Cuando llueve, se mojan también los zorros. Pero, cuando brilla el sol, seca todas las pieles.
Sobre Maulen ondeaba la cruz gamada. Al pie de la bandera estaba Eichler rodeado de sus seguidores. Muy estirados e inmóviles, parecían mirar a lo lejos, hacia el futuro. Les estaban haciendo una fotografía.
Celebraban la colocación de la primera piedra de las oficinas del Partido en Maulen. Eichler había cedido gratuitamente el terreno. El hecho de que, prácticamente, se tratara de una ampliación de su casa no pareció llamar la atención de nadie.
—¡Y esto no es más que un modesto principio! Durante aquellas primeras semanas y meses del año 1933 acudió todo el mundo al Partido. Nadie quería quedarse fuera. Hasta los moderados del pueblo —Naschinski, Poreski, Sombray y Kochanowski— habían solicitado en peso la admisión. Se decía incluso que Klinger, el gendarme, había coreado con voz fuerte y clara el «Horst-Wessel-Lied». Y cuando el padre Bachus hacía la señal de la cruz con la mano parecía como si insinuara una cruz gamada. Uschkurat mandó colocar en el Ayuntamiento un águila imperial y colgó en la pared de su despacho un retrato de Hitler. Speer hizo que el Cuerpo Voluntario de Bomberos se declarase casi en bloque a disposición de la SA. Vetter, el maestro, engalanó la escuela con banderas y, con la colaboración de Fischer, se dedicó a organizar cuanto era susceptible de ser organizado, que no era poco. Eis no se quitaba el uniforme ni para dormir, y su celo sólo era superado por el de Hermann Materna. Eichler no se limitaba a dar órdenes, sino que se mostraba dispuesto a ayudar a todo aquel que lo necesitara. Visitaba a los más pobres del pueblo, les llevaba consuelo y les hacía regalos. A Samigkeit, un mutilado de guerra, le regaló una pierna ortopédica, y fue a llevar flores y café a la viuda Quáslau, madre de varios héroes caídos. A la juventud organizada del pueblo, ya antes de que actuase en nombre de Hitler, la obsequió con un «punching ball» y un par de banderines.
Especial mención merece el caso Grabowski, con quien, por cierto, se comprobó más tarde que se había cometido un lamentable error. El tal Grabowski se hallaba en la cárcel por incendio deliberado. Gracias a una gestión de Eichler, fue uno de los primeros en beneficiarse de una amnistía que se concedió. Además, se atribuyó a su delito una significación política: resultó, en efecto, que Grabowski había pegado fuego a su granero en señal de protesta contra la corrompida República de Weimar y no, como algunos habían afirmado, para cobrar el seguro. Así pues, fue puesto en libertad poco después del Advenimiento al Poder. Pero, contrariamente a lo que se esperaba de él, no se comportó como un símbolo de la nueva Alemania.
A pesar de los brillantes éxitos conseguidos, no se pudieron evitar ciertos retrocesos en la vida política de Maulen —el primero de los cuales se produjo durante la gran «Asamblea de la Libertad» que se celebró en el mes de marzo de 1933— a los que no se concedió la importancia debida.
En los círculos dirigentes nació la hipótesis de que las dificultades se debían a la alevosa intervención de Materna. Inmediatamente se llegó a la conclusión de que Materna no podía detener la marcha de la historia. El hecho era, sin embargo, que intentaba detenerla.
El tema de aquella gran «Asamblea de la Libertad», organizada oficialmente por el grupo local de Maulen del NSDAP, era: «Somos esencialmente alemanes y nadie puede impedírnoslo». El principal orador sería Johannes Eichler.
Vetter, en su calidad de responsable de organización y propaganda, era el encargado de preparar los cánticos iniciales, los gritos de rigor, la lectura de «Mi Lucha» y la «Oración Alemana» del final. Puso un gran empeño en hacerlo todo a la perfección, cosa muy aconsejable después de su fracaso en la boda de Eichler. El especial cuidado de Vetter incluía también las exclamaciones de carácter patriótico que se producirían espontáneamente durante los discursos. Tales exclamaciones, como era lógico, debían ser también organizadas con la tradicional meticulosidad alemana. Con este fin reunió a Kern, el carnicero, y a Baumann, el cartero, ambos patriotas notorios y miembros del Partido, así como a Grabowski, el presidiario liberado con todos los honores, del cual cabía esperar una especial disposición a realizar acciones meritorias.
—Tú gritarás: «¡Es una vergüenza!»; nada más que esto —le dijo al cartero.
—De acuerdo —dijo éste de buen grado—. ¿Y cuándo he de gritarlo?
—En el momento preciso.
—Muy bien.
El rostro de borrego de Baumann reflejaba una indiscutible buena voluntad.
—Y tú —dijo Vetter dirigiéndose ahora a Kern— gritarás sencillamente: «¡Justicia!».
—¡Ah, me parece muy bien! —exclamó Kern animándose—. La justicia es de las cosas que yo más deseo, y no sólo en lo que respecta a los precios de la carne.
Vetter continuó explicando: cuando el orador estuviera visiblemente indignado, debía surgir inmediatamente el grito de: «¡Es una vergüenza!». Cuando el orador tratara de Alemania y de Maulen sería el momento de exigir: «¡Justicia!». Él mismo les daría la señal. Cuando se llevara la mano derecha al pecho sería el momento de gritar: «¡Es una vergüenza!», y cuando hiciera el mismo gesto con la izquierda habría que gritar: «¡Justicia!».
—¿Y yo? —preguntó Grabowski impaciente—. ¿Qué me toca hacer a mí?
—A ti se te ha asignado una intervención especial. La harás cuando yo me lleve la mano a la cabeza.
Vetter sonrió satisfecho. El punto que iba a exponer lo había pensado él mismo con especial atención. Cuando se lo propuso a Eichler, éste lo aprobó entusiasmado.
Se basaba Vetter en el principio fundamental que reza: «Conoce a tu enemigo». Esto en Maulen no era tan sencillo. No se veía por allí a ninguno de los notorios enemigos del pueblo. Así por ejemplo, no había en toda la comarca más que un judío: Siegfried Grienspan.
Pero necesariamente tenía que haber adversarios, enemigos. Y Vetter había resuelto aquel importante problema. El verdadero enemigo acechaba desde el otro lado de la frontera, a unos pocos kilómetros de Maulen, esperando un momento de debilidad, preparado para el asalto, con su profundo odio por todo lo realmente alemán: ¡los polacos! Para corroborar lo anterior, Vetter había descubierto un documento muy especial. Se trataba de las Memorias de un soldado de un tal Coignet, que formaba parte de la guardia imperial de Napoleón. Difícilmente se habría podido hallar un testigo menos comprometedor. Eichler citaría en su perorata sus declaraciones sobre los polacos: «Es una raza inhumana. Son capaces de dejar morir a un soldado a la puerta de su casa sin ayudarle. No tienen nada de bueno. Abandonaban siempre sus casas, cosa que no hacían nunca los alemanes. Estos últimos son la humanidad personificada».
—Tu intervención, Grabowski, será sencilla. Gritarás: «¡Afuera con los polacos!».
—¡Afuera con los polacos! —repitió Grabowski casi con solemnidad, como si pronunciara un conjuro—. Suena bien. Pero ¿qué me dais a cambio? Tengo la garganta tan seca que no voy a poder decir ni una palabra.
Vetter sabía que, desde hacía algún tiempo, Grabowski bebía como una esponja. Del cultivo de sus tierras se ocupaban su mujer y un mozo. El mozo dormía en el lecho de Grabowski, por falta de espacio, decían. Por ello bebía él tan a menudo. Dependía de las invitaciones que, casi por compasión, le hacían los amigos.
—Todos tenemos nuestra parte que cumplir —declaró Vetter mientras calculaba rápidamente que de su presupuesto extraordinario podía salir un litro de aguardiente—. Yo gritaré: «¡Marchemos hacia el Este!».
—¿Hacia dónde dices? —preguntó Baumann perplejo.
—¡Hacia el Este!
—Bueno, ¿por qué no? —dijo Grabowski, brillantes los ojos de pensar en el alcohol—. ¡Marchemos! El caso es que el rancho sea abundante.
—En el pueblo se va a celebrar una gran Asamblea de la Libertad —anunció Hermann Materna a su padre—. Todo el mundo está invitado. Yo me encargaré de la guardia del local junto con mis compañeros de la SA. ¿Vas a asistir?
Alfons Materna se recostó en su sillón. Desde hacía algún tiempo, su hijo le proporcionaba abundantes momentos de diversión. Era como un pavo real en medio del gallinero de Maulen.
—Tengo grandes deseos de verte actuar, hijo.
—¡Magnífico! Eso significa que vendrás.
Hermann tendió la mano a su padre como si quisiera expresarle su gratitud en nombre de la SA.
—Te quedarás de una pieza cuando ponga a mis tropas en acción.
Alfons Materna tomó la mano que se tendía afectuosa hacia él, la observó y dijo:
—Deberías limpiarte mejor las uñas, hijo, ya que últimamente has de extender la mano tan a menudo.
Hermann se rió. El viejo era así. A veces pinchaba como un erizo, pero en el fondo era una buena persona. Había equipado espléndidamente a casi todos los miembros de la SA local. Y le había dicho:
—De momento, que esto quede entre nosotros, hazme el favor. No hace falta que se entere todo el mundo. Hermann, que lucía ya su ostentoso uniforme, ejecutó el saludo alemán. Estaba convencido de que con ello complacía a su padre. No podía saber que a Materna, a lo sumo, le divertía todo aquello.
Apenas libre de la espléndida presencia de su hijo, Alfons llamó a Jablonski.
—Hoy vamos a mezclarnos otra vez con el pueblo —le anunció.
—Bien —dijo Jacob—. ¿Cojo el fusil?
—Nada de fusil, ni tan siquiera el cuchillo.
—¿Estás cansado de la vida?
—No, es que siento curiosidad. Ya sabes que es mi peor defecto.
—Alfons, ellos están esperando el momento de hacerte picadillo.
—Pero yo no pienso darles la oportunidad tan fácilmente. No me preocupa que me tengan por cobarde. Nos llevaremos a María y a Brigitte.
—¿Piensas que ellas, con su sola presencia, te impedirán caer en la tentación?
—¿Tú sabes lo que cuentan de mi padre, Jacob? Una vez, cuando era pequeño, le llevaron a Allenstein a ver un circo. Allí se escapó un león de su jaula y todo el mundo huyó dando gritos. Y ¿sabes tú lo que hizo el pequeño Materna? Entró en la jaula vacía y cerró la puerta. Era el lugar más seguro de todos. ¿Comprendes lo que quiero decir con esto? ¡Yo soy su hijo!
La gran «Asamblea de la Libertad» prometía ser un éxito extraordinario. La gente de Maulen acudía en masa. Un cuarto de hora antes del comienzo oficial la sala estaba ya casi llena.
—Un éxito de organización —aseguraba Vetter.
Klinger, el gendarme, ordenaba el tráfico delante del local y los hombres de la SA, al mando de Hermann, estaban muy ocupados organizando la entrada en el mismo. Hasta el padre Bachus había acudido y estaba allí, sentado en primera fila junto a los demás notables del pueblo.
—Todos los ciudadanos leales han acudido puntualmente —observó Eis, satisfecho.
Motivo adicional de satisfacción fue el hecho de que los «hijos de Satán» estuvieran en Allenstein, de modo que no eran de temer malévolas perturbaciones, al menos por ese lado.
—¡Va a ser un éxito completo! —dijo el atareado Vetter a Eichler y Eis—. No falta nadie, ¡ni siquiera Materna! Allí viene.
—¿Qué hacemos? —preguntó Eis—. ¿Le prohibimos la entrada en la sala… por medio de la SA que manda su hijo? ¿Le damos un puesto de honor o bien no le hacemos ningún caso?
Eichler miró a la sala por el resquicio de la puerta y vio como Materna y sus acompañantes tomaban asiento cerca del mostrador.
—Quizá Scharfke lo arreglará él mismo —dijo Eis.
Pero Materna, en lugar de pedir cerveza o aguardiente, pidió vino, y además varias botellas. Era un golpe bien calculado, porque aquello hacía presentir a Scharfke mayores ganancias y constituía una tentación. Y, como buen tabernero que era, no sólo toleró la presencia de Materna sino que le atendió solícito.
—Ya tenemos la pulga en la oreja —dijo Eis casi con placer, observando que Eichler había comenzado a sudar ligeramente—. Ese Materna se ríe como un corderito.
—Ya veremos cuánto le dura —respondió Eichler.
Para dar comienzo a la gran «Asamblea de la Libertad» subió Eis al estrado y vociferó: —¡Silencio! ¡Silencio!
Y seguidamente anunció:
—Queda abierto este acto nacional.
Y en aquel expectante silencio de iglesia resonaron el coro y la orquesta:
Oremos
ante Dios justo…
—Es extraordinario —dijo Materna alzando su vaso—. Parece imposible conseguir una intensidad de sonido como ésta. En este aspecto se han hecho en Maulen enormes progresos últimamente. Brindemos, porque nos ha sido dispensado el escuchar más de cerca un estruendo tan considerable.
Jablonski, según dice la expresión popular masuriana, se reía como un cepo. Brigitte seguía con los ojos a Eis. María tenía la mirada fija en el fondo de su vaso, pero ella, mirase adonde mirase, veía siempre a Alfons Materna.
—¿Les gusta? —preguntó Scharfke servicial—. Es mi mejor vino.
—A pesar de eso es bueno.
Apareció entonces Eis y saludó a Materna y a su hija, pero sin tender la mano al uno ni a la otra. Incluso saludó con un gesto benévolo de la cabeza a Jablonski y a María.
—¿No te necesitan en escena? —inquirió Materna indicando con la cabeza la puerta de la sala.
—La organización funciona —declaró Eis, tomando asiento.
—¿Qué es lo que hacen allá afuera? —preguntó Materna.
—Lo de siempre —respondió Eis—. Puedes venir a oír el discurso de Eichler… si es que te interesa.
Materna se levantó y fue hacia la puerta de la sala. Jablonski le siguió como si fuera su sombra. Estaba hablando Eichler. El sonido de sus palabras llegaba hasta ellos, pero no se entendía con claridad lo que decía.
Materna, seguido de Jablonski, se acercó más a la puerta. Antes de abrirla dijo a su hija: —Tú quédate aquí y espéranos.
Y a María:
—Y tú cuida de que Brigitte nos espere aquí.
María asintió.
—Esto no me lo pierdo —dijo Materna a su amigo—. Puedes ahorrarte tus miradas reprobadoras, Jacob. Quiero divertirme.
El discurso de Eichler era de un efecto impresionante. Había ensayado varias veces ante el espejo los pasajes más importantes. Pero los gritos del público no salían bien. Se había producido un fallo. Vetter se había colocado enfrente de los que habían de gritar. Resultó, pues, que la que era para él la mano derecha parecía ser la izquierda para aquéllos. Ocurrió así que gritaron: «¡Es una vergüenza!», cuando Eichler habló de los derechos de Alemania y de la justicia; y en cambio, cuando exigió el exterminio de los seres inferiores alguien gritó: «¡Justicia!».
Pero la verdadera catástrofe del día se inició cuando Alfons Materna, como impelido por una fuerza superior a él, se dirigió hacia el estrado. Jablonski le agarró por una manga intentando detenerle, pero él, casi sin darse cuenta, se desasió de su amigo.
—Alemania debe estar dispuesta a luchar por su vida y por su futuro —aseveraba en aquel momento Eichler. Estaba llegando al momento culminante de su discurso. Jadeaba dramáticamente, como un nadador que se acerca a la meta—. ¡Y la libertad tiene siempre un precio muy alto!
Muchos escuchaban atentos e impresionados. Algunos parecían verdaderamente fascinados. Materna aprovechó esta ocasión favorable para adelantarse un poco más.
—Nuestra lucha es noble porque es justa —decía Eichler con voz resonante—. ¡Sépanlo bien nuestros enemigos! ¡Quién ose atacarnos se estrellará contra una roca!
—¡Afuera con los polacos! —rugió Grabowski con voz ronca. Había visto que Vetter se llevaba la mano a la cabeza y aquélla era su señal. Y como Vetter seguía con la mano en la cabeza, gritó de nuevo:
—¡Afuera con los polacos!
Aquellos gritos proporcionaron a Eichler una merecida pausa para tomar aliento. Levantó los ojos del papel y cogió el vaso de agua que tenía delante. Mientras bebía, oyó la voz de Alfons Materna.
—¿Me permitís que llame vuestra atención sobre un pequeño detalle? —decía con voz suave y clara—. La frase «¡Afuera con los polacos!» encierra un claro error.
En la sala se había hecho un silencio total. Sólo se oía la respiración jadeante de Eichler. Todas las miradas se centraban en Alfons Materna, que, sonriendo afablemente, explicaba: —Yo supongo que lo que se ha querido decir es «afuera los polacos». «Afuera con los polacos» significaría que hemos de irnos con ellos.
—Eso es buscar tres pies al gato —dijo Eichler con voz ahogada.
—Es una norma básica de la lengua alemana —dijo Materna amable e impertérrito.
—Bien, bien —dijo Eichler.
Tenía calor. Tomó de nuevo el vaso, pero ya lo había vaciado antes.
Y para asombro creciente de todos, prosiguió Materna, en tono casi de preocupación, diciendo:
—Si hablamos alemán, hagámoslo correctamente. Si no, pueden producirse malentendidos con demasiada facilidad. Por ejemplo, el color del uniforme del Movimiento. Se llama color caqui.
Y hay quien piensa que es lo mismo que color caca…
—¡Echadlo! —gritó Eichler excitado.
Hermann Materna acudió precipitadamente seguido de dos de sus soldados. Pero Alfons siguió hablando imperturbable, señalando con la mano a los hombres de la SA.
—Mirad esos espléndidos uniformes; ¿son acaso de color de caca o de mierda? ¡No! ¿Quién se atreverá a afirmar lo contrario?
—Pues claro que no lo son —respondió un miembro de la SA que se creyó aludido.
Materna hablaba como si estuviera defendiendo los inalienables derechos del hombre.
—¡Este marrón no es el mismo marrón de la mierda, digan lo que digan algunos! ¡No os dejéis desorientar, muchachos! ¡Creedme, la mierda es de otro color!
El tumulto era general. Demasiado tarde ya, Eichler ordenó que expulsaran al intruso de la sala. Pero los hombres de la SA vacilaban, ya que, después de todo, era Materna quien había pagado generosamente los uniformes que vestían y era su hijo quien les mandaba. Además, el gendarme Klinger, que estaba allí presente, no daba señales de intervenir, lo cual era también motivo de extrañeza.
Entretanto, Materna continuó explicando con voz potente que él había hablado con la mejor intención del mundo y que no podía tolerar en silencio que se comparase con la mierda el color de los uniformes de la SA que él había pagado. Permanecía tozudamente aferrado a esta idea. Por espacio de unos minutos, en la sala pareció resonar únicamente la palabra «mierda».
Vetter, el responsable organizativo, convicto de su deficiente conocimiento de la lengua alemana, estaba en un rincón, anonadado. Los personajes del pueblo estaban en sus sillas como gallinas en la percha. El gendarme Klinger defendía a Materna diciendo que no estaba cometiendo ningún delito. Finalmente, Eichler dijo en un último esfuerzo:
—Amigos, no nos apartemos de la cuestión.
Pero ya no era posible volver a crear el ambiente de euforia y exaltación de unos momentos atrás. Había incluso quien se reía disimuladamente.
Materna, entretanto, se había sentado con desenvoltura en la primera fila. Pero no se quedó allí mucho rato, porque Jablonski se le acercó precipitadamente y le dijo: —Brigitte y María no están.
Alfons se dirigió rápidamente adonde estaba Scharfke.
—¿Adónde han ido?
El tabernero se encogió de hombros y dijo de mala gana: —Yo sólo me fijo en los clientes cuando me piden algo y cuando pagan. Lo demás no me interesa.
Alfons miró a Jacob y éste echó a correr, dio la vuelta al mostrador y se encaró con el tabernero.
—Scharfke, eres un cerdo asqueroso —le dijo tranquilamente—. ¿Quieres que denuncie al tipo que la semana pasada mató a un corzo en nuestro bosque?
—¡Yo no fui! —exclamó el tabernero, acorralado—. ¡Yo nunca voy de caza!
—No, claro, eso ya lo hacen otros —prosiguió Jablonski, que no poseía la menor prueba de lo que estaba diciendo—. ¡Tú sólo compras la carne a los cazadores furtivos, y a precios reventados además!
Aquella observación le refrescó considerablemente la memoria a Scharfke. Miró a su alrededor, se inclinó discretamente hacia ellos y dijo:
—Está bien. Pero yo no he dicho ni una palabra. Materna vio entonces que había sucedido algo. Le ordenó con dureza:
—Déjate de rodeos y di todo lo que sabes.
Así lo hizo Scharfke. Según contó, cuando Materna y Jablonski se unieron a la asamblea, Brigitte, María y Eugen Eis se quedaron sentados en la mesa bebiendo vino.
—Y parecía que lo encontraban bueno.
—¡Al grano! —gruñó Jablonski. El tabernero se apresuró a continuar.
—Brigitte y Eugen Eis han estado un rato hablando en voz baja. Después se han levantado para irse. María ha intentado impedírselo y ha cogido a Brigitte por el brazo. Pero Eis no la ha dejado hacer.
—¿Quieres decir que ha pegado a María? —preguntó Materna.
Scharfke se apresuró a negar tal cosa y continuó su relato.
—Brigitte y Eugen se han ido. María primero quería seguirles, pero después ha echado a correr hacia la sala.
—¿A la asamblea?
—No ha podido entrar. En la puerta ha chocado con dos hombres de la SA. En la sala estaban gritando «¡Afuera con los polacos!», y los dos soldados la han echado a la calle.
Materna y Jablonski dejaron plantado a Scharfke y salieron corriendo a buscar a María. Creían saber dónde podrían encontrarla.
María estaba en la esquina que formaban el muro del cementerio y la iglesia. Allí había un banco en el cual acostumbraba a esperar a Materna después del oficio.
—¡Ven, María! —gritó Materna—. ¡Ven aquí conmigo! María se puso en pie y, a pequeños pasos, fue hacia ellos. Su cabeza parecía colgar, en un gesto de cansancio, entre sus hombros Tenía los brazos apretados contra el cuerpo. Materna avanzó hacia ella y le tendió los brazos. María se dejó caer contra él como si no le quedaran fuerzas. Alfons le levantó la cara para mirarla. Sus ojos brillaban dulcemente. Pero desde la frente hasta la nariz y la boca sonriente le caía la sangre.
—No te duele —le dijo Alfons, cariñoso—. Ya no te duele.
María asintió, pero él la sentía temblar en sus brazos. Esperó pacientemente hasta que se hubo tranquilizado.
—Llévate a María a casa —le dijo entonces a Jablonski—. Yo vendré después. Aún tengo que hacer en el pueblo.
Alfons Materna echó a andar rápidamente en dirección a la vaquería. No había luz en las grandes ventanas de la fachada, que daban a la rampa donde se cargaban y descargaban las jarras de leche.
En la parte trasera del edificio estaba el despacho. Se veía una raya de luz por entre los cristales opacos. Materna subió de puntillas los escalones de madera, abrió la puerta, atravesó un ancho pasillo y se detuvo delante del despacho. Encogió un poco el cuerpo y, sin tomar impulso, se echó sobre la puerta, que saltó hecha pedazos.
Para Materna aquello no representaba ningún esfuerzo físico especial. Era bien sabido en el pueblo que el zorro de Maulen tenía la fuerza de dos osos y también su resistencia. Alfons entró, pues, en el despacho, para gran sobresalto de dos personas que estaban echadas sobre unos cajones de mantequilla cubiertos con mantas. Brigitte y Eugen le miraban atónitos. Materna aparentó no darse cuenta de su confusión. Miró la débil luz del quinqué y dijo: —Sólo quería molestar un poco.
Eis se subió a toda prisa los pantalones y se abrochó el cinturón con alguna dificultad. Brigitte se bajó la falda hasta cubrirse las rodillas, pero se quedó allí echada, como incapaz de moverse. Eis intentó salvar la situación. Al tiempo que se abrochaba la bragueta, se enderezó y dijo:
—Debes aceptar las cosas como son. Tu hija y yo… nos queremos.
—Sí —dijo Brigitte con esfuerzo pero con énfasis.
Materna, inquieto, miró a su alrededor y encontró lo que buscaba: una botella de vino de grosella. Se sirvió un vaso, lo olió y lo miró a contraluz. Bebió todo su contenido y comentó, experto:
—No está del todo en su punto… El vino, quiero decir.
—¿Es una indirecta? —preguntó Eis, nervioso—. Aquí estamos ante un hecho consumado.
—¿De veras? —dijo Materna mirándole con expresión de amigable sospecha—. El hecho de que dos personas se acuesten juntas no quiere decir que tengan que vivir juntas toda su vida. Si así fuera, Eis, te habrías casado ya docenas de veces.
—Pero ahora es en serio —afirmó Eis.
—¡Estamos decididos! —dijo Brigitte.
—Cállate, Brigitte —ordenó Materna—. Estamos en Maulen y aquí a las mujeres no se les pregunta. Tú te casarás o no te casarás. Muy pronto lo veremos.
—¿Qué quieres decir con esto? —preguntó Eis, desconfiado.
—Yo poseo una de las granjas más ricas de toda la comarca. No tengo esposa, pero tengo dos hijos: una hija que está aquí echada y un hijo a quien le gusta con locura jugar a los soldados. Tal como están las cosas ahora, los dos heredarían. Uno más, otro menos… Depende.
—¡Eso no me importa en absoluto! —aseguró Eis.
Alfons se rió quedamente y contempló a su interlocutor con los ojos entornados.
—Supongo que por el pueblo ha corrido la voz de que mi hijo Hermann no es el heredero más adecuado. Así pues, parece que no me queda más salida que buscarme un yerno listo.
—¡Te equivocas, padre! —gritó Brigitte con vehemencia—. ¡Él me quiere de verdad!
—Me alegro de que así sea. Para mí es una gran tranquilidad saber que dejo a mi hija en buenas manos. Tengo la intención de casarme de nuevo dentro de poco tiempo con una persona que me quiere y a la que yo quiero.
Eis se dio cuenta inmediatamente de lo que significaba aquello. Se puso pálido como la cera y comenzó a tartamudear.
—En ese caso… realmente…
—¡Eugen! —exclamó Brigitte, aterrada.
Se puso en pie de un salto sin preocuparse de su falda ni de su blusa. Parecía un paquete de mantequilla mal desenvuelto.
—No me interpretes mal, Brigitte —intentó explicar Eugen—. Como es natural, mis sentimientos hacia ti no han variado en lo más mínimo. Pero yo no contaba con la doblez de tu padre.
Alfons Materna se levantó. Ahora sus gestos eran pesados.
—Vamos a casa, hija mía.
—¡No! —gritó Brigitte.
Tenía el rostro encendido y en sus ojos brillaba la tozudez de los Materna.
—Este asunto está decidido. Ya no podemos volver atrás. ¡Estoy esperando un hijo!
La gente de Maulen no era mojigata. Se toleraba en silencio lo que hacían, por ejemplo, la mujer de Kern, el carnicero, o la del cartero Baumann. Y no eran ellas las únicas. Tampoco se preocupaban demasiado si alguna vez una joven cometía un desliz. Ello no representaba ninguna desgracia, ya que habitualmente se la pagaba en forma adecuada, lo cual representaba un aumento de su dote. Así, la ya entrada en años ama de llaves de Eichler había llegado a convertirse en un excelente partido.
La primavera y el verano de Masuria eran una gran tentación, y todo el mundo lo comprendía así. Y cuando no era el verano o la primavera era el invierno el que hacía desear de modo irresistible la cama y la carne. También esto era bien comprensible. Y si había un niño en camino antes de tiempo, la gente decía: «Son cosas que pasan».
Pero Materna sí era motivo de sorpresa. Una vez más, sus convecinos no llegaban a entenderle. —¡Y precisamente con esa María!— exclamaban.
Cierto que nadie en el pueblo ignoraba que la chica adoraba a Materna. Y a nadie le extrañaba que tanto él como ella sacaran partido de la situación. Lo inconcebible era que él pretendiese casarse con ella.
En el pueblo e incluso en los alrededores, la noticia fue para algunos motivo de regocijo y para otros de viva indignación. Y no porque la tal María fuese polaca. Aun el hecho de que fuese sordomuda constituía un impedimento de menor importancia. ¡Pero María no era más que una criada! Y además, tenía casi veinte años menos que Materna. El hecho de que quisiera casarse con ella sólo podía tener una finalidad: despojar de su herencia a sus hijos Brigitte y Hermann.
—Este hombre es capaz de todo —decían en el pueblo—. ¿A dónde iremos a parar?
—No es capaz de hacer una cosa así —dijo Brigitte.
—Ni yo le aconsejaría que lo hiciera —respondió Eis gravemente.
—Tengo la impresión de que sólo quiere jugar con nosotros. En el fondo es muy bueno. Quiere probarnos, yo le conozco.
Brigitte se apoyó en Eugen, que la rodeó con el brazo, y prosiguió:
—Quizá lo hace sólo para provocar a mi madre. Yo siempre me he entendido muy bien con ella.
—Eso puede ser útil —dijo Eis, pensando en la actual señora Eichler.
—Sea como sea, mi padre es muy testarudo. Tendremos que acostumbrarnos.
—A mí a veces me parece que no es normal del todo —dijo Eugen, pensativo—. Pero esto, bien aprovechado, también podría tener sus ventajas… para nosotros, para nuestro amor. Su fortuna se calcula en más de medio millón.
—¿Me quieres? —preguntó Brigitte ardorosamente.
—Claro que te quiero —respondió Eugen—. Pero tu padre ha de dar su consentimiento. ¡Su pleno consentimiento! Si no, el amor no sirve de nada.