Los tontos no se mueren y los listos no quieren morirse. Pero unos y otros tienen la muerte bien segura.
—¡Que no se repita! —exclamó Johannes Eichler—. ¡Yo cuento siempre con algunos fallos, pero no puedo tolerar a los inútiles totales!
Ante Eichler se encontraban, firmes e inmóviles, algunos componentes destacados del grupo local del partido: Eugen Eis, Hermann Materna y el maestro Vetter, ninguno de los cuales parecía muy tranquilo.
—¿Qué es lo que yo pido? —dijo Eichler comenzando a pasear como un Napoleón alargado en veinte centímetros—. Yo pido solamente que cada cual en Maulen cumpla con su deber. Los presentes estaban seguros de que iba a añadir: «¡Con su maldito deber y su obligación!». Pero, al parecer, lo olvidó y continuó, furioso:
—¡Yo soy aquí el máximo representante de la autoridad del Estado! Y como tal no puedo permitir que se exponga al partido, y con él a mí, a semejante ridículo.
Hermann Materna estaba muy tieso, dispuesto a aceptar en aquella ejemplar actitud cuanto pudiera ocurrir. Eis, en cambio, respiró aliviado, porque había visto a quién aludía Eichler: a Vetter. Él era la víctima. Y el maestro pareció también darse cuenta de ello. No obstante, se atrevió a explicar:
—Por lo que se refiere a la desgraciada frase: «¡Afuera con los polacos!», he de decir que en realidad es de Eis.
La frase era de Eis, efectivamente, y éste la había tomado de Eichler. Pero el aludido respondió tranquilamente:
—¡Qué estupidez! ¡Querer colgarme ahora a mí el muerto!
—¡Debería darte vergüenza! —gritó Eichler, como queriendo aplastar a Vetter con su potente voz—. ¡Sólo los miserables intentan achacar sus faltas a otros!
Hermann asintió. También él consideraba vergonzosa la conducta de Vetter. ¡Qué falta de dignidad! ¡Y aquél era el hombre que en la escuela le había hecho temblar!
Eichler se dispuso a asestar el golpe definitivo.
—Quedas destituido a partir de este momento de tu cargo de jefe de organización y propaganda. Serás expulsado del partido. Se ha solicitado a la autoridad escolar que disponga lo más rápidamente posible tu traslado. Los inútiles como tú no nos hacen ninguna falta aquí en Maulen. ¡Fuera!
Vetter salió de la habitación. Eichler le había aniquilado. Pero ¿no era Materna, en realidad, quién lo había hecho?
—¡Era inevitable! —comentó Eichler en tono casi dolido. Acababa de dar un escarmiento ejemplar, pensó. Pronto se sabría en todo el pueblo y daría los resultados apetecidos—. Por cierto que he de expresaros mi condolencia —dijo—. La decisión de Materna de casarse con su criada os deja en muy mala situación, ¿no es cierto? Parece que se propone excluiros de la herencia.
—No me preocupan los valores materiales —aseguró Hermann.
—Este asunto todavía no está decidido, ni mucho menos —afirmó Eis, pensativo.
—Esperemos que así sea —dijo Eichler.
Sirvió aguardiente para él y para sus visitantes. Brindaron por el éxito futuro de su colaboración. Después se despidieron con el saludo alemán.
Eis y Hermann atravesaron juntos la plaza y entraron en la taberna. Hermann llevado de la atracción que sentía por la exuberante Christine Scharfke y Eis del deseo de una cerveza fresca. —Eichler se ha cargado a Vetter— dijo Hermann no sin admiración.
—Sí. Y veremos quién será el siguiente. Quizá uno de nosotros.
—Pero ¿qué puede pasarnos si continuamos trabajando duro como hasta ahora? —dijo Hermann, convencido.
—Mira, tú puedes trabajar tanto como quieras, que lo que cuenta al final es sólo la opinión de Eichler —dijo Eis, encogiéndose de hombros—. Es esto lo que a mí no me gusta. Nos maneja como si fuéramos marionetas.
—Bueno, para esto es el jefe.
—Que sea el jefe hoy no significa que haya de serlo siempre —dijo Eis entornando los ojos.
Hermann no comprendió lo que su camarada quería decir, pero dijo jovialmente:
—Bueno, no nos preocupemos por cosas que no han pasado todavía. Vayamos a lo positivo.
Y al decir esto era indudable que tenía en el pensamiento a Christine Scharfke.
—Yo sólo sé una cosa —declaró Eis—. Si alguien más ha de ser eliminado, no seré yo. Yo también tengo mi lista negra.
—Parece que la afinidad de ideas da lugar a buenas amistades —dijo Jablonski—. Pronto les veremos pasear del brazo por el pueblo. Tu hijo y tu yerno, quiero decir. De momento, ya se han emborrachado juntos varias veces.
Materna estaba en el establo con Grienspan. Estaban cuidando a una yegua que iba a parir de un momento a otro. Ninguno de los dos prestó gran atención a las observaciones de Jablonski.
—Va a ser un parto difícil —dijo Grienspan, examinando con manos seguras el inquieto cuerpo del animal—. He oído hablar de un nuevo método: dicen que es posible acelerar un parto difícil por medio del masaje. Pero existe el peligro de que la yegua muera. Sólo es relativamente seguro salvar al potro. Jacob se acercó a ellos.
—Tu hijo Hermann y ese Eis se han convertido en carne y uña. Carne y uña de la mano de Eichler, claro —dijo, sonriendo.
Materna se rió. Grienspan miró a un lado, en dirección a un montón de estiércol.
—Mi querido hijo Hermann atraviesa una hermosa época de su vida —declaró Materna amablemente—. Puede obedecer, mandar y organizar. Es todo lo que precisa para ser feliz. Alfons tomó con las manos la cabeza de la yegua y la apoyó en su pecho. El animal se sometió dócilmente y trató de acercar el hocico al rostro de Materna.
—Sea como sea, lo de Brigitte es una vergüenza —dijo Jacob.
Alfons meneó la cabeza.
—No hay nada tan imprevisible como eso que llaman amor. Si Brigitte se empeña en querer a Eis, lo tendrá.
—Serás muy estúpido si permites tal cosa.
—¿Y qué más? —preguntó Materna de buen humor.
Jablonski se alejó. Alfons levantó la cabeza de la yegua como si quisiera leer en sus ojos.
—Jacob tiene razón —dijo—. Las personas decentes siempre tienen razón. Lo que ocurre es que no son ellas las únicas en este mundo. Cada uno de nosotros es como un dibujo, como un hilo de un inmenso tapiz: estrecha e indisolublemente unido a cientos y miles de otros hilos.
—Alfons —dijo Grienspan en voz baja. Era, además de Jablonski, la segunda persona que llamaba a Materna por su nombre. La tercera hubiera sido María, pero ésta no podía hablar—. Yo tengo ahorrada una suma considerable. Podríamos emplearla en trasladarnos a algún otro lugar… a Polonia quizá. Me han ofrecido la compra de una pequeña finca al sur de Krakau.
—Dicen que la tierra de Krakau es buena, casi tan buena como la nuestra —dijo Materna—. Produce gran cantidad de cereales. Y es muy adecuada para la cría del cerdo y de las aves de corral. Pero no me interesa.
—Espera algún tiempo antes de decidir, Alfons. Piénsalo bien.
—Yo ahora podría decir con énfasis: «En esta casa han vivido mi padre y mi abuelo. En ella he nacido yo y en ella quiero morir». Pero no sería cierto.
—Entonces, ¿qué es lo que te retiene aquí?
—Me pones en un apuro, Siegfried —dijo Materna mirando con expresión casi suplicante a Grienspan, que no parecía dispuesto a perdonarle la respuesta—. Lo que me retiene aquí es casi exactamente lo mismo que esos charlatanes cacarean a cada ocasión que se les presenta. Yo quiero a este país.
—Sí. A mí también me costaría mucho irme de aquí —confesó Grienspan en voz baja.
De nuevo apareció Jacob.
—He estado pensando mucho —declaró.
—Mala cosa —dijo Materna.
—He pensado que puede ocurrir que los hijos abandonen a su padre. Pero en este mundo, fuera de la muerte, no hay nada irreparable. Así pues, esos hijos podrían volver. Sobre todo si se les ayuda un poco.
—¿Quieres desviar la mano del destino, Jacob?
—Lo que llaman amistad muchas veces no es más que una comunidad de intereses. Hemos de partir de aquí.
—Delicada cuestión —le advirtió Grienspan.
Pero Materna escuchaba a su amigo con creciente interés.
—¿Propones que intentemos demostrar a cierta persona que su supuesto amigo es un personaje dudoso? En efecto, podríamos ganar algo con ello.
—Y, tal como están las cosas, eso sería un juego de niños —aseguró Jacob—. Hay cosas muy pequeñas que pueden hacer perder el seso a hombres muy grandes.
En Maulen no se andaban con rodeos en cuestiones de amor. Y el falso pudor era en Masuria un sentimiento casi desconocido. Pero Hermann Materna era diferente en este punto de los demás hombres del pueblo. También en el amor era un idealista convencido. Todo debía ser tan limpio como su nuevo uniforme. Él quería a Christine Scharfke, desde luego, pero la respetaba.
—Qué buen muchacho eres —decía Christine suspirando.
—Contigo no es posible otra cosa —afirmaba Hermann muy serio.
Todo había empezado durante la boda de Eichler, cuando se sentó a su lado. Había sentido estremecerse todo su cuerpo y velarse sus ojos. Aquello no podía ser debido a los excesos en el comer y el beber; debía tratarse, por tanto, del amor.
—Ah, aquí no se está nada bien —le dijo ella cuando estaban uno a cada lado del mostrador—. ¿Por qué no subimos a mi habitación?
—No podemos hacer eso, Christine —respondió Hermann muy formal—. No quiero poner en entredicho tu buena fama.
Así era Hermann: un muchacho puro. Y cuando se reía de las obscenidades que decían sus camaradas no quería ello decir que las entendiera, sino que lo hacía por compañerismo. Veía a Christine tal como quería verla: una amante mujer alemana, futura madre de pequeños alemanes. Tomaba sus manos y a veces se aproximaban a su pecho y se estremecían. Esto era todo.
—No se puede hacer gran cosa con él —dijo Christine a su padre.
—Piensa que es hijo de Materna —le recordó Scharfke—. Tienen una cuenta importante en el banco y sólo su ganado vale tanto como medio Maulen. Deberías tenerlo muy presente.
Christine Scharfke era de naturaleza ardiente, como un horno siempre encendido. Varios hombres habían gozado de su favor. Eugen Eis, por ejemplo, que era un hombre de una pieza. Con Hermann, en cambio, se sentía descuidada e incomprendida, incluso desdeñada.
Aquellos días, Grabowski, el borrachín, pasaba horas enteras en la taberna, horas de felicidad pagadas con dinero que le había dado Jablonski. Grabowski se mostraba agradecido y no dejaba de hablar a Christine.
—No irás a quedarte solterona por amor —le decía.
Esto, naturalmente, no era de esperar de Christine Scharfke. Y le molestaba en extremo tener que oír cosas como ésta: —Pero el bueno de Hermann, ¿no quiere… o no puede?
Tales frases herían vivamente su orgullo.
Así pasó días y días dudando entre el deber y la pasión. Grabowski charlaba incesantemente, y los «hijos de Satán» también se burlaban de ella. Así se fue forjando, lenta pero fatalmente, un suceso que tendría consecuencias en extremo lamentables. Grabowski, entre litro y litro de alcohol, iba comentando: —¡Lo que son las cosas! A algunos, como a mí, les pica la garganta y a otros les pica en otro sitio.
—¡Ah, Christine, qué vida ésta! —dijo Eugen Eis inclinándose sobre el mostrador.
Le gustaba hacer este tipo de reflexiones, sobre todo acerca de «la vida», y muy especialmente cuando estaba borracho.
—Pero tú estás prometido —observó Christine, mordaz.
—Y tú también lo estás.
Eis se cubrió la frente con ambas manos para poner bien de manifiesto que sufría.
—Pero qué significa, al fin y al cabo, estar prometido… —dijo.
Cierto. Qué significaba aquello en Maulen… Sobre todo cuando se anunciaba ya la primavera y la ocasión era propicia. Porque Hermann, en efecto, estaba lejos, y la habitación número tres de la fonda Scharfke estaba muy cerca. Eis tomó el vaso que Christine había colocado ante él.
—Yo sólo te digo una cosa: no soy feliz.
—Pero tu novia espera un niño.
—¿Qué se puede hacer contra el destino? —dijo Eis, sombrío.
—A mí, desde luego, esto no me habría pasado —dijo Christine no sin orgullo—. Yo sé hacer bien las cosas.
—Es que tú eres extraordinaria. Yo lo sé bien.
Christine, mientras secaba vasos con un trapo, miró al local, que estaba casi vacío. En una de las mesas estaba sentado Grabowski, sumido en una estúpida y sonriente indiferencia. Tenía aún ante él una botella casi llena.
—El hombre no puede rebelarse contra la naturaleza —dijo Eis—. ¿Subimos a tu cuarto?
—Eres un sinvergüenza —dijo Christine en voz baja.
Se secó las manos y, sin que él se lo pidiera, le llenó de nuevo el vaso.
—Yo empiezo a pasar. No me hagas esperar demasiado.
En aquellos momentos, Hermann se encontraba en el Depósito de Bombas impartiendo instrucciones a los subjefes de su SA. El tema era «ejercicios en grupo al aire libre».
—Lo esencial —decía Hermann— es dar las órdenes correctamente. Debe hacerse en forma clara, audible y enérgica.
Los tres subjefes de la SA asintieron. Poseían todos poderosas voces, mérito éste que había influido grandemente en su designación para el cargo.
—¿Hermann Materna? —preguntó una voz clara desde la puerta.
Era la voz de Peter Bachus.
—¡Aquí estoy! —respondió Hermann, siempre diligente.
—Le llaman al teléfono… En la casa parroquial.
—¡Descanso! —gritó Hermann a sus subordinados. Se dirigió rápidamente a la casa del párroco. Tomó el auricular descolgado y dijo—: Aquí Hermann Materna.
Oyó entonces la voz de Johannes Eichler, la voz que más tarde juraría que le pareció la de Eichler. Aquella voz, deformada por el viejo teléfono, ronca e irregular, dijo:
—Tenemos reunión interna. Inmediatamente. En la fonda, habitación número tres.
—¡A la orden! —exclamó Hermann, obediente. Colgó el auricular y se encaminó a toda prisa a la fonda. Subió al piso, llamó a la puerta de la habitación indicada y exclamó—: ¡Aquí estoy!
El escándalo era inevitable. Volvió a llamar a la puerta, molesto porque, después de haberle llamado, nadie contestaba. Intentó entonces entrar sin más, pero en aquel momento oyó la voz de su amada Christine que le prohibía hacerlo.
Sólo en aquel instante comenzó Hermann a sospechar. Perplejo, se quedó ante la puerta, reflexionando. Finalmente, comenzó a aporrear la puerta como si estuviera dando una alarma en plena selva africana. Acudieron algunos espectadores, muy interesados.
Así fue como Hermann Materna descubrió a su amigo y camarada Eugen Eis en la habitación de su novia. Si hubiera tenido un arma, habría disparado, pero no quiso ensuciarse las manos atacándole a golpes.
El jefe de la SA y el lugarteniente del grupo local del partido en Maulen se miraron de hito en hito. La unidad del partido estaba en peligro.
Después de unos momentos en que fue incapaz de pronunciar palabra, Hermann gritó: —¡Hijo de puta! ¡Puerco! ¡Cochino!—. Y, dirigiéndose a Christine: —¡Ramera! ¡Zorra! ¡Desvergonzada!
Agotado con ello su repertorio para tales ocasiones, se abrió paso, furioso, por entre los asombrados mirones.
—¡Qué asco! —exclamó.
Se precipitó afuera. Atravesó con paso firme los Prados de los Perros y se encaminó a la Colina de los Caballos. Allí estaba su padre en compañía de Jablonski.
Ambos le miraron amablemente. Parecía como si hubiesen estado esperándole.
—Padre… La he encontrado… con Eugen Eis. ¿Qué debo hacer?
—Esto has de saberlo tú mismo —dijo Alfons con voz serena.
—Estoy dispuesto a actuar en consecuencia. Pero… ¿cómo?
—Mira, Hermann —le dijo Materna con franqueza—, yo ahora en realidad podría estar satisfecho y decir: ha sido una cosa muy triste, pero útil. Tú te has librado de esa mujer y mi hija se dará cuenta de la clase de hombre que ha ido a elegir. Puede decirse que Eis ha hecho mucho bien sin levantarse de la cama.
—¡A ese cabrón le moleré a palos! —gritó Hermann—. ¡Le romperé todos los huesos!
—¡Bravatas y más bravatas! —dijo Jacob sonriendo, dirigiéndose a Materna—. Todo el mundo habla, promete y amenaza sin parar. Es el deporte de moda.
También Eis estaba dispuesto a actuar en consecuencia; no le quedaba otra solución. Acabó de vestirse y fue directamente a ver a Eichler. Encontró al mandamás del pueblo en el molino, ocupado en la molienda. A Eichler le agradaba contemplar aquel proceso en el que veía un símbolo de la época: aquellos innumerables y minúsculos granos eran enérgica y tenazmente aplastados y se convertían, en virtud de esa acción, en blanca pureza. Se producía una transformación de valores, un ennoblecimiento de la materia. Se creaba un alimento para la humanidad, para la humanidad alemana.
—Esto me conmueve —dijo con énfasis—. La harina es pan, y el pan es vida.
Aquí Eis hubiera podido añadir algo; no en vano «vida» era una de sus palabras predilectas. Pero tenía algo importante que decir y no podía entretenerse.
—Sí… Y en la vida ocurren cosas… —dijo, creyendo haber encontrado una transición adecuada.
Habló entonces de «una cadena de desafortunados acontecimientos», lo que le pareció asimismo bastante bien formulado. Pero Eichler preguntó brevemente: —¿Qué es lo que pasa ahora?
Ante lo cual Eis pasó a la relación de los hechos. Afirmó haber sido seducido. Christine, dijo, le había «envuelto en sus redes». Con gesto resignado, concluyó:
—Y antes de que pudiera darme cuenta, ya estaba en su cama.
—Eugen —inquirió Eichler alarmado—, ¿es que os han encontrado en la cama?
—Sí.
—¿Quién? ¿No habrá sido Hermann Materna?
—Pues sí —respondió Eis con la cabeza baja—. Alguien debe de haber dado el soplo. Se ha puesto como loco. No me ha dado ni tiempo de explicarle que Christine me ha obligado, con su perfidia…
—¡Maldita sea! —exclamó Eichler furioso.
Procedió sistemáticamente. Se informó, escuchó personalmente a los testigos y apeló a su conciencia diciéndoles en tono confidencial:
—Yo no puedo permitir que nuestro Movimiento se vaya a paseo por la primera mujerzuela que hace de las suyas. Después de tales gestiones tuvo lugar aquel mismo día un «procedimiento de arbitraje» dentro del partido. Eichler tenía por principio atacar los problemas con rapidez. Con este fin convocó a los dos contrincantes. Reinó al principio una extrema tirantez. Hermann no se dignó conceder a Eugen ni una sola mirada. Pero había venido: no había podido desoír el llamamiento de su superior. Y allí estaba, rígido como un palo.
Eichler comenzó declarando que no tenía intención de favorecer ni de perjudicar a nadie y que le preocupaba sólo el esclarecimiento de la verdad.
—Nada hay más peligroso e indigno que la desconfianza entre camaradas —aseguró—. Es precisamente lo que esperan nuestros enemigos.
Estas frases parecieron tener en Hermann el efecto deseado. Eichler dirigió una serena mirada al jefe de la SA.
—Una cosa quiero dejar bien sentada —dijo—. Si Eugen Eis es culpable, sus días en Maulen están contados.
Eis comenzó a inquietarse y dirigió a Eichler una mirada que encerraba a un tiempo una súplica y una advertencia. Pero Eichler dedicaba toda su atención a Hermann, cuyo ánimo se conmovía ya. Tenía confianza en su jefe.
—¡Si lo que ha llegado a mis oídos resulta ser cierto, haré un escarmiento ejemplar! —dijo Eichler—. Pero ¿es cierto? Pregunto a Eis.
—No —se apresuró a responder el interpelado, aferrándose a la tabla salvadora que Eichler le lanzaba—. Desde luego que no lo es.
Hermann se puso en pie indignado, moviendo los brazos como aspas de molino.
—¡Pero si lo he visto con mis propios ojos! —gritó.
Eichler asintió con un gesto, pero observó:
—Las apariencias pueden ser engañosas, no lo olvidemos.
Apoyó los brazos con energía sobre la mesa. El león de Maulen adoptaba su actitud grave.
—Vamos a hablar de hombre a hombre, de camarada a camarada. Yo pregunto a Eugen Eis: ¿se declara culpable de alguna falta?
—¡No! —respondió Eis prontamente.
—¡Pero si yo le he visto! —exclamó Hermann—. Y tengo testigos.
Eichler se inclinó hacia ellos.
—¿Y no podría ser que estuviese simplemente hablando con Christine? —dijo.
—¿Y para eso hace falta quitarse la camisa?
—Eis, ¿cómo se explica este hecho? —inquirió severamente Eichler.
Eis, que había preparado la explicación, declaró:
—Yo tengo aproximadamente las mismas medidas que Hermann Materna. Y Christine quería hacerle unas camisas de dormir. Quería darle una sorpresa. Por eso me pidió que le dejara tomar mis medidas.
—Bien —dijo Eichler pensativo—. Es perfectamente posible que así haya sido. Yo he interrogado a Christine Scharfke al respecto y su declaración coincide con ésta. Me temo, Hermann, que has cometido con ella una grave injusticia.
La sesión se prolongó aún durante bastante rato, pero se vio coronada por el éxito. Eis admitió que su conducta no había sido del todo correcta y presentó sus excusas. Hermann mostró estar a la altura de las circunstancias y declaró:
—Las apariencias son desfavorables, pero para mí la palabra de un camarada es indiscutible.
Los camaradas se dieron la mano. Fueran cuales fueran las heridas que quedaran abiertas, Eichler había salvado la unidad del partido y la paz del pueblo. Cosas ambas especialmente importantes cara a los acontecimientos que habían de producirse, entre ellos el anunciado referéndum.
El día en que había de tener lugar el referéndum brillaba el sol sobre Maulen y el cielo era como un suave lienzo de seda. Buen presagio para el normal desarrollo de todos los actos previstos: misa y comunión, referéndum, distribución gratuita de cerveza, fiesta popular y baile.
—Éste es un día del Señor —dijo el padre Bachus al levantarse, mirando deslumbrado la luminosa mañana.
—¡A divertirse tocan! —decían otros habitantes del pueblo—. ¡Vaya día de juerga nos espera!
Alfons Materna declaró:
—Si ocurre lo que yo pienso, será un día memorable.
Tocaron las campanas. Scharfke, el fondista, procedió a abrir el primer barril. La SA se concentró junto al depósito de bombas.
Ya a primera hora de la mañana Eichler tenía reunidas en torno a él a las primeras figuras del partido.
—Comamos primero —dijo.
Nadie dijo que no. En el despacho de Eichler, inmaculadamente limpio y pintado ahora de un luminoso color blanco —evidentemente, la mano de Margarete—, había preparadas varias bandejas de comida: dos jamones, uno crudo y otro en dulce, embutidos de todas clases, arenques ahumados y asados y un enorme trozo de queso de Tilsit. Y para beber, aguardiente.
—Nos espera un día duro —dijo Eichler—. Pero será un día glorioso también.
Ninguno de los presentes se atrevió a poner en duda tal cosa. Estaban ocupados cortándose pedazos como el puño, engulléndolos y tragando aguardiente. Se hallaban todos de excelente humor. El padre Bachus dio la comunión a sus fieles, que se acercaron aquel día a recibirla con especial solicitud, ya que, desde el comienzo hasta el fin de la votación, existía la prohibición oficial de servir bebidas alcohólicas.
Todo parecía estar previsto. La organización de Eichler funcionaba a la perfección. Desde hacía semanas circulaban por Maulen los pasquines, aparecían en las paredes llamativos carteles, se hacían numerosas visitas personales y se practicaban las más enérgicas variedades del arte de la persuasión. La frase oficial de Eichler al respecto era: La victoria debe ser nuestra y lo será. Y la no oficial, pronunciada en presencia de Eis, fue: —Ya verás cómo les ganamos a esos animales. ¡Pues no faltaría más!
La importante pregunta que se leía en las papeletas era: «¿Estás a favor del partido de Adolf Hitler? ¿Sí o no?». Junto a la pregunta había dos círculos, uno grande para el «sí» y uno pequeño para el «no». ¿Qué duda cabía, para un auténtico alemán, de cuál había de ser la respuesta?
—En esta ocasión, ni el mismo Materna podrá hacer de las suyas —declaró Eichler, confiado—. A menos que se haya cansado de vivir, tendrá que pasar por el aro como todos. La organización del plebiscito abarcaba todo el pueblo, desde los arrendatarios de Eichler que vivían al norte del mismo hasta las pesquerías del sur y desde los campesinos de Uschkurat hasta los pobres labradores de las duras tierras del este. La organización no perdonó a nadie, ni a los niños ni a los ancianos. Con el fin de arrancar de todos los rincones a los votantes cansados o indecisos, se organizaron equipos de muchachos que tocaban el tambor por el pueblo. Habían sido escogidos y aleccionados por el maestro Kniese, que aspiraba a la sucesión de Vetter. Los chicos se plantaban en todas las esquinas, golpeaban con fervor sus instrumentos y declamaban los versos compuestos por el mismo Kniese:
Venid a votar al Caudillo
venid a votar al Partido.
El que no vota al Partido
en mala hora ha nacido.
Aquellas voces llegaron también a los oídos de Alfons Materna, porque los chicos pasaron por la carretera de Gross Grieben, muy cerca de su casa. De poco sirvieron las altas vallas para protegerle de los jóvenes vocingleros.
Estaba sentado en el banco que había delante de la casa. Acababan de comer. María había preparado un ganso relleno de manzanas y de seis hierbas diferentes. La muchacha había demostrado últimamente ser una espléndida cocinera. Cada día se manifestaba en ella una nueva cualidad. Era la delicia de su maduro corazón.
Materna tenía una sonrisa en los labios. Y no dejó de sonreír cuando vio a Hermann ante sí, como un pavo real con su ostentoso plumaje.
—He venido a buscarte —dijo el muchacho.
—Hablas como la muerte en una función de la escuela. ¿O es ésta la forma de hablar corriente en el partido?
—Padre, quería pedirte que vayas a votar. Ha de ir todo el mundo.
—Sabes, hijo mío… Votaciones como ésta las hay a menudo, pero un ganso tan exquisito como el de hoy no lo había comido hacía años. Y la perspectiva de una buena digestión me parece más importante y atrayente que esas denominadas «elecciones».
—¡Pero se trata de Alemania, padre! Yo te ruego, no como jefe de la SA sino como hijo tuyo, que en esta ocasión te pronuncies sin reservas.
—¿Sin reservas? ¿Por Alemania?
—¡Naturalmente!
—¡Muy bien! —dijo Materna poniéndose en pie—. Si tanto interés tienes en ello, tu padre hará algo por Alemania. ¡Sin reservas!
La hora oficial de cierre del colegio electoral era las cinco de la tarde. Pero ya tres horas antes Eichler y Eis repasaban las listas. Se había marcado con una cruz a los que habían votado. Quedaban sólo algunos vacíos. Los nombres de los poco entusiastas electores pasaron a unas hojas de papel y las hojas pasaron a manos de la SA.
Poco después aparecieron, convenientemente escoltados por la tropa de asalto del partido, un rentista desdentado y tartamudo que no había salido desde hacía meses de su buhardilla del asilo, dos ancianas pordioseras que tenían perturbadas las facultades mentales y una pareja de jóvenes que acababan de alcanzar la edad reglamentaria para votar y que se encontraban, muy felices y tranquilos, en el bosque, junto al estanque. También un viejo campesino muy enfermo fue triunfalmente arrastrado hasta la mesa electoral. Murió inmediatamente después de emitir su voto, pero así pudo hacerlo con la satisfacción del deber cumplido. Entretanto, los jóvenes tambores continuaban voceando. Parecían juguetes de cuerda. Con la boca muy abierta gritaban:
Adolf Hitler es nuestra bandera,
a él fidelidad eterna.
¡Viva Adolf Hitler!
Es un redomado sinvergüenza
quien no llama a Hitler con vehemencia.
¡Viva Adolf Hitler!
Apenas una hora más tarde, todo Maulen había votado. Sólo tres cruces faltaban en la lista: las de Materna, Jablonski y Grabowski.
—¡Traedlos aquí! —ordenó Eichler a la SA.
A Grabowski, notorio bebedor y víctima de la República, no fue muy difícil encontrarle. Estaba sentado en su lugar preferido, junto al muro del cementerio. Borracho. La prohibición de venta de bebidas no le había afectado; él tenía sus reservas. Muy alegre se dirigió al colegio y preguntó con una risita: —¿No llego tarde, verdad?
—¡Llegas justo, borrachín del demonio! —respondió Eis, que estaba a la puerta esperándole—. ¡Vamos, entra!
—Habría venido antes —dijo Grabowski con voz ronca—, pero quería ponerme bien en forma. Esto de ahora es muy importante, ¿no?
—¡Sí, y si no entras a votar inmediatamente verás lo que te pasa!
—¡A la orden! —exclamó Grabowski en tono casi militar, intentando incluso dar un taconazo—. ¡Soy un elector! ¡Vengo a cumplir con mi deber! Yo no dejo a nuestro Caudillo en la estacada. ¡Viva el Caudillo!
Aquel hombre le atacaba los nervios a Eis. Además, estaba empezando a llamar la atención de la gente.
—¡Puedes ahorrarte los discursos! Entra ya y haz tu cruz como todo el mundo.
Grabowski abrió los ojos legañosos en una mueca de asombro.
—¿Qué? ¿He de hacer una cruz? ¿Una cruz como en la iglesia? ¿De verdad quiere esto nuestro Caudillo?
Eis comenzaba a ponerse nervioso. Aquel borracho charlatán amenazaba con ponerle en ridículo. Las personas que les rodeaban comenzaban ya a mirarle irónicamente.
—Oye, ¿me tomas por imbécil? Has de hacer una cruz en la papeleta, donde hay un círculo.
—¡Aaah! —exclamó Grabowski mirando a su alrededor y gozando plenamente del interés que despertaba—. Hago una cruz en el círculo. ¿Una cruz normal o una cruz gamada?
Por fin Eis se dio cuenta de lo que perseguía Grabowski con toda aquella tontería.
—Bueno —murmuró—. Te concedo medio litro.
—¿Sólo medio litro por una cruz entera?
—¡Está bien, un litro, pero quítate de mi vista!
—¡Viva el Caudillo! —gritó Grabowski—. Yo también tengo algo que agradecerle.
Inmediatamente después aparecieron Alfons Materna y Jacob Jablonski escoltados por la SA: dos hombres delante y dos detrás. La gente congregada ante el colegio se apartó respetuosamente para dejarles paso.
—Todo por la patria —dijo Materna animadamente. Eichler, a quien habían anunciado la llegada de su adversario, salió del local y avanzó unos pasos hacia él.
—Me alegra que tú también hayas venido a cumplir con tu deber —dijo en voz alta y clara.
—Es un placer para mí —aseguró Materna.
—Por lo menos —dijo Eichler en el mismo tono de firmeza— estoy seguro de que no adoptas una actitud contraria a nuestro Caudillo.
Y añadió, ahora en voz baja y en tono de advertencia: —No me baso en tu honradez, Materna, sino simplemente en el hecho de que no eres ningún tonto.
—Pero, aún cuando lo fuera, ¿cambiaría ello en algo la admiración que siento por nuestro amado Caudillo?
—Bien dicho —respondió Eichler, que creyó sentirse aliviado.
Cuando hubieron votado por fin Materna y Jablonski, no faltaba ya nadie más de la lista. Había terminado en Maulen las elecciones, y ello más de una hora antes de la hora oficial. Era el magnífico resultado de una organización ejemplar: la de Johannes Eichler.
Orgulloso del triunfo telegrafió el jefe local del partido al gobernador del distrito: «Maulen da su unánime consenso a su Caudillo y a su Partido. ¡Viva Hitler! Firmado: Eichler».
Entretanto, el gendarme se colocó ante el colegio y anunció: —¡Señores, la votación ha concluido! El escrutinio ha comenzado ya y dentro de poco se anunciarán los resultados.
Aquella comunicación era muy importante, ya que todos sabían que al cerrarse las puertas del colegio se abrirían automáticamente los grifos de la cerveza. Scharfke, instalado en un puesto de la plaza, daba comienzo ya a la distribución gratuita. Todos se acercaron y formaron colas bajo la mirada vigilante de los hombres de la SA. Los músicos del Cuerpo de Bomberos comenzaron a instalarse. Su misión consistía en tocar marchas una vez anunciados los resultados de la votación. Entretanto, entraron por última vez en acción los jóvenes tambores. Sus voces, marcadas ya por el cansancio, anunciaron:
La victoria del Caudillo es bien cierta,
todo lo demás es una mierda.
Como entre nosotros no hay ninguna mierda,
la victoria del Caudillo es bien cierta.
—¡Madre mía! ¿Es esto la voz del pueblo? —le preguntó Materna con expresión divertida al gendarme, que estaba a su lado.
—Son consignas electorales —respondió Klinger, prudente—. Están permitidas.
—Oigo que hablan de Caudillo y de mierda. ¿Hay alguna relación oculta entre las dos cosas?
—No me interesa —dijo el gendarme—. Esas sutilezas son cosa del Partido.
El recuento de los votos llevó poco más de media hora. Al terminar se abrieron de nuevo las puertas del colegio electoral. Apareció primero Eugen Eis, que levantó la mano. Redoblaron los tambores y la orquesta dio tres toques de atención. Salió entonces Johannes Eichler, que exclamó en medio del expectante silencio:
—¡Camaradas del Partido! ¡Amigos y compañeros todos! ¡Queridos convecinos! Voy a dar a conocer el resultado de la votación.
Hizo aquí una estudiada pausa. Gozaba de aquel momento, que consideraba el más importante de su carrera de político. Y en esto no se equivocaba. Eichler declaró:
—En el pueblo de Maulen tenían derecho a votar en el día de hoy doscientas dieciocho personas. Han comparecido doscientas diecisiete. Ello significa que la participación ha sido total, ya que la persona que falta es el campesino Leipski, que ha fallecido a primera hora de esta mañana. Las doscientas diecisiete personas que han acudido a votar han emitido doscientos diecisiete votos, ninguno de los cuales ha resultado nulo. Ha habido pues doscientos diecisiete votos válidos, de los cuales doscientos diecisiete eran «Sí». Ello significa que no ha habido ningún voto negativo. La participación electoral ha sido total y masiva y la decisión unánime.
Y, llevado de su entusiasmo, añadió: —Éste es el momento más feliz de mi vida.
—¡Tres vivas a nuestro glorioso Caudillo! —gritó Eis. Pero antes de que los presentes pudieran prorrumpir en vivas, antes de que redoblaran nuevamente los tambores y antes de que los músicos pudieran comenzar a tocar, se oyó una voz tranquila, firme y muy clara que decía:
—Eso no es posible.
Era la voz de Materna.
—¿Qué significa esto? —preguntó Eichler en el colmo del asombro—. En este momento solemne en que el pueblo alemán se ha levantado como un solo hombre…
—Puede ser —dijo Materna—. Pero hay una cosa que, con toda seguridad, no es exacta: los resultados que acabas de anunciar.
—¡Son los resultados oficiales! ¡Es la manifestación de la voluntad popular!
—Puede ser, Eichler… Pero hay una cosa: las cifras no son exactas.
Eichler, amenazador como un león, avanzó hacia Materna. Y delante de todo el pueblo de Maulen que escuchaba y miraba ávidamente lo que estaba ocurriendo, dijo:
—¡Te doy un buen consejo, Materna! Por tu propio interés, piensa bien lo que dices.
—No hay nada que pensar —respondió Materna imperturbable—. Se ha emitido por lo menos un voto negativo. Estoy completamente seguro.
—Dos votos negativos —dijo Jablonski, colocándose junto a Materna.
—¡Padre! —exclamó Hermann horrorizado—. ¡No es cierto!
—¡Es una vil calumnia! —gritó Fischer—. ¡Que intervenga la SA! ¡Y también la policía! ¿Qué hace Klinger ahí parado?
—Yo intervendré —declaró el gendarme—. Pero hay que ver aún contra quién. El fraude electoral es un delito. El rostro carnoso de Johannes Eichler había adquirido un color rojo intenso.
—¡El que va contra nuestro Caudillo va contra la nación y se coloca, por tanto, fuera de la comunidad! ¡Se convierte en un enemigo del pueblo! ¿Estás tú contra el Caudillo, Materna?
—¡Vaya una pregunta!
—Entonces, ¿has votado «Sí»?
—No.
Eichler parecía haber agotado los recursos. Con expresión casi suplicante, miró a Eis. Pero éste estaba absorto en la contemplación de sus uñas. También sus fieles camaradas del partido miraban al suelo. Los hombres de la SA estaban rígidos e inmóviles. Y los habitantes de Maulen tenían un aspecto lastimosamente tonto. Materna añadió:
—Pero no basta con poner una cruz donde dice «Sí». No es tan sencillo.
—Bien, entonces… estás a favor del Caudillo.
—Yo quiero al Caudillo —afirmó Materna—. Pero en esta papeleta se nos pide que apoyemos un partido, nada más. Como si se tratara de un partido cualquiera, como los comunistas, por ejemplo. Eso sólo puede ocurrírseles a unos pobres burócratas. Nuestro Caudillo no es una mercancía con la que se puede regatear. Y por eso yo he votado «No».
—Y yo también —dijo Jablonski.
—¡Y yo! —anunció la voz cascada de Grabowski, a quien Materna había prometido un litro de aguardiente—. Me he equivocado de círculo. Como no había bebido bastante, me temblaba la mano.
—¡Esto es un repugnante complot! —consiguió decir trabajosamente Eichler.
—A partir de este momento estos hechos son objeto de investigación policial —dijo el gendarme con decisión—. Quedan incautados todos los documentos.
Aparecieron aún cuatro ciudadanos más de Maulen —entre los que se contaba el destituido maestro Vetter— que declararon haber votado negativamente por las mismas razones que Alfons Materna. Afirmaron que amaban y respetaban al Caudillo pero que no habían podido soportar verle humillado por aquel procedimiento electoral tan artificial y burocrático.
—Esto es el fin —gimió Eichler, agotado.
—El fin, ¿para quién? —preguntó Eis, despiadado.