El fuego no sólo destruye, sino que produce calor. Y muchos calientan en él su plato de sopa.
—¡Está ardiendo el granero! —gritó Jablonski, entrando precipitadamente en la sala grande.
Allí estaba Materna leyendo con visible placer un periódico, el Observador del Pueblo, que en aquella casa recibía sencillamente el nombre de el tebeo. Alfons levantó apenas la cabeza al oír a su amigo y se limitó a decir:
—Jacob, no des esas voces tan terribles… Aquí no estamos en la SA.
Jablonski, nervioso, meneó su cuadrada cabeza.
—¡Me parece que no me has entendido, Alfons! ¡He dicho que está ardiendo el granero!
Materna le miró sonriente desde detrás de su periódico.
—Ya lo sé.
Jablonski le miró, desconcertado.
—¿Ya lo sabes y estás aquí sentado tan tranquilo?
—¿Soy acaso bombero? —dijo Materna en tono reposado, plegando el periódico e invitando a Jacob con un gesto a sentarse.
—Has perdido el juicio, Alfons. Pareces poseído del demonio.
—Al contrario, soy yo quien quiere apoderarse del demonio. Sólo que él no lo sabe aún —respondió Materna, mirando a la ventana, donde oscilaba ya el resplandor de las llamas. Jablonski había creído ser el primero en descubrir el fuego. Regresaba del pueblo, adonde había ido llamado por el gendarme a causa de una tontería: su bicicleta no llevaba luz posterior. Pero ahora la llevaba ya otra vez: había cogido la de la bicicleta del gendarme.
En los últimos años, aquel tipo de bromas se había convertido en Maulen en cosa cotidiana y practicada por todos. Y Jacob iba para casa pensando alegremente en contar a su amigo lo ocurrido. Pero cuando estaba ya cerca notó algo extraño en la bien conocida imagen, una especie de niebla sobre el granero. Y estaban en pleno verano.
Echó a correr y se dio cuenta de que no era niebla sino humo, nubes de humo. Pensó que Materna estaría otra vez quemando ropas viejas, documentos caducados o papeles peligrosos. En los últimos tiempos, aquello ocurría con frecuencia. La agencia de transportes de Materna, estación de trasbordo de vidas humanas, funcionaba intensamente.
Pero las nubes de humo adquirieron tonos rojos. Entonces había advertido las llamas que temblaban en el techo del granero.
—¿Y nuestros invitados? —preguntó Jablonski, después de apurar un vaso de aguardiente de trigo—. ¿Están a salvo?
—Están en el refugio uno, en el bosque, junto a los abetos.
—¡Bueno, gracias a Dios! —exclamó Jablonski, visiblemente aliviado—. ¡Un peligro menos! ¿Y qué hacemos con el fuego?
—No nos vendrá mal un granero nuevo —respondió Materna, impasible.
Jablonski le miró asombrado. El resplandor de las llamas que entraba por la ventana iluminaba su rostro astuto y sonriente.
—Realmente —dijo Jacob— tienes una tranquilidad que para mí la quisiera.
—Ya no es posible detener el fuego —explicó Alfons—. El granero arderá completamente, no hay nada que hacer. Tampoco hay peligro de que se extienda el incendio. El granero está bastante apartado y no hay viento.
—Yo en tu lugar, Alfons, no estaría tan tranquilo. Ya sé que tienes un seguro importante, pero precisamente por ahí pueden venir las complicaciones.
—¿Quieres decir que pensarán que he incendiado yo mismo el granero para cobrar el seguro?
—Estoy convencido de que vendrán a revolver las cenizas y dirán luego que la cosa no está clara.
—Esto no me preocupa.
—¿Cómo puedes estar tan seguro de que no ocurrirá nada?
—Por cosas que yo sé.
Por la ventana se veía ahora todo envuelto en una intensa e irregular claridad escarlata.
—Sea como sea, apuesto a que no has sido tú quien ha pegado fuego al granero.
—¿Es que no me crees capaz de una cosa así, Jacob?
—No, en absoluto. No lo habrías hecho sin decírmelo. Además, ese fuego es una chapucería. Nosotros hubiéramos montado unos fuegos artificiales de primera categoría.
—Eres un buen amigo, Jacob. Pero puedes creerme: esos incendiarios no me hacen ningún daño. Al contrario, favorecen mis planes. Te aseguro que se pillarán los dedos.
Jablonski alzó la cabeza para escuchar algo.
—¡La corneta de los bomberos! Dentro de diez minutos tendremos a nuestros voluntarios danzando por aquí.
—Y les ofreceremos el espectáculo que esperan encontrar. No quisiera decepcionarles.
El Cuerpo Voluntario de Bomberos de Maulen hizo su aparición cuando el granero de Materna estaba casi completamente quemado. Pero el hecho de que aquellos esforzados ciudadanos no se hubiesen dado demasiada prisa no se debía a una falta de sentido del deber sino a la experiencia: sabían que el incendio de un granero era cosa que tenía poco remedio, sobre todo en pleno verano.
—¡Llegáis a tiempo, como siempre! —les dijo Materna—. A tiempo de beber un trago.
—¡Pero hemos venido! —señaló el nuevo jefe de bomberos.
Era éste uno de los seis hijos de Uschkurat. El bravo Speer estaba sirviendo a la patria en calidad de soldado, en el cuerpo de infantería. Pronto alcanzaría el grado de sargento y pasaría a la reserva. Pero en Maulen podían pasar muy bien sin él por algún tiempo más.
El hijo de Uschkurat desempeñaba su oficio concienzudamente. Mandó sacar las mangueras y colocar la bomba en posesión adecuada. Y dio la orden: —¡Agua!
Sabía mandar y le gustaba hacerlo. Sobre las llamas comenzó a caer un modesto chorro de agua. La bomba chirriaba. Los hombres miraron animadamente a Jablonski, que se acercaba con varias botellas de licor y vasos grandes.
—¡Basta! —ordenó el hijo de Uschkurat.
Se volvió a Materna, que estaba juntó a él observándolo todo con atención, y le dijo:
—Esto ya no tiene remedio. Cuando me han dicho que sólo se quemaba el granero…
—¿Quién te lo ha dicho?
—Alguien ha gritado: «¡El granero de Materna está ardiendo!».
—¿Quién lo ha gritado? ¿Y cómo podía saber que sólo ardía el granero?
El hijo de Uschkurat reflexionó intensamente durante unos momentos. No sabía que acababa de ayudar a Materna a tender una trampa.
—Sí que es extraño —dijo solamente.
—Habrá sido un adivino. Una persona con un sexto sentido. O alguien que estaba presente cuando han incendiado el granero.
—¡Agua! —ordenó Uschkurat de nuevo, como si quisiera esquivar por medio de una intensa actividad las complicaciones que presentía.
Materna observó a cada uno de los presentes. Había los mirones de siempre, los curiosos, los que habían venido a ayudar y algunos niños que habían escapado a la vigilancia de sus padres. Buscó entre todos ellos a Eugen Eis, pero no le vio. Bruno Buttgereit, el nuevo apóstol del pueblo, se abrió paso entre la gente y declaró con voz sonora y quejumbrosa:
—¡Ésta es otra señal del Señor que creó el Cielo y la Tierra! ¡Porque está escrito que el Señor enviará su fuego sobre los pecadores para destruirlos!
Bruno Buttgereit había sido un respetable zapatero. Serio y trabajador, había pasado casi treinta años en su taller. Pero hacía unos meses se había sentido iluminado por Dios y ahora se dedicaba con ardor a anunciar el fin del mundo. Y ello precisamente en unos momentos en que se hablaba de un Imperio de mil años.
—¡Viejo charlatán! —exclamó, divertido, uno de los bomberos, sin reparar en el carácter subversivo de lo que acababa de oír.
—¡Pensad en el fin! —exclamó Buttgereit—. ¡Será terrible!
—¡Estás estorbando la actividad de los bomberos! —le gritó Uschkurat—. ¡Cállate ya!
—Llévale adentro —le dijo Materna a Jablonski—. Y dile que no venga por mi casa a soltar sus sandeces.
—¡Temblad ante la cólera del Señor! —gritó aún Buttgereit. Tras de lo cual se dejó conducir sin remilgos a la casa. Jablonski le había ofrecido un refrigerio a base de embutidos, cosa que en Maulen hasta los profetas sabían apreciar.
El grupo de curiosos se abrió en dos para dar paso a un caballo blanco que se acercaba al trote lento. El animal era bien conocido en Maulen y su comarca. Se llamaba Adolf II, nombre que, según decían, llevaba ya su padre, un semental de Borgoña. Su dueño era el barón Alarich von der Brocken, capitán de caballería en la reserva y señor de los pueblos de Gross-Siegwalde y Klein-Siegwalde.
—¿A quién van a fastidiar esta vez? —exclamó animadamente el recién llegado.
—Eso está por ver todavía —dijo Materna.
El barón, montado aún en su corcel, extendió las manos en dirección al fuego, como si quisiera calentárselas. Adolf II, molesto, resopló. El barón le palmeó el cuello y dijo: —¡Sí, esto huele muy mal!
—¡No os distraigáis, muchachos! —exclamó el jefe de bomberos, en un esfuerzo por dejar claro quién mandaba allí; el barón era una personalidad respetada, pero no se contaba entre las fuerzas dirigentes del Partido ni del Estado.
Von der Brocken se inclinó un poco en dirección a Materna y preguntó:
—Como le conozco, me imagino que estará usted asegurado, ¿no es cierto?
—Sí, a todo riesgo —respondió Materna amablemente. El barón alzó de nuevo su rostro equino, que pareció enrojecer levemente debido al reflejo de las flamas. Adolf II arañaba vivamente el suelo, como si estuviera impaciente por ayudar a extinguir el fuego.
—Usted despierta mi curiosidad, señor Materna —dijo el barón—. He oído hablar de usted, pero quisiera saber más. Hágame el honor de visitarme uno de estos días.
«El de Siegwalde», como le llamaban también brevemente, volvió a mirar en dirección al fuego, que se iba apagando ya. Por allí se veía acercarse a un hombre. Avanzaba lentamente, como un tanque. Era Eugen Eis.
—¡Hasta la vista! —exclamó el barón, espoleando a su caballo. Adolf II, irritado, se encabritó y emprendió el galope.
El barón Alarich von der Brocken de Siegwalde era lo que en tiempos se llamaba un hidalgo. Su misma apariencia era rancia y anticuada. Había tenido que sufrir, sin duda, el paso de la historia, pero seguía viviendo y viviendo bien, por cierto. En los últimos tiempos, incluso de manera ostentosa. Durante muchos años se había dedicado exclusivamente a administrar sus extensas tierras y su todavía respetable fortuna. Además, estaba muy bien relacionado con personalidades diversas.
Era amigo íntimo del coronel von Hindenburg, hijo del fallecido presidente. Poseía la Orden del Mérito. Y Hermann Goering había cazado muchos corzos espléndidos en su coto. Era también cosa conocida que Alarich von der Brocken decía alguna vez: «Voy a telefonear un momento a mi amigo, el ministro de defensa». O bien: «Voy a ponerle una líneas al primado». O bien: «A ver qué pensará Rudolf de esto», refiriéndose a Rudolf Hess.
Todo esto era inofensivo y se atribuía a su extravagancia. Pero últimamente el barón manifestaba sus deseos de participar en cuanto ocurría. Y había fijado su atención precisamente en Maulen, quizá por una simple razón de comodidad, ya que distaba poco más de tres kilómetros de su residencia de Gross-Siegwalde y bastaban, por tanto, diez minutos de galope para presentarse allí. Nadie le miraba con especial simpatía, pero como no era cosa de echarle la aceptaban como algo inevitable. Materna le miró alejarse. Acababa de concebir ciertas esperanzas. En tono confidencial le dijo a Jablonski:
—Me parece que hemos descuidado mucho a este barón. Tengo la impresión de que es de los nuestros.
—Puede ser —admitió Jacob—. Pero ocúpate primero de los que tienes más cerca. Ahí viene otra vez ese chinche de Eis.
Eugen Eis señaló alegremente las llamas que se extinguían.
—Esto debería darte que pensar, Materna. Parece una señal del destino.
—No hacía falta que te molestaras —dijo Alfons—. No necesitaba fuegos artificiales para saber a qué atenerme respecto a ti.
Estaban apartados de los demás, cerca de los establos. Eis había conducido a Materna hacia allí mientras le decía: —Deberías enterarte de una vez de que a mí no puedes tratarme impunemente como a un imbécil.
Aquella claridad en la conversación era, desde hacía ya años, habitual entre ellos cuando hablaban a solas. Eis no era como Eichler; no le gustaban los eufemismos.
Hacía algunos años que la hija de Materna, Brigitte, era la señora Eis y la heredera de la mitad de los bienes de su padre.
—Ahora, decídete —dijo Eis.
—Todavía estoy vivo —dijo Alfons tranquilamente—. Y mientras yo viva nadie puede heredarme.
—Esto te costará muy caro —aseguró Eis, señalando con la mano lo que quedaba del incendio.
Materna se rió. Hacía unos años, Eis, con ayuda de la SA, había pasado al otro lado de la frontera a una polaca y a un judío. Aquello era un hecho irreversible. Por otra parte, Brigitte no esperaba un hijo cuando se casó. Había sido un pretexto.
—Tú te crees muy astuto —dijo Eis—. Para ti el nacionalsocialismo es una peste, el Caudillo un pintor de brocha gorda con delirios de grandeza y yo uno de sus lacayos, ¿verdad?
—Te has quedado corto.
—¡Si hay en la región un miserable y declarado enemigo del pueblo, eres tú, Materna! —exclamó Eis, estrujándose las manos—. Pero el zorro acaba siempre cayendo en una trampa, y esta vez tú has caído. Porque ahora todos pensarán que has provocado este incendio.
—Ah, qué tiempos aquellos en que vivía Eichler… —dijo Materna—. Él era un animal de rapiña, pero tú te comportas como un jabalí, o quizá como un vulgar cerdo de corral que se ha vuelto salvaje… Y conste que a mí me gusta el asado de cerdo.
—No te canses, Materna. Yo sólo digo que este incendio será tu fin. Irás a la cárcel.
—Tú, naturalmente, debes tener una coartada.
—Yo estaba en la taberna, precisamente. Tengo al menos diez testigos.
Materna asintió.
—Pero ¿qué pasaría si yo pudiera demostrar quiénes han sido en realidad los incendiarios?
Eis soltó una carcajada. Parecía sentirse muy seguro de sí mismo.
—Tú quieres saberlo todo, ¿eh? ¡Pues no lo conseguirás! ¡Antes les daremos la Prusia Oriental a los polacos!
—Han sido siete hombres —dijo Materna tranquilamente—. Dos de ellos vigilaban, dos llevaban el material y otros dos han encendido el fuego. El otro les mandaba. Todos ellos pertenecen a la SA. Los incendiarios son Antón Dermat y Félix Kusche, apodado «Bubi». El que mandaba era Fritz Fischer.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Eis rudamente.
—El caso es que lo sé.
Materna observó con curiosidad la expresión horrorizada del tirano local.
—¿Qué? ¿Quién se ha chamuscado en este fuego?
Eis se dirigió a su cuartel general, a los locales del grupo local de Maulen del NSDAP. Se encontraban dichos locales en un edificio de construcción reciente y que, para Maulen, podía ser considerado hermoso. Había allí la oficina administrativa, una sala de actos, varias aulas, archivo y biblioteca pública, el despacho del representante del Gobierno con su antesala y el centro del poder propiamente dicho: el despacho de Eugen Eis. Allí estaba Fritz Fischer, el jefe de la SA, sentado en el sillón más cómodo, saboreando un vaso de aguardiente y mirando muy ufano a su superior.
—Bien… ¿qué tal lo hemos hecho? —preguntó, y pasó él mismo a responder a la pregunta—. ¡Lo hemos hecho a la perfección! Rápido y efectivo. Ha ido todo como una seda. No todo el mundo lo hubiera hecho tan bien.
Eis se dejó caer en su sillón. Detrás de él, un Caudillo pintado al óleo dirigía su mirada, seguro de la victoria, hacia el este. Eis le quitó a Fischer la botella y bebió un trago directamente de la misma. Después gritó en tono acusador:
—¿Es que os habéis presentado uno a uno a Materna antes de empezar el trabajo? ¡Porque os conoce a todos! ¡A los siete!
Fischer, desconcertado, miró a su alrededor y declaró: —En el momento de la operación de represalia, Materna estaba solo en la casa… Todos los demás habían salido. Así lo han informado nuestros observadores. Y durante todo el rato, desde los preparativos hasta la acción, Materna ha estado sentado en la sala grande, junto a la ventana abierta, leyendo un periódico. Estaba junto a una lámpara, de modo que era perfectamente visible. Y nuestros hombres le han vigilado sin interrupción. ¡No es posible que haya visto nada!
—¡Pues lo sabe todo! ¡Hasta el menor detalle! ¡Qué canallada! Eis se puso a mirar al vacío, intensamente dedicado a la fatigosa actividad de reflexionar. Pero no alcanzó ningún resultado satisfactorio. Finalmente dijo:
—Ese Materna puede llevar tranquilamente a media SA al banquillo de los acusados.
—¡Debemos prepararnos para la defensa!
—Eso en la práctica significa que hemos de encontrar rápidamente a alguien que nos saque las castañas del fuego —dijo Eis—. Y ya sé quién puede ser esa persona.
—Me parece que hemos pensado lo mismo —aseguró Fischer—. Tratándose del prestigio del Partido, no debemos reparar en sacrificios. Y es una persona que de todas formas está de más.
Eis asintió y se puso otra vez a cavilar sobre el asunto.
—¿Cómo habrá conseguido enterarse de todo? —dijo—. Daría cualquier cosa por saberlo…
La solución de aquel misterio era bien sencilla. Los «invitados» de Materna lo habían visto y oído todo. Dichos invitados eran: un hombrecillo silencioso y de aspecto malhumorado, antiguo diputado del KPD[5] que en los últimos tiempos había trabajado como transportista en Konigsberg; un predicador seglar de los llamados «estudiosos de la Biblia», un hombre amable, bondadoso y humilde, pero decidido a no dejarse detener; y finalmente el consejero Erich Wollnau, miembro del SPD[6], antiguo dirigente sindical y director de las organizaciones asistenciales de su Partido, hombre activo y vivaz y de un imperturbable optimismo. Todos ellos habían hecho escala en casa de Materna en espera de ser conducidos a Polonia. El viaje debía tener lugar uno de aquellos días. Llevaría el número cuarenta y ocho. Los viajeros llegaban de noche y de noche desaparecían otra vez. Y la mayoría de los días los pasaban también en la oscuridad. El lugar de concentración número uno era el sótano del granero. El suelo estaba cubierto de paja. Había un montón de mantas y un estante con alimentos. La estancia tenía dos entradas, pero no había luz. Tenían que hablar en voz baja y turnarse para montar una guardia permanente.
Así lo hicieron también la noche del incendio. El diputado les vio acercarse. Estaba acostumbrado a la oscuridad y poseía un oído excepcionalmente fino: podía distinguir un ratón de una rata por el ruido que hacían en la paja. Con gran precaución dio la alarma a sus compañeros.
Wollnau, deslizándose silenciosamente hasta la casa, fue a informar a Materna. Lo hizo en voz baja, en aquel tono que había empleado tantas veces y cuya discreta precisión había sido objeto de las alabanzas de un ministro. Materna le escuchó sin perder un ápice de su calma y le dijo:
—No hagan nada, pero observen exactamente todo cuanto ocurra y vengan después a decírmelo.
Así lo hicieron. El predicador, acostumbrado a aprender de memoria largos fragmentos de las Sagradas Escrituras, grabó en su mente todas las palabras de los incendiarios que llegaron a sus oídos. El diputado, gracias a su excelente sentido de la organización, desentrañó todos los detalles del plan. Wollnau recogió las informaciones de sus compañeros y se las transmitió a Materna. Éste, por su parte, mientras fingía leer el periódico, había hecho también sus observaciones. Había visto a siete hombres, de los cuales uno se puso a vigilarle, dos quedaron haciendo guardia, otros dos trajeron el material y los dos restantes encendieron el fuego. Uno de los incendiarios respondía al nombre de Antón, el otro al de «Bubi». Y al que les mandaba le llamaban «el jefe» o «Frite». Y esto era todo.
—Amigos míos, tengo que felicitarles —dijo Alfons a sus «invitados», reunidos con él en el refugio número uno, el cobertizo del bosque, junto a los abetos—. Se han portado ustedes magníficamente.
—¿Es que también aquí se reparten medallas? —gruñó el diputado.
—De nuevo hemos sido protegidos por la mano del Señor —declaró el predicador.
—Pues yo no le he visto —señaló el comunista.
—¡Por favor, señores! —exclamó el consejero Wollnau—. En nuestra situación deberíamos evitar las discusiones de fondo.
Materna se echó a reír.
—Me imagino que deben ustedes atacarse los nervios mutuamente —dijo.
—¡Nada de eso! —exclamó el diputado, tomando la linterna de Alfons y enfocándola hacia sus compañeros—. ¡En un punto, en el más importante de todos, estamos de acuerdo!
Y aquí se sonrieron amigablemente unos a otros aquellos cuatro hombres tan dispares. Materna dirigió entonces la conversación por cauces más serios.
—Vamos a adelantar el viaje. La ocasión parece favorable. Ahora estarán todos en la taberna comentando lo ocurrido y acabarán dormidos como lirones. Jablonski está preparado. Él les acompañará hasta la frontera. Antes de que amanezca estarán en Polonia.
—Yo quisiera rogarle que me permita quedarme aquí —dijo Wollnau.
El antiguo alto funcionario vestía ahora las ropas que llevaban los labradores de Masuria para andar por los campos: botas deformadas, con unos cordones varias veces rotos y anudados, unos arrugados pantalones de hilo azul y un sayo que parecía más bien una camisa de fuerza transformada por una mano no muy hábil. Debajo, no obstante, una camisa blanca como la nieve, propiedad de Materna.
—¿Es que se encuentra usted tan bien aquí que no quiere marcharse?
—Cierto… Mi ruego de que prolongue usted su hospitalidad puede parecer absurdo —dijo Wollnau con voz firme y suave, como si estuviera llevando una reunión interna—. Pero es que podría ocurrir que se produjeran aquí situaciones en que mi presencia fuera de utilidad.
—¿Qué situaciones? —preguntó Materna, extrañado—. ¿Quiere usted actuar como testigo? ¿O piensa sólo convertirse en mi asesor?
—Realmente, no nos queda ya tiempo para discusiones —dijo el diputado, inquieto.
El predicador se puso en pie y tomó su cartera. El diputado se echó la mochila al hombro. Materna continuaba enfocando a Wollnau con su lámpara.
El consejero miró parpadeando en dirección a la intensa luz y dijo con energía:
—Tómelo usted como quiera. Pero yo no puedo dejar Alemania ahora. Todavía no puedo.
Hubo una larga pausa. Finalmente dijo Materna: —Bien. Seguirá usted siendo mi invitado. Pero con una condición: no hará usted nada sin antes comunicármelo.
—¡Se lo prometo! —aseguró Wollnau, agradecido—. Le doy mi palabra.
—Espero no tener que recordárselo alguna vez —dijo Materna, que no estaba del todo tranquilo—. Y ahora, vayamos a lo urgente. Estos señores quieren dejarnos, cosa muy comprensible. Síganme, por favor.
Al día siguiente, hacia el mediodía, llegó a casa de Materna una niña: Sabine Gabler, la hija del gendarme sucesor de Klinger.
—¡Tienes visita, Jacob! —gritó Materna en dirección a la casa.
Estaba sentado en el banco que había junto a la puerta. Tenía en las rodillas una libreta de dibujo cuya primera página había cubierto de figuras rectangulares. Sabine se le acercó con una expresión interesada en sus ojos vivaces. Tenía la curiosidad de un cachorro. Se sentó pegada a él y observó atentamente los gruesos trazos.
—¿Qué es? —preguntó.
—Como tú sabes, Sabine, ayer se quemó nuestro granero.
—Sí, yo estaba. Pero no te dije nada para no molestarte, y a Jacob tampoco. Vi que estabais muy ocupados, con el fuego y después con los huéspedes.
Materna se sobresaltó ligeramente. Aquella niña, con su flequillo y su nariz respingona, estaba en todas partes donde había algo que descubrir; sabía encaramarse a los árboles y explorar los rincones oscuros. No se le escapaba nada.
—¿Tú sabes muchas cosas, eh?
—Pues casi todo. Pero lo que representa tu dibujo todavía no lo sé.
—Es el primer proyecto del nuevo granero. Materna hablaba a Sabine como a una persona adulta, cosa que ella sabía apreciar.
—Lo haré construir, por así decirlo, con todos los detalles: era, almacenes, silo y depósito.
—Así que ha valido la pena, ¿verdad? —dijo Sabine, inclinándose familiarmente hacia él para ver mejor—. Este incendio traerá cola. Mi padre lo ha dicho. Y Eugen Eis también. Han estado hablando mucho rato, casi una hora. También estaba aquel hombre que tiene cara de carpa, Fischer.
Materna dudaba en hacer más preguntas. Vio con alivio cómo se aproximaba Jacob. Él era quien mejor se entendía con la pequeña.
—¡Ya está aquí mi gatita! ¡Mi fierecilla! —exclamó Jablonski cariñosamente, extendiendo sus fuertes brazos. Sabine corrió hacia él y le echó los brazos al cuello. Jacob la levantó en alto por encima de su cabeza. La niña gritó de júbilo. Materna les miraba complacido y pensativo. Desde que el gendarme Gabler, que era viudo, se había instalado en Maulen con su hija, tenían en Sabine un fiel aliado.
Fue Jacob quien entabló conocimiento con ella, un día en que Sabine estaba sentada, triste y solitaria, en la primera grada del monumento a los caídos. Tenía en brazos a una muñeca sin cabeza; se la había arrancado un camión de la SA. Jablonski, que pasaba por allí de camino hacia la taberna, se ofreció a arreglarla y lo hizo de prisa y a la perfección. Y desde entonces hubo en el mundo una persona del sexo femenino a quien Jacob quería con todo su corazón.
—¡Deja que te vea! —exclamó, apartándola de él con los brazos extendidos—. ¿Ya te has peinado bien?
—¡Siempre me peino antes de venir a verte!
—¿Y los dientes?
—Me los limpio cada noche, tal como me dijiste.
—¿Y por la mañana no?
—¿Por la mañana también? Bueno, si tú quieres…
Materna sabía que aquellas conversaciones podían hacerse interminables. El afecto paternal de Jacob, reprimido hasta entonces, había encontrado un objeto y ahora quería que su Sabine fuese la niña más limpia, más bonita y más simpática de todas.
—Sabine es muy observadora —comenzó Alfons prudentemente—. Hasta sabe que hemos tenido invitados.
—Sí, tres o cuatro —dijo ella, abrazándose a Jacob—. Pero no se lo he dicho a nadie.
—¿Por qué?
—¿Qué les importa?
Jacob sonrió y miró a Alfons con contenido orgullo. Pero el rostro preocupado de su amigo no se iluminó.
—Sabine tiene un oído de lince —dijo Jablonski—. Sabe reconocer el canto de casi todos los pájaros.
—¿Has oído también lo que hablaban Eis y Fischer con tu padre? —le preguntó Alfons.
—¡La de cosas que han dicho! —exclamó Sabine, con los ojos brillantes como los de un gato—. Estaban muy preocupados por encontrar a alguien a quien colgarle el incendio. Y lo han encontrado.
—No es necesario que nos cuentes nada de esto —dijo Jablonski, y añadió, dirigiéndose a Materna—: No quiero que ella…
—No… —dijo Alfons tranquilamente—. Pero si tiene ganas de contárnoslo no hay razón para que no lo haga. A mí me gustaría mucho saber quién es esa persona.
—Pues… ¡Grabowski! —dijo la niña—. ¿Quién iba a ser si no?
Hacer recaer las sospechas sobre Grabowski parecía la solución ideal. Como no era posible acusar a Materna y había que evitar a toda costa que resultara complicada la SA, quedaba sólo Grabowski.
—¡Tiene que haber sido él! —afirmó Eis. Fischer asintió. El gendarme Gabler parecía dispuesto a dejarse convencer.
—Desde luego, no sería la primera vez que comete un acto así.
—¡Grabowski ha estado en la cárcel! ¡Por todas partes dónde ha vivido se han producido incendios! Durante la República podía ser diferente, pero hoy en día se trata de propiedades del pueblo. ¿No es verdad? —declaró Fischer.
Y el gendarme, solícitamente provisto de numerosos indicios, reanudó sus investigaciones.
Averiguó que Grabowski no tenía coartada. Él afirmaba que a la hora en cuestión estaba borracho y que habría estado echado por algún sitio, quizá entre el muro del cementerio y el monumento.
—¿Tiene usted testigos? —preguntó Gabler.
—¿Hay alguien que pueda atestiguar lo contrario? —preguntó Grabowski.
Pero Gabler buscaba la verdad que él quería y no otra. Tenía entre sus notas los nombres de dos miembros de la SA que, según indicación de Fischer, podían ser testigos. Se trataba de Antón Dermat y Félix Kusche, apodado «Bubi», camaradas ambos de probada honradez, para los que había previsto un próximo ascenso. Antón y «Bubi» acudieron gustosos y ofrecieron su colaboración.
—Bien, señor gendarme, ¿qué quiere usted saber? —dijeron. Y de total acuerdo los dos afirmaron que podían atestiguar haber visto a Grabowski a la hora en cuestión, a las nueve menos diez o menos veinte.
—¡Ah! —exclamó el gendarme—. ¿Y hacia dónde iba? ¿No sería en dirección a la casa de Materna?
—Exactamente.
—¿Llevaba algo consigo? ¿Una lata de gasolina o alguna otra cosa para encender fuego?
—¡Sí!
Con ello, y en opinión del gendarme, el caso estaba «claro». Expresó su agradecimiento a los testigos y declaró: —Voy a detener a Grabowski.
Grabowski, el borracho, estaba en los Prados de los Perros echado en la hierba, roncando. Allí le encontró Sabine. Materna la había mandado para decirle que le esperaban en la casa con un jarro de aguardiente sobre la mesa.
Pero la niña se dio cuenta de que ella sola no podría arrancarle de allí. Estaba demasiado bebido. Tenía una cierta experiencia en la cuestión; no en vano eran los alrededores de la taberna uno de sus lugares preferidos. Sabía reconocer todas las variedades de la borrachera.
Volvió, pues, corriendo a casa de Materna y exclamó: —¡Está dormido como un tronco! Yo no puedo traerle sola. Ven a buscarle tú, Jacob.
Jablonski tomó un cubo y se puso en marcha. Sabine corría y saltaba junto a él.
—Eres muy lista, pequeña —le dijo afectuosamente.
Grabowski estaba echado bajo unos sauces. A cien metros eran ya perceptibles sus ronquidos entrecortados, que denotaban la considerable dosis de alcohol que había ingerido. Sabine fue a llenar el cubo en un arroyo y lo arrastró hasta el lugar, mientras Jacob se inclinaba sobre Grabowski y le decía: —¡Grabowski! ¡Levántate!
Pero el durmiente se encogió todo él, como si quisiera encerrarse en una concha, y se dio la vuelta hacia un lado. Jablonski entonces tomó el cubo de agua, lo levantó y se lo vació sobre la cara.
—¡Mierda! —exclamó Grabowski, dando un bufido.
Había percibido el sabor del agua, que no era nada de su gusto. Se incorporó trabajosamente y miró a su alrededor con expresión estúpida.
—Materna te espera en su casa —le dijo Jacob—. Hay aguardiente para ti.
—¡Qué me dices! —jadeó Grabowski.
Hizo un esfuerzo por ponerse en pie, pero cayó nuevamente al suelo. Jablonski se arrodilló junto a él y, con sus fuertes brazos actuando como palanca, tomó sobre sus hombros a aquel despojo humano, se enderezó y emprendió la marcha.
—¡Qué bien lo has hecho! —exclamó la pequeña Sabine alegremente.
Jacob, espoleado por las miradas de admiración de Sabine, transportó a Grabowski a casa de Materna y le dejó sobre la mesa de la cocina.
A Alfons y Jacob les costó casi una hora de intenso esfuerzo común devolver al más empedernido bebedor de Maulen el uso de sus facultades mentales.
—¿Sabes que te están buscando por incendiario? —le preguntó Materna con energía.
—¡No me hagas reír! —exclamó Grabowski, pronunciando aún con dificultad.
—¿Y si aparecen testigos contra ti?
—¿Por esa chapucería? A mí no ha de enseñarme nadie cómo se enciende un fuego. El incendio de tu granero es obra de unos pobres principiantes. Así que no puedo haber sido yo.
—Me parece que ya no te acuerdas de que estamos en Maulen. Necesitan un culpable y lo encontrarán.
—¿Y el culpable soy yo? —preguntó Grabowski casi del todo sereno.
—Eso parece.
—¿Y se lo he de agradecer a Eis?
—Posiblemente —dijo Materna, mirando preocupado al inquieto Grabowski—. Te aconsejo que no hagas tonterías.
—¡Le romperé la cabeza a ese perro!
—Ahora voy a llevarte a un lugar seguro —dijo Materna con decisión.
—¡No pienso permitir que empañen mi honor! ¡Y menos ese puerco de Eis!
—Llévatelo —dijo Alfons a Jablonski. Jacob cogió al gimiente Grabowski y le llevó al refugio uno. Allí estaba el consejero Erich Wollnau, dispuesto a atenerse a las instrucciones recibidas.
Aquella noche se declaró en Maulen otro incendio. La vaquería de Eis ardió por los cuatro costados. Y por más que se afanaron los voluntariosos bomberos apenas pudieron salvar nada. El incendio revelaba la mano de un experto. Se había iniciado en dos puntos a la vez. El autor había calculado con extraordinaria precisión la acción del viento. Había prendido el fuego con leña muy seca, trozos de madera carcomida y papeles empapados de grasa. El resultado había sido fulminante. Y Eis no estaba asegurado.
Alfons Materna corrió por entre el espeso bosque de abetos y bajó al refugio uno después de haber dado en la entrada la señal convenida. Allí encontró a Erich Wollnau.
—¡Ah, señor Materna, qué encargo me ha hecho usted! —dijo, sombrío y cansado.
—¿Se ha escapado Grabowski?
Wollnau, bajando la cabeza, explicó que había intentado de mil maneras hacerle entrar en razón. Pero había sido en vano.
—¡Ese hombre está perdido! —dijo.
Al principio, Grabowski se había mostrado huraño y desconfiado. Había pasado una hora antes de que se decidiera a hablar. Al cabo de este tiempo, había dicho:
—Déjame remojar un poco el gaznate y entonces quizá te diré algo.
Wollnau le alcanzó el jarro de buena gana. Grabowski se lo había bebido entero como si contuviese agua.
—Entonces se ha escapado como un loco. Parecía poseído por el demonio.
—¡Pobre hombre!
—He intentado detenerle, pero me ha empujado y me he dado con la cabeza contra el estante.
—No le hago ningún reproche —dijo Materna en tono inexpresivo.
—Pero yo tengo la sensación de haber cometido un error.
—No será la primera vez, señor consejero. Es cosa de la época en que vivimos. Por lo que respecta a Grabowski, sea como sea, estaba acabado.
—¡Que Dios se apiade de su alma! —dijo el padre Bachus cuando le anunciaron que Grabowski se había arrojado a aquel fuego que él mismo había preparado tan cuidadosamente. Los curiosos comenzaban a abandonar el lugar del incendio. Grabowski había muerto carbonizado y el fuego estaba prácticamente extinguido. El espectáculo había terminado.
—Esto va a ser un juego de niños —le susurró Fischer al alicaído Eis.
Habían encontrado un culpable que, además, estaba muerto. Una solución elegante.
Eis se limitó a emitir un gruñido. Fue hacia el cadáver de Grabowski, que estaba cubierto con una manta. Con la punta del pie levantó una esquina de la misma y dijo con desprecio: —¡Qué gente hay por el mundo…!
—Tenía el cerebro como una esponja —declaró Fischer—. Nada más fácil que inspirarle pensamientos criminales.
En aquel momento apareció Alarich von der Brocken. Llegaba tarde. Montado en su caballo blanco avanzó hacia ellos y dijo: —Aquí se os quema todo tan de prisa que mi caballo no es bastante rápido. Tendré que adaptarme a este ritmo que lleváis.
Eugen Eis, la víctima del siniestro, saludó al barón educadamente —en el lugar quedaban ya muy pocas personas— y le explicó que aquello había sido obra de un demonio, de un poseso guiado por oscuras fuerzas.
—La explicación resulta casi poética —dijo el barón, dirigiéndole una mirada escéptica desde su alta montura y meneando la cabeza.
Von der Brocken le dio la espalda y se alejó. Eis vio entonces acercarse a Materna.
—¿Y bien? —preguntó Alfons animadamente—. ¿Cómo está la batalla… desde tu punto de vista?
—Pues no está decidida todavía, creo. Al menos por el momento. Pero quizá dentro de un minuto o dos tendré ya el hijo que ha de ser tu heredero, tal como acordamos. Tenemos a la comadrona en casa.
—Ya sé que Brigitte va a tener un niño. Lo que no está claro es la persona del padre.
—¿Qué quieres decir? ¡El padre soy yo!
—¿Estás seguro? Yo, después de todo lo que Brigitte ha hecho en estos tiempos, me permito abrigar ciertas dudas al respecto. No me negarás que es bien comprensible…
—¡Ésta es la mayor vileza que jamás se han atrevido a decirme a la cara! —dijo Eis jadeando—. ¡Lo que quieres es despojarme de la herencia de mi hijo!
—Mira, procura acostumbrarte a la idea: yo no pienso regalarte nada. ¡Absolutamente nada!