VI

En primavera, hasta los viejos machos cabríos cobran fuerzas. Y muchas veces, tirando al azar, se da en el blanco.

La palabra «Maulen» no procedía —como algunos afirmaban malintencionadamente— de «Maul[3]», sino que era el resultado del cambio fonético sufrido por el término «Mühlen[4]». Había en Masuria tres pueblos con este nombre: Gross Maulen, Klein Maulen y Maulen a secas.

El nombre de Maulen aparecía ya en las crónicas de principios del siglo XIX ligado a dos sucesos. Un molinero llamado Leberecht había matado a palos a su mujer, al amante de ésta y a su suegra, que había hecho de mediadora entre ellos, y había sido absuelto. Posteriormente, cuando la retirada de las tropas de Napoleón de Rusia, un destacamento de mercenarios del sur de Alemania al servicio de los franceses fue atacado por sorpresa y desvalijado en el pueblo de Maulen. Así se perfilaban ya en aquellos lejanos tiempos dos de los más esenciales rasgos de carácter de sus habitantes: sentido del honor y combatividad. A mediados del siglo XIX, en la primavera de 1852 concretamente, se descubrió en la zona pantanosa de Maulen, junto a la que ahora se llamaba «Colina del General», la tumba del caballero del hábito, «Friedrich el Negro», llamado así por el color negruzco de su armadura. Con ello se comprobó que, ya en 1410, los caballeros del hábito habían enriquecido con su sangre el pueblo de Maulen en lucha contra los impíos polacos. En el año 1888, Maulen fue escenario de unas importantes maniobras militares en las cuales se decía que se había disparado con armas cargadas. El general Dennwitz-Pleiderer se hospedó con su estado mayor en la fonda Scharfke. En las casas del pueblo se alojó todo un batallón. Al año siguiente, el número de habitantes de Maulen aumentó bruscamente en un cincuenta por ciento. Y desde entonces el lugar fue llamado, no sin razón, «el pueblo de los soldados».

En el año 1904 hubo en Maulen tres gendarmes, uno después de otro. El cazador furtivo Uschkurat —que no tenía ningún parentesco con el actual alcalde— los mató de un tiro en el bosque. En 1914, el feldmariscal von Hindenburg atravesó el pueblo de noche. Testimonio de aquella victoria era el extenso cementerio de soldados rusos que había junto a la carretera de Siegwalde. En la primera Guerra Mundial dejaron la vida dieciocho hombres de Maulen.

En el gran referéndum de julio de 1920 la población se pronunció masivamente en favor de Alemania. En Maulen hubo sólo diecisiete excepciones, a las cuales se dio rápidamente oportunidad de abandonar la región, ya que no querían ser alemanes. Por aquellas fechas tuvieron lugar las primeras actuaciones de la Guardia Territorial, fundada por Johannes Eichler. Ya en 1923 había comenzado la actividad pública de aquel excelente ciudadano. Y en 1927, después del Cuerpo de Bomberos, la Asociación Deportiva y la Sociedad Coral, se creó, también por obra de Eichler, la unidad local de «El Casco de Acero, Unión de Excombatientes».

Los habitantes del pueblo eran casi exclusivamente de religión evangelista y de marcada tendencia nacionalista y patriótica. Hasta alrededor de 1930, casi el noventa por ciento de la población votaba por el partido nacionalista. El partido de centro obtenía solamente doce votos y el comunista uno. Para descubrir a este comunista, la vergüenza del pueblo, se hicieron en vano afanosas pesquisas.

A partir de 1930 esta proporción se fue modificando a raíz de la aparición del Partido Nacionalsocialista, que obtuvo cada vez más votos. En 1932 alcanzaron ya el treinta y uno por ciento. Al principio, Johannes Eichler acogió sin comentarios esta variación. A aquellas fechas se remontaban sus contactos con sus antiguos camaradas de Allenstein, Lotzen y Osterode que habían fundado grupos locales del NSDAP.

Con el Día del Advenimiento al Poder comenzó también para Maulen una nueva época. Y su representante más genuino, en Maulen y su comarca, no era otro que Johannes Eichler.

Cuando se anunció que un tal Adolf Hitler había sido nombrado Canciller del Reich, Eichler pareció despertar de un profundo y angustioso sueño. Se dio cuenta en seguida de que era el momento de desplegar la única y auténtica bandera. Había llegado para Alemania un nuevo amanecer, más luminoso que ningún otro.

—¡Hay que organizar una manifestación con antorchas! —ordenó.

—Es que no tenemos antorchas —dijo Eis, que no había captado aún con suficiente precisión los signos de los tiempos—. Y, aunque las tuviéramos, ¿quién las llevaría?

—¡Todos aquellos que se sientan alemanes!

Ante tal argumento, Eis no podía quedar indiferente. También él había oído la radio. «Advenimiento al Poder» eran palabras mágicas. Él no quería quedar al margen de los acontecimientos.

—Propongo que organicemos un «Día de Alemania», un acto de afirmación patriótica junto al monumento. Pero esto solo no le bastaba a Eichler. Si no podía ser una manifestación con antorchas, quería por lo menos ver arder una hoguera.

—Se hace un montón de leña delante del monumento, se echa una lata de petróleo y ya está.

—Se organizará —dijo Eis.

Oyó como Eichler hablaba por teléfono durante más de una hora con sus amigos de Osterode, Lotzen y Allenstein, en voz alta y fuerte y con creciente satisfacción.

—Se ha avisado a toda la población —concluyó Eichler—. ¡A todos los que sienten su deber para con nuestra Alemania!

Mientras Eichler y Eis se ocupaban de los asuntos de Alemania, el maestro Vetter estaba algo intranquilo ante la nueva situación.

Al tener noticia de la fundación del «Gabinete de Concentración Nacional», del escueto y enérgico llamamiento de Hindenburg a la reflexión y del anuncio hecho por Eichler de un solemne «Día de la Nación Alemana», se dispuso a averiguar de dónde soplaban aquellos vientos.

Visitó primero al pastor Bachus, al que encontró cavando un hoyo para guardar patatas. El sacerdote trabajaba afanosamente.

—¿Qué le parecen a usted las novedades políticas, padre?

Bachus se apoyó en la horca de cuatro dientes con la que estaba trabajando.

—¿Y qué ha de parecerme a mí? —dijo—. Yo no soy un político.

—Pero ¿no está usted preocupado?

—Sólo estoy preocupado por mis patatas; creo que les han dañado las heladas. ¿Qué otra preocupación puedo tener? Al fin y al cabo, yo nunca he fomentado tendencias antinacionales ni he votado nunca a los socialdemócratas.

Vetter se alejó alicaído. Él también era un nacionalista, siempre lo había sido. Y si alguna vez había votado a los socialdemócratas —cosa que, por otra parte, nunca podría demostrarse con certeza—, lo había hecho de buena fe. Su fidelidad a la patria era indiscutible.

—¿Se ha enterado usted? Han nombrado Canciller a Hitler —le dijo a Klinger.

—Uno u otro ha de ser —respondió éste.

—Pero ¿a usted no le inquieta que sea precisamente Hitler?

—Yo no tengo razón para estar inquieto —declaró el gendarme—. Yo soy un funcionario, lo mismo que usted. Tenemos unas obligaciones, usted en el ámbito de la educación y yo en el de la justicia, de las que nadie puede apartarnos. Cumplimos fielmente nuestro deber.

Vetter se despidió presuroso, saltó a su bicicleta y emprendió el camino de Gross Gorchen, que distaba cuatro kilómetros de Maulen. Una vez allí solicitó una entrevista con el señor von Schwernitz-Weibel, comandante además de terrateniente.

—Señor comandante —comenzó Vetter respetuosamente—, he venido a verle a usted para tratar de la actual situación política.

—¡Mierda! —exclamó el señor von Schwernitz-Weibel. Era un hombre de maneras rústicas. Se decía de él que, en el curso de una fatigosa cacería, había orinado en unos arbustos en presencia de una princesa imperial, diciendo: «Su Alteza Imperial debe conocer la vida tal cual es». Poseía, pues, un tipo de originalidad que no era raro encontrar en Masuria—. ¡Mi querido señor maestro! —continuó—. A esos infelices color caqui no les doy ni quince días de vida. ¡Quince días y listos!

—¿No dará usted demasiado poca importancia a esa gente, señor barón? —se atrevió a objetar Vetter.

—Bueno, digamos quizá unos meses… un año como máximo. Nosotros, entretanto, aguardaremos tranquilamente a que las piezas se pongan a tiro. Los mejores corzos de mi vida me han costado días y días de espera, pero un solo tiro al corazón.

Vetter dejó a su imperturbable interlocutor. No se sentía muy satisfecho. Seguramente aquel noble de aldea le tenía también por un socialista emboscado.

Meditabundo, volvió a pedalear en dirección a Maulen. Pensaba en Goethe, en Alemania. Ambos, se dijo, eran inseparables por toda la eternidad. Eran la base sobre la que había que construir. Una vez en la escuela, reunió a los alumnos de la primera y la segunda clase y les dijo:

—Queridos niños: esta noche tendrá lugar un acto conmemorativo junto al monumento. Con este motivo, nosotros deleitaremos a los asistentes con una canción, con aquella que dice: «Patria, qué firme y serena estás en mi corazón». La ensayaron cinco veces, después de lo cual él mismo se sentía conmovido por la belleza de la melodía.

También los participantes en el acto de aquella noche parecían emocionados. Pocas veces habían cantado los niños de la escuela con tanto sentimiento y pocas veces también habían gritado y desafinado tanto.

—¡Nuestra juventud! —dijo Eichler con admiración entre dos versos—. ¡Nuestra juventud es la base del futuro!

No era el único en gozar de la solemne alegría de aquella importante ocasión. La radiante luz de la luna sobre la blancura de la nieve recién caída se convertía en una mágica claridad que lo envolvía todo en un halo de misterio: la simple y nítida silueta del pueblo y las caras sencillas de sus habitantes. Había acudido a la convocatoria la casi totalidad de la población. Pocos se habían atrevido a no hacerlo. Hasta Materna y todos los de su casa estaban presentes. Materna observó a los niños que cantaban con fervor y susurró al oído de Jablonski:

—Están echando el bofe. Según y como, esto puede costarles una pulmonía.

El maestro dirigía el coro con entusiasmo. Transcurrió media hora. Aquel himno tenía, por lo visto, más de una docena de estrofas. Los asistentes comenzaron a impacientarse. Aquella noche histórica hacía un frío glacial.

Eichler, rígido ya como un témpano, se dio cuenta de que los infatigables cantos infantiles en medio de aquel frío cortante iban a acabar con el entusiasmo general. La gente golpeaba ya el suelo con los pies al ritmo de la canción para combatir el frío que les calaba hasta los huesos. Unas voces jóvenes exclamaron: —¡Que enciendan la hoguera!

Eichler actuó como un hombre práctico. Apenas acabaron de cantar los niños, se adelantó y dijo rápidamente: —En este día comienza para Alemania una nueva época. Nosotros podremos decir que lo hemos presenciado. El día de hoy lo recordarán nuestros hijos y nuestros nietos.

—Es muy posible —dijo Materna a los que estaban a su lado.

Eichler, que sabía cuan ardiente era el corazón de sus paisanos y también cuan fríos tenían los pies, ordenó sin más tardar: —¡A ver ese fuego!

El fuego significaba calor, y en aquellos momentos el calor era una urgente necesidad. Eis prendió fuego al montón de ramas secas; las llamas subieron rápidamente, chisporroteando, hacia la leña. Era Eis quien había preparado la hoguera aquella tarde de acuerdo con las más ortodoxas normas al respecto: primero ramas secas, después madera de pino, troncos de haya y, finalmente, ramas de encina. En teoría, pues, las llamas debían ahora subir y elevarse hasta el cielo.

Pero las llamas no subían. No hacían más que propagarse trabajosamente, desprendiendo además un humo espeso.

—¡Qué peste! —exclamó Konrad Klinger. Junto con Peter, se habían adelantado por entre la gente hasta el lugar donde estaba Materna. Les brillaban los ojos y mostraban una expresión triunfante.

—¿Cómo lo habéis hecho? —preguntó Materna.

—Metiendo trapos mojados y unos cubos de estiércol entre la leña. Sistema sencillo y eficaz.

Realmente, el sistema era eficaz. La brisa empujaba la densa humareda hacia los que rodeaban la hoguera, que comenzaron a apartarse tosiendo, escupiendo y ahogándose.

—¡Qué chapucería! —murmuró Eichler en tono acusador, mirando a Eis.

Éste se daba cuenta de que la fiesta nacional se había ido literalmente en humo. Todos tosían. Tuvieron que llevarse a una mujer que se hallaba próxima a la asfixia. Vetter se llevó a los niños.

—¡Qué peste! —volvió a exclamar Peter Bachus con mal disimulada alegría—. ¡Es inaguantable!

—¡No nos dejemos abrumar por esto, amigos! —gritó Eichler, haciendo un esfuerzo para salvar la situación—. ¡Vamos todos a la taberna! Nos irán bien unas cervezas. Yo pago una ronda.

—Y yo también invito —dijo Materna con aplomo—. Tres blancos para cada buen alemán y uno dulce, como mínimo, para cada alemana. Y esto es sólo para empezar.

Aquella noche del 30 de enero de 1933 hizo Johannes Eichler una declaración que era quizá la más importante de su vida. Él, por lo menos, lo creía así. Una vez reunidos todos en la taberna, hizo que Eis pidiera silencio y se subió a una silla.

—En el día de hoy se ha decidido el destino de nuestra amada Alemania. Adolf Hitler, nuestro Caudillo, se ha hecho cargo del poder. Y el anciano y honorable feldmariscal y presidente del Reich le ha dado su beneplácito.

—¡Viva!

—A partir del día de hoy existe oficialmente en nuestro pueblo el grupo local del NSDAP, el Partido Obrero Nacionalsocialista Alemán, grupo del cual yo soy presidente.

—¡Hurra! —gritaron todos.

Y los grifos de cerveza comenzaron a funcionar ininterrumpidamente.

—El trabajo ennoblece —dijo Materna a los suyos, bromeando—. Trabajad duro, pues, para ennobleceros cada día más.

Aunque acostumbraba a formular exhortaciones de este tipo, él no vacilaba en arrimar el hombro también, sobre todo cuando se trataba de un trabajo más duro o más sucio que de costumbre. Éste era el caso, por ejemplo, de la tarea anual de abonar y estercolar los campos, que hacía ya a mediados de febrero.

—A este Materna le falta un tornillo —decían los demás campesinos de Maulen.

Pero el comentario no estaba exento de respeto y admiración, ya que, a pesar de abonar y estercolar sus campos en pleno invierno, era él quien obtenía la mejor cosecha.

Materna había organizado del modo más práctico aquel desagradable trabajo: María, Jablonski y sus hijos sacaban el estiércol del estercolero y él lo echaba en la tierra. Sabía exactamente qué lugares necesitaban abono y cuáles podían pasar sin él.

—Yo quisiera hacer una pausa —dijo Hermann frunciendo la nariz.

Estaba convencido de que aquel trabajo era indigno de él. Lo hacía sólo para cumplir su deber filial. Por otra parte, Materna daba el ejemplo, ya que trabajaba casi tanto él solo como todos los demás juntos.

En tono amistoso, Materna se dirigió a Brigitte, que estaba echando estiércol en un tonel.

—¿Qué hay, pequeña? ¿Cómo van los amores?

—Si te refieres a Eugen Eis —respondió Brigitte—, creo que no hay en toda la comarca otro hombre como él.

—Puede ser…

—Y, por si quieres saberlo, entre nosotros no ha pasado nada decisivo.

Materna se esforzó por contener una sonrisa.

—Sí, por ahora estamos en invierno… ¿Qué pasará cuando llegue la primavera?

—No olvides que soy tu hija —dijo Brigitte.

—Es esto precisamente lo que me preocupa —declaró Alfons—. Y al mismo tiempo comprendo perfectamente tus preferencias. Yo no conozco por aquí ningún hombre apropiado para ti. Tú necesitas uno como Eis.

—Lo importante es lo que necesita Eugen: una mujer que le quiera sin reservas. ¿No es ésta una misión que vale la pena?

Materna se quedó tan sorprendido que se le cayó el cubo que estaba llenando dentro del estiércol y éste le salpicó la cara. Brigitte, muy digna, volvió a su trabajo. Pronto estuvo lleno el tonel.

Poco después apareció de nuevo Hermann, visiblemente reposado. Hizo andar a los caballos y condujo el carro del estiércol hacia los campos. Alfons fue con él.

Hermann guiaba a los caballos con gestos enérgicos y demasiado bruscos, como si fueran máquinas. Materna parecía preocupado.

—Ésta no es precisamente la ocupación adecuada para ti, ¿no es verdad, hijo? Yo te conozco y sé que preferirías estar con tus cantaradas. Sobre todo ahora que están preparando grandes cosas.

—Sí, padre, tú me conoces bien.

—Querido Hermann —dijo Materna cuando hubieron vaciado el estiércol—, me duele en el alma verte hacer estas cosas intrascendentes. Tú eres un Materna. Y a nosotros no nos gusta hacer las cosas a medias, ¿verdad?

—No, padre, nosotros somos decididos.

—Pues entonces, hijo mío, no más vacilaciones. De ahora en adelante has de ser la decisión en persona. Si para ello necesitas un uniforme, lo tendrás. Y si quieres equipar a toda una sección de asalto, también te ayudaré con gusto. ¿Entendido?

—Sí, padre —dijo Hermann.

—¡Pues manos a la obra! —dijo Materna frotándose las manos.

—Yo soy el fundador del grupo local del NSDAP en Maulen —declaró Eichler—. Soy, por tanto, el máximo representante de la autoridad del Imperio. Ahora debemos elegir a las personas que ocuparán los demás cargos principales. Los hombres del pueblo que estaban presentes asintieron y pasaron a la más importante ocupación de su vida: respetar el poder y apoyarlo. Lo hacían, creían ellos, en virtud de su firme convicción.

—De ahora en adelante —prosiguió Eichler—, el Partido regulará la vida y el quehacer de nuestro pueblo, así como el de todos los pueblos de Alemania. Nuestro Partido acogerá con los brazos abiertos a todo el que llegue a él lleno de buena voluntad. Y, de la misma manera, todo aquel que se cuente entre los enemigos declarados de Alemania será condenado y aniquilado. En aquella histórica sesión, que tuvo lugar el 12 de febrero de 1933 en la taberna de Scharfke, se trató de las primeras medidas a tomar contra los llamados «intrigantes», «hipócritas» y «enemigos del pueblo». Eichler les declaró la guerra enérgicamente y pidió la colaboración de todos en esta lucha, colaboración que le fue ofrecida sin dificultad.

Ninguno de los presentes vaciló en presentar su solicitud de entrada en el partido. Se supo entonces que algunos tenían ya algún tipo de actividad en su haber. Así, Eis, Fischer y Vetter habían hecho donaciones, se habían procurado propaganda y estaban suscritos a periódicos nacionalsocialistas. Hermann Materna era ya miembro activo de las SS, aunque ello fuera, y esto no lo sabían los demás, por consejo de su padre.

—Me complace mucho tu decisión —le alabó Eichler, satisfecho—. A esto le llamo yo iniciativa. Mucha iniciativa es lo que nos hará falta en el futuro.

Los presentes asintieron. Ya fuese por lealtad hacia el emperador, o por sus ideas nacionalistas o nacionalsocialistas, el hecho es que participaban con todo su corazón en todo cuanto afectara a Alemania, a la región o al pueblo en que vivían. Se sentían orgullosos de hacer lo que hacían los demás. Eichler demostró tener auténtica madera de dirigente. Además de reunir en torno a él a los más destacados miembros del partido, hizo uso de su autoridad para disolver todas aquellas asociaciones estrechas de miras que podrían estorbar la labor del mismo, como por ejemplo las que se negaban a admitir el concepto de socialismo dentro del de nacionalismo, como era el caso de «El Casco de Acero, Unión de Excombatientes», disolución para la cual era Eichler la persona más adecuada, ya que él mismo había fundado tal asociación en Maulen.

Eichler procedió seguidamente a la llamada «Anexión de la Guardia Territorial». La iniciativa partía oficialmente de Eis, quien pidió «que fueran admitidos en el seno del movimiento los valientes y leales camaradas de la Guardia Territorial». Y Eichler declaró:

—La Guardia Territorial representa la protección de la patria. Y proteger a la patria es la misión de las SA, de los grupos locales que se funden a partir de ahora.

—Es innegable —dijo uno de los presentes. Otro afirmó—: Debemos ofrecer sin reservas nuestra colaboración, siempre y cuando ésta sea apreciada en lo que vale.

Como era de esperar, Eichler hizo entonces unas propuestas concretas según las cuales se encomendaría la constitución y el desarrollo del grupo local a las siguientes personas: Vetter, el maestro, como jefe de organización y propaganda y encargado de educación, cultura y arte; Ignaz Uschkurat como jefe de la Unión de Campesinos Nacionalsocialistas y responsable del departamento de agricultura y silvicultura; Gottlieb Speer como jefe de los artesanos y encargado del comercio e industria y de la beneficencia y seguridad social; Fritz Fischer como responsable de la construcción de carreteras, pesca, concentración nacional, relaciones exteriores y embellecimiento del pueblo; y Christian Scharfke como tesorero. Aquellas bien meditadas propuestas fueron objeto de animados comentarios. Los presentes mostraron pronto una singular unanimidad.

—Tenemos el deber de colaborar —dijeron.

Pero quedaba aún un cargo por ocupar, el más importante de todos: la jefatura de la SA. Aquí había de cometer Johannes Eichler el más imperdonable de sus errores. Pero en aquel momento ello era imposible de prever y él no era adivino.

—Yo, desde luego, no tengo intención de imponerme —dijo Eis familiarmente—, pero a mí me interesaría la jefatura de la SA.

—A mí no se me ocurre tampoco nadie más apto que tú para este cargo —declaró Eichler—. De todas maneras, no nos precipitemos.

Eichler se llevó entonces a Hermann Materna a un rincón y le dijo:

—Antes que nada quiero asegurarte que me alegra muchísimo que estés aquí y que seas, por tanto, uno de los nuestros. Y, cogiendo con la mano derecha el brazo de su joven amigo, le preguntó:

—Y ahora dime francamente: ¿tienes algún deseo especial?

Hermann tenía, en efecto, un deseo especial. Un deseo que Alfons Materna, previsor, le había inspirado con paternal insistencia.

—A mí me basta con estar entre vosotros. Pero consideraría un honor especial que se me confiara el mando de los camaradas de la SA.

—Es lógico —asintió Eichler en seguid—. Y yo creo, realmente, que tienes grandes dotes para el cargo, querido Hermann. Puedes contar desde ahora con mi apoyo. Pero no nos precipitemos.

Eichler se dirigió ahora con Eis al otro rincón, junto a la ventana. Eran ya casi las doce. La atmósfera de la habitación estaba llena de humo. Reinaba en el ambiente una ruidosa euforia y un vehemente entusiasmo por leí futuro.

Eichler explicó a Eis que no debía tomar aquello como una orden ni como una exigencia, sino sólo como una apelación a su buena voluntad y buen juicio. Hermann Materna había expuesto su aspiración a la jefatura de la SA. Él, naturalmente, prefería a Eis, pero podía resultar más ventajoso dejar que algunos perdieran terreno previamente.

—Además —añadió—, no podemos permitir que el hijo pague las culpas del padre. O, por lo menos, eso debe parecer…

—Bien, de acuerdo —dijo Eis después de un instante de vacilación.

Pensó que seguramente Hermann y él serían cuñados algún día y que era prudente mantener las buenas relaciones. Así pues, Eichler tomó de nuevo la palabra.

—Confío la dirección de nuestra Sección de Asalto a nuestro joven amigo y estimado camarada Hermann Materna. Estoy seguro de que sabrá hacerse digno de este cargo. Y a mí compañero de lucha y amigo de siempre Eugen Eis le nombro lugarteniente mío y, por tanto, lugarteniente del grupo local del partido.

—¡Hurra! —gritaron todos.

Pero enseguida se dieron cuenta de que se habían equivocado. Aquellos gritos debían ser ahora diferentes. Rectificaron, pues, y resonó tres veces en la fonda de Maulen un estentóreo «¡Viva Alemania!».

El gato de Scharfke, asustado, bajó del mostrador de un salto tirando algunos vasos al suelo. Un campesino que estaba en la taberna distraído se atragantó a causa del susto. Y Christine, la hija de Scharfke, exclamó: —¡Qué escándalo!

—De ahora en adelante —declaró Eichler con profunda satisfacción— los enemigos de nuestra amada Alemania no tienen nada más que hacer entre nosotros. Y yo os digo que veremos tiempos extraordinarios.

—Es la voluntad de Dios —dijo Speer con convicción. Pero en seguida rectificó y exclamó—: ¡Es la voluntad del Caudillo!

Poco después de la fundación del grupo local del NSDAP, tuvo lugar en Maulen la boda de Johannes Eichler con la señora Margarete, nacida Majewski, divorciada de Materna. Se celebró el 5 de marzo de 1933. Había de ser la boda más importante, más lucida y más solemne que Maulen hubiera presenciado jamás. Comenzó con la ceremonia religiosa, a la cual Eichler, el representante del Gobierno, no se había opuesto, a pesar de que en los últimos tiempos existía entre el Partido y la Iglesia una cierta tirantez. Pero esta situación no afectaba a Maulen. El padre Bachus no parecía tener inconveniente en dar al César lo que era del César. Así, no había vacilado en discutir previamente el texto de su sermón con Eichler. Ciertamente, no llegaba a presentar a Jesús como un reformador nacionalsocialista asesinado alevosamente por los judíos, como hacían ya algunos de sus colegas, pero estaba dispuesto a mencionar afectuosamente al Caudillo y Canciller del Imperio en la plegaria final.

Los «hijos de Satán» asistían también a la ceremonia, ya que no había, oficialmente, ninguna razón por la que no hubieran de hacerlo. Eichler había invitado a sus padres y debía cargar también con ellos. Pero los chicos, de momento, estaban muy tranquilos y modosos.

El cuadro que se ofrecía a los curiosos en la iglesia era extremadamente decorativo y, para Maulen, fuera de lo corriente: el maduro novio llevaba el uniforme de su Caudillo, de un hermoso color marrón que contrastaba vivamente con el vestido de seda de la novia, blanco como la nieve.

Entre los pocos que no habían sido invitados se encontraba Alfons Materna. También Jablonski había sido excluido de la fiesta. Pero no así Hermann y Brigitte, que habían recibido invitaciones y a cuya asistencia Materna no tuvo nada que objetar. Hermann asistió llevado también del deseo de mandar la SA, su SA. Allí estaban, algunos ya de uniforme, formando la guardia de honor. Brillaban los cinturones y bandoleras. Y brillaba todo cuanto Hermann llevaba encima: desde las botas de piel de color claro hasta el águila imperial plateada. Alfons Materna no había regateado esfuerzos para engalanar espléndidamente a su hijo.

—Vayan saliendo por parejas, como al entrar —rogaba Vetter, apurado, una vez concluida la ceremonia.

Se le había encargado la organización de todos los detalles de la fiesta; por algo era ahora el responsable de la organización.

—Por favor, apresúrense… Han de formarse en seguida las parejas…

—¿Tan pronto? —preguntó Peter Bachus maliciosamente.

Pero no obtuvo respuesta alguna, ni siquiera una mirada de odio. Habían llegado los primeros grandes momentos de la SA local y ello retenía la atención de todos. Hermann ladró una orden y veinticuatro manos derechas se levantaron hasta la altura de sus cabezas formando un techo. Al pasar por debajo, Eichler y la que ahora era su esposa se sintieron llenos de orgullo. La brillante y ordenada comitiva nupcial abandonó la iglesia, atravesó la plaza y torció a la izquierda en dirección al molino de Eichler, donde, en razón de la fiesta, se había suspendido toda actividad. En la espaciosa sala principal se habían instalado largas mesas formadas por tablas de madera apoyadas en varios caballetes y cubiertas con manteles. Los bancos eran sencillos y no muy estables y procedían, en virtud de un préstamo, de la taberna y de la escuela. Una orquesta compuesta por cuatro músicos —violín, clarinete, contrabajo y batería— tocaba un desangelado «Entran los invitados», de Mozart.

Eichler, en su papel de perfecto caballero de provincias, acercó a su amada esposa la silla adornada con ramas de abeto. La señora Margarete, ahora la señora Margarete Eichler, tomó asiento y sonrió agradecida a su flamante esposo.

La organización de Vetter se apartaba de los caminos trillados. En contra de la costumbre, no había colocado juntos a los matrimonios, sino, por ejemplo, a la esposa del pastor junto al gendarme y a la esposa de éste junto a Fritz Fischer. La hermana de Fischer, que iba a veces a limpiarle la casa, se sentó al lado de Uschkurat. A Speer le correspondió la señora Uschkurat y al pastor la señora Speer. A Eis, no obstante, le tocó sentarse al lado de Brigitte Materna, y Hermann ocupó su puesto junto a Christine Scharfke.

—Encantado —dijo Hermann, ejecutando algo que pretendía ser un besamano.

Desde que era jefe de la SA se creía ya algo así como un oficial.

—Caramba, Hermann, qué aires gastamos… —dijo Christine sonriente—. No será todo fachada, ¿verdad?

Vetter, el responsable de la organización, se afanaba en colocar bien los bancos, daba ánimos a la orquesta, hacía traer las bebidas e indicaba la comuna a los primeros niños impacientes. No perdía de vista a los «hijos de Satán», la conducta de los cuales era, por el momento, irreprochable. Estaban discretamente sentados al extremo de la mesa, inmediatamente junto a la puerta. Todos esperaban el gran banquete de bodas. Se había encargado de prepararlo a la señora Audehm, la comadrona. No habrían podido escoger mejor, porque la señora Audehm dominaba todos los secretos de la cocina masuriana. En la preparación del festín habían entrado cinco lechones, siete gansos, nueve patos y doce gallinas, además de los elementos necesarios para diez fuentes de fiambres, veinte de anguilas y treinta de arenques asados. Había barriles de bebida.

—¡Mis queridos amigos! —exclamó Eichler—. Renunciemos por esta vez a las grandes palabras y vayamos al grano. ¡Alegrémonos de corazón todos juntos!

No deseaban otra cosa los presentes. Eugen gritó a los músicos: —«¡Los viejos camaradas!»— demostrando así que conocía los títulos de las piezas y dando con ello prueba de su sensibilidad musical.

Pero la música no respondió a esta petición. Konrad y Peter no habían perdido el tiempo y se habían dedicado en primer lugar a la orquesta. Durante todo aquel rato, los músicos habían estado bebiendo cerveza cuya graduación alcohólica había sido aumentada por la adición de alcohol puro, y vino que no era sino aguardiente ligeramente diluido.

Poco antes de iniciarse la comida, el batería tropezó y fue a caer dentro de su enorme tambor. El clarinetista, a cuatro patas, buscaba su instrumento, que se le había extraviado. El violinista, borracho como una cuba, se había sentado encima del violín. Sólo el contrabajo estaba allí plantado como una roca, pero él solo poca música podía hacer.

—A esos borrachos asquerosos haré que les metan bajo el agua hasta que se queden como témpanos —dijo Eis—. Veréis cómo dentro de una hora están tocando otra vez.

No obstante la ausencia de música, la animación que reinaba en la sala experimentó un sensible aumento: hicieron su aparición las fuentes de asado, que despedían un aroma tentador. El padre Bachus se puso en pie e inició un largo discurso «en su calidad de amigo de la casa».

Cuando se vio obligado a detenerse para tomar aliento, Eichler aprovechó hábilmente la ocasión para exclamar:

—¡Así pues, mis queridos amigos, buen apetito y al ataque!

Pero no era tan sencillo. Allí estaban las humeantes fuentes y los invitados no deseaban otra cosa que comenzar de una vez a engullir lechones, gansos, patos, gallinas y todo lo que se presentara. Pero ello resultaba prácticamente imposible porque no había en la mesa tenedores, cuchillos ni cucharas. En el umbral apareció la señora Audehm, que chilló desolada: —¡Se han llevado los cubiertos!

Tras ella llegó Vetter, revoloteando como un murciélago.

—Los cubiertos estaban en un cajón, pero el cajón ha desaparecido —explicó.

—¡Esto es excesivo! —dijo Eichler pálido de ira—. ¡Es un sabotaje descarado!

En aquel momento se produjo un cortocircuito y se apagó la luz. Una inquietante oscuridad envolvió a los invitados. Se oyó el gritito de placer de una mujer, que resultó fuera de lugar, pues era aún muy pronto para tales digresiones.

—¡Eugen! —gritó Eichler, imperativo, en la oscuridad.

—¡En seguida lo arreglo! —aseguró Eis.

Pero entonces las estufas que había en la sala comenzaron a humear. Enormes nubes de humo picante envolvieron a los comensales y apagaron rápidamente el olor del asado. La señora Audehm, a grandes voces, amenazaba con desmayarse.

—¡Ah, qué asco! —exclamó, indignado, uno de los presentes—. ¡Voy a beberme el aguardiente y me encuentro el vaso lleno de agua!

Eis gritó desde la puerta:

—¡No encuentro los plomos! ¡Deben de habérselos llevado también! ¡Los muy hijos de puta!

Eichler dijo en voz muy baja, clara y amenazadora: —Esto es una infamia nunca vista. Pero yo no me dejo estropear impunemente el día de mi boda. ¡No tendré piedad con los culpables!

—¿No ha pensado usted, señor Materna, que puede perder mucho más que su fortuna? Quizá hasta sus hijos… Siegfried Grienspan se encontraba «por casualidad», como él decía, en casa de Materna. Estaban en la sala grande junto con María y Jablonski, sentados alrededor de la estufa bebiendo ponche. Los hombres fumaban unos cigarros puros de Holanda que un primo de Grienspan le enviaba regularmente y que él compartía con Materna, doblando de este modo el placer.

—Qué persona tan contradictoria es usted, Grienspan… Primero me regala esos deliciosos puros y ahora quiere asaltar mi conciencia.

—¡Soy un viejo judío! —dijo Grienspan sonriendo.

—Usted es el hijo de su padre.

—Sí, pero no en lo referente al valor. Mi padre poseía la cruz de hierro de primera clase.

—¡Magnífico! El padre luchaba por una Alemania que ahora su hijo combate.

—Grienspan no anda desencaminado —dijo Jablonski gravemente—. Es cierto que has de tener más cuidado. Si no, pueden quitarte también a Brigitte y a Hermann.

—¡Ah, los hijos! Conozco a hijos de hombres honrados que han sido activos asesinos. Y yo no he conseguido siquiera engendrar un campesino, sino nada menos que un luchador. No me diréis que no es divertido.

—No tiene remedio —dijo Jacob encogiéndose de hombros y haciendo un guiño a Grienspan—. Alfons siempre piensa en lo que pasará dentro de diez y veinte años.

—¡Pues claro que lo pienso! —dijo Materna sonriendo—. En esto consiste la antigua sabiduría del campesino. Cuando se siembra un campo, se piensa ya en la cosecha del año próximo. Al criar ganado se piensa también con muchos años de antelación. Y cuando se planta un bosque se cuenta ya con la generación siguiente. ¿Qué importa que Hermann quiera ser un héroe? Y si Brigitte escoge la pasión, ¿por qué no habría de permitírselo?

—Me gustaría tener su buen humor —dijo Grienspan.

Materna apuró su vaso y lo tiró contra la estufa. Su rostro reflejaba la alegría de vivir, pero sus ojos estaban tristes. Hizo apoyarse en sus rodillas a María, que estaba sentada en cuclillas a sus pies. Su gesto reveló que era él quien buscaba un apoyo. Preguntó a Grienspan:

—Siegfried, ¿no le he contado nunca cómo murió mi padre?

—No. ¿Cómo fue?

—Pues… ¡dicen que murió de risa! —La idea parecía divertir extraordinariamente a Materna—. Creo que fue cuando la batalla del lago de Masuria. Aquí en casa había tres generales. Al primero se le ocurrió un día mirar por el cañón del fusil de un centinela. El fusil se disparó y hubo en el mundo un general menos. El segundo tropezó con una botella de vino tinto en la bodega y se rompió la crisma. El tercero se cayó al depósito de estiércol y cogió una pulmonía que le llevó a la tumba. Se dijo por aquel entonces que por eso se ganó la batalla del lago de Masuria. Mi padre, que había presenciado lo ocurrido, cogió uno de sus ataques de risa y se le paró el corazón.

—Así te gustaría acabar a ti también, ¿verdad? —dijo Jablonski—. Pero, tal como están las cosas, no lo harás. Y menos teniendo a Eis por yerno.

—Todos cometemos errores —dijo Materna—. Además, Brigitte no es una jovencita ingenua; lo que le pasa es que desea intensamente gozar de la vida. Yo también era así en mis tiempos; sólo que la razón me servía de freno más de lo que le sirve a ella.

—¡Así pues, Eis puede estar contento! —dijo Jacob sin ocultar su indignación—. No sólo se encuentra con un buen partido sino que tiene todas las garantías de disfrutarlo tranquilamente.

Alfons no se inmutó.

—No se puede disfrutar de lo que no existe —dijo.

—¡Ah, me parece que ya te entiendo! —dijo Jablonski esbozando una sonrisa—. Tú quieres complacer en todo a Brigitte pero sin dar a Eis ni un céntimo de tu dinero.

—Más o menos —dijo Materna animadamente—. No soy viejo todavía y además fui la parte ofendida en el divorcio. ¿Quién puede impedirme contraer un segundo matrimonio? En ese caso podría haber perfectamente otros hijos con derecho a heredarme.

Materna levantó la mano del hombro de María y se la tendió. Ella la tomó sonriente. Parecía haberlo oído y comprendido todo. Cariñosamente, apoyó la cabeza en las rodillas de Alfons.

—¡Así que ésta es la solución! —exclamó Jacob entusiasmado—. Es realmente muy propia de ti, Alfons.

—Hoy hablan por el pueblo de una gran boda —dijo Materna—. Y tienen razón. Sólo que no saben de qué boda se trata.