La muerte no sólo no separa, sino que estrecha muchos lazos. Pero la mayoría de las personas no quieren más que sobrevivir.
Sobre los hechos ocurridos en Maulen con ocasión del referéndum surgieron diferentes versiones, muchas de ellas contradictorias entre sí. Así hablaban algunos de un error lamentable y otros de calumnia. Y no pocos se susurraban al oído la palabra «trampa». Tres de ellos la pronunciaron incluso en voz alta. Ya antes de conocerse el resultado final, Eichler lo había hecho transmitir por telégrafo. Fue radiado varias veces por la emisora oficial de Konigsberg y recogido incluso por la emisora nacional. Y el mismo día el grupo local del partido de Maulen recibió numerosos telegramas de felicitación de destacadas e influyentes figuras del partido.
Entretanto, el gendarme cumplía de modo intransigente con lo que él llamaba su deber. Pero todas las personas a quienes interrogaba se declaraban inocentes y se remitían al principio propugnado por el Caudillo: ellos, de buena fe, no habían hecho más que cumplir órdenes. Las órdenes de Eichler. El gobernador de la Prusia Oriental recibió orden gubernamental de esclarecer el asunto. Y el gobernador del distrito la transmitió a su vez al grupo local del partido de Maulen con la indicación: «Es necesario encontrar al culpable».
—He de hablar contigo urgentemente —dijo Eis desde la puerta de la casa de Materna.
Alfons se cogió los tirantes con los dedos. Su rostro tenía una expresión astuta.
—¿Vienes a azuzarme contra Eichler?
Eis no pudo disimular su sorpresa. ¡Aquel hombre oía crecer la hierba!
—Supongo que querrás engatusarme para que trate de evitar una denuncia por fraude electoral.
—Mira, Materna, ¿podemos hablar claramente los dos?
—¿No lo estamos haciendo ya?
Eis hizo una breve pausa y prosiguió:
—Al fin y al cabo, entre nosotros existen unos lazos familiares. Al menos… en proyecto.
—Proyecto tuyo.
—¡Pero es algo inevitable ya! El niño de Brigitte ha de tener un padre, y el padre soy yo. Por eso creo que sería bueno que en el futuro trabajásemos juntos.
—¿Sería bueno para quién? Yo sólo sé una cosa. Eichler está con el agua al cuello, por culpa suya. Yo podría sacarlo del apuro con una declaración jurada, falsa, desde luego. Pero esto a ti no te conviene, Eis. En el grupo local de Maulen eres el segundo a la cola. Cuando Eichler se vaya a paseo habrá llegado tu hora.
—Eso sólo podría ser beneficioso para ti, Materna.
—No, en absoluto. Eichler es un león, o quizá sólo un lobo, según como se mire. Pero tú no eres más que un chacal, un buitre. Me das asco.
Pero a Eis no se le ofendía tan fácilmente.
—No vayas tan de prisa, Materna. Deberías pensar un poco más en la felicidad de tu hija… de la madre de mi hijo. ¡De tu nieto!
—¡Jacob! —gritó Materna en dirección al patio—. ¡Los perros!
Eis se alejó rápidamente y se dirigió a casa de Eichler. Una vez allí, le dijo:
—He hecho todo lo imaginable. He apelado a su conciencia y le he hecho varios ofrecimientos, pero él sigue en sus trece.
—Muy propio de él —dijo Eichler con esfuerzo. Aquel asunto podía costarle muy caro. Seguramente se abriría una investigación en el partido y quizá incluso se le haría un juicio, en cuyo caso las consecuencias serían graves: la destitución de su cargo de jefe local del partido.
—¡Y todo esto sólo porque Materna tiene ganas de vengarse! —se lamentó.
—Hasta nos ha llamado chacales y buitres.
—¡Qué repugnante es todo esto!
—Yo, en realidad, debería sentir por él un cierto afecto, ya que vamos a ser parientes, pero tal como están las cosas ya no soy capaz. Pienso darle su merecido.
Sin pedir permiso se sirvió del aguardiente de Eichler. Con mano segura escogió la mejor botella, la que contenía aquel concentrado brebaje de trigo y miel que en la Prusia Oriental recibía el nombre de «trampa para osos». Bebió dos vasos llenos hasta el borde.
—Nos lo estamos jugando todo —dijo—. De ahora en adelante, cada medida que tomemos debe ser acertada. Si no, podemos darlo todo por perdido.
Eichler era consciente del carácter más que delicado de su situación. Pero no pensaba abandonar la lucha. El león de Maulen podía rugir aún.
Destituyó a Hermann Materna de su cargo de jefe de la SA. Ello afectó visiblemente al valeroso joven, que se emborrachó como una cuba y pronunció frases ofensivas para el partido y su dirección local.
Poco tiempo después, Hermann abandonó el pueblo de Maulen para ir a vivir a Lótzen. Allí entró a trabajar en el negocio de Siegfried Grienspan, al principio en calidad de meritorio. Pero muy pronto, gracias a las aportaciones económicas de Materna, se convirtió en socio de la empresa. Al punto se puso a organizar la trata de ganado como lo hiciera antes con sus tropas. Y, para sorpresa de todos, el negocio comenzó a florecer. Eugen Eis fue nombrado jefe de la SA local. Este cargo, junto con el de lugarteniente del jefe local del partido, le convirtió en una de las personas más importantes del pueblo. Y, a la hora de las decisiones, esta recién adquirida importancia era una de las cosas que Eis colocaba en un platillo de la balanza.
—Materna se ha manifestado abiertamente como el principal enemigo del pueblo —le dijo a Eichler. Y, por última vez, solicitó su consentimiento para su ulterior actuación—. Así pues, ¿tengo carta blanca?
—Que suceda lo inevitable —respondió Eichler.
Aquella misma noche, Eis se encontró con Brigitte, su prometida. Había preparado aquella entrevista Fritz Fischer, que había sido nombrado lugarteniente suyo de la SA y que, si se prestaba a hacer de tercero, era por ambición política.
—No creas lo que dice la gente —dijo Eis, rozando con sus labios la oreja de Brigitte—. Créeme sólo a mí.
—Ya ves que he venido —dijo ella con convincente sencillez. Se sentaron en un bote. A su alrededor, el campo oscurecía lentamente. Los bosques parecían hundirse en las profundidades del lago. El agua reflejaba el cielo, que era de un color azul oscuro.
—Él no lo sabe, pero yo he de confesar que siento una debilidad por tu padre —dijo Eis.
Tomó la mano de la muchacha y la atrajo hacia él. Ella se sentó gustosa a su lado en el fondo del bote y se apoyó en su pecho.
—Al fin y al cabo, tu padre es un hombre como otro cualquiera y debe de tener también sus debilidades.
—No hablemos de él —respondió ella suspirando.
No hablaron de él. Durante más de un cuarto de hora no hablaron de nada. Estaban echados en el suelo del bote, respirando el olor del alquitrán, del agua dulce del lago y de su propio sudor. El bote se balanceaba fuertemente.
Se separaron. Durante unos minutos permanecieron inmóviles, jadeando.
—Él también ha sido joven —volvió a insistir Eugen—. También habrá habido momentos de su vida en que… Así continuó durante un rato. Medias palabras, amables insinuaciones, frases de amor… Procuraba acercarse a su objetivo de manera imperceptible. Fingía escuchar, cariñoso, las respuestas de Brigitte, bromeaba, hacía alguna insinuación y volvía con perseverancia a la misma pregunta: seguro que también Materna… Por fin Brigitte recordó un nombre: Amalia Amrein. Margarete lo había mencionado cuando hablaban del divorcio: «Conmigo no podrás hacer como con esa Amalia Amrein», había dicho. La mano de Eugen volvió a deslizarse por la rodilla y el muslo de Brigitte. La joven se echó de nuevo hacia atrás, jadeando. A través de una nube rosada, le oyó decir: —¿Qué nombre has dicho?
—Amalia Amrein —susurró Brigitte, abandonándose a él.
—Tú me has confiado a tu hijo —dijo Siegfried Grienspan sonriendo—, pero yo no sabía hasta ahora lo que puede costar la amistad.
A Materna le resultaba divertido imaginarse precisamente a Hermann en el negocio de Grienspan.
—Tenía que ayudarle a distraerse. El pobre muchacho sufría a causa de su destitución, como una buena prostituta a quien echaran del burdel por no trabajar lo bastante. La cosa le afectó el honor.
—Yo en este tiempo me he esforzado en explicarle que también los tratantes de ganado pueden tener su honor. Pero Hermann dice que, en todo caso, sólo es así cuando el tratante en cuestión es completamente ario.
—Si te crea demasiados problemas, Siegfried, échalo a la calle sin cumplidos.
—Es que esto ya no es posible, porque él me ha echado a mí.
Materna se rió esta vez hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas. Decididamente, el mundo se volvía cada vez más divertido.
—¿Qué él te ha echado? ¿Y tú lo has permitido?
—¿Y qué iba a hacer? Se negaba a trabajar conmigo, de modo que no me quedó otra solución que dejarle trabajar, trabajar para mí, pero solo.
—¿Y qué haces tú mientras él trabaja?
—Me reúno con mis amigos —respondió Grienspan. Y alzó su vaso en dirección a Materna, Jablonski y María, y también a Konrad y Peter, que estaban allí sin perder palabra de lo que se decía.
—Para mi boda haré que me manden champán auténtico —dijo Materna, apoyando la mano en el hombro de María—. Estáis todos invitados. Vosotros y nadie más. Pasaremos un día como si tuviésemos el honor de recibir en Masuria al propio Dios en persona.
Todos miraban alegres a Materna, que sonreía a la joven. Pero ella, súbitamente asustada, se puso en pie de un salto y miró a la ventana en el mismo instante en que ésta se rompía: la atravesaba una piedra grande como el puño rodeada de astillas de cristal. Unos segundos después se oyeron unas voces rudas, sordas y de entonación maligna que repetían con estúpida monotonía: —¡Fue-ra judí-os, fue-ra judí-os!
Jablonski fue el primero en llegar a la puerta. Tras él se precipitó Materna seguido de los dos jóvenes. Grienspan se acercó a María, le sonrió y la hizo sentarse de nuevo. Con un gesto amistoso se sentó él a su lado.
Afuera comenzó la caza. Los que gritaban habían desaparecido ya en la oscuridad, pero sus pasos presurosos se oían desde lejos. Corrían en dirección a Maulen, en línea recta hacia la carretera. Los dos muchachos corrieron como galgos, pero no resistieron mucho rato. Quien finalmente ganó la carrera fueron los perros de Jablonski, que apresaron a uno de los fugitivos. Era muy joven. Estaba blanco como la cera y parecía incapaz de pronunciar palabra. Se ahogaba y temblaba de pies a cabeza.
—Se ha meado en los pantalones de miedo —verificó Jablonski—. Esto les pasa a muchos que abren la boca más de la cuenta. Debe de haber alguna relación entre las dos acciones.
Materna iluminó con su linterna la cara fofa y rústica del muchacho. Era uno de los hijos de Uschkurat.
—¿Qué hacemos con este golfo? —preguntó Jablonski.
—¡Le molemos el culo a palos! —exclamaron los dos jóvenes.
—Eso sería poco —dijo Materna—. Le daremos un castigo mucho peor. Le trataremos bien.
Hicieron entrar al hijo de Uschkurat en la sala. Alfons le acercó una silla.
—Debe de tener sed —le dijo a Grienspan—. Gritar siempre da sed.
Siegfried vaciló un instante. Luego tomó un vaso, lo llenó de vino de Franconia y lo colocó con gesto amable delante del domesticado antisemita. Éste, pálido aún, miraba estúpidamente sus botas llenas de barro. Le irritaba enormemente lo que le estaba ocurriendo.
—A tu salud —dijo Materna, afable.
Entretanto, los dos chicos se habían marchado al pueblo: Konrad, a ver a su padre, y Peter a casa de Uschkurat. Les dijeron que Materna les invitaba a beber un vaso de vino en su casa para tratar de un asunto importante. Los dos aceptaron sin vacilar. El alcalde y jefe de la Unión de Campesinos se quedó atónito cuando vio a su hijo en casa de Materna.
—Vaya… ¿Qué hace éste aquí?
—Es nuestro invitado —respondió Alfons.
El gendarme actuó como si no hubiese ya nada que pudiera sorprenderle. Se condujo como si estuviera allí simplemente de visita. Hizo caso omiso del compungido muchacho y de la ventana rota y centró su atención en el vino de Franconia, aspirando su aroma con evidente placer.
Cuando hubieron bebido todos, preguntó Materna: —¿Puedo pedirle una información, señor Klinger?
—Desde luego —dijo el gendarme cortésmente.
—Vamos a suponer —comenzó Alfons en tono ligero— que hubiera sucedido lo siguiente: yo estoy aquí sentado con mis amigos. De pronto, alguien tira por la ventana una piedra grande como el puño. Y se oyen voces que gritan: «¡Fuera judíos!». ¿Qué diría usted de esto, señor Klinger?
—Pues, esto sería… primero, la irrupción violenta en su casa supone un delito de allanamiento de morada. En segundo lugar, el lanzamiento de la piedra es amenaza, además de daños materiales. Por último, el grito «fuera judíos» representa una coacción y además alboroto nocturno. En total, si el juez es justo, unos meses de prisión.
Materna tomó su vaso y lo apuró. Hizo una seña de agradecimiento al gendarme y miró a continuación a Uschkurat, que se había puesto rojo de ira.
—¿Qué ocurriría —prosiguió Materna— si yo presentase una denuncia de todo lo que acabo de exponer?
—Yo tomaría nota y el asunto seguiría su curso.
Alfons no dijo nada más. Uschkurat, jadeando un poco, se levantó y fue hacia su hijo. Se detuvo frente a él, le agarró fuertemente por la camisa y le levantó despacio, como una grúa. Con la otra mano le golpeó con dureza en la cara, a la mejilla derecha y a la izquierda, por dos veces consecutivas. Después le dejó caer bruscamente.
—No hay denuncia —dijo Materna—. La cosa se ha arreglado sola.
—¡Maldita sea! —exclamó Eugen Eis contemplando, no sin desprecio, al resto de su comando—. ¡Mira que dejarse atrapar así!
Allí estaban, convencidos de haber cometido un error cuando sólo trataban de cumplir una orden. Pero ¿había sido realmente una orden o sólo una sugerencia? Ya no lo sabían exactamente.
—¡Una conducta semejante deshonra a la totalidad de nuestro Movimiento! —gritó el jefe de la SA—. ¡Esto sólo tiene un nombre: actuación contra el partido! ¡Dejarse coger de esta manera!
Eis fue inmediatamente a comunicar la mala noticia a Eichler, quien se dio cuenta de que el lamentable fracaso de sus subordinados no podía sino agravar aún más su situación. Se puso a reflexionar intensamente en busca de una salida. Al cabo de una hora creyó haberla encontrado. Había tenido que encontrarla solo, porque Eis se había limitado a exponer su desconcierto y a mirarle en actitud expectante.
—Ese inútil, el joven Uschkurat, queda definitivamente expulsado de la SA —dijo—. A partir de este momento no pertenece al partido ni a ninguna de sus organizaciones. Por lo tanto, no tiene nada que ver con nosotros.
Eis asintió, admirado. ¡Cuánto había que aprender de Eichler! Con aquella simple decisión, el partido y la SA quedaban exentos de toda responsabilidad. Si se presentaba una denuncia, ello afectaría únicamente a un particular y el asunto no tendría mayores consecuencias.
—Así pues, la lucha continúa —dijo Eis—. Y ahora será una guerra sin cuartel. Le quitaremos a Materna hasta la camisa. Ya sé la manera de hacerlo.
Eis fue a ver a Amalia Amrein. La encontró en Siegwalde, el pueblo vecino en dirección al norte. Vivía en la granja de su hermano, donde se ocupaba del corral y el huerto, lo cual le desagradaba profundamente. Tenía la firme convicción de que había sido engañada y de que le habían robado los mejores años de su vida.
—¿Conoce usted a Alfons Materna? —le preguntó Eis.
—¿Y quién no conoce a ese cerdo? —exclamó ella.
A Eis le complació oír aquello. Con creciente interés contempló a la mujer que tenía delante. Tenía los ojos verdes y una mirada penetrante. Su rostro era chato y el olor que se desprendía de su persona no era de los más agradables. Pero poseía una voz clara y sonora, como las que forman el coro de una iglesia.
—Que Materna es un cerdo es un hecho indiscutible —le dijo Eis en tono confidencial—. Y es posible que ello resulte ventajoso para usted.
Amalia Amrein le escuchaba con atención. Tenía la mirada un poco extraviada. Ella sólo quería justicia, dijo, justicia por todas las desgracias que le habían ocurrido a causa de Materna.
—Ese sinvergüenza ha destrozado mi vida.
—No dudo que Materna es capaz de una cosa así. Pero con una acusación nada más no se puede hacer gran cosa. Se necesitan pruebas, hechos, testigos.
—Todos los que usted quiera. ¡Lo que disfrutaría yo jugándole una mala pasada!
Amalia Amrein le contó a Eis que, cuatro años atrás, había entrado a servir en casa de Materna en calidad de ama de llaves.
—Yo cumplí siempre con mi deber. Era limpia, trabajadora y honrada.
—No lo dudo —aseguró Eis—. Supongo que él la pagaba miserablemente y la explotaba sin escrúpulos. Es muy propio de él. Ahora bien, esto no es suficiente para nuestros fines.
Entonces ella dijo:
—En casa de Materna nadie estaba seguro. Una o dos veces, dos veces al menos, me dio una palmada en el trasero.
—Con esto no iremos muy lejos —dijo Eis. En Maulen, una palmada ocasional en el trasero no se consideraba en absoluto como un atentado a la moral, sino más bien como un cumplido.
—Además, iba con la mujer de Kern, el carnicero. Y con la del cartero, la Baumann. Puedo jurarlo.
En eso no era Materna el único, pensó Eis, y todo el pueblo lo sabía. Para atacar a Materna hacían falta cosas mucho más graves.
—¿Y cómo fue que no intentó nada con usted, señora Amrein?
—Ah, sí lo intentó, pero yo me mantuve inflexible. Además, a él le gustaba la carne joven, niñas si era posible.
Aquí aguzó Eis el oído. Como un águila se lanzó sobre su presa.
—¿Ha dicho usted niñas?
—Sí. Rondaba a esa María, que entonces era sólo una niña.
—¿Qué edad tenía exactamente?
—Quince años escasos tendría entonces esa fregona. Pero ya iba tras él todo el día con la lengua fuera.
Eis intentó que la mujer precisara más sobre este punto. Al principio no fue fácil. Pero su memoria comenzó a funcionar en el sentido deseado cuando él le prometió cien marcos a cuenta. Aquel dinero podía salir de la caja del partido en calidad de «gastos por consultas entre la población».
Finalmente, Amalia Amrein se declaró dispuesta a atestiguar y jurar lo siguiente:
Primero: que había visto varias veces cómo Materna rodeaba a María con el brazo y tocaba sus pechos.
Segundo: que había sorprendido repetidamente entre María y Alfons miradas que denotaban una íntima compenetración. La joven aparecía ojerosa y su cama estaba revuelta. Tercero: que había sorprendido a Materna saliendo de noche de la habitación de María. La chica había dicho que tenía fiebre (ya podía suponerse por qué). Materna parecía agotado.
—Con eso bastará —dijo Eis—. Corrupción de una menor, trato deshonesto a persona subordinada y vaya usted a saber qué más. ¿Está usted dispuesta a jurar todo eso?
—¡Hasta el último detalle! —respondió la Amrein con furia vengadora—. ¡Todo lo que haga falta para acabar con ese canalla!
En aquellas semanas, la SA de Maulen, más preparada que nunca, entró en acción. Ello tuvo lugar después de varias sesiones nocturnas de aleccionamiento intensivo. El lema era «la justicia es una cuestión de convicción».
Maulen parecía salir de un sueño de siglos. Así lo pensaba al menos Eugen Eis.
—¡Alemania ha despertado! —aseguraba.
La SA se dividió en grupos de acción y se desplegó. Pero éstos chocaron con la alevosa resistencia de ciertas fuerzas hostiles.
—Aquí hay algo que no marcha bien —observaba Eis con el ceño fruncido.
Alguien se dedicaba a poner trabas sistemáticamente a la actuación de la SA. Así, se dieron un gran número de falsas alarmas por teléfono. Las personas que recibían la llamada creían reconocer la voz de Eichler o la de Eis, seca, tajante y autoritaria como siempre.
En tales ocasiones, los hombres de la SA se reunían delante del depósito de bombas, junto al monumento a los caídos o bien en la sala del Ayuntamiento. Allí esperaban, el espadín al cinto y la pistola en el bolsillo, listos para el ataque. Pero ocurría entonces que nadie les hacía caso, lo que daba lugar a la indignación general.
—¡Desde ahora hay que vigilar a Materna sin quitarle ojo ni de día ni de noche! —ordenó Eis.
—Pero si él no tiene teléfono…
—¡Tendrá sus esbirros que telefonean por encargo suyo! ¡Esos son los que yo quiero pillar!
Pero entonces cesaron definitivamente aquellas llamadas telefónicas que tanta confusión habían provocado y entraron en acción equipos de pintores de paredes. Cuando, por ejemplo, miembros de la SA pintaban «Fuera judíos» en el muro del cementerio, aparecían al día siguiente en letras del mismo tipo y tamaño inscripciones como «Los nazis primero» o «Que Hitler dé el ejemplo». Todos estos hechos no sólo fueron motivo de irritación para las gentes del pueblo, sino que pronto sucedió algo mucho peor: que se convirtieron en motivo de hilaridad. Y cuando la SA colocó junto a la escuela, entre dos robles, una pancarta en la que se leía «¡Despierta, Alemania!», apareció rápidamente en el mismo lugar otra con la inscripción «¡Qué se duerma Hitler!».
—¡Hay que hacer algo! —le gritó Eis, indignado, a Klinger—. ¡Atrape usted a esos individuos si es que le interesa seguir siendo gendarme en Maulen!
—¿Qué individuos? —preguntó Klinger en tono evasivo.
—¡Pues esos que ensucian las paredes!
—La SA, quiere usted decir —dijo el gendarme, impávido.
—¡Se arrepentirá usted de esto! —le amenazó Eis. Consideraba a Klinger como un elemento extraño al pueblo. Y también el celo de Uschkurat dejaba que desear: últimamente se negaba a continuar demorando la boda de Materna con María, el permiso para la cual había sido solicitado hacía ya meses. Hasta el pastor mostraba su poca comprensión de los intereses de Maulen y de la patria al negarse rotundamente a tomar posición desde el púlpito ante las escandalosas fechorías de aquellos pintores enemigos del Estado.
—¿Qué demonios pasa en esta mierda de pueblo? —gritó, perdiendo la calma.
Hizo llamar a los encargados de vigilar a Materna.
—¿Y ese cerdo qué hace?
—Pues, casi siempre está echado en el jardín —le informaron—. Se pasa el día rascándose la barriga.
—¡Ese sujeto es un peligroso enemigo del pueblo!
—Sí, sí, desde luego —afirmaron los hombres de la SA—. Pero ¿cómo probarlo?
—¡Pues estando siempre alerta! ¡Es una orden! Cumplieron la orden. Además, los luchadores de la SA fueron de dos en dos a ver al panadero, al carnicero y al tendero, les echaron un discurso y les entregaron unos letreros impresos a mano en los que se leía: «Éste es un negocio alemán y ario. No servimos a judíos, polacos y enemigos de las buenas costumbres».
—Cuélguelo en un lugar visible —ordenaron. Así se hizo. Pero al día siguiente aparecieron, pegados debajo de los primeros, otros letreros que decían: «Preferimos enriquecernos a nuestra manera. A fuerza de arrastrarnos, hasta el culo tenemos de oro».
Eugen Eis temblaba de ira. La SA hacía horas extraordinarias. Se les llamaba continuamente. Había que responder con rapidez a cada jugada de aquel enemigo conocido pero no descubierto. Junto a cada cartel, a cada pancarta, a cada inscripción en la pared se colocó un centinela.
Pero aquella guardia no estaba totalmente exenta de peligros. A un centinela le taparon la cabeza con un saco, le bajaron los pantalones y le pintaron el trasero de un significativo color marrón. Y lo mismo les ocurrió a otros dos hombres. El enorme gasto de pintura que representaban todas aquellas acciones hacía suponer que andaba de por medio alguien que podía permitírselo, desde un punto de vista puramente económico.
Y hacía pocos días que Materna había vendido otros tres cerdos a Grienspan.
Eis echaba espuma por la boca.
—¡La medida está colmada! —gritó.
Tras considerar detenidamente la situación, se le ocurrieron tres posibilidades en cuanto al autor o autores de los hechos:
Primera: Hermann Materna. El chico podía sentirse despreciado y abrigar deseos de venganza. Además, trabajaba para Grienspan y disponía de dinero. Segunda: Scharfke, el tabernero. Era cosa comprobada que la intranquilidad general hacía que aumentaran las ventas. Por otra parte, su hija debía de sentirse engañada y, como todas las mujeres en aquella situación, era capaz de todo. Y había finalmente los «hijos de Satán», que estaban otra vez de vacaciones.
Sin pérdida de tiempo, llamó a su presencia al pastor y al gendarme.
—Si alguno de ustedes ha tenido una participación directa o indirecta en esas canalladas, le aseguro que habrá de lamentarlo.
—No sabe usted lo que dice —respondió Klinger.
—Perdone —dijo el padre Bachus—, pero no estoy dispuesto a aceptar en silencio tales insinuaciones.
—¡No me vengan ahora con monsergas! —gruñó Eis—. ¡Me limito a hacerles responsables de los actos de sus hijos!
—¿Nuestros hijos? —preguntó el pastor sinceramente sorprendido—. ¡Pero si nuestros hijos no hacen más que estudiar! Están siempre en su cuarto rodeados de libros. Leen Mi lucha, de Hitler, y también he visto que tienen El Observador del Pueblo. Como padre, puedo afirmar con satisfacción que nunca habían aprovechado tan bien las vacaciones.
Y lo mismo creía poder afirmar Klinger, también con gran satisfacción.
—Y por lo que respecta a los llamados signos de los tiempos, estoy convencido de que los chicos han sabido captarlos. Era cierto. Los dos jóvenes tenían la mente despierta y el paso ligero, y conseguían los máximos resultados con un mínimo de esfuerzo.
De una manera muy sencilla le ahumaron la asamblea general del jueves a la SA. Les bastaron dos bombas de humo y una ampolla de gas lacrimógeno, procedentes además de las aún abundantes reservas ilegales de los defensores de la patria. Hasta dejaron un recibo en el que habían escrito con letras de imprenta «Para nuestra SA».
Los hombres de la SA tosieron, escupieron y lloraron. Con los ojos llenos de lágrimas se dirigieron atropelladamente hacia la puerta. Por unos minutos al menos, se disolvió la SA de Maulen.
Aquella misma noche, unos hombres de la SA atacaron a Jablonski, que pasaba casualmente por el pueblo. Le dejaron tirado en el suelo, hecho un guiñapo.
Aquella misma noche, dos hombres de la SA borrachos cogieron a María e intentaron echarla al suelo y arrojarla a una zanja. Pero ella les golpeó con las manos y los pies, les escupió, arañó y mordió y consiguió escapar con las ropas destrozadas. Aquella misma noche, alguien rompió de una pedrada un ventanal de la iglesia. Y otra piedra del tamaño de un puño fue a caer sobre el escritorio del gendarme. Vetter, el maestro, tuvo que huir de un comando en dirección al bosque de Materna. Y alguien prendió fuego al granero de Uschkurat.
—Les hemos arreglado las cuentas —gruñó Eis.
Para él, todo aquello era una justa respuesta a lo que consideraba viles provocaciones a la SA. Por ejemplo, algunos camaradas habían tenido que ser atendidos por un médico, y el responsable de ello, sin duda alguna, era Jablonski. En cuanto a María, era su forma provocativa de pasearse por el pueblo lo que había dado lugar a aquellos vehementes cumplidos. Además, no era cierto que se hubiera arrojado una piedra al ventanal de la iglesia. El cristal se había roto solo, a causa, probablemente, de algún cambio de temperatura. La piedra del despacho del gendarme tenía una explicación muy sencilla: él tenía siempre piedras encima de la mesa; las utilizaba como pisapapeles. Respecto al incendio del granero de Uschkurat, estaba asegurado en una fuerte suma, de modo que lo ocurrido resultaba ser un buen negocio para él.
En aquellas horas decisivas, Eichler parecía haberse refugiado en su idílica vida familiar. Pasaba largos ratos jugando al parchís con su mujer. Tal actitud fue muy mal considerada. Para ir a verle se formó una comisión de «ciudadanos notables de Maulen», encabezada por Uschkurat.
—¿Estás realmente de acuerdo con todo lo sucedido? —le preguntaron—. ¿Estás dispuesto a hacerte responsable de ello?
Eichler estaba ante ellos como un roble en una mañana de verano: lleno de fuerza pero cubierto de hojas.
—No —respondió—. No estoy de acuerdo.
—¡Pero es que se está haciendo en tu nombre!
La noche que envolvía Maulen era clara y luminosa. Las casas del pueblo parecían animales dormidos. Pero los astros eran adversos. Seguramente acechaba el Topich a la orilla del lago. Las mujeres, inquietas, se revolvían en la cama esperando a los hombres y sabiendo que no vendrían. Tenían otras cosas que hacer, cosas que ellos creían más importantes.
—Hay que actuar rápidamente para acabar con esta situación —declaró Uschkurat, en su calidad de cabeza de la delegación. Eichler reflexionaba. Todos le miraban con reverencia, sabiendo que estaba planeando algo importante. Por fin le oyeron decir, en tono sombrío:
—Creo que es inevitable. Yo mismo debo tomar el camino más peligroso de todos. Hablaré con Materna.
—Materna —comenzó Eichler en tono solemne pero benigno—, vengo a apelar a tu conciencia.
—Yo no tengo conciencia —dijo Alfons—. Al menos, no la clase de conciencia a la que tú podrías apelar.
Era más de medianoche. Estaban uno frente al otro en la gran sala que daba al patio, Eichler con el uniforme del partido, Materna en camisa de dormir. Ambos se esforzaban por mantener una sonrisa.
—Yo a tus ojos soy un sinvergüenza, ¿verdad? —preguntó Eichler.
—Sí —dijo sencillamente Materna—. Un sinvergüenza patriota, desde luego, si te gusta más así.
—Materna —dijo Eichler con esfuerzo—, vengo a pedirte una cosa que, verdaderamente, no me resulta fácil. Te propongo que hagamos la paz. O, por lo menos, que firmemos una especie de armisticio.
Materna dejó de sonreír. Su rostro perdió toda expresión.
—¿Es que estás acabado, Eichler? ¿Todavía no te has dado cuenta de quién es en realidad tu enemigo? ¿No ves que él lo quiere todo, lo tuyo y lo mío? Sabe que ha llegado la hora de los lobos. Te estoy hablando de Eugen Eis.
—Materna… eso no puede ser.
—Hace unos días, aquí en este lugar, exactamente donde tú estás ahora, Eis me propuso que me uniera a él para ir juntos contra ti hasta acabar contigo.
—Materna, ya sabes que te creo capaz de todo. Eres astuto como un zorro. Pero no eres un embustero. Creo que ahora no estás mintiendo.
—No —dijo Materna, casi con tristeza.
La suerte estaba echada. Eichler salió corriendo en dirección al pueblo como un toro enfurecido. Le parecía tener ante los ojos un velo rojo, color de sangre. Llamó a gritos a Eis.
—¡Eres un hijo de puta! —vociferó Eichler—. ¡Un hijo de puta, un miserable y un canalla!
—Somos amigos, Eichler.
—¡Te quitaré todos tus cargos!
—No. No puedes, después de todo lo que yo he hecho por ti.
—¡Eso es una puñalada por la espalda! —gritó Eichler.
—Mira, dejémonos de frases. Los dos sabemos muy bien cómo están las cosas.
Eis se instaló en el sillón de Eichler y estiró las piernas.
—En esto he aprendido mucho de ti —añadió.
—¡Te mataré como a un perro rabioso!
Eis, con los ojos entornados, no se perdía un solo gesto de Eichler.
—Me parece que tienes muy mala memoria, Johannes… ¿Ya no te acuerdas de tu primera mujer? Se ahogó en la vaquería, en una cuba de leche, tal como tú querías. ¿Y tendré que recordarte también al hijo de Materna, sobre quien, según tu deseo, arrojamos tres granadas?
Eichler dio un grito que parecía el de un animal. Su rostro adquirió el color de la cera, con manchas rojas como la fiebre. Atenazó con las manos el borde de la mesa, se inclinó hacia Eis y dijo: —Ahora todo me da igual, todo menos una cosa: mi situación aquí en Maulen. Por mí puedes ir contando lo que quieras, Eis. Pero si intentas siquiera demostrar algo, eres hombre muerto. Ya me conoces: en los momentos decisivos no me detengo ante nada. Como representante del Gobierno y jefe del grupo local del partido de Maulen, te destituyo de todos tus cargos a partir de este momento.
—¡No! —gritó Eis.
Los músculos de sus mejillas se contraían convulsivamente. Se inclinó, a punto de saltar, al tiempo que llevaba la mano al bolsillo posterior del pantalón, donde tenía la pistola.
—¡No te atreverás! —exclamó.
—Sí que me atrevo. No puedo hacer otra cosa. Te quito el mando de la SA. Te expulso del partido. Te retiro todos los poderes. Te echo de mi vaquería. Saldrás de Maulen inmediatamente. ¡No sabes el placer que me causa enviarte al diablo!
En aquel momento se encontraban delante de la casa algunos fieles miembros del partido. Uno de ellos estaba orinando y los demás pataleaban para reanimar sus cansados pies y miraban al cielo.
Observaron la ventana que daba a la calle. La otra, la que daba al patio, no podían verla.
Más tarde serían testigos importantes. Podían afirmar que habían visto las siluetas de Eichler y Eis, que parecían discutir y hacían gestos violentos.
Uno de estos testigos era Grabowski, que escuchó afanosamente cuando las voces de la ventana subieron de tono. Sólo pudo percibir con claridad unas pocas palabras, como la exclamación de Eichler «¡ese hijo de puta!», aunque también podía haber dicho «miserable hijo de puta». También oyeron la frase «eso es una puñalada por la espalda».
Un momento después sonaron varios tiros en rápida sucesión. Hubo un ruido de cristales rotos y un grito y se oyó caer al suelo un objeto pesado. Los testigos pensaron que debía de tratarse de una silla, y así lo dijeron más tarde al prestar declaración. Ninguno de ellos pudo recordar exactamente cuántos tiros se habían disparado. Quizá seis, quizá diez o doce. Precipitadamente entraron en la casa.
La escena que se ofreció a sus ojos era horrible. Eichler estaba tirado sobre su escritorio, muerto. Eis estaba en el centro de la habitación como petrificado. De su frente manaba sangre.
—Algún canalla nos ha disparado —dijo, señalando la ventana rota, la que daba al patio—. ¡Ha sido un repugnante atentado! Querían matarnos a los dos. Y creo que ya sé quién ha sido.
En las últimas horas de aquella noche, el gendarme Klinger llegó a casa de Materna.
—¿Por qué no me dejan dormir tranquilo? —dijo Alfons, bostezando—. Estoy cansado. Y no me gusta que interrumpan mis sueños.
—Pues hoy no puede ser.
—Parece usted cansado —dijo Materna—. Cada amanecer, el sueño se aproxima a la muerte. Es la hora en que mueren muchas personas enfermas, heridas o cansadas de vivir.
—Es mi hora —dijo el gendarme.
Se dejó caer en una silla y pidió un vaso de agua. Explicó entonces que no quería hablar sólo a Materna sino también a Jablonski. Y un momento después estaban los dos ante él.
—¿Qué han hecho ustedes esta noche? —preguntó.
—Dormir —dijo Alfons.
—Dormir —dijo también Jablonski—. Ayer me dieron la gran paliza. Eran cinco al menos los que me cayeron encima. Me sobraban dos. Por eso perdí, no por otra cosa.
—¿Y decidió usted tomarse la revancha? —preguntó Klinger.
Jablonski sonrió.
—A la próxima ocasión les echaré mano a ésos.
—Ha pasado algo grave, señor Klinger —dijo Materna, inquieto como un perro de pastor que olfatea el lobo—. Si no, no estaría usted aquí a estas horas.
—Así que han estado durmiendo —dijo el gendarme, pensativo.
—¿Qué ha pasado?
—Han matado a tiros a Johannes Eichler.
Klinger tomó el vaso de agua que tenía delante y lo apuró de un trago. Miró a Materna y a Jablonski. Vio en sus ojos el sobresalto, quizá la sorpresa o la extrañeza. Pero aquella expresión no indicaba nada, no llevaba a nada concreto.
Dejó el vaso y vio que Materna y Jablonski se miraban con cautela, como preguntándose algo el uno al otro. Observó entonces cómo los ojos de los dos hombres brillaban sombríos y cómo parecían reflejar comprensión y acuerdo.
—Vaya —les dijo—. Ponen los dos la misma cara, ¿eh? Parece que cada uno cree al otro capaz de haber cometido el crimen. ¿Quién ha sido?
—Pues podría ser yo —dijo Jablonski casi con ligereza—. Ayer me zurraron y me dejaron medio muerto. ¿No es éste motivo suficiente para matar a quien promueve el uso de la violencia en el pueblo?
—Mis argumentos son tan convincentes como los de Jacob —declaró Materna—. Esos canallas atacaron a María, la mujer con quien voy a casarme.
—Es perfectamente verosímil que yo echara mano de mi revólver para vengarme —aseguró Jablonski.
—¿No sería una escopeta? —preguntó Materna, que parecía dispuesto a dar todas las facilidades.
—Para estos trabajos soy más competente yo —dijo Jablonski sonriendo—. ¿Va usted a detenerme, señor gendarme?
—Eso quisieran ustedes —dijo Klinger.
—Pero usted cree posible que hayamos cometido el crimen, ¿no es cierto?
—Desde luego. Ustedes y algunos otros del pueblo. Pero hay una cosa que no comprendo: si ha llegado a ocurrir esto, ¿por qué han matado sólo a Eichler? ¿Por qué no han tocado a Eis? Incluso es extraño que no mataran a Eis en primer lugar.
—Exactamente —dijo Materna—. Éste es un punto esencial.
Pero, por si esto puede tranquilizarle, estoy seguro de que también a él le llegará el turno algún día.
—Eso me tranquiliza, en efecto. Sólo siento que ya no estaré aquí para verlo.
—No querrá usted dejarnos, señor Klinger.
—He de hacerlo a la fuerza. Ayer recibí una orden de traslado. Me han ascendido. Debo ir a Allenstein a calentar otro sillón en otro despacho.
—Le echaremos de menos —dijo Materna, que miraba por la ventana al horizonte donde se levantaba un sol de color rosado.
—¡Qué demonio de país! —exclamó Klinger—. Es el último rincón de este perro mundo. Pero a veces he sido más feliz aquí que en ningún otro lugar.
—A quién se lo dice usted —dijo Materna.
—Mi última actuación oficial antes de marcharme consistirá en advertirle a usted que no pierda la cabeza. Creo que en el futuro tendrá que utilizarla mucho. El cielo matinal parecía ahora envuelto en llamas.
La muerte de Johannes Eichler trastornó a todo el pueblo. Y especialmente trastornado se mostraba Eugen Eis. Junto a la tumba, después del entierro, que había sido uno de los más espléndidos que se recordaban en el pueblo, juró perseguir sin piedad a los asesinos de su paternal amigo y protector, de su jefe político y amado camarada, y entregarlos a la justicia.
—¡Te doy mi palabra de honor, amigo Johannes! —concluyó. Pero las investigaciones se alargaban sin conducir a nada positivo. Un experto de la policía criminal de Allenstein y otro de Konigsberg que vinieron a ocuparse del caso no obtuvieron ningún resultado satisfactorio.
Ello le fue achacado únicamente a Klinger. Los resultados de sus primeras investigaciones resultaron ser un obstáculo, ya que no solamente cerraban el camino hacia las conclusiones deseadas sino que encauzaban las pesquisas en una dirección extremadamente peligrosa.
Klinger se había atrevido a sospechar de la SA. Incluso había conseguido encontrar a dos de sus miembros que no tenían una coartada irreprochable. Hasta Eugen Eis era sospechoso de haber matado a Eichler.
Los dos funcionarios de la policía criminal encargados de la investigación se retorcían como gusanos.
—Puede que tenga usted parte de razón —le dijeron a Klinger—, pero nosotros no estamos aquí para limpiar nidos de avispas.
Klinger permaneció inflexible.
—Ésta no es una cuestión de zoología política, sino de derecho y justicia.
Pero los dos hombres no se dejaron convencer. Aunque no eran nacionalsocialistas notorios, conocían los intereses del Gobierno que les pagaba el sueldo. Aquel asunto no podía convertirse en una cuestión de Estado.
—Los resultados de mis investigaciones son absolutamente correctos —aseguró el gendarme.
Nada de lo ocurrido apartó a Eis de su firme decisión.
—¡Sabré conservar y engrandecer el legado de mi paternal amigo Eichler! —exclamó. Y así lo hizo.
Aquel mismo día, Eugen Eis, nuevo representante del Gobierno y jefe del grupo local del partido de Maulen, recibió una demanda oficial de ayuda del gobernador del distrito de Lótzen. Había un judío que debía pasar a prisión preventiva. Según se comunicaba, dicha persona había provocado repetidas veces escándalo entre los ciudadanos con sus expresivos silencios y carraspeos significativos, y también, a veces, con su sonrisa de suficiencia. Aquel ser despreciable había intentado incluso sustraerse a una donación voluntaria y había emprendido la huida. Se llamaba Siegfried Grienspan.
—Un parto difícil —dijo Grienspan, limpiándose las manos pegajosas con un lienzo—. El ternero no quiere salir.
—No debemos esperar hasta que nazca —dijo Materna impaciente—. No puedes quedarte más tiempo por aquí. Tienes la mochila preparada.
—Primero el ternero.
—Siegfried —dijo Materna con inquietud creciente—, a mí me interesan otras cosas en la vida además del ganado. Se sentaron sobre una bala de paja. Materna sacó una botella del bolsillo del pantalón y la ofreció con un gesto a Grienspan. Éste la rechazó dando las gracias. Alfons estaba intranquilo por Grienspan y por la vaca. El primero debería estar en camino hacia la frontera hacía ya rato y la segunda hubiese debido parir hacía ya horas.
—¿Qué te harán si te cogen? —preguntó Materna.
—¿Cómo quieres que lo sepa? —respondió Grienspan, mirando a lo lejos con una sonrisa—. Quizá querrán conversar conmigo a su manera.
—En estos tiempos en que todo está organizado —dijo Materna pensativo—, nosotros deberíamos montar una organización. Quizá algún tipo de sistema postal, como en la Edad Media.
—No es mala idea —dijo Grienspan—. Y si necesitaras dinero para esto, Hermann tiene orden mía de poner a tu disposición la cantidad que sea. La cantidad que sea, sin preguntar para qué la necesitas.
—De acuerdo —dijo Materna—. Queda fundada la agencia de transportes. Y tú eres el primer pasajero. Esperemos que llegues a un mundo mejor que éste.
Estaban los dos arrodillados junto a la vaca Emmy, que no había parido aún. El animal mugía y les miraba, con una expresión de dolor y angustia mortal en los ojos. Grienspan, con gestos suaves y seguros, le daba masaje en los flancos temblorosos.
—Este animal tiene una vida relativamente sencilla —dijo Alfons—: comer, digerir, dar leche, cagar, dormir, uno o dos partos más y la muerte.
—También hay gente que vive de manera parecida —dijo Grienspan—. Y les basta con una existencia así. Hasta cuando les hacen matar a otras personas, ello no les cuesta mucho más que cagar.
Materna volvió a beber de la botella y dijo, pensativo:
—No cuesta nada si el asesino cree estar realizando una buena acción, como servir a la justicia o defender a la patria. Es terrible la cantidad de razones convincentes que existen para las acciones más viles.
—La noche en que mataron a Eichler —dijo Materna— el gendarme pensaba que Jablonski o yo, uno de los dos, podía ser el culpable. Y, ¿sabes lo que ocurrió? Que cada uno de nosotros creyó al otro capaz de haberlo hecho. Y esto me preocupa.
Grienspan movió la cabeza.
—Hay épocas en que el crimen se propaga como la mala hierba. Pero quien ha visto la mala hierba sabe también reconocer las flores.
—Eres un poeta, Siegfried —dijo Materna—. Bien, ha llegado el momento de que desaparezcas.
Fuera, ladraron los perros de Jablonski. Alfons levantó la cabeza para escuchar y miró a Grienspan, que, con la cabeza baja, continuaba dando masaje mecánicamente al animal que yacía ante él. Alfons se guardó la botella y dirigió la mirada a la puerta del establo. Allí estaba Jacob, pálido.
—Se acercan los de la SA. Son treinta por lo menos. Los manda Eis. Van a rodear el patio. —Voy a salir a su encuentro— dijo Grienspan.
—De ninguna manera —dijo Materna con decisión, poniéndose en pie—. Tú haces falta aquí. Ocúpate de que nazca de una vez ese ternero y déjame a mí todo lo demás.
—¿Le echo los perros a Eis? —preguntó Jablonski.
—Ah, no, no. Dile que haga el favor de pasar.
Eugen Eis estaba plantado ante Materna y le miraba desde su amenazadora altura como el gato al ratón.
—Conmigo no valdrán tus mafias, Materna. No intentes proteger a un judío.
—Pero ¿me crees capaz de una cosa así? —replicó Alfons, sonriente—. ¿Yo, que estoy tan identificado con las nuevas ideas que al mejor de mis toros le he dado el nombre de Hermann? No como mi hijo, sino como nuestro gran Goering, el primer paladín del Caudillo…
—Por favor, ahórrame tus chistes baratos —dijo Eis, majestuoso—. Has caído en la trampa irremisiblemente.
—Pero ¿de verdad me crees tan tonto? —dijo Alfons, sonriendo como si le divirtiera mucho la situación—. ¿Has olvidado que, según como, yo soy para ti la gallina de los huevos de oro? ¿O es que ya no te importa la herencia de Brigitte? Porque, si yo quiero, puede convertirse en lo que llaman un gran partido.
Eis aguzó el oído. Había percibido un tono distinto del habitual en Materna.
—¿Qué significa «si yo quiero»? —preguntó con interés.
—Significa exactamente lo que estás pensando.
—Es que no es tan sencillo —dijo Eis, irritado—. Está María, esa polaca. Su presencia lo complica todo. Hay que quitarla de en medio lo más de prisa posible.
—Está bien —dijo Materna.
Eis quiso asegurarse y añadió: —¿Quieres decir que estás dispuesto a nombrar heredera a tu hija? ¿Y nuestro hijo tendrá también derecho a la herencia?
Materna asintió.
—Podemos ponerlo por escrito y legalizarlo ante notario. Brigitte heredará la mitad de todo lo que poseo. No tengo inconveniente en concederte algún adelanto en metálico. Tienes mi palabra. —¡Por fin has entrado en razón!— exclamó Eis, profundamente satisfecho. —Ya era hora. Por mí podemos dar comienzo en este instante a una idílica vida de familia.
—Supongo, Eis, que no creerás que te hago todas estas concesiones por pura simpatía…
Eugen negó con un amplio gesto.
—Ah, no… Ya sé que no soy persona de tu gusto.
—Di más bien que me produces repugnancia —le corrigió amablemente Materna.
—Pero no voy a pararme en pequeñeces. Tú quieres estar tranquilo de ahora en adelante y yo te lo garantizo.
—Hasta la tranquilidad del cementerio me garantizarías tú, ¿verdad? —dijo Materna frotándose las manos—. Pero más vale que te ahorres la molestia. Yo no soy como Eichler. Yo tiro más rápido y acierto siempre.
—No te daré ocasión.
—Ya lo veremos —dijo Materna secamente—. Pero de momento quiero dejar bien claro que no voy a hacerte ningún regalo. La herencia que te he prometido es un precio muy alto que exige una compensación adecuada. Quiero que me ayudes a llevar a María a Polonia con toda seguridad.
—Bien… ¿por qué no? Lo esencial es que desaparezca de aquí.
—Entonces estamos de acuerdo. Tú y tus hombres acompañaréis a María hasta la frontera. Sólo son unos kilómetros.
—Pero… tú quieres que yo mismo…
—Sí. Tú eres responsable de que María llegue a Polonia sin que le toquen un solo cabello. Como te conozco, sé que no te costará mucho convencer a tu gente de que están llevando a cabo una acción patriótica. Podrás llamarlo «expulsión de nuestro suelo de elementos extraños al pueblo».
—Está dentro de mis posibilidades —dijo finalmente Eis, con un esfuerzo—. Así pues, accedo. ¿Cuándo será?
—Esta misma noche.
Eis no vaciló ya más en cerrar aquel trato en virtud del cual se le abría la perspectiva de una gran fortuna.
—Muy bien —dijo.
—Como es lógico, no pensarás que voy a confiarte a María sin condiciones. Quiero que la acompañe una persona de mi confianza. Eis adivinó en seguida lo que significaba aquella condición: nada menos que llevar también a Siegfried Grienspan a la libertad con escolta de la SA.
—¡No! ¡No puedes exigirme precisamente esto!
—Mis condiciones son éstas. Como ya te he dicho, no pienso regalarte nada.
—¿Y si me niego?
—En ese caso, Brigitte no heredará ni un céntimo de mí. Exijo la seguridad de María y de su acompañante. Sólo así te casarás con un buen partido.
—¡De acuerdo entonces, de acuerdo! —gritó Eis, furioso—. Esta noche, dentro de tres horas como máximo, María y su acompañante estarán en la frontera. ¡Pero entonces yo cobraré!
—Ya ha nacido el ternero —dijo Grienspan—. Es muy hermoso y está ya muy fuerte. Ha sido un parto difícil, pero la vaca lo ha aguantado bien.
Fue hacia el cubo de agua que había allí preparado y se lavó las manos y los brazos.
—Gracias, Siegfried.
—Soy yo quien está en deuda contigo, Alfons. He oído tu conversación con Eis. ¿No es muy alto el precio que quieres pagar?
—No hay precio demasiado alto para la vida de una persona. Además, no he pagado nada, Siegfried. He hecho una inversión pensando en nuestro correo. ¿Estás listo para la marcha?
—¿Y qué dirá María?
—Nada —respondió Alfons gravemente—. María no puede hablar. Pero yo sé que me comprenderá.
—Ya es hora, María —dijo Materna, señalando la maleta y la cartera de la joven, que estaban preparadas hacía ya días en una esquina de la habitación.
María asintió. Sus ojos estaban sombríos como los lagos del bosque, pero sonreía como si quisiera darle ánimo. Alfons le tendió las manos y ella las tomó en las suyas. Se miraron, recordando el momento en que se vieron por primera vez. Él era entonces un hombre alegre y ella una niña tímida de grandes ojos en los que se leía el miedo. Hasta que vio a Materna tal como realmente era: una persona que quería a las personas. Y en aquel momento comenzó a vivir. Hasta aquel día. Aquellos años habían estado llenos de felicidad. Cada mañana, la sonrisa de María iluminaba el día entero. Y así habían transcurrido miles de días.
—Gracias, María —dijo Materna en voz baja. Ella entendía cada palabra que salía de sus labios. Comprendía cada expresión de sus ojos y el más pequeño gesto de su boca. Era ya así cuando él la tomó en sus brazos por primera vez. Fue en la huerta, en una tarde de verano que anunciaba una noche cálida y sofocante. Años después, cuando se inclinaba sobre ella, le esperaba siempre con una sonrisa. Habían sabido lo que es la felicidad.
—Vuelve a Polonia y quédate allí —le dijo Materna cariñosamente—. Tú ya sabes que yo no te olvidaré nunca. Quizá vendré contigo muy pronto o te haré venir aquí otra vez. Estaremos juntos. Ella apoyó su frente en la de él. Le había comprendido.
—Ha llegado el momento de la despedida —dijo Grienspan cogiendo su mochila.
Materna llenó los vasos que había sobre la mesa.
—Quizá podré estar con vosotros mañana, la semana próxima o el mes que viene. Y aunque esto durase años, cuando las personas se encuentran tan bien juntas como nosotros, ya no se separan más.
María estaba allí, tranquila, sonriendo.
—¡Ya están aquí esos hijos de puta! —anunció Jablonski.
Materna asintió con la cabeza.
—Que esperen un momento.
Jacob salió al patio y comenzó a pasar revista al camión y a los hombres que lo ocupaban. Comprobó los faros del vehículo, se informó de la gasolina que llevaban e hizo que le enseñaran los papeles. Eis maldecía para su capote.
Materna tomó los dos vasos llenos y los dio a María y a Siegfried. Levantó el suyo y dijo: —¡Feliz viaje!
—¿Por qué no vienes con nosotros? —volvió a preguntarle Grienspan.
—Porque aquí me divierto mucho —dijo Alfons, en un tono que no consiguió ser alegre.
Grienspan vació su vaso y dijo:
—Entonces estableceré la estafeta siguiente al otro lado de la frontera.
—Sí, esto es importante —respondió Alfons, rodeando a María con el brazo—. Para mí, esto de ahora no es más que un comienzo.
—¿Y cómo vas a entendértelas con Eis y sus compinches?
—¡Ah, esos idiotas no saben la que les preparo! Se llevarán una buena sorpresa cuando vuelvan de acompañaros a vosotros y se encuentren convertidos en criminales.
—Ya entiendo —dijo Grienspan—. Cuando regresen, les tendrás en tus manos. Les harás ver que han ayudado a escapar a una persona judía y a otra polaca. Y si llega el caso les meterás en un lío.
—Y te aseguro que lo haré con gusto. Pero ahora marchaos y poneos a salvo. Entonces empezaré a divertirme. Y quiero aprovecharlo bien.
El camión se puso en marcha. Eis iba al lado del conductor mirando fijamente ante sí. Por encima del tabique posterior del vehículo se veía a dos hombres de la SA que miraban con expresión sombría y decidida al vacío, a la oscuridad de la noche. Pero entre los hombres se divisaba un pañuelo blanco que aleteaba como una paloma a causa del fuerte viento. Materna sabía que era de María.
—¿Hemos de compadecerles o envidiarles? —preguntó Jablonski. Estaban los dos en el patio, siguiendo con la mirada el camión que se alejaba hasta que las luces posteriores fueron como luciérnagas en la noche estival. A sus pies estaban echados los perros, a punto de saltar.
—Jacob, si te asusta esta mierda de vida de aquí, habrá pronto un nuevo viaje a Polonia.
—Aunque no soy más que un perro de pueblo, puedo aullar tan fuerte como toda una manada de lobos —aseguró Jablonski.
—No hay tantos lobos en el mundo como para apagar por mucho tiempo con sus aullidos los gritos de libertad.
Jablonski, pensativo, esbozó una sonrisa. Acarició las cabezas de los perros.
—¿De verdad crees lo que acabas de decir? —preguntó.
—Tengo que creerlo, Jacob. Por nada del mundo quiero darme por vencido.