mirado, no tiene nada de especial que uno le pegue fuego a la casa. Las hogueras son una cosa típica de aquí, ¿no?

Fischer, en un artístico acceso de furia, gritó:

—¡Pero esto es de una vileza inconcebible!

Todos se abalanzaron sobre Kopetzki y comenzaron a golpearle. Lo hicieron en primer lugar los más adictos colaboradores del jefe de la SA, y los demás siguieron su ejemplo sin vacilar. Así se manifestó una vez más lo que recibiría después el nombre de indignación popular. Y se manifestó en su forma habitual: puñetazos y patadas. Algunos escupieron también.

—¡Basta! —gritó Fischer, mirando al apaleado Emil—. He aquí lo que le espera a todo aquél que intente empañar nuestro honor. ¡Esto o cosas peores!

Las risas de los niños resonaban por el pueblo. Alegres e inocentes, los alumnos de la escuela de Maulen rodeaban aquel monstruo de acero: el cañón que había hecho traer Amadeus Neuber.

—Perteneció a los rusos, a aquellos que puso en fuga nuestro gran Hindenburg —explicaba el pedagogo—. Fue Hindenburg quien, en su testamento, confió Alemania a nuestro amado Caudillo.

Pero los niños no hacían aquel día mucho caso de sus explicaciones. Miraban excitados al coloso metálico que en adelante adornaría la escuela. Tocaban y observaban la enorme boca, el armón, las ruedas de la altura de un hombre, más grandes que las de cualquier carro que hubieran visto nunca.

—Este cañón que se nos ha confiado tiene un calibre de diez coma cinco centímetros —continuó Neuber—. Durante la Guerra Mundial, sus disparos atravesaron muros de todos los grosores.

Sabine Gabler se adelantó y preguntó:

—¿Y se puede aún atravesar muros con él?

—¡Pues, claro, hija mía!

Amadeus Neuber atrajo a Sabine a su lado y apoyó la mano en su nuca, como sin darse cuenta, resultando así la decorativa y conmovedora estampa del abnegado educador y la alumna ansiosa de saber.

—Claro que se puede disparar aún. Sólo hace falta munición.

—¿Y tenemos munición?

—Sí, para algunos disparos. Para el día de la inauguración. Pero no se trata de la carga explosiva habitual, sino de la que se emplea para dar salvas.

—¿Y dónde está?

—En mi habitación, en una caja debajo de la cama. ¿Quieres verla?

Sabine meditó un momento la proposición que se le hacía. Pero, llevada de su sana desconfianza, decidió preguntar a Jacob lo que debía hacer. Y, con expresión circunspecta, se retiró un poco. Amadeus Neuber gozaba de aquellos momentos de entusiasmo de la juventud de Maulen, de su juventud. Cogió a una niña por la cintura, la levantó en alto y la sentó en el grueso cañón. La falda de la pequeña aleteó al viento y los niños se rieron. Neuber levantó el cubichete, que había sido cuidadosamente engrasado, y lo dejó caer de nuevo.

—¡Qué trabajo de precisión! —exclamó—. Esta arma fue arrebatada a los rusos, pero es de fabricación alemana, de la casa Krupp. Una vez más vemos lo que nos debe el mundo.

Los niños tenían en aquel momento un nuevo motivo de curiosidad: Alarich von der Brocken, que llegaba montado en Adolf II. El barón se detuvo junto al grupo y contempló aquel monstruo bélico con evocador interés. Y le preguntó a Neuber:

—¿En qué dirección colocarán ustedes este artefacto?

—Lo colocaremos delante de la escuela, como recuerdo. Y también como objeto de enseñanza. Lo esencial es el valor simbólico que posee.

Pero el barón insistió:

—Los cañones se colocan siempre apuntando al enemigo. ¿Cómo van a hacerlo ustedes? Al este, donde se encuentra el enemigo secular, está la escuela. Al oeste, la fonda. El norte es neutral y con el sur estamos aliados.

Era todo un problema. El barón sonrió y miró con curiosidad a Neuber. También los niños dirigieron miradas interrogadoras a su maestro. Aquella idea del cañón apuntando siempre al enemigo les había impresionado. Neuber parecía algo desconcertado.

—A no ser —sugirió el barón— que considere usted la iglesia como objetivo adecuado.

—¡Lo encuentro una propuesta excelente, señor barón! —se apresuró a responder el maestro.

Fue ahora el barón quien se quedó perplejo. ¿Le estaba tomando el pelo aquel infeliz maestro de pueblo y nacionalsocialista por añadidura? Su disgusto se comunicó a Adolf II, que resopló enérgicamente.

—No era ninguna propuesta, señor mío.

—De cualquier modo, es una buena idea, señor barón. Y vamos a ponerla en práctica inmediatamente.

Neuber asumió, pues, las funciones de apuntador, haciendo con ello las delicias de los niños. Inclinándose afanoso, colocó el cañón primero en posición horizontal y después vertical. Alarich von der Brocken y Adolf II se alejaron, no sin emitir respectivas expresiones de disgusto.

El padre Bachus estaba a la puerta de la iglesia y vio cómo el cañón comenzaba a moverse, primero, vacilante, hacia el cielo, y después en dirección a su persona, hasta que le pareció poder mirar por el amenazador orificio. Si en aquel momento se disparase el arma, el tiro le alcanzaría en pleno pecho, atravesaría su cuerpo y derribaría la puerta.

—Dios mío —dijo Bachus para sí—, de lo que son capaces esa gente…

Pero ahora la boca del cañón subía hasta quedar apuntando al ventanal que había sobre la puerta y, por tanto, al pilar central que sostenía el techo. Un solo disparo y la casa de Dios se vendría abajo, como antaño se intentara hacer con el Remter de Marienburg.

Bachus huyó a la bodega. Con mano temblorosa abrió una botella.

—¡Esto no puede continuar así! —gimió—. ¡No puede continuar así!

—¡Esto es vida! —le dijo Willi Meier a Brigitte, que le traía el desayuno—. Me gusta estar aquí.

Aspiró el olor del pan, recién sacado del horno. La mantequilla, fina y cremosa, tenía un color dorado. Y de la miel se desprendía un aroma de tilo.

Observó después a Brigitte, su expresión soñadora, sus hombros carnosos apenas cubiertos…

—¿No querrá usted seducirme? —le preguntó sonriendo—. Y en caso afirmativo, ¿qué espera usted a cambio?

Brigitte sonrió a su vez y dijo:

—Pero no ha venido usted aquí a divertirse. Tiene una misión que cumplir.

—Eso puede esperar. Esperar da siempre buenos resultados. Voy a dejar que algunos se cuezan en su propia salsa hasta que estén bien blandos.

Tomó la mano de Brigitte y la puso sobre su pecho, como si quisiera hacerle percibir los latidos de su corazón, que, por cierto, eran completamente normales.

—Bien, querida señora: ¿cuáles son sus deseos?

Brigitte se irguió; su pecho se estremecía.

—¿No ha pensado usted nunca que se pueden hacer las cosas sin segunda intención? ¿Por amor, por ejemplo?

—Sí, lo he pensado. Pero yo soy un hombre realista. Creo que hay cosas que merecen una compensación. Tú me gustas y yo creo que te gusto también. Siendo así, ¿por qué dudar? Sólo falta que me digas si tienes algún otro deseo que yo pueda satisfacer. ¿Se trata de tu marido o de tu padre?

Brigitte miró las piernas de Willi. Eran como las de un muchacho: delgadas, nervudas y poco desarrolladas. Sus pies, en cambio, eran muy grandes.

—No tiene usted muy buena idea de mí —dijo—. Y no parece conocer muy bien a las mujeres. Quizá no hay nada en el mundo que yo desee tanto como un poco de afecto, aunque sea por unos minutos.

Él la tomó en sus brazos.

—O eres muy experta en estas lides o dices la verdad. Sea como sea, siento una debilidad por ti. Debilidad que podría durar algún tiempo si es convenientemente cultivada. Y creo que tú sabrás hacerlo.

El ejemplar escarmiento dado por Fischer, el «castigo espontáneamente administrado por los camaradas de la SA al responsable de una indigna difamación», produjo los resultados apetecidos. Nadie sentía deseos de pasar por un trance semejante. Incluso el culpable se comportó como el hombre de honor que sin duda llevaba dentro. Después de que hubo «sangrado como un cerdo», según propia narración, y recibido el refrescante auxilio de sus compañeros bajo la bomba de agua, manifestó delante de toda la SA que reconocía haberse portado como un miserable, pero que estaba avergonzado y arrepentido y pedía perdón. Fischer, generoso, asintió. Y la agradecida víctima exclamó:

—¡Y si alguien se atreve a decir que nuestra SA es una banda de incendiarios, yo mismo le romperé los hocicos!

—¡Bien dicho! —declaró Fischer—. La verdad siempre acaba por imponerse. Aunque a veces haya que ayudarla un poco.

Fischer no perdió ni un minuto. Aprovechó la breve pausa que les llevó a todos a la taberna para sonsacar a Scharfke.

—¿Qué sabes tú de los incendios?

—Pues nada. Que se quemaron cosas.

—Pero ¿cuáles fueron las causas?

—¿Cómo quieres que yo lo sepa?

Scharfke se había dado perfecta cuenta del juego de Fischer y estaba dispuesto a decirle exactamente lo que quería oír.

—Se deberán sin duda a causas naturales. ¿O es que crees que alguien en todo Maulen se atrevería a afirmar lo contrario?

Fischer le dejó y fue a ver al siguiente de la lista: Ignaz Uschkurat, que firmó sin una queja un documento ya preparado. Lo único que deseaba ya era que le dejasen en paz. Le llegó entonces el turno al padre Bachus. Fischer le encontró en el jardín, ocupado en limpiar de malas hierbas sus rosales.

—Padre, hoy apelará usted enérgicamente a la conciencia de esos elementos extraños a la Gran Alemania que todavía se arrastran por las iglesias. Les hablará de lo que significa la conciencia nacional. Quien no reza por el Caudillo no tiene derecho a invocar a Dios. En fin, ya sabe usted. Ah, y diga también que quien se atreve a acusar de incendiaria a nuestra SA no merece el nombre de cristiano. Todo ello en el próximo sermón. ¿Entendido?

—Pero… ¿por quién me toma usted? —exclamó el pastor, con el rostro encendido de ira.

—Usted merece todos mis respetos, padre —dijo Fischer con ironía.

Le dedicó un enérgico saludo brazo en alto, dio media vuelta y se alejó.

Fue a ver a Neuber. Pero éste eludió el interrogatorio.

—Yo soy perfectamente consciente de mis obligaciones —dijo—. Me siento responsable ante el Caudillo.

—¿Es que quieres ponerme dificultades?

Neuber negó vivamente tal posibilidad, pero dejó bien claro que él estaba por encima de aquellos procedimientos.

—Esto es algo que muchos se empeñan en no ver. Y, sin embargo, no hay nada más importante ni más valioso…

—Déjate de cuentos —replicó Fischer, emprendiendo la retirada.

Aquel farsante tenía los días contados en Maulen, pensó. Y en cuanto a Materna, con quien iba a entendérselas ahora, estaba convencido de que no podría desafiar impunemente la opinión popular durante mucho tiempo más.

Se tropezó con él en el pueblo. Alfons le espetó como saludo:

—Si no pones fin inmediatamente a esta comedia, te echaré al lago para que te coman los peces…

—A mí no me impresionan las amenazas —respondió Fischer—. Vengan de quien vengan. Lárgate de aquí o llamo a la SA.

—Si supieras lo que sé de ti, te retorcerías de miedo como un gusano —dijo Materna con energía.

Fischer vaciló un instante. No quería admitir que la sonrisa de Materna le inquietaba.

—Haz el favor de marcharte —le dijo finalmente. Entonces Materna comenzó a relatar lo ocurrido el día del bautizo. Le recordó a Fischer que a las tres y diez minutos de la tarde se encontraba en su cocina y le explicó cómo había tomado del cajón una vela que estaba allí preparada y cómo, a las tres y quince minutos, había entrado en el gallinero, había vaciado sobre la paja del suelo una lata de diez litros de petróleo y había colocado la vela encendida sobre la paja.

—¡Eso es una invención tuya, del principio al fin! —gritó Fischer, alarmado—. ¡Es una más de tus intrigas!

—Tengo un testigo.

Aquí Fischer se asustó de verdad. Sólo una persona que le hubiese observado atentamente podía conocer todos aquellos detalles. Si era cierto que existía un testigo, Materna le tenía en sus manos.

—Así que ya lo sabes. Si de hoy en adelante no te comportas de una forma relativamente decente, te verás en la cárcel.

Dicho esto, Materna se alejó. Solo en medio de la calle, Fischer rechinó los dientes de rabia. Como si de repente le faltaran las fuerzas, se apoyó en la pared más próxima.

—Esto no puede ser —murmuró para sí—. He de encontrar a ese testigo y convencerle de cuatro cosas. Pero me temo que no será fácil.

—Nos espera una tarea difícil —les dijo Fischer a sus leales. Eran éstos cinco hombres de la SA, que le escuchaban rígidos, sedientos de acción y de sacrificio. ¡La élite!—. ¡Me temo que existe entre nosotros un sujeto insidioso y miserable!

—¡Le eliminaremos! —exclamó uno de los hombres con ardiente entusiasmo.

—Aquí en Maulen hay alguien que mete la nariz en todo a nuestras espaldas y con las más pérfidas intenciones —afirmó el jefe de las tropas de asalto—. ¡Y le encontraremos aunque tengamos que poner todo el pueblo patas arriba!

—Yo creo que ése sólo puede ser Buttgereit —dijo uno de los cinco esbirros, «Bubi» Kusche—. Se mete por todas partes. Ya no puede uno ni sentarse tranquilamente a beber una cerveza sin que aparezca él y empiece a hablar del fin del mundo. Los demás asintieron.

—Hasta mira por la ventana de los dormitorios —informó uno de ellos—. Y, además, tiene tratos con Materna. Va mucho por su casa, y allí se llena la panza y charla todo lo que quiere. Pronto no se abrirá ninguna bragueta en Maulen sin que Materna se entere.

—¡Traédmelo! —exclamó Fischer, triunfante.

Le trajeron. Bruno Buttgereit, el profeta, tenía la mirada fija en un punto del espacio más allá de donde estaban Fischer y sus hombres. Su expresión denotaba una extraña serenidad. Al verle, permanecieron todos silenciosos por unos instantes.

—¡Viva Hitler! —saludó Fischer en tono imperativo, mientras los cinco hombres comenzaban ya a celebrar con sus risas el espectáculo—. ¿No me oyes, Buttgereit? He dicho «viva Hitler».

—Dios os guarde.

Estalló una risotada general. Fischer y sus hombres se doblaron una y otra vez hacia delante, golpeándose los muslos. Uno de ellos se sostuvo incluso el vientre con los brazos, queriendo indicar que iba a estallar de risa.

—Buttgereit —le preguntó Fischer—, ¿por qué eres enemigo nuestro?

—Yo no soy enemigo vuestro. Mi fe me manda amar a todos los hombres, incluso a vosotros. No obstante, no puedo amar a todos con la misma intensidad. Quizás incurro en falta con ello.

A los cinco hombres les resultaron aquellas frases completamente incomprensibles. A Fischer le sonaron a sermón hostil.

—¿Tú piensas que yo soy un incendiario? —le preguntó crudamente.

—Sí —respondió Buttgereit en voz baja—. Pero también a ti te perdonará el Señor, porque su bondad es infinita.

Hubo un silencio. Como barrida por el viento había desaparecido aquella estrepitosa y artificial hilaridad. Fischer hizo una seña significativa a sus hombres. Con voz apagada, pero centelleantes los ojos, preguntó:

—¿Así que, según tú, todos nosotros somos unos puercos?

—Yo no he dicho tal cosa.

—¡Pero lo has pensado, que es peor! ¡Eso demuestra tu perfidia! Pero no creas que vamos a tolerarlo. Quien nos ofende, ofende también al Caudillo. Él y nosotros somos una sola cosa; él mismo lo ha dicho. ¡Y tú eres un enemigo del Caudillo, Buttgereit!

—¡No perdamos más tiempo! —exclamó uno de los cinco.

Fischer parecía estar sobreponiéndose a una violenta excitación.

—¡Buttgereit! —exclamó, casi suplicante—. Si en algo aprecias tu vida, repite ahora mismo estas palabras: «Me cago en mi Dios judío y prometo absoluta fidelidad al Caudillo».

Bruno Buttgereit dijo con voz áspera:

—¡Me cago en el Caudillo y me encomiendo a Dios, nuestro Señor!

Todos se lanzaron sobre él y le golpearon hasta matarle. El cadáver quedó tendido a sus pies. Lo contemplaron con repugnancia.

—¡Buen escarmiento! —exclamó uno, con voz insegura.

—Nosotros no queríamos hacerlo —declaró Fischer—, pero nos hemos visto obligados. Moralmente, ha sido un acto de legítima defensa.

—Además —dijo el bien aleccionado «Bubi» Kusche en un decisivo paso hacia el ascenso—, ese individuo tenía una constitución más débil de lo que parecía. No se explica que haya muerto por unos cuantos golpes. Habrá sido un ataque al corazón.

Fischer estaba convencido de que el peligroso testigo ocular de su delito había dejado de existir.

—Sea como sea, su Dios no ha venido en su ayuda. Y nosotros hemos hecho un buen trabajo. Un enemigo del Caudillo menos.

Alfons Materna estaba en el granero, ocupado en cambiar las cuchillas de la máquina cortadora de paja, cuando Jablonski le anunció la súbita muerte de Bruno Buttgereit.

—¿Un ataque al corazón? —preguntó, después de reflexionar unos instantes. Jacob asintió.

—Le sobrevino cuando estaba en compañía de unos camaradas de la SA.

Materna no conocía a Buttgereit más que de un modo relativamente superficial. Admiraba su valor y su sinceridad. De sus convicciones religiosas, en cambio, no comprendía nada. Para él todo cuanto proporcionaba felicidad o satisfacción a una persona era de respetar, a condición de que no tratase de obligar a otros a compartir sus creencias.

—¿Hay lo que se llama un dictamen oficial?

—Oh, claro —respondió Jacob—. Están todos de acuerdo: el informe del gendarme, el del médico y el del jefe del Partido: «muerte producida por ataque al corazón».

—Y tú no lo crees.

—Yo no creo ya nada de lo que dicen esos chacales.

Alfons pasó los dedos por una de las cuchillas, que estaba gastada.

—Me parece que harías bien en cuidar mucho a tu amiguita Sabine —dijo.

—¿Quieres decir que ella sabe lo que ha pasado?

—Si alguien lo sabe, es ella —dijo Alfons, convencido.

La muerte repentina de Buttgereit no suscitó en Maulen ninguna emoción especial. El escribano comentó que aquel individuo tan pesado no era del todo «normal». Uschkurat se limitó a encogerse de hombros. Y el padre Bachus declaró: «Se había alejado de la Iglesia… Pero rezaremos por él». Eis demostró la más absoluta indiferencia. En aquellos momentos tenía otros problemas. Hacía ya dos días que Willi Meier, el sabueso de la jefatura, se había marchado a la ciudad… en compañía de Brigitte. Habían dicho que iban a comprar un colchón. Y él no sabía bien si debía amenazar a su mujer con darle una paliza o bien si era aconsejable alabar su valor. Éste era su problema.

Tal como Materna había supuesto, Sabine Gabler, la hija del gendarme, resultó ser una excelente fuente de información. Había escuchado todas las conversaciones que tuvieron lugar en el despacho de su padre e incluso había leído los informes. En la relación que hizo a Materna y a Jablonski se puso de manifiesto su admirable memoria.

—¡Caramba! —exclamó Alfons—. ¡Eres más eficiente que un taquígrafo del Estado!

Aquel elogio halagó a Jacob, y ello alegró a Sabine. El padre de la niña era un frío burócrata, y su tía, que ocupaba el lugar de la madre, no hacía por ella ni un ápice más de lo necesario. Y Jablonski los reemplazaba a los dos. Él enseñaba a Sabine a pescar, a cortar rosas, a limpiar a los caballos, a distinguir las diferentes variedades de hierba, a amaestrar perros y mil cosas más. Jacob era su mundo. Y ella no tenía secretos para él. Así fue como Materna supo que Fischer y cinco de sus hombres eran los responsables de la muerte del pobre Buttgereit. Sabine le dio los nombres de cada uno de ellos.

—Asesinato… —dijo Materna, pálido de ira—. Y no es el primero. Buttgereit creía en su Dios, y esto, últimamente, se ha convertido en algo muy peligroso. No lo olvidemos. Algún día, cuando llegue la ocasión, volveremos sobre este asunto.

—¿Quieres decir que, por ahora, esto es todo?

En silencio, Materna comenzó a afilar las cuchillas de la máquina.

Al día siguiente, Eugen Eis hizo una visita de varias horas de duración a la «primera dama del pueblo», Margarete Eichler, la viuda más rica de toda la comarca.

—Qué amable es, Eugen, acordándose de una vieja como yo…

Eis protestó, tal como era de esperar, e incluso con más ardor del necesario.

—¡Ah, por favor! No hay nadie en toda la comarca que pueda compararse con usted.

—Usted siempre tan atento…

Eis tomó el vaso que ella le tendía delicadamente. Era un licor espeso, pegajoso, que en las gargantas masurianas acostumbraba a producir ganas de vomitar. Pero él aspiró valientemente el aroma dulzón y consiguió ocultar su repugnancia. Estaba convencido de que habría podido «conseguir» a Margarete en cualquier momento. La buena disposición de la viuda de Eichler en este sentido le parecía evidente. Ésta era una de las razones por las cuales iba a visitarla siempre en pleno día. Ésta, y el hecho de que no se había decidido aún entre la herencia de Materna y la dote de Margarete. Pero esto no era sino un indicio más de su espléndida situación en el pueblo. Podía elegir… De cualquier modo acabaría siendo el dueño de Maulen.

—¿Es usted feliz con Brigitte? —inquirió Margarete. Eis hizo un gesto evasivo, un gesto que significaba: «¿Y qué es la felicidad?». Y declaró:

—Brigitte es su hija, cierto, pero es innegable que lo es también de Materna… Me atrevo a dudar que algún día alcance las cualidades de usted.

Al cabo de un rato, Eis se despidió galantemente, considerando cumplidos los objetivos. Con paso ligero se encaminó a su casa. Llegó a tiempo: ante la puerta estaba el Mercedes negro de Willi Meier. Pero no se veía rastro de él ni de Brigitte, cosa que él interpretó como un indicio favorable.

Entró en la casa y cerró la puerta cuidadosamente. En el pasillo se quitó los zapatos. En sus calcetines de color caqui se deslizó, silencioso como un indio —no en vano había leído a Karl May—, hasta la habitación del huésped. Aplicó el oído a la cerradura y escuchó afanosamente.

Percibió, tal como esperaba, la voz de su mujer. Brigitte reía. Su risa era aguda, pero no lo suficiente. Él conocía todos los grados de aquella risa; sabía que subía más de tono en momentos más avanzados del proceso.

No estaba ni intranquilo ni excitado. Desde el punto de vista personal, lo que ocurría tras aquella puerta le dejaba completamente indiferente. Le interesaba sólo su repercusión política.

—Nos entendemos bien, ¿verdad? —dijo la voz pretenciosa de Meier—. Parecemos hechos el uno para el otro.

Eis asintió, no sin cierta admiración. ¡Aquella Brigitte sabía bien su oficio! Pero, como esposa, hacía ya tiempo que había muerto para él. Mientras él se ocupaba del Partido, ella había tomado otros derroteros.

De nuevo la oyó reír, en tonos más agudos cada vez. No se había equivocado: al cabo de un momento, la risa sensual se transformó en un gemido y la cama comenzó a rechinar. Eis dejó transcurrir unos sesenta o setenta segundos largos antes de entrar en acción. Hizo girar el picaporte y comprobó que, como de costumbre, Brigitte no había creído necesario cerrar con llave.

Abrió la puerta, echó una mirada a la escena que esperaba ver y exclamó:

—¡Oh! ¡Perdón!

Y volvió a cerrar la puerta inmediatamente, como el huésped de un hotel que se equivoca de habitación.

Esto fue todo. Visiblemente satisfecho, Eugen Eis se alejó de allí, convencido de haber ganado una batalla importante.