A menudo la esperanza es una llama que no deja más que ceniza. Ceniza que se dispersa cuando sopla el viento.
En la noche que siguió al incendio, Eis contempló por primera vez al niño que su mujer había dado a luz.
—Tiene mis ojos —creyó comprobar.
—Y tu voz también —aseguró la señora Audehm, la comadrona—. Grita como un condenado.
Él lo tomó como un cumplido. Continuó observando atentamente a la criatura y dijo al cabo de un momento: —No me gusta su nariz.
La nariz en cuestión no guardaba ningún parecido con la suya… ni tampoco con la de la madre. También le desagradaba el labio inferior del niño. Y aquella barbilla, que carecía absolutamente de la energía de los Eis y de la tozudez de los Materna… ¿A quién habría salido aquel rapaz?
—No me gusta este niño —dijo.
Entró pisando fuerte en la habitación donde descansaba su mujer. Se plantó delante de ella y, haciendo caso omiso de su palidez y agotamiento, le preguntó crudamente: —¿Qué demonio de niño es éste?
—Es mi hijo —dijo Brigitte con esfuerzo—. Eso está fuera de toda duda.
Eis, lleno de ira y vergüenza, estuvo a punto de romper a gritar.
Aquello era la gota que hacía desbordar el vaso. Primero el incendio y ahora el nacimiento de aquel engendro. ¿Iban a perderse en una sola noche los frutos de toda una vida de esfuerzo, incluida la herencia?
—Más tarde o más temprano se pagan las cosas —dijo Brigitte con voz dura, a pesar de su fatiga.
De nuevo le asaltó a Eis el deseo de echarse a gritar, de golpear en la cara a aquella mujer y de decirle que era una puta asquerosa, en el caso de que realmente le hubiera engañado, cosa de la cual la creía muy capaz. Pero se contuvo. La señora Audehm, que tenía el oído fino y la lengua afilada, estaría sin duda escuchando detrás de la puerta.
Se inclinó hacia Brigitte y le preguntó en voz baja, casi siseando:
—¿Quién es el padre?
Brigitte estuvo tentada de sonreír. Le complacía ver a su marido temblando casi de inquietud e incertidumbre. Y respondió, con provocativa suavidad:
—Es que quizá tú no puedes tener hijos… Yo, en cambio, he demostrado que sí puedo tenerlos.
Eis, haciendo un enorme esfuerzo por dominarse, declaró: —Si mi mujer tiene un hijo, el padre sólo puedo ser yo.
—Pero no estás seguro de ello…
—Ya hablaremos de eso en otro momento —dijo él en tono evasivo—. Ahora estoy cansado. Me han ocurrido demasiadas cosas.
El barón Alarich von der Brocken entró en el patio de Materna a caballo de Adolf II, que resoplaba fuertemente. Le recibió Hannelore Welser, que estaba de pie en el umbral de la puerta contemplando, divertida, la aristocrática estampa: el barón, con sus pantalones rojos, su camisa blanca como la nieve y su chaqueta negra, parecía salido de las páginas de una revista de modas. —¡Buenos días tenga usted, señorita!— exclamó galantemente, con voz sonora.
—Me parece que se ha equivocado de dirección —dijo alegremente Hannelore—. Viene usted como si fuera a visitar a la reina de Inglaterra.
El barón sonrió, halagado.
—Si se refiere usted a mi nuevo equipo de jinete, hermosa niña, sepa que me lo he puesto para visitarla a usted —dijo, al tiempo que se quitaba la gorra de cuero y hacía con ella un gesto de salutación.
Hannelore Welser tenía apenas veinte años. Era pequeña y frágil, pero bien formada y muy hermosa. Su cabello oscuro, liso y sedoso, le llegaba hasta los hombros y enmarcaba de oro viejo un rostro delicado.
Hacía casi un año que llevaba la casa de Materna. Nadie, a excepción de Alfons y Jacob, sabía a ciencia cierta de dónde era. Decían que era pariente del dueño de la casa y, efectivamente, como pariente la trataban. Acostumbraba a llamar a Materna «mi querido tío», y él la llamaba a menudo «hija mía». A pesar de su apariencia frágil, Hannelore Welser podía trabajar como un hombre cuando era necesario. En el pueblo, todos la miraban con agrado.
—¡Cuando la veo, señorita, da un vuelco mi viejo corazón de cazador! —exclamó el barón con voz potente, mientras Adolf II daba enérgicos cabezazos—. Esperaba verla cuando los fuegos artificiales, pero llegué tarde.
—No estaba en el pueblo. Tuve que hacer un pequeño viaje. De lo contrario, no me hubiera perdido la ocasión de verle.
—Deberíamos conocernos mejor, hija mía. Mi casa está siempre y en todo momento a su disposición.
—¿No estará usted tratando de arrebatarme mi mejor ayuda, verdad? —dijo Alfons, que llegaba sonriente—. Eso se castiga.
—Acepto de buena gana cualquier castigo —dijo el barón, haciendo un amplio gesto con los brazos—. Y no me venga usted con que ya tengo bastantes personas del sexo femenino en mi casa; aunque cierto, sería una falta de tacto. Además, el puesto de señora de la casa está vacante. Yo soy soltero aún.
—¿Es una proposición de matrimonio? —preguntó vivamente Hannelore—. Pero quizá debería usted hacer una pausa y beber algo antes de pasar a nuevos ataques.
El barón echó pie a tierra, dejó a Adolf II al cuidado de Jablonski, que se mantenía algo apartado y sonreía, y obsequió a Hannelore con un perfecto besamano. La joven no se intimidó en absoluto, cosa que Alarich observó con satisfacción. Aquella muchacha encantadora era toda una dama; él entendía de eso.
—¿Cómo ha venido a parar esta deliciosa criatura a este rincón de mundo? —le preguntó a Materna.
Habían entrado en la sala grande, la «gruta», como la llamaban, y estaban sentados frente a frente, alto, ancho y majestuoso el uno, vigoroso el otro como las raíces de un árbol.
—En algún lugar ha de encontrar refugio un ser como Hannelore —respondió Materna.
—¿No viven ya sus padres?
—Su padre vive. Pero no se sabe dónde está ahora. Sólo hay dos posibilidades: en la cárcel o en un campo de concentración.
—¡Es inconcebible! —exclamó el barón, indignado—. Cuando oigo cosas así me da un ataque de rabia… o bien ganas de vomitar. No me iría mal ahora un vaso de su renombrado aguardiente.
Alfons se lo sirvió. El barón tomó el vaso, aspiró con placer el aroma del licor, lo apuró y sonrió satisfecho.
—He de venir más a menudo —dijo—. Por varias razones. Por ejemplo, me ocurre últimamente que duermo muy intranquilo.
—Pero esto, en su caso, sólo puede ser debido a los más agradables motivos —dijo Materna sonriendo.
El barón, halagado, hizo un ademán negativo. Materna se refería a las jóvenes especialmente escogidas que el barón tenía a su servicio. Eran seis, prácticamente una para cada día de la semana; los domingos acostumbraba a dormir solo.
—¿Le molesta a usted? —preguntó el barón.
—No, al contrario —respondió Materna—. En teoría al menos parece una situación extremadamente satisfactoria. En la práctica, no obstante, no sé cuáles pueden ser los resultados. —Si lo desea usted, señor Materna, puede observarlo personalmente en mi casa. Sí, precisamente había venido a invitarle. Alfons miró a su visitante con creciente asombro.
—¿Quiere usted pervertirme, señor barón?
—Puede usted aceptar con toda tranquilidad, señor Materna —dijo Alarich von der Brocken, llenando nuevamente su vaso—. Un hombre que elabora un licor tan exquisito ha de tener buen gusto. Un hombre en casa del cual se siente tan a gusto una criatura única como la señorita Welser ha de poseer una gran personalidad. ¿Por qué, pues, está usted siempre entre esos infelices de Maulen? Usted debería frecuentar mi casa.
—Lo haré con placer en algunas ocasiones, señor barón. Pero le aseguro que en Maulen hay toda una serie de diversiones de otro tipo.
—¿Y si yo sintiera deseos de participar en esas diversiones? —dijo el barón, inclinándose hacia Alfons—. Y no me diga usted ahora que ya tengo bastantes. Hace unos días, cuando ocurrió el incendio, me di cuenta de que aquí suceden cosas que yo nunca había imaginado. Y creo que he hecho mal en perdérmelas.
Alarich von der Brocken había transformado su propiedad en una fortaleza y había vivido su vida. Detestaba la política y no le interesaban los habitantes del pueblo. Pero ahora su grande y sensible nariz de caballo había descubierto a Materna.
—Daría cualquier cosa por tomar parte en los asuntos de Maulen —declaró.
Alfons, pensativo, dijo:
—Señor barón, nadie puede perder más de lo que tiene. Pero usted tiene mucho. ¿Por qué no quiere conservarlo?
—¿Significa esto que no me acepta usted como aliado? —preguntó Alarich, inquieto.
—Me limito a aconsejarle que no se comprometa. Lo que pasa por aquí son cosas serias, no cacerías para caballeros.
—¡Hombre de Dios! —exclamó el barón, más consternado que ofendido—. ¿Qué idea tiene usted de mí?
Y se puso en pie, dispuesto a marcharse.
Eugen Eis estaba acurrucado en el sillón de su despacho, como si hubiera buscado refugio allí. En torno a su persona flotaba aún el olor dulzón y espeso del incendio.
Ante él estaba Fritz Fischer de pie, con aspecto intranquilo. Le temblaban las manos.
—No te desesperes, Eugen.
—¡Yo no desespero nunca! —exclamó Eis en tono poco convincente—. ¡Pero te aseguro que me gustaría mandarlo todo al diablo! Yo lo echo todo sobre mis espaldas, me deslomo, me arruino casi… y, ¿quién me lo agradece?
—Yo sé apreciar plenamente tus méritos —aseguró Fischer, solemne.
—¿Quieres ser tú jefe local del Partido, Fischer? Por mí puedes serlo ahora mismo, sin más ceremonias. Sólo tienes que decirlo.
Fischer se guardó de insinuar tal cosa, pero trató de decir algo y estuvo a punto de atragantarse a causa de la sorpresa. Finalmente declaró con vehemencia:
—Tú sabes bien, Eugen, que nosotros dos somos aliados.
—Nadie es insustituible —murmuró Eis—. Sólo el Caudillo.
—Pero nosotros estamos en la misma barca. Si uno de los dos se hunde arrastrará al otro. Y lo que ocurrirá entonces, seguramente, es que se aprovechará de la situación ese advenedizo de Neuber. Eso es lo que hemos de evitar. Amadeus Neuber era el actual jefe de organización.
—¿Es que Neuber tiene intención de sucederme?
Fischer eludió hábilmente la respuesta diciendo:
—Ah, pero ¿qué nos importa ese parásito? De ti y de mí depende todo. Tus problemas son también los míos. Ahora estás preocupado porque no tienes seguro, ya lo sé. Pero incluso esto puede arreglarse.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Eis, sorprendido.
—Sencillamente, que yo me ocuparé de que tus bienes estén asegurados… en la cantidad que tú desees.
—Si consigues esto, Fritz… te lo agradeceré toda la vida.
—Me basta con que me nombres lugarteniente tuyo. Lugarteniente del jefe del Partido y jefe de todas las asociaciones de Maulen.
—Si consigo cobrar una suma importante, cuenta con ello.
—¿Qué voy a hacer con usted? —le preguntó Materna al que era ahora su único visitante, el consejero Erich Wollnau—. ¿Cómo vamos a mantener esta situación?
—Señor Materna, diga una sola palabra y desapareceré de aquí.
—¿Y adónde irá usted, si me permite preguntárselo? ¿Cruzará la frontera?
—No lo sé. Es todo muy complicado —respondió el consejero en voz baja, como avergonzado—. Si lo hiciera me sentiría como un soldado desertor.
—Y usted prefiere, pues, ser un soldado muerto… ¿Le parece esto más honorable?
Paseaban silenciosamente por el bosque de abetos, tomando precauciones para no ser vistos. Jacob vigilaba también.
—Tengo algunos amigos. Aún es posible encontrar amigos, incluso en mi situación. ¿Podría enviarles un mensaje?
—Sí. Es muy complicado, pero posible. Dispongo de una dirección segura en Lotzen. Allí tengo a mi querido hijo Hermann, que es consejero del gobernador además de tratante de ganado. Así pues, puede escribir esas cartas. Pero ¿qué piensa hacer entretanto?
Wollnau inclinó la esbelta cabeza.
—Propongo una cosa. Yo me marcho ahora de aquí y vuelvo dentro de quince días. No se preocupe, no será difícil.
Sabía que Masuria era todavía la región menos poblada de Alemania. Los solitarios lagos estaban rodeados de grandes y espesos bosques. Las granjas eran como toperas. Y ahora que se acercaba el otoño no era difícil conseguir alimentos: había trigo maduro en los campos, zanahorias y coles en los huertos; y tantos peces que, con un poco de práctica, se podían coger con la mano. Las noches eran cálidas aún y no faltaban los montones de heno donde se podía dormir.
—Pero ¿por quién me toma usted? —preguntó Alfons ásperamente.
El rostro de Wollnau, tan pálido siempre, enrojeció. Y dijo con vehemencia:
—¡Lo que usted ha hecho por mí y por otras personas como yo no lo hubiera hecho otro entre cientos de miles! Y nunca podré agradecérselo bastante. Pero seguir aquí en su casa poniéndole en peligro sería una temeridad.
—Usted me subestima, señor Wollnau; subestima mi egoísmo. Estos días he estado pensando… Usted debe de poseer notables conocimientos jurídicos, ¿no es cierto?
—Desde luego —respondió Wollnau sorprendido pero con cierta satisfacción—. Además, he trabajado durante algún tiempo en el Ministerio del Interior de Prusia.
—¡Magnífico! Yo le proporcionaré todos los libros de leyes al respecto, comentarios y todo cuanto necesite. Su primer trabajo será elaborar una denuncia por incendio, una denuncia en toda regla. ¿Acepta usted ayudarme a echar una red de la que no pueda escapar ni un ratón?
—¡Acepto! —exclamó el consejero entusiasmado.
Entretanto, Ignaz Uschkurat, que era aún jefe de la Unión de Campesinos y alcalde, se acercaba sin saberlo a la hora más amarga de su vida: su última hora de persona importante en el pueblo, al cabo de la cual se hundiría en el anonimato como una piedra se hunde en el pantano.
Vio venir a Eis y Fischer a lo lejos. Les miró mientras se acercaban y se dio cuenta de que iban preocupados. Y el hecho de que vinieran a confiarle sus preocupaciones era buena señal.
—Ha sido una cosa lamentable. Muy lamentable… —le dijo a Eis cuando hubieron llegado.
—Tampoco es tan grave —respondió Eugen—. Al fin y al cabo, un edificio incendiado se puede volver a construir.
—Sí, claro. Siempre que se tenga el dinero necesario —dijo Uschkurat.
—Y Eis, afortunadamente, lo tiene —intervino Fischer.
—Ah, ¿sí? —preguntó Uschkurat tranquilamente—. Pero, que yo sepa, no estaba asegurado.
Creía saberlo con certeza, ya que, además de alcalde y jefe de la Unión de Campesinos y gracias a las relaciones que le habían proporcionado dichos cargos, era representante de seguros, «agente», de la importante compañía de seguros denominada «La Prusiana Agrícola y Forestal».
Fischer, entornando los ojos, le dijo:
—Debes de haberte equivocado. Eis tenía seguro.
—¿De veras? —preguntó Uschkurat, vacilando—. Me alegraría que así fuera…
—Pues alégrate.
—Pero no es cliente de mi compañía. Y con ello me he perdido una buena prima.
—Ahí es donde te equivocas, Ignaz —dijo Fischer riéndose silenciosamente y mirando a Eis—. Eis es cliente de tu compañía. Y yo también.
—¡No puede ser! —exclamó Uschkurat con la inquietud reflejada en los ojos—. ¡Os aseguro que no sé nada de eso!
—¡Qué mala memoria tienes! —gruñó Fischer—. Hace casi exactamente una semana, el viernes pasado antes de comer, estuvimos los dos aquí en tu casa. En esta misma habitación, sentados a esta mesa, bebimos una copita para celebrar la firma del contrato. Seguro contra incendio. Y pagamos inmediatamente la primera mensualidad. ¿No te acuerdas?
Uschkurat sacó su pañuelo, que era de un color azul grisáceo y del tamaño habitual en Masuria —grande como un mantel de té—, y se enjugó la frente. El sudor brotaba de todos los poros de su cuerpo.
—Sea como sea, yo soy testigo —dijo Fischer implacable.
—Y lo que puede atestiguar Fischer puedo atestiguarlo yo también —declaró Eis, como si estuviera anunciando una resolución del gobierno—. Los dos suscribimos el contrato en tu presencia y efectuamos el primer pago, con lo cual el seguro entraba automáticamente en vigor.
—¿Pones en duda estos hechos? —preguntó el jefe de la SA, impaciente por obtener un «sí» o un «no» y actuar en consecuencia—. ¿No te habrás cansado de vivir, Uschkurat?
Y añadió, en tono confidencial:
—Mira, podría ser que nuestros contratos se hubieran traspapelado, o bien que no los hubieras enviado a tiempo… Quizá lo olvidaste; tendrías mucho trabajo… Tú no te preocupes, que no vas a perder en ello.
Uschkurat, que era un hombre de apariencia atlética, estaba ahora hundido en su sillón.
—¿Qué es lo que he de hacer?
—Ser razonable —le contestó Fischer amigablemente.
—¡Piensa en tu comisión! —exclamó alegremente Eis, que veía la batalla prácticamente ganada—. Te corresponde una comisión por cada contrato y nosotros te la daremos. Y, dicho esto, colocó, uno a uno, diez billetes de cien marcos sobre la mesa.
—Cógelos, Uschkurat, si no eres tonto. Un puñado de billetes y nuestra amistad, ¿no significan nada para ti?
Uschkurat aspiró profundamente y dijo:
—¿Y si me niego a colaborar en este juego?
—En estos momentos —declaró Eis— atravesamos una situación que podríamos calificar como de emergencia. Hemos de apoyarnos unos a otros por encima de todo si no queremos hundirnos juntos. Lo ha dicho el Caudillo.
—Quien actúa contra el Caudillo merece sencillamente ser eliminado —dijo Fischer, tajante—. ¿Está claro?
—Bueno —dijo Uschkurat en tono lastimero—. Si no puede ser de otra manera, hagámoslo así…
Para Maulen, Uschkurat estaba acabado. Él se dio cuenta y lo aceptó, no precisamente con resignación, pero sin oponer resistencia. Bajó la cabeza como sometiéndose al hacha del verdugo.
—¡Bien! —exclamó Eis, suspirando aliviado. Lo más difícil estaba hecho. El resto lo arreglaría un abogado listo que hiciera aplicar la justicia de la Gran Alemania.
—¡Bien! —exclamó también Fischer. Por fin había conseguido tener en el bolsillo al mismo Eis. Ahora sabía de él algo que podría resultar muy útil. «El resto es simple cuestión de rutina», pensó.
Los «hijos de Satán» continuaban pasando en Maulen los fines de semana, si bien con menor frecuencia que antes. Los dos estudiaban en Konigsberg, Peter Bachus medicina y Konrad Klinger derecho. Tenían ahora cinco años más, pero no habían cambiado mucho.
Se alojaban en casa del padre Bachus, pero no pasaban allí mucho tiempo. Lo que se llama «vivir» preferían hacerlo en casa de Materna, donde Hannelore Welser constituía un importante punto de atracción.
Los dos le hacían la corte. Iban tras ella como falderos, sin perderla de vista un momento y sin perderse de vista tampoco el uno al otro. Materna sonreía benévolo cuando les veía.
—¿Ha habido algo especial esta semana? —preguntó Konrad.
—Dos incendios —respondió Hannelore.
—Eso no es nada especial —comentó Konrad—. Antiguamente era ésta una de las diversiones predilectas de los masurianos en las noches de fiesta.
Peter se adelantó, empujando un poco a un lado a su amigo.
—¿Y nada más?
—Me han hecho una proposición de matrimonio —dijo ella sonriendo.
—¿Quién? —preguntaron los dos a un tiempo.
—Pues… el barón.
—¡Pero esto es ridículo! —exclamó Peter.
—Es sospechoso —dijo Konrad.
Los dos jóvenes se miraron con expresión preocupada. Les inquietaba el brillo malicioso de los ojos de Hannelore; y no era la primera vez que ella se divertía haciéndoles rabiar. Se retiraron para deliberar.
—A ese viejo verde le voy a castrar yo un día. Por algo estudio medicina —susurró Peter.
—Espera a que termine mis estudios —le aconsejó Konrad—. Así podré defenderte en el juicio.
Se rieron los dos. Y llegaron a la conclusión de que aquello podía ser una broma pesada de Hannelore. De nuevo fueron al encuentro de la joven, que les recibió sonriente. Konrad declaró:
—Hemos llegado a un acuerdo. Te casarás con uno de nosotros y con ninguna otra persona. Pero no hay prisa. Tenemos tiempo aún.
Fueron los tres a ver a Materna y Hannelore le contó lo que habían hablado.
—¡Disponen de mí como si fuera una propiedad suya!
—Es un pacto que hemos hecho —dijo Konrad.
—Y en interés de Hannelore exclusivamente —declaró Peter.
Alfons, que estaba jugando a cartas con Jacob, meneó la cabeza con expresión divertida. Jacob, en cambio, miró a los chicos de arriba abajo con cierta desconfianza.
Habían pasado ya los tiempos en que ambos jóvenes intervenían alegremente en las pequeñas luchas del pueblo. Sus esfuerzos habían resultado inútiles: Maulen había adquirido un marcado color caqui, y con Maulen toda la Prusia Oriental y toda la Gran Alemania. Sus padres colaboraban, sus madres no se oponían y sus compañeros se uniformaban. A sus ojos, Alemania se había convertido en un inmenso rebaño.
Konrad y Peter ocupaban juntos una habitación en Konigsberg. Por sus respectivos padres no podían sentir, en los últimos tiempos, más que lástima. El pastor Bachus, muy próximo durante un tiempo a los Cristianos Alemanes, parecía inclinarse ahora hacia la Iglesia Confesionista, y ello principalmente cuando se hallaba en la bodega, donde guardaba el vino de misa. El gendarme Klinger desempeñaba su cargo en Allenstein; desde su mesa de despacho organizaba la actividad de los defensores del orden. Aquel trabajo parecía resultarle extremadamente fatigoso. Dormía mucho, hablaba poco y no decía nunca lo que pensaba. Algunos atentos observadores de Maulen creyeron haber descubierto que Hannelore era una especie de cebo deliberadamente colocado por Materna. Los «hijos de Satán» no habían tardado en morder el anzuelo, y así Materna volvía a tener a su disposición dos agudos y eficaces sabuesos. Además, Alfons no perdía ocasión de cubrir su mesa con los platos exquisitos que preparaba la joven según antiguas recetas que conocía. Sabía condimentar a la manera polaca los concentrados guisos masurianos y darles la finura de la cocina francesa. Konrad y Peter los devoraban con entusiasmo.
Después de uno de aquellos banquetes, dijo Materna a sus jóvenes amigos:
—Yo quisiera ahora mostrar a nuestro jurista un documento que trata de un incendio. Y al médico voy a rogarle que se interese por una vez en el funcionamiento de un cañón. Jablonski te lo explicará.
Konrad tomó el escrito redactado por el consejero Wollnau y Peter se sentó en una esquina de la habitación al lado de Jacob. Éste le informó de que el celoso pedagogo Amadeus Neuber había hecho traer a Maulen un cañón que había pertenecido a los rusos y se encontraba en no sabía qué Museo Municipal. El arma debía ser solamente instalada delante de la escuela.
—Y hemos pensado que podríamos hacer algo —concluyó Jacob.
—¡Increíble! —exclamó Konrad cuado hubo leído el documento.
—¿Es lo suficientemente alarmante?
—¡Es fabuloso! ¡Extraordinario! ¿Quién lo ha escrito? Es un clásico en su estilo. Este papel hará saltar de sus asientos al menos a una docena de burócratas.
Y Peter, igualmente entusiasmado, exclamó: —¡Imaginaos, un cañón en medio del pueblo! ¡Cualquiera se resiste a la tentación de dispararlo!
—Sí, pero primero hay que apuntar bien —dijo Alfons en tono moderador—. Cuando se dispara hay que dar en el blanco. Las cosas se hacen bien o no se hacen.
Amadeus Neuber, maestro y jefe de organización del Partido y, por tanto, ciudadano importante de Maulen, estaba decidido a defender y consolidar la situación que había alcanzado. Con este afán se dedicaba intensamente a aquel sector de población de la que acostumbraba entonces a decirse que era la garantía del futuro: la juventud.
La mayoría de los jóvenes del pueblo estaban bajo su influencia directa. Los alumnos de la escuela eran cadetes o miembros regulares de las juventudes de Hitler.
—¿A quién guardamos fidelidad?
—¡A nuestro Caudillo!
—¿Y quién es nuestro enemigo?
—¡El enemigo del Caudillo!
Los niños estaban ansiosos de lucir sus conocimientos. Sólo Sabine Gabler, la hija del gendarme, preguntó:
—¿Cuánto rato hemos de estar con esto?
—Hasta que nos pongamos de acuerdo.
—¡Pero si lo estamos siempre!
—¡Muy bien! —dijo Neuber, mirando con agrado a la niña.
Sabine era una criatura precoz, mental y físicamente. Tenía ya unos labios muy bellos y su pecho y sus caderas comenzaban a desarrollarse. Neuber se le acercó con expresión amistosa.
—Vamos a ver, Sabine —le dijo, cogiéndola del mentón como para darle ánimos—. Supongamos que tu padre, un día, hace un comentario desfavorable sobre nuestro Caudillo. ¿Qué harías tú?
—Eso no lo hace mi padre. Y si lo hiciera, yo no escucharía.
Neuber se le aproximó más y le puso las manos sobre los hombros, en un gesto cariñoso pero firme. Pensó que aquella criatura impresionaba su desarrollado sentido de la belleza. Las medidas clásicas, lo griego y lo nórdico. La Hélade y Hitler; había que tender un puente entre los dos.
—Alemania ilumina con su grandeza la historia del mundo —declaró—. De no ser por ella, Occidente se hubiera sumido en el olvido.
Vino entonces la inevitable historia del ataque al Remter. El Remter, en la ciudad de Marienburg, era el principal lugar de reunión de los caballeros del hábito. En el apartado «Ordenes militares» venía en primer lugar la pregunta: ¿Por qué luchaban?
Y la bien preparada respuesta colectiva de los niños era: ¡Por las esencias de Alemania!
—¿Contra quién luchaban?
—¡Contra los eslavos!
Los eslavos eran los polacos.
El Remter de Marienburg, explicó Neuber, tenía en el centro una columna principal. Si se conseguía derribarla de un disparo certero, el edificio se vendría abajo. Y hubo un miserable traidor que colocó en una ventana un gorro rojo —¡rojo precisamente!— para que sirviera de blanco a los polacos. Éstos dispararon, pero erraron el tiro a causa de sus deficientes conocimientos de artillería.
—Y bajo este mismo punto de vista debéis mirar el cañón que he conseguido hacer traer y que pronto instalaremos solemnemente en nuestro querido Maulen.
Y después de haber aleccionado así a los jóvenes garantes del futuro, fue a visitar el otro gran baluarte de las esencias alemanas: las mujeres organizadas en la llamada Sección Femenina Nacionalsocialista, denominada por Jablonski «las gallinas de Hitler». Su presidente era la viuda del inolvidable Johannes Eichler. En los últimos tiempos, Margarete Eichler se había convertido en una de las instituciones del nacionalsocialismo local.
Margarete se ocupaba de administrar la herencia de su malogrado esposo, y ello no sólo en un sentido material. Se había visto convertida en la viuda de un héroe y le gustaba el papel. En Maulen todos le rendían homenaje, y más que todos Amadeus Neuber.
—Una mujer como usted debería tener más autoridad —declaró.
Y en voz alta, dirigiéndose a las demás, dijo:
—¡Nuestras magníficas mujeres alemanas merecen ser escuchadas!
Las «gallinas de Hitler» le rodearon como si de un gallo se tratara. Se sentían comprendidas. Y Neuber cacareó:
—Yo propongo que en adelante no se tome ninguna decisión en el grupo local de Maulen sin la aprobación de las mujeres… O, por lo menos, sin haber tomado en consideración su opinión.
—Muy buena idea —declaró Margarete, convencida.
Y todas sus compañeras asintieron repetidamente con la cabeza, como si picotearan las palabras de Neuber.
—Yo estoy siempre a disposición de ustedes con mis consejos y mi apoyo —declaró el maestro—. Cuando se trata de mantener los verdaderos valores, quién si no nosotros ha de sentirse responsable.
En Gross-Siegwalde, Alfons fue recibido por la baronesa. A sus cuarenta años, Elisabeth von der Brocken estaba soltera aún. Era alta y esbelta y tenía una apariencia extremadamente frágil, como un álamo joven en la brisa primaveral.
—Bienvenido, señor Materna —dijo.
Le miró con amable curiosidad. Aunque Siegwalde distaba poco más de tres kilómetros de Maulen, les separaba todo un mundo.
Elisabeth no abandonaba casi nunca la residencia y el parque, y cuando lo hacía era para hacer un viaje a Berlín, Marienbad o Niza.
—El barón quería hablar conmigo.
—Mi hermano está ocupado en este momento. Por favor, no me pregunte en qué… ¿Quiere tomar una taza de té conmigo?
—Desde luego… Mientras haya también ron en esa taza.
El rostro de Elisabeth, serio hasta entonces, se iluminó con una sonrisa.
—La verdad es que no sabía cómo obsequiarle…
—¡Ah, claro! —dijo Alfons, sentándose sin hacer cumplidos en un sillón rococó color azul celeste—. No es frecuente en esta casa recibir a visitantes como yo. Y usted se preguntaba: «¿Qué voy a hacer con este hombre?».
—Pues sí —respondió Elisabeth con franqueza—. Y ahora continúo preguntándome con cierta preocupación qué quiere mi hermano de usted.
Materna contempló el esplendor algo deteriorado que le rodeaba: maderas nobles roídas por la carcoma, alfombras sobre las que parecían haber pasado regimientos enteros de caballería, elegantes tapices gastados.
—Quizá estará usted más tranquila si le digo que yo, por mi parte, no he venido a pedirle nada a su hermano. Yo no soy un caballero, soy un campesino. Y también los campesinos tenemos nuestra dignidad.
Elisabeth volvió ligeramente a un lado la esbelta cabeza y Alfons pudo contemplar con admiración su perfil, delicado como la más delicada porcelana. Pero se vio interrumpido por la llegada de Alarich von der Brocken.
El barón vestía un batín de brocado de tonos dorados. Majestuoso, espectacular, parecía salido de una suntuosa pintura. Con su voz que poseía dones de trombón, dijo:
—Mi querida Elisabeth, espero que no habrás conseguido asustar a nuestro invitado. Le necesito urgentemente.
Dirigió una sonrisa a su hermana, que le miró con expresión de reproche, y condujo a Alfons a la habitación de al lado, la biblioteca. Todos los volúmenes estaban encuadernados en piel: los libros de caza en verde, la historia en azul, la filosofía en negro y la literatura amorosa en rojo. Verde y rojo eran los colores predominantes.
Pero no permanecieron allí más que un momento. El barón hizo pasar a su huésped a un pasillo que conducía a la llamada «sala de visitas». Había allí, en el centro, un amplio sofá, y a los lados espaciosos sillones cuyo respaldo adornaban dorados angelotes. Alarich tomó asiento e indicó a Alfons uno de los enormes sillones. Materna se hundió en él, brillantes ya los ojos de curiosidad.
—En primer lugar —declaró el barón— quiero demostrarle a usted que mi mala reputación, de la que me siento inmensamente orgulloso, está plenamente justificada. Y, como le conozco, creo que no tendrá usted inconveniente alguno en ver lo que llaman mi harén. No haga usted cumplidos; le aseguro que para mí es un placer.
Alarich von der Brocken dio unas palmadas en un gesto verdaderamente oriental. Al instante apareció por una puerta lateral una muchacha. Era joven, de formas redondeadas y tenía un rostro sensual de expresión obtusa.
—Todo el personal, por favor, tal como habíamos dicho —ordenó el barón.
Ante los ojos del asombrado Alfons, entraron una a una en la estancia seis extraordinarias criaturas del sexo femenino. Contempló las amables curvas en las que debía de ser grato reclinar la cabeza, las caderas provocativas, los ojos de expresión serena y alegre. Estuvo a punto de aplaudir. El señor de Siegwalde observaba con orgullo su gesto admirativo.
—Llevamos un orden, ¿sabe usted? —dijo. Y pasó a explicar a Materna los placeres que llenaban sus días y sus noches: la joven de los lunes se llamaba Margot y la de los martes Dorothea. El miércoles le tocaba el turno a María y el jueves a Dagmar. Les seguían Felicitas y Susanne para los viernes y sábados.
—Mis encantadoras muchachas cuidan de la casa y el jardín. Están bien pagadas y tratadas con toda consideración. Cuando una de ellas se retira, le concedo una pensión. El barón les hizo un gesto de aprobación con la cabeza y exclamó en tono regio:
—¡Gracias, hijas mías!
—Y las seis gracias salieron.
—¿Qué más puede usted desear en esta vida? —preguntó Materna sonriendo.
El rostro equino del barón adquirió una expresión grave. Meneó la cabeza y dijo:
—Cierto, tengo mis distracciones. Pero éstas, por desgracia, no pueden durar toda la vida. Uno envejece. —E inclinándose hacia adelante dijo, con una amable sonrisa—: Cuando un hombre no puede ya jugar con las mujeres igual que antes, concibe el deseo de jugar con los hombres.
—¡Pero no conmigo, se lo ruego!
—Sigo pensando que podríamos emprender alguna cosa usted y yo. Y voy a hacerle una propuesta: ¿qué le parecería si formáramos un pequeño ejército particular, reducido pero eficaz? Financiado por mí, organizado por usted y a disposición de los dos. ¿Qué me dice?
Materna reflexionó un momento y respondió:
—Una cosa así sería enormemente peligrosa.
—¡Pero éste es precisamente el atractivo de la cuestión, señor Materna!
—Sí, la idea es tentadora. Pero ¿sabe usted que nos jugaríamos el cuello?
—Si no puedo vivir como a mí me place… ¡bah, que me lo corten!
—No es un deseo difícil de cumplir. Está bien, pensaré con calma su proposición.
Eugen Eis pensaba celebrar como era debido el nacimiento de su heredero, suyo y de Materna, creía él. Pero se le presentaron serias complicaciones, algunas de las cuales no había previsto. Tropezó en primer lugar con la oposición de Brigitte.
—Este niño es mío y sólo mío —le dijo, apretando al niño contra su pecho.
—Sí —respondió él—. Tú eres su madre y yo soy tu marido, y por lo tanto el padre. Esto es todo.
—¿Y si yo no lo acepto así?
—Brigitte —dijo Eis suavemente—, como todo el mundo sabe, yo soy un hombre con un gran sentido del honor. Cualquier atentado contra mi dignidad moral podría tener consecuencias muy graves. Hasta un ser tan delicado como este niño podría salir perjudicado. Interprétalo como quieras.
Brigitte rodeó al niño con sus brazos como para protegerle, volvió la espalda a su marido y quiso alejarse. Pero antes de que llegase a la puerta, Eis se interpuso en su camino.
—A mi hijo no le pasará nada, porque es mi hijo. Y celebraremos su nacimiento con toda solemnidad. Me lo debo a mí mismo y a mi buena reputación.
La dificultad siguiente la planteó Amadeus Neuber y cogió desprevenido a Eis. El maestro se coló en la casa y comenzó por expresarle su «expresivo agradecimiento» por la invitación. Aseguró que desde luego asistiría con mucho gusto y que sentía grandes deseos de presenciar aquella ceremonia.
—Porque supongo, naturalmente, que prescindirás, por principio, del bautismo cristiano todavía en uso. Lo correcto en tu caso es celebrar únicamente la imposición de nombre.
—Sí, desde luego, ya lo he pensado —mintió Eis—. Pero…
—Déjame prepararlo a mí —solicitó Neuber—. Lo organizaré todo, hasta el último detalle, según las últimas orientaciones del Gobierno.
—Déjeme usted en paz —le dijo Eis un rato más tarde al padre Bachus.
El pastor había acudido a una llamada de Brigitte. Cuando le transmitieron el encargo se hallaba en la bodega; por ello su paso era algo vacilante.
—¿He oído bien? ¿Se niega usted a que le sea administrado a su hijo el bautismo cristiano?
—Yo soy nacionalsocialista —declaró Eis.
Bachus habló entonces de la tradición nacional, del arraigado sentimiento religioso del pueblo y de la fidelidad al Estado de un considerable sector de la Iglesia. Mientras hablaba se daba cuenta una vez más de lo poco identificado que se sentía con lo que estaba diciendo y con los cristianos alemanes. Concluyó diciendo que, como hombre comprensivo que era, no exigía que se celebrase únicamente la ceremonia religiosa, pero que tampoco podía consentir la celebración exclusiva de la imposición de nombre. Si se hacía así, Eis tendría que asumir las consecuencias.
—Yo tengo mis obligaciones —declaró Eugen.
—También las tiene usted hacia la Iglesia y hacia su esposa.
—¡Pero no puedo partirme en dos!
Después de un prolongado forcejeo verbal, llegaron a un acuerdo: respetando el deseo de la madre, el hijo de Eis sería bautizado en la más absoluta intimidad, y a continuación se celebraría la llamada «fiesta de la imposición de nombre». Eugen accedió, convencido de haber llegado a un inteligente compromiso. Pero no acabaron aquí las complicaciones. Un rato más tarde se presentó Materna y le comunicó su deseo de hablar con su hija en privado. Sin esperar, el permiso de su yerno, se encaminó a la habitación de Brigitte.
Al cabo de un cuarto de hora salió, con una expresión sonriente, y dijo sólo:
—Es una criatura magnífica.
—Tratándose de mi hijo, sólo podía ser así —afirmó Eis.
—Sí, puedes seguir creyéndolo así mientras no se te demuestre lo contrario. Pero hay tiempo.
—¿Y la promesa que me hiciste acerca de la herencia?
—La mantengo, naturalmente. Suponiendo, desde luego, que tú seas efectivamente el padre de la criatura.
—¡Te aseguro que esto quedará bien claro delante de todo el mundo!
Mucho más tranquilo y optimista, Eis se enfrentó, al cabo de unos instantes, con la dificultad siguiente, que parecía bien poco grave. Buttgereit, el profeta, se atrevió a visitarle. Aquel personaje que él consideraba tragicómico, trató de apelar a su conciencia.
—Nunca es demasiado tarde mientras se vive —le dijo.
Eis le envió a Fischer, que estaba en el despacho contiguo meditando su importante plan de agrupación de todas las uniones y asociaciones bajo la bandera del Partido y, en la práctica, bajo su dirección. Tal como era de esperar, a Fischer le molestó la presencia de aquel hombre y ordenó a dos miembros de la SA que pusieran en la puerta a aquel Jesús de vía estrecha. Una vez lo hubieron hecho, él mismo le propinó, «como escarmiento», una patada en los riñones. Buttgereit se tambaleó y cayó al suelo sin una queja, produciendo un ruido sordo. Al cabo de un buen rato se levantó, sangrando, y se alejó.
—¡Da gracias a Jehová! —le gritó Fischer—. ¡De nuevo se ha cumplido su voluntad!
Todas las esperanzas que Eis había cifrado en aquella ceremonia llevaban camino de cumplirse. La «fiesta de la imposición de nombre» se convirtió en una celebración popular de afirmación nacionalsocialista. Con la habitual excepción de los Materna, todo Maulen estaba presente, todo Maulen un poco bebido ya. Tuvieron lugar paralelamente dos series de actos. El pueblo, ya desde primera hora, se congregó en la taberna, mientras que los jefes acudieron a los locales del Partido para asistir a la fiesta que Amadeus Neuber había preparado cuidadosamente.
—Hay que guardar las distancias —había dicho. La mayor parte de la sala la ocupaban delegaciones de las Juventudes hitlerianas y de la Sección Femenina del Partido. Su intervención consistía en varios cantos y recitaciones, solos y en grupo. También estaba allí dispuesto a actuar un cuarteto de flauta cuyas lacrimógenas y somníferas interpretaciones eran temidas por todos.
Sabine Gabler había sido escogida por Neuber para citar un expresivo poema compuesto por el jefe de las Juventudes. Pero no asistió y se excusó diciendo que estaba enferma; de una enfermedad que Neuber difícilmente podía comprobar. El centro de la reunión era el padre, Eugen Eis, que vestía su hermoso uniforme marrón claro y sostenía en sus brazos al recién nacido. Había insistido en ser él y no la madre quien lo hiciera. Brigitte, por su parte, estaba a su lado y no prestaba atención a nada de lo que la rodeaba salvo al niño. No veía al Caudillo, que con expresión noble y serena presidía la reunión desde su retrato al óleo. Pero en aquel momento los reunidos no le miraban a él sino a Neuber, que dio la señal para empezar. Se abrió el acto con un canto, no una «cursilería de iglesia» como decía Neuber, sino un canto triunfalista, en tono de charanga, a la conciencia nacional de la gran Alemania:
Hoy nos escucha toda Alemania,
y al mundo entero convenceremos.
Pero el segundo verso sonaba como si en lugar de «convenceremos» dijera «venceremos». Era un efecto auditivo muy propio del momento histórico.
Actuó en segundo lugar un coro parlante. Un conjunto de voces dirigidas por Neuber declamaron unos versos al estilo de los «Eddas[7]»:
Crear la vida es conservar la vida.
Sin los hijos no existen los padres.
Quien piensa en el futuro debe amar el presente,
y el presente tiene un nombre: Hitler.
Siguieron cinco estrofas del mismo estilo, recitadas alternativamente en coro y en solo. Amadeus Neuber disfrutaba visiblemente del espectáculo por él organizado. La sala no era grande pero estaba llena a rebosar. Los reunidos sudaban estoicamente. La élite de Maulen estaba sumida en un resignado sopor. Sólo Fritz Fischer, confinado en una esquina, no perdía detalle de cuanto sucedía. Le molestaba la importancia que se daba Neuber, que no se limitaba a organizar sino que asumía también funciones de dirección. Y ahora se disponía incluso a pronunciar un discurso.
—Qué tipo tan cargante —susurró Fischer a unos camaradas de la SA que estaban a su lado—. No hace más que exhibirse como un pavo real.
Neuber comenzó su solemne discurso con una exposición de las costumbres de los antiguos germanos. Aquel pueblo de héroes, explicó, que había vencido brillantemente una y otra vez al decadente imperio romano, era también un pueblo de dignas costumbres y elevada moral, y ello sin necesidad de cristianismo ni de Iglesia.
Desde aquí y hasta llegar a Holderlin y Schiller transcurrió un buen rato. Los ojos de todos tenían una expresión melancólica. El recién nacido estaba muy tranquilo y silencioso; ello se debía a que Eis, a espaldas de Brigitte, le había hecho beber una copa de aguardiente. Fischer, desde su rincón, carraspeó significativamente y dirigió una expresiva mirada a su reloj de bolsillo. Neuber captó la señal. Haciendo un esfuerzo por ocultar su irritación pasó rápidamente a hablar de Hitler, lo que hizo sin detenerse demasiado. A continuación, jadeando ligeramente a causa de la fatiga, exclamó:
—¡Y ahora, pasemos a la imposición de nombre!
Eis anunció:
—Se llamará Adolf Eugen Friedrich Alfons Eis. Una excelente idea, pensaron todos. Con el primer nombre, el niño quedaba, por así decirlo, consagrado al Caudillo; el segundo era el nombre del padre; Friedrich era un homenaje al gran rey de Prusia, y el último era una alusión clara a su condición de heredero de Materna. Se produjo en la sala un murmullo de comentarios favorables.
Tuvo lugar entonces la inscripción en el libro de familia a cargo, naturalmente, de Neuber, mientras el cuarteto de flauta interpretaba una nueva melodía de tonos lastimeros. Le siguió una nueva intervención del coro hablado, dirigido por Neuber:
El niño que está hoy en la cuna
mañana marcará ya el paso.
A continuación, Neuber efectuó la entrega del certificado, del libro de familia y del imbatible bestseller Mi lucha. Y, para terminar, cantaron todos con entusiasmo La Canción de Horst Wessel.
—¡Ha terminado la fiesta! —anunció Neuber, orgulloso.
—¡Ya era hora! —exclamó Fischer blandiendo su reloj de bolsillo y abriéndose paso rápidamente hasta donde estaba el organizador—. ¡Has pasado media hora larga del tiempo que se te había asignado!
Neuber se sintió profundamente herido. Esperaba palabras de felicitación y en su lugar tenía que sufrir los ataques de aquel mandamás. En un intento de defenderse dijo:
—Pero la especial solemnidad de la ocasión…
—¡… no está reñida con una organización rigurosa! ¡A mí personalmente me importa un comino, pero mis hombres están acostumbrados a la más extrema puntualidad!
Eis, que acababa de confiar el niño a su mujer sin conceder una mirada a ninguno de los dos, se les acercó, les pasó a cada uno un brazo por los hombros y dijo:
—Vamos a beber un trago, camaradas. Se nos quitarán los nervios.
En aquel momento llegaba Sabine Gabler a la casa de Materna. Encontró cerrada la puerta exterior, pero ello no constituyó ningún obstáculo. Se encaramó a la valla y saltó adentro. Los perros la rodearon y se pusieron a olerla. Ella les acarició la cabeza. La puerta de la casa estaba también cerrada y atrancada. Sabine cogió uno de los zuecos que estaban allí alineados y golpeó con él rítmicamente la puerta. La señal acordada era una doble serie de golpes.
Jacob fue a abrir inmediatamente.
—¡Ah, eres tú! —exclamó, cariñoso.
Abrió los brazos y la niña se arrojó en ellos como un cachorro ansioso de caricias.
—No te esperábamos, pero tú siempre eres bienvenida en esta casa.
—Ya lo sé —dijo Sabine, seria.
Jacob la hizo entrar en la sala grande. Allí estaban, sentados a la mesa, Alfons y un hombre al que ella había visto ya otra vez. El hombre la miraba, no sin cierta desconfianza, y se esforzaba por sonreír. Jablonski la presentó como «su querida amiga Sabine».
—¿Y cómo se llama usted? —preguntó ella.
—Wollnau —respondió el consejero, una vez que Materna le hubo hecho una seña afirmativa.
Sabine se limpió cuidadosamente la mano en su falda de lino y se la tendió.
—¿Cómo está usted? —le dijo animadamente—. Aquí se está mejor que en aquel agujero del bosque, ¿verdad?
—Mira, Sabine —le dijo Jacob amablemente—, a veces uno ve cosas que es como si no las hubiera visto, ¿entiendes?
Sabine asintió enfáticamente.
—Así que aquí sólo estamos tres personas —continuó Jablonski—. Alfons, tú y yo. Nadie más.
—De acuerdo —dijo la niña mientras tomaba asiento muy cerca de él—. Ya sé que no se puede contar a todo el mundo lo que uno sabe. Pero a ti te lo cuento… Si quieres, claro.
Alfons se inclinó un poco y la miró atentamente.
—Me parece que traes algo especial que contarnos…
—¿Cómo lo sabes?
—Te lo noto en la cara.
Sabine reflexionó un momento y preguntó:
—¿Cuánto rato dura una vela?
A Materna le brillaron los ojos. Wollnau miró a la niña sorprendido. Jacob levantó la mano en un gesto de advertencia, como diciendo: «Le prevengo que esta criatura es terrible».
—Pues… depende de dos cosas —dijo Alfons—. Depende de lo gruesa y de lo ancha que sea.
—Una vela corriente de cera —dijo Sabine—. De unos siete centímetros de largo.
—Unas tres horas y media —respondió Alfons sin vacilar.
Sabine volvió a reflexionar intensamente.
—La han encendido esta tarde, un poco antes de las cuatro. De modo que se acabará hacia las siete y media. ¿No son ya casi?
—¿Pero dónde has visto esa vela?
—En el corral de Fischer.
Y Sabine explicó que había estado espiando a Fischer a petición de Jacob y aquella tarde había visto cómo entraba en el corral, que era contiguo a su casa, y esparcía paja seca por el suelo. Después la había rociado de petróleo y había encendido una vela. E inmediatamente se había ido al pueblo para asistir a la fiesta de Eis.
—¡Pero esto es monstruoso! —exclamó Wollnau, incrédulo.
—Es un sistema tan sencillo como eficaz —dijo Materna tranquilamente—. Aquí en Masuria se emplea con frecuencia y da buenos resultados.
—Pero si ese animal quiere chamuscarse su propio culo, ¿por qué habríamos de impedírselo? —gruñó Jacob.
Materna miró su reloj y dijo:
—Aunque quisiéramos impedírselo, ya es demasiado tarde.
En la sala de la taberna Scharfke, la animación alcanzaba su punto culminante. Muchos bailaban. Algunas parejas emprendían ya la retirada. Junto al mostrador estaban varios alegres y ruidosos grupos. Ya a última hora de la tarde se durmieron algunos de los asistentes por efectos del alcohol, hecho que fue considerado exponente del éxito de la fiesta.
Una de las diversiones de aquella original fiesta consistía en lo que se dio en llamar «transporte de cadáveres». Los borrachos que caían dormidos eran colocados sobre una tabla y llevados a hombros a la parte trasera del edificio entre alegres y obscenos cánticos. Fritz Fischer dirigía el ceremonial. Cuando él gritaba: «¡Arriba!», seis hombres de la SA levantaban al muerto sobre sus hombros. A la orden de: «¡Abajo!», lo dejaban deslizarse suavemente sobre la tabla, como se hace con los cadáveres en alta mar, y la víctima caía sobre un montón de estiércol entre los alegres rugidos de los espectadores.
—¡Ya van siete! —exclamó Fischer, orgulloso.
En la sala se iniciaba ahora un baile saltado. Hombres y mujeres, alternativamente, se colocaban uno detrás de otro formando hilera. Cada uno veía sólo las espaldas de los demás. El tambor marcaba el compás de una monótona melodía y los demás instrumentos emitían débiles notas en falsete. Las tablas del suelo gemían bajo los pies de los danzantes, y de las junturas salían nubes de polvo.
—¡Vuelta! —ordenó Neuber, que dirigía el baile. Todos se volvieron, con la torpe pesadez que da el alcohol. Sus manos extendidas agarraron de nuevo la correspondiente espalda sudada. Las mujeres chillaban. En los rostros mojados de sudor se abrían las bocas en busca de aliento.
—¡Vuelta! —gritó Neuber de nuevo.
Alguien cayó al suelo arrastrando a su pareja. No pudieron levantarse, porque otros dos tropezaron y cayeron encima de ellos. Pronto se formó un denso ovillo humano del que salían y en el que volvían a hundirse numerosos brazos y piernas. El griterío general de los primeros momentos cambió de carácter. Uno de los hombres levantó triunfalmente en su mano una prenda interior femenina y la agitó como una bandera.
—¡Éxito en toda la línea! —exclamó Fischer, entusiasmado. Acababa de mirar disimuladamente por la ventana y había visto que el horizonte adquiría ya un bello color rojizo. Eis contemplaba el espectáculo con gesto tranquilo. Su actitud indicaba que él estaba por encima de todo aquello. Los bajos placeres de sus convecinos le dejaban indiferente. No era que hubiese envejecido, pero últimamente había vivido momentos muy duros. Su mujer le engañaba. Aunque algún día se lo haría pagar. La hija de Scharfke, a quien debía instantes inolvidables, se había trasladado a la ciudad. Cierto que había otras mujeres que se disputaban sus favores, pero no significaban gran cosa. Él era un ser superior y pocas personas estaban a su altura.
—¡Amigos, camaradas del Partido! —exclamó dirigiéndose a Fischer y Neuber (o también a Neuber y Fischer)—. Siempre estaremos unidos, pase lo que pase…
En aquel momento sonó un grito agudo:
—¡Fuego!
Eis se quedó un momento petrificado.
—¿Dónde? —preguntó.
—¡Hacia el lago!
Fischer, haciendo un esfuerzo, fingió sobresaltarse.
—¿No será en mi casa?
—¡Pues sí, parece que es allí!
Eis retiró los brazos de los hombros de sus vasallos y miró con recelo a Fischer. Éste abrió la boca sin emitir sonido alguno, como incapaz de pronunciar una sola palabra. Había ensayado cuidadosamente aquella reacción.
—¡Alarma! —graznaron algunas voces.
Todos se apresuraron a apurar sus vasos. Las parejas se separaron. Algunos hombres gritaban y reñían. La música enmudeció.
—¡Fuego en casa de Fischer! —gritaban ahora.
Eis cogió a Fischer y se lo llevó a un rincón.
—Oye… No te habrás atrevido a aprovecharte de esta manera de mi delicada situación… Fischer se desasió y dijo:
—El hecho de que yo haya contraído un seguro al mismo tiempo que tú no significa nada. ¿Es que me crees capaz…?
—¡Te creo capaz de todo!
—¡Bueno, y al fin y al cabo, en caso de que yo hubiera aprovechado la buena ocasión, exactamente como lo hiciste tú, deberías ser el primero en hacerte cargo!
—Qué hijo de puta eres —dijo Eis, sin demasiada convicción.