Hasta la noche más oscura tiene su aurora. Y todos los gallos son valientes sobre su propio estiércol.
—Es digno de lástima —decía la gente de Maulen refiriéndose a Alfons Materna—. Nadie es tan digno de lástima como él. Y decían también, hablando de Johannes Eichler: —¡Es un hombre de suerte! Pero ya se sabe que la suerte la tienen siempre los listos. Y él es el más listo de todos. En el pueblo de Maulen era ya del conocimiento general que Margarete Materna tenía intención de divorciarse. En toda la comarca no se recordaba que hubiese ocurrido nunca una cosa semejante. Pero el mismo Alfons Materna había dicho y repetido públicamente que no pensaba oponer ninguna dificultad a su mujer.
—Cada cual debe hacer según su libre voluntad —decía.
—Según como se mire, se está portando muy bien —afirmó la esposa de Vetter.
—Quizá sí —respondió el maestro—. Pero no es ésta la costumbre del país.
La costumbre del país cuando un marido sorprendía a su mujer haciéndole el salto era, simplemente, ponérsela sobre las rodillas y molerla a palos. A la idea de divorcio no se llegaba en Masuria tan fácilmente.
—En esto vemos otra vez cómo nadie escapa a su castigo —dijo Fritz Fischer, el pescador—. Todavía hay una justicia. Fischer era enemigo declarado de Materna porque éste se negaba obstinadamente a permitirle pescar en la gran parte de la orilla del lago que le pertenecía. Y ello, según Fischer, por pura maldad.
—Hay que reconocer que tiene serenidad —afirmó el gendarme—. No se lamenta.
—Pero en el fondo sufre —aseguró el pastor—. Aunque tenga esa irritante apariencia de satisfacción.
Johannes Eichler gozaba de la simpatía general. Nuevamente, decían, demostraba saber lo que quería. En aquella ocasión se cumplía el más profundo deseo de su vida: conseguir a la mujer que amaba desde su juventud. Y las tierras.
—Enhorabuena —le dijo Eugen Eis—. ¿Cuándo es la boda?
—Primero ha de efectuarse el divorcio —respondió Eichler posando las manos sobre el vientre—. Pero esto no presentará ninguna dificultad. En cuanto a la boda, de ella se acordarán nuestros hijos y nuestros nietos.
En eso Eichler no se equivocaba. Ante una copa de licor que contenía un sesenta por ciento de pimentón y procedía de un ventrudo frasco de medicina, informó a Eis más ampliamente. La señora Margarete estaba en casa de su hermana, en Lótzen am See, «descansando». Allí esperaba impaciente la futura señora Eichler los días más hermosos de su vida.
—Parece que Materna no quiere más que salvar la piel —dijo Eichler.
—¿Se la dejamos? —preguntó Eis.
Eichler alzó su vaso. Su rostro reflejaba una intensa satisfacción.
—«Gallo desplumado no persigue gallinas» —dijo alegremente—. Los Prados de los Perros me caen en las manos como una fruta madura.
Desconfiado como era, Eis quiso saber: —¿Lo habéis establecido por escrito?
—Está legalizado ante el notario. Materna puede disponer de los Prados, pero no puede venderlos ni disfrutar de los beneficios que produzcan. Y mi futura esposa me ha rogado que me ocupe de administrar sus bienes.
—Bien, pues a tu salud, Eichler —dijo Eis convencido—. Pero para mí que este Materna es un zorro viejo y muy pillo, y no la gallina de los huevos de oro que pone para los demás. Quizá me equivoco.
—Se lo digo francamente, Materna: no quiero hacer más negocios con usted —dijo Grienspan de mala gana.
—Eso no será un truco para hacerme bajar los precios, ¿verdad? —bromeó Materna.
Grienspan alzó los brazos en un gesto lastimero. Sus ojos tenían una expresión dolida.
—¡Es que no puedo estar mirando cómo usted se arruina! El otro día me vendió dos vacas lecheras muy buenas, sólo para pagar una bomba de incendios que no hace ninguna falta. Y ahora, ¿qué más quiere de mí?
Estaban en el establo de Materna. Había allí treinta y seis vacas, cuatro toros, doce caballos y unas seis docenas de cerdos. Todos en perfectas condiciones.
—¿Qué vale más —preguntó Materna—, una cabeza de ganado o una vida humana?
Tomó a Grienspan por el brazo y comenzó a pasear con él a lo largo del establo. El ganado despedía un olor cálido y recio que se mezclaba con el del estiércol, el de la leche fresca y el agridulce de los excrementos de los cerdos.
—Mire todo esto. Es mi obra. Empecé con muy poco, pero no por ello he de acabar necesariamente con mucho. Como buen tratante de ganado, ¿no olfatea usted un buen negocio? Grienspan movió la cabeza.
—Yo siempre estoy dispuesto a hacer negocios; es mi oficio. Pero no de esta manera. ¿Es que piensa usted realmente abandonar la cría de ganado por una mujer? ¿Por esa mujer?
—Mi querido amigo —dijo Materna sonriendo—. Mi primer matrimonio fue fruto de un amor de juventud. Pero el segundo no fue tan desinteresado. Margarete, según decían, era el mejor partido de toda la comarca. En aquella época yo tenía una ambición ilimitada. La he pagado muy cara.
—¿Y ahora está usted dispuesto incluso a malbaratar su mejor ganado sólo para corregirse unos defectos?
—¡Ah, nada de eso! —exclamó Materna—. Yo sólo le ofrezco los caballos cojos, las vacas que no dan leche y los cerdos que hay que matar. Vamos, hágame una oferta.
Grienspan calló un buen rato. Parecía estar ordenando trabajosamente sus pensamientos. Por fin dijo: —Si lo que piensa usted hacer es lo que me imagino, amigo Materna…, ¡venga ese ganado que le sobra! Le aseguro que le haré buen precio.
—Camaradas de la junta —dijo Gottlieb Speer—, ¡traigo buenas noticias! Éste es el motivo por el que he convocado esta reunión extraordinaria. Se trata de la nueva bomba de incendios: la tenemos segura.
—¿Y para eso nos has traído a todos aquí? —preguntó Fritz Fischer en tono de acusación—. Materna ya prometió delante de todo el pueblo que pagaría esa bomba. Ahora lo que ha de hacer es aflojar la mosca.
—Y está dispuesto a hacerlo —dijo Speer, conciliador—. Le he dado el catálogo de bombas de incendios. Si hubiera querido, habría podido escoger una pequeña. Pero no lo ha hecho.
—¡Porque en una pequeña el nombre de su hijo no se podría pintar lo bastante grande! —refunfuñó Fischer—. ¡De ese Materna no hay que esperar nada bueno!
Los asistentes oficiales a aquella reunión de junta callaban, visiblemente sumidos en sus meditaciones. Algunos miraban al exterior por la ventana abierta. Fuera, junto a la misma ventana, estaban sentadas en un banco las dos personas que asistían a la reunión de manera no oficial: Konrad y Peter, los «hijos de Satán». Los hermosos días de las vacaciones habían terminado ya, pero pasaban en Maulen todos los fines de semana.
—Fischer querrá sacar tajada de todo lo que está ocurriendo con Materna —susurró Konrad—. Este Fischer es un perro de presa. Ésos no le conocen bien.
—Queridos compañeros de la junta —dijo amablemente el jefe de bomberos—, cuando se trata de un asunto importante deben posponerse los intereses particulares.
—¡Para mí, un asunto importante no es una bomba de incendios, sino la patria, por ejemplo! —exclamó Fischer.
—Cierto. Nadie lo niega —asintió Speer—. Pero en el orden del día de hoy consta sólo la bomba de incendios. Y por ella no podemos ni debemos negar a Materna nuestro agradecimiento.
—Ya sólo falta que nombremos a ese tipo miembro honorario de la junta —gruñó Fischer.
—¡Es una excelente propuesta! —declaró vivamente Speer—. Yo estoy completamente de acuerdo.
—¡No digas estupideces! —exclamó Fischer—. ¡Vaya una idea! Ya veréis la gracia que le hará a Eichler cuando se entere… ¡La de patadas que os dará en el trasero!
—Desde luego —dijo Speer muy digno—, tendremos en cuenta gustosos la opinión de Eichler, en caso de que él nos la comunique, cosa que, por cierto, hasta ahora no ha hecho. De cualquier modo, en este momento Materna cuenta más que nadie para el Cuerpo de Bomberos. Debemos expresarle nuestra gratitud y reconocimiento con todos los honores.
Fischer le preguntó con sarcasmo:
—Esto debe de ser para devolverle la pelota a Eichler porque cuando la falsa alarma te dejó de vuelta y media delante de todos y después, en la fiesta, se le olvidó ponerte por las nubes, ¿no es cierto?
—¿Quieres ser tú jefe de bomberos en mi lugar? —preguntó Speer, indignado.
—Todavía no —dijo Fischer con una sonrisa.
—Entonces —dijo Speer contraatacando—, renunciemos a la bomba de incendios, a las otras posibles donaciones y a la fiesta de la bendición, que Materna también habría pagado. Comunicaré este acuerdo a los camaradas. Entonces, por fin, protestó Uschkurat:
—De ninguna manera. Yo no estoy dispuesto a aceptar tal responsabilidad. Me pesa, pero he de coincidir con Speer, si bien con algunas reservas, en que debemos honrar a Materna.
—Yo me opongo terminantemente —declaró Fischer—. Han de pasar muchas cosas antes de que yo vote a favor de Materna. No creo en absoluto en su buena fe, y no creeré hasta que él me lo demuestre personalmente. Y no le faltará ocasión; yo mismo se la daré. Ya se lo podéis decir. Y decidle también que yo tengo mi orgullo; que me podrá echar de la orilla del lago, que es suya, pero de mi cabaña, ¡nunca!
Los «hijos de Satán», que seguían escuchando sentados al otro lado de la ventana, se miraron significativamente. Lo que acababan de oír había dado alas a su imaginación. Sin decir palabra se levantaron y echaron a andar en la oscuridad en dirección al lago.
Cuando, un buen rato después, Fischer volvía a su casa, tropezó con una cuerda que alguien había suspendido a través del camino, a causa de lo cual se puso a renegar como un loco. Cuando llegó a la casa tropezó de nuevo, esta vez con un objeto alargado y oscuro que resultó ser uno de sus botes de pesca atravesado delante de la puerta. Descubrió además que habían clavado la puerta, de modo que tuvo que entrar por una ventana después de haber roto el cristal. Vio entonces que estaban tiradas por el suelo sus jaulas para conejos y sus redes de pesca.
—¡Maldición! —gritó enfurecido—. ¿Qué significa esto? A través de la ventana rota llegó a sus oídos un gruñido de efecto horripilante producido por dos gargantas: —¡Es la primera advertencia!
Aquel otoño de 1932 fue de una belleza extraordinaria y llegó a Masuria en todo su esplendor. El sol vertía generosamente los últimos rayos estivales.
—Otra cosecha —dijo Alfons Materna a su hijo Hermann.
Paseaban los dos por los campos desnudos. Hermann trotaba junto a su padre y le escuchaba atentamente.
—Hijo, ¿en qué te hacen pensar estos campos pelados?
—Pues… se puede pensar en tantas cosas —respondió Hermann algo desconcertado—. En las maniobras de otoño, o en la caza, por ejemplo.
—Yo nunca voy de caza. Por principio, acostumbro a tirar sólo a las alimañas.
Lo dijo como simple comentario, pero Hermann lo interpretó como un reproche. Guardó silencio y continuó andando a grandes zancadas por el campo de patatas.
Ante ellos, el paisaje se extendía en pequeñas colinas y parecía inacabable. El horizonte se fundía con el cielo, que tenía un color azul pálido.
—Cada otoño doy este paseo por mis campos —dijo Alfons—. Mi padre me llevaba con él cuando era aún muy pequeño. Y siempre pensábamos lo mismo: «¿cómo estarán estos campos el año que viene?».
El sencillo rostro de leñador de Hermann enrojeció levemente. Durante largo rato no dijo nada. Pero Alfons tenía mucha paciencia. Finalmente dijo el muchacho:
—Me parece que yo no soy lo que se llama un buen campesino… Más bien tengo carácter de luchador.
—De todos ha de haber, Hermann —dijo Materna con inalterable bondad.
Se sentó en una piedra grande que había allí e indicó a Hermann que hiciera lo mismo. Dijo entonces:
—Últimamente he estado pensando mucho en lo que he de hacer contigo. Es decir, quisiera saber lo que a ti te gustaría hacer. Hermann vaciló sólo un momento. Tomó de buena gana el frasco de aguardiente que le tendía su padre, bebió varios tragos y dijo: —El trabajo de la granja ya lo haces tú con tu gente. Antes de que yo pueda hacerme cargo de él han de pasar aún muchos años. Mientras tú estés en forma.
—Es posible —dijo Materna mirando sus manos, que eran pequeñas, casi como las de una mujer, pero duras y musculosas, y tan fuertes que con ellas podía reducir a polvo las patatas—. Pero entonces, ¿qué te gustaría hacer entretanto?
—Pues, digamos… labor de organización. Me siento capacitado para ello.
—¿No te gustaría dedicarte a la trata de ganado? Grienspan te tomaría muy a gusto en su negocio si yo se lo pidiera.
—Yo podría hacerlo prosperar enormemente —declaró Hermann convencido—. Sí, el trabajo no me disgustaría, pero es que Grienspan…
Materna concluyó la frase: —Grienspan es judío. Y esto te molesta.
—¡Es que yo tengo mis principios, padre! —declaró el joven en tono solemne—. Soy un patriota consciente y mi amor por la nación…
—Bueno, bueno —dijo Materna—. Si no he entendido mal, Hermann, tú querrías participar más intensamente que hasta ahora en lo que llaman la vida pública.
—Sí, padre, me has comprendido.
Y Hermann le confesó que él desearía llegar a ser alcalde de Maulen o, si no, por lo menos, jefe de bomberos o algo por el estilo.
—Yo tengo mis camaradas y siento el deseo de continuar con ellos.
—Bien —dijo Materna—. Si éste es tu deseo, yo no tengo nada que objetar.
—¿A pesar de que el jefe de esos camaradas sea de hecho Johannes Eichler?
—A pesar de eso.
—¡Ah, padre, qué noblemente te portas conmigo! Hermann estaba conmovido. Se daba cuenta de que hasta entonces había juzgado mal a su padre, de que éste no entendía sólo de ganado, sino que era capaz también de leer en el corazón de su hijo. Poseía la auténtica generosidad germana. —Nunca lo olvidaré— dijo.
—Así lo espero.
Alfons Materna se levantó decidido. Creía saber ya exactamente cómo había de sembrar sus campos para el año próximo. Echó a andar de nuevo a grandes pasos. Veía ya ante él la nueva cosecha.
Se encontraron en el bosque, junto al estanque, en uno de los últimos días de aquel luminoso otoño. El estanque estaba cerca de la carretera de Gross Grieben. Era una brillante superficie de un color azul oscuro y de las dimensiones de una arena de circo. Estaba bordeado por una faja de hierba color verde musgo y rodeado de abetos.
—Me alegra mucho que hayas venido —dijo Eugen Eis.
—Sí, pero he de irme en seguida —dijo Brigitte—. En realidad, sólo he venido para decirte que no tengo tiempo de quedarme.
—Bueno, ya sabemos lo que son estas cosas —respondió Eis con una sonrisa de suficiencia.
En la medida en que Maulen era el mundo, él era un hombre de mundo. Tomó a Brigitte de la mano y la atrajo hacia sí. Aquel estanque era el lugar de reunión preferido por los amantes de Maulen y de la comarca. Conducían a él numerosos e intrincados caminos. Ningún lugar resultaba más cómodo y adecuado para determinados fines. El bosque era como una pared; los árboles callaban y las casas estaban muy lejos. Se decía, no sin razón, que una parte considerable de la población tenía allí su origen.
—¿Tienes miedo? —preguntó Eugen.
—¿Miedo de qué?
Brigitte trataba de aparentar que dominaba la situación, pero su voz sonó ahogada. Lo cierto era que no tenía ninguna experiencia en aquellas cuestiones, pero se esforzaba en disimular tan embarazoso defecto. Sabía, por lo que contaban, que estaba ante el hombre más disputado de la comarca y no quería pasar por tonta a sus ojos.
—Eugen, ¿puedo fiarme de ti?
—¡Claro que sí! Puedes ponerme a prueba siempre que lo desees.
El hecho de que ya se tuteasen no significaba nada; en la comarca casi todo el mundo lo hacía. Ello facilitaba mucho las cosas: cuando había que insultar a alguien, por ejemplo, la intimidad del «tú» era de gran ayuda. Eis se quitó la chaqueta, la echó en la hierba y se sentó encima.
Con un gesto ofreció a Brigitte el sitio que quedaba a su lado. Ella titubeó.
Eugen se echó a reír. Sabía cómo había que tratar a la gente, y sobre todo a las chicas. Sabía que emitir una duda acerca de su valor era provocar su ligereza.
—Entonces tienes miedo. ¿De tu padre?
—¿Por qué habría de tener miedo precisamente de él? Mi padre sabe exactamente dónde estoy y con quién.
Eis se irguió bruscamente y miró a su alrededor, pero no vio más que agua, hierba y árboles, además de Brigitte. Brigitte, que resultaba extremadamente atractiva, pero quizá, considerada como objetivo de ataque, no exenta de peligro.
—¿Tu padre lo sabe? ¿Y qué ha dicho?
—Ha dicho: «Que te diviertas… ¡pero no demasiado!». Ha dicho que hay ciertas diversiones que muchas chicas sólo pueden permitirse una vez.
—¡Muy propio de él!
Eis, tranquilo ya, volvió a echarse. El echo de que Materna no hubiera retenido enérgicamente a su hija equivalía casi a dar su consentimiento. «Esto para mí es una buena cosa», pensó. Brigitte, muy tiesa, se sentó junto a él. Eis, con la naturalidad de quien toma lo que le pertenece, le rodeó la cintura con el brazo.
—¿Estás cómoda? —preguntó.
Ella no supo qué responder, porque no sabía si estaba cómoda o no. Apenas sentía la mano de Eugen, que se apoyó primero en sus hombros para deslizarse después hacia su pecho. Le parecía oír correr su sangre con un ruido de cascada. Pero lo que oyó en realidad fueron unos ladridos roncos y furiosos. Eis se quedó estupefacto y se hizo rápidamente a un lado soltándola con brusquedad.
De entre los abetos surgieron dos perros e inmediatamente detrás de ellos apareció, sonriente, Jablonski, que los sujetaba con una larga correa.
—¡No tengáis miedo! —gritó—. Estoy practicando un poco. Estos bichos son duros de pelar.
—¡Maldita sea! —exclamó Eis, indignado—. ¿Ha de ser precisamente aquí?
—En alguna parte ha de ser —dijo apaciblemente Jablonski, que había acortado la correa y se encontraba frente a ellos.
—A ti te envía Materna —dijo Eis.
—A mí no hace falta que me envíe nadie —respondió Jablonski—. Yo siempre estoy donde tengo ganas de estar y allí me quedo.
Y, dicho esto, fue a sentarse junto al estanque, un poco alejado de Brigitte y Eis, y volvió a dedicar su atención a los perros, que movían la cola alegremente. Al cabo de un rato, él y los animales parecían haberse convertido en una parte más del paisaje. Eugen se dio cuenta de que, fuera adonde fuera con la hija de Materna, Jablonski les seguiría a todas partes con los perros. No obstante, Jacob parecía tener orden de no inmiscuirse abiertamente. Y aquello llevaba también a la positiva conclusión de que Materna no se oponía de manera rotunda a aquellas relaciones.
—Tú y yo hacemos muy buena pareja, ¿no crees? —dijo Eis en voz baja cogiendo la mano de Brigitte.
Brigitte liberó su mano, se irguió y dijo lo que hacía ya días se había propuesto decir:
—¡A mí no me engañas, Eugen! ¡Yo sé que tienes mujeres en todas partes y que yo no soy más que una de ellas!
Eis sonrió amargamente, como queriendo decir que no era él quien las seducía sino ellas las que le perseguían para tentarle.
—¡Si supieras cómo me fastidian! —exclamó.
—¡Pero tú te dejas querer!
—Por desesperación, quizá, o por aburrimiento —dijo él—. Y quizá también porque hasta ahora he buscado en vano una mujer que me comprenda de verdad.
Eugen explicó que, si él quisiera, podía casarse, por ejemplo, con Christine Scharfke, la hija del fondista, que estaba loca por él. Pero ¿acaso era aquélla una mujer para toda la vida? Y además, ¿iba él a pasar el resto de sus días en la taberna, llenando vasos y limpiando la porquería de los demás?
—Eso es demasiado poco para mí.
Y después de un corto intervalo en que sus emprendedoras manos llevaron la iniciativa, prosiguió:
—Pero últimamente me siento muy atraído por la casa de Materna, desde que sé que tiene una hija tan preciosa.
¿Y por qué no podría ser ella la mujer que diera a Eugen aquella ayuda moral que él tanto deseaba?, pensó Brigitte. Se sentía con fuerzas para ello.
—¿Lo dices en serio? —preguntó.
—Te lo juro —dijo Eis sin vacilar, jadeando dramáticamente y comenzando a manosear uno de sus muslos. En aquel momento, no lejos de allí, sonó un disparo, seguido inmediatamente de otro. Los perros de Jablonski saltaron y levantaron las orejas. Brigitte se alisó la falda apresuradamente. Eis retiró la mano.
—No es una escopeta de caza —observó Jablonski—. Parece una carabina. Ha sido a unos doscientos metros en dirección al lago. Será que vuelven a hacer prácticas por aquí.
Se oyeron entonces unos gritos que sonaban cada vez más cerca. Era sin duda un pastor herido que se abría camino en la espesura. Pero fue Fritz Fischer quien surgió de entre los árboles.
—¡Han tirado sobre mí! —rugió.
Eis se había puesto en pie de un salto y miraba hostil al escandaloso recién llegado. Jablonski, curioso, se acercó con sus perros.
—No me digas que te han disparado sin alcanzarte… —dijo.
Fischer se explicó atropelladamente.
—Yo estaba a la orilla del lago sentado tranquilamente en una barca arreglando las redes. Y de repente me disparan un tiro, a mi izquierda. Me he puesto a cubierto. El otro tiro ha sido a mi derecha y me he vuelto a cubrir, pero esta vez llevaba tanto impulso que he perdido el equilibrio y me he caído al agua.
—¿Así que te has bañado? —preguntó Jablonski sonriendo.
—¡Ha sido un atentado! —gritó Fischer—. Y sólo hay una persona que puede haberlo hecho: ¡Materna!
—No abras tanto la boca, que te vas a enfriar —le aconsejó Jablonski—. Además, pones nerviosos a los perros.
—¡A ese Materna le llevaré a los tribunales! —tronó Fischer.
—¡No me hagas reír! —dijo Jacob—. Es imposible que haya sido Alfons. Él, cuando tira, siempre acierta.
—¡Ha sido Materna! ¿Quién si no?
—¡No puedo creer que haya sido él! —exclamó Brigitte.
Eugen le hizo una seña para tranquilizarla. Miró a Fischer y dijo serenamente:
—No hagamos afirmaciones precipitadas. Según lo que acabas de contar, no puedes haber visto de ningún modo a la persona que ha disparado. ¿No has oído hablar nunca de balas perdidas? Fischer, furioso, se le encaró:
—Pero ¿qué dices? ¿Qué es lo que te propones? No irás ahora a defender a Materna, nada menos, sólo porque tú y su hija…
—¡Vete a la mierda! —replicó Eis.
—¡Pero esto es inaudito! —exclamó Fischer fuera de sí, mirando a todos lados—. ¡Eichler nunca aprobaría lo que estás haciendo!
—Mira, no me vengas con ésas —dijo Eis. Sentía fija en él la mirada admirativa de Brigitte, y ello le daba ánimos—. El que tú seas un cagado no significa que yo haya perdido la cabeza. ¿Sabes lo que hacemos nosotros con los que huyen con el rabo entre piernas cuando oyen silbar una bala? ¡Pues los eliminamos! ¿Qué te parece la perspectiva?
Ante este hecho, Eichler reaccionó como un monarca. Dado que, según creía él, dominaba totalmente la situación en Maulen, cuando algo no le complacía daba sencillamente orden de suprimirlo.
En aquella ocasión era Ignaz Uschkurat quien recibía órdenes; esta vez no en su calidad de presidente de la Unión de Campesinos sino en tanto que alcalde.
—Mi querido Uschkurat —dijo Eichler con cierta indolencia—, me han dicho que a nuestro compañero Fischer le han disparado dos tiros de cerca. Esto no me gusta.
—A mí tampoco, Eichler… suponiendo que sea cierto.
—¿Y por qué no habría de serlo? —dijo Eichler sonriendo—. Los disparos se hicieron en el bosque de Materna. Y éste no es precisamente amigo de Fischer. Ésta es la base de la que hay que partir. Yo me ocuparía personalmente de este asunto, pero en estos momentos tengo cosas más importantes que hacer. Tú mismo puedes resolverlo.
El rostro de campesino de Uschkurat, plano, tosco y curtido, mostraba una expresión preocupada. Casi en tono de súplica, preguntó:
—¿He de ser yo precisamente?
Eichler le miró sorprendido.
—Conozco por lo menos a tres hombres en Maulen que querrían ocupar tu cargo de alcalde —dijo.
—Bien —dijo Uschkurat.
Se puso en pie, se subió los pantalones y se alejó como si llevara un fardo sobre los hombros.
Eichler se quedó pensativo mirando al vacío. No pensaba ya en su próxima boda, cuyos preparativos se iban ultimando sin dificultad. Lo que le preocupaba en aquellos momentos eran ciertos hechos que se producían «allá en el mundo». Eichler, en efecto, además de afanarse por el bienestar de las personas que tenía encomendadas, mantenía contactos con antiguos camaradas de guerra, de los cuales uno vivía en Osterode, otro en Allenstein y otro en Lotzen. Y los tres habían observado casi al mismo tiempo, y en el momento oportuno, que se avecinaban grandes cambios. Habían percibido los signos de una próxima época de grandeza. Eichler se había puesto a su vez a «tantear la situación». Así supo que, tanto en Osterode como en Allenstein y Lotzen, antiguos camaradas y correligionarios suyos habían fundado grupos locales del NSDAP[2], además de los correspondientes destacamentos de asalto: los SA. Y últimamente se entregaba a la lectura de folletos y diarios entre los que figuraban El Observador de la Nación, El Asalto y La Ofensiva. Incluso compró un libro titulado: Mi lucha, el cual, naturalmente, no leía; le bastaba con tenerlo. Así se informó Eichler de los signos de los tiempos. Sólo cuando lo hubo hecho a fondo dio a conocer a sus más fieles seguidores de Maulen aquellas innovadoras ideas. Y empleó, para entrar en materia, estas cautas palabras:
—Nada perdemos con ello. Y quizá, según vengan las cosas, podría ser incluso útil para Maulen. Suponiendo, desde luego, que las buenas ideas estén en buenas manos.
Ignaz Uschkurat estaba abrumado por el peso de la confianza que se le otorgaba. Pasaron días antes de que, sacando fuerzas de flaqueza, se decidiera a ir a ver a Materna. Se anunciaba ya la primera helada del año.
Necesitó una considerable dosis de alcohol para ponerse en marcha. Una vez en casa de Materna, se sorprendió mucho al ver que éste le daba la bienvenida amablemente. No sin alguna esperanza, inició la conversación diciendo:
—Quiero que sepas que, personalmente, no tengo nada contra ti.
—¿Y por qué habrías de tenerlo? —dijo Materna mientras encendía un cigarro—. Al fin y al cabo, soy un buen acreedor. Nunca, hasta ahora por lo menos, te he reclamado el pago de tus deudas. Espero que no vendrás ahora a clavarme un puñal por la espalda por encargo de alguien más fuerte, ¿verdad?
Uschkurat alzó las manos, unas manos que recordaban las garras de una draga.
—¿Pero tú esperas que yo me sacrifique por causa tuya?
Materna parecía saber con bastante exactitud dónde les apretaba el zapato a la gente de Maulen.
Dijo a Uschkurat: —Me parece que ya te entiendo. Tú quieres seguir siendo alcalde de Maulen. Yo estoy dispuesto a ayudarte. Lo único que hemos de hacer es ver cómo nuestra colaboración puede resultar más fructífera.
Uschkurat se estrujaba las manos; parecía que estuviese trabajando grandes trozos de arcilla.
—Si se quiere conservar un cargo, hay que demostrar que se hace algo —dijo—. Yo he de cuidar de que haya tranquilidad y orden en el pueblo. Así, por ejemplo, no puedo permitir que se amenace la vida de los ciudadanos.
—Esto es cosa nueva —dijo Materna con amarga ironía—. Yo conozco el caso de un hombre de este pueblo a quien hicieron pedazos… Pero dejemos esto, por ahora. Así que has venido a entregarme a mis verdugos, pero tu buen corazón se resiste a ello.
—Pues así es —confesó Uschkurat.
Materna se levantó y comenzó a pasear animadamente por la estancia.
—Me parece que puedo ofrecerte exactamente lo que necesitas. ¿Qué dirías si yo te convirtiera en el alcalde más famoso que haya tenido nunca Maulen?
—¿Qué quieres decir? —preguntó Uschkurat ansiosamente.
—¡Ofrezco al Ayuntamiento de Maulen una ocasión única de aumentar considerablemente el patrimonio municipal: los Prados de los Perros!
Uschkurat mudó de color. Todos sabían bien lo que representaban aquellos terrenos: la mejor tierra y los más bellos parajes de la comarca. Un lugar ideal para construir. Su valor era incalculable.
—¡Oh! —exclamó asombrado—. ¿Lo dices en serio? ¿Puedes hacer una cosa así? ¿Piensas hacerlo de verdad?
—Sí. Por pura amistad —respondió Materna en tono levemente irónico—. Pero tú no te preocupes por esto. Toma nota de que estoy dispuesto a transferir esas tierras al Ayuntamiento sin compensación económica de ningún tipo ni condición escrita alguna; sencillamente como regalo. Como donación, según la expresión oficial. ¿Y bien, Uschkurat?
—¡Ah! Si consigo esto, los tendré a todos en el bolsillo…
—Y yo haré correr la voz de que me has arrancado literalmente esta concesión. Diré que me has hablado tanto y tan bien que has acabado por convencerme. El mérito será tuyo y sólo tuyo. ¿De acuerdo?
—¡Gracias, Materna! —exclamó Uschkurat conmovido—. ¡Nunca olvidaré lo que haces por mí! Eres una buena persona… No permitiré que se haga nada contra ti.
Se veía ya entrar en la historia de Maulen bajo el lema: «El hombre que duplicó, si no lo triplicó, el patrimonio municipal».
—De ahora en adelante, puedes contar conmigo para todo.
—Eso espero. Al menos, me interesa por ahora —dijo Materna. Y, juntando las manos en actitud de súplica, concluyó—: Pero, de momento, que esto quede entre nosotros. Lo arreglaremos ante el notario inmediatamente, pero yo decidiré el momento de dar la sorpresa a nuestros amigos.
—Tomo nota de su declaración —dijo el gendarme, correcto.
—¿Y esto es todo? —exclamó Fischer enojado. Había caído ya la primera nevada. Sobre la tierra comenzaba a formarse una capa de hielo. Se iniciaba el prolongado sueño invernal de Masuria. Y el asunto del «atentado» contra Fischer parecía también sumido en una somnolienta indiferencia.
—No es necesario que me recuerde usted mis obligaciones —declaró fríamente Klinger—. Le ruego que tenga moderación.
—¿Y quién tiene moderación conmigo? —gritó Fischer irritado—. ¡Primero me bloquean la casa, después tiran sobre mí y ahora me roban un cajón grande de pescado con casi medio quintal de anguilas!
—Ese cajón, ¿estaba bien cerrado?
—¿Cómo bien cerrado? ¿Qué sutilezas son ésas? Estaba tapado y eso es bastante. ¡Si el pescado ya no está es que alguien se lo ha pulido!
—Esto es una afirmación, no una prueba.
—Limpie usted ese nido de avispas, Klinger. Desenmascare a Materna de una vez y déle su merecido.
—No es aconsejable mencionar nombres mientras no existan pruebas o, por lo menos, sospechas fundadas contra alguien —le amonestó el gendarme.
Fischer se sentía traicionado y vencido. ¿Qué había pasado en Maulen? Desde hacía algunas semanas, nadie le hacía caso. Nadie parecía dispuesto a tenderle una mano amistosa. Hasta los compañeros en quienes antes podía confiar se hacían ahora los desentendidos de una manera vergonzosa. Incluso el gendarme no hacía más que ponerle dificultades.
—Está claro que no tiene usted ninguna intención de encontrar al autor o autores de esto, ¿no, Klinger?
—Yo tengo mis instrucciones y me atengo a ellas.
Fischer echó una maldición para su capote, volvió la espalda al gendarme y abandonó furioso la casa. Se abalanzó sobre su bicicleta, que estaba apoyada en el muro del cementerio. Junto al vehículo estaba Siegfried Grienspan, que le dijo amablemente:
—Creo que tiene usted una avería. Pasaba por aquí y he visto…
—¡Me cago en su madre! —gritó Fischer perdiendo los estribos.
Le bastó una mirada para saber lo que le había pasado a su bicicleta: tenía las dos ruedas deshinchadas.
—¿Por qué ha puesto usted las patas en mi bicicleta? —le espetó a Grienspan.
—Por favor —dijo éste sobresaltado—, ¿por qué habría de hacer tal cosa? Yo sólo quería ser útil…
—¿Ser útil? ¿A quién? Ser útil a su amigo del alma deshinchándome a mí las ruedas, ¿verdad? ¡Muy propio de unos cerdos como vosotros! Lo que queréis es hundirme entre todos, ¡pero no lo conseguiréis! ¡A mí no me podréis con vuestras intrigas de judíos!
—Debería darle vergüenza —dijo Grienspan valientemente pero con tristeza, porque él también se sentía avergonzado—. Cómo puede decir una cosa así…
Encorvado, pero sin perder su dignidad, se alejó. Su tímida sonrisa reflejaba una profunda tristeza.
Fischer, triunfante, le siguió con la mirada. ¡Le había cantado las cuarenta! Al menos una persona en el pueblo a quien podía cantárselas.
Pero lo que no observó fue la presencia de los «hijos de Satán», que estaban encaramados en el muro del cementerio a unos veinte metros de allí. Estaban inmóviles como estatuas; sólo sus ojos brillaban. Fischer fue a la taberna a reponer fuerzas. Cuando lo hubo hecho a conciencia, se dirigió a su casa empujando la bicicleta y maldiciendo. Cuando, haciendo eses, se aproximaba a su cabaña de la orilla del lago, creyó que sus ojos le jugaban una mala pasada. La cabaña estaba pintada de vistosos colores. Parecía una cebra, pero las rayas no eran sólo blancas y negras sino también rojas. El conjunto era de una provocativa brillantez. —¡Dios!— exclamó, incapaz de dominarse. Por unos momentos permaneció inmóvil como si hubiera echado raíces. Después echó a correr hacia la casa. La puerta estaba abierta de par en par. Se quedó atónito ante el cuadro que se ofrecía a su mirada. La habitación estaba completamente vacía. En el centro, tirado en el suelo, había únicamente un pez muerto que apestaba. Fischer no podía creer lo que veían sus ojos. Pasaron algunos minutos antes de que pudiera ver claro otra vez. Percibió entonces dos sombras alargadas que iban desde la puerta hasta el lugar donde estaba el pez. Levantó la mirada y vio a Konrad Klinger y a Peter Bachus que le observaban atentamente.
Fischer, abatido, bajó la cabeza. No sabía cómo había que tratar con aquellos engendros del infierno de Maulen, de modo que guardó silencio.
—El efecto es muy divertido —dijo Konrad amablemente—. Casi parece una obra de arte moderno. No sabía que a usted le gustara, señor Fischer.
—Se nota que tiene usted imaginación —agregó Peter, no menos amable—. Pintar la casa de negro, blanco y rojo… Será difícil que nadie se la copie en toda la comarca.
—Iros al diablo —dijo Fischer débilmente. Y de súbito, rompiendo a gritar, añadió—: ¿Qué es lo que os he hecho yo?
—Pues es muy sencillo —declaró Konrad—. Quien quiere tener paz ha de procurar también vivir en paz con sus vecinos. Sólo hace falta un poco de buena voluntad.
Aquí se extendió Peter sobre algunos fenómenos que tienen lugar en la naturaleza, y en especial sobre la contaminación de las aguas, que, según explicó, podía producirse por efecto de las aguas residuales de fábricas o tenerías o bien por la presencia de ciertos productos químicos.
—Dicen que una gota de ácido es suficiente para envenenar diez metros cúbicos de agua. Para todo el lago de Maulen bastarían unas pocas botellas, que cuestan poco más de medio quintal de anguilas. Es cosa que merece reflexión. Usted piénselo tranquilamente… pero no tarde demasiado en decidir.
El invierno se abatió sobre Masuria como un ave de rapiña. La nieve cubrió los campos y el lago de Maulen se heló ya a principios de diciembre. Las gentes se retiraron a sus casas y encendieron las chimeneas.
Pero la viuda Mischgoreit se puso su viejo abrigo de piel de cordero y volvió a correr, infatigable, de casa en casa.
—¡Este hielo es terrible! —decía—. ¡No se puede ni orinar sin helarse! Hacía muchos años que no hacía tanto frío. Esto debe de significar alguna cosa.
—A esa mujer habría que taparle la boca de una vez —dijo Eis—. Está sembrando la inquietud en el pueblo, incluso entre los hombres.
Eichler se limitó a sonreír. Como todo el mundo en Masuria estaba bebiendo su grog, bebida que, según una acreditada receta, constaba siempre de ron, a veces también de azúcar y nunca de agua. Se decía que, en invierno, además de beber grog, los masurianos se sentaban y se ponían a pensar, y, cuando lo habían pensado todo, se quedaban igualmente sentados. Las fiestas de Navidad fueron muy animadas y transcurrieron sin incidentes. Eichler las pasó en Lotzen, junto a su «prometida». Eis estuvo tres días seguidos borracho. El padre Bachus, una vez más, fue el dueño de la situación en Maulen. El nacimiento de Cristo se celebró con gran solemnidad y la iglesia apenas bastó para dar cobijo a todos los fieles.
Para Nochevieja y Año Nuevo, Scharfke alcanzó el mayor volumen de ventas en muchos años, lo que le llenó de íntima satisfacción. Dos campesinos borrachos durmieron toda una noche en la nieve sin sufrir el menor daño, hecho que despertó la hilaridad general.
El cinco de enero —a veintidós grados bajo cero— les fue deparada a los habitantes de Maulen una aventura singular. Anunciaron de Johannisburg que rondaba por la región un lobo, venido probablemente de Polonia y que debía de encontrarse ahora en la zona de Grieben, Siegwalde y Maulen. El animal intentaba penetrar en los gallineros, destrozaba a los ciervos en el monte, atacaba a los perros y amenazaba incluso a las personas. «Se recomienda matarlo lo más rápidamente posible», decía el comunicado.
La noticia pasó del gobernador de la región al jefe de negociado y de éste al alcalde. Éste lo hizo saber a Johannes Eichler, que dio la alarma en el pueblo.
—¡No podemos dejarnos perder esta ocasión! —exclamó—. ¡Por fin una cosa diferente! A este lobo le pegaremos nosotros un buen tiro.
Una empresa como aquélla requería ser muy bien organizada. Pero Eichler era un experto en organización. Por mediación de Eis convocó a todos los hombres importantes del pueblo, que se presentaron llenos de entusiasmo y ansiosos de emprender la caza.
El plan de Eichler era de gran envergadura. Pensaba movilizar bajo su dirección a toda la comarca. Comunicó al gobernador: «En mi mano todos los hilos de esta acción». A lo cual el gobernador respondió: «Buena suerte a los cazadores». Aquello era una prueba de confianza que obligaba a mucho. Eichler, casi como antaño Hindenburg cuando la batalla de Tannenberg, demostró ser un «brillante estratega» al organizar la operación. Esto, al menos, era lo que afirmaban todos. Dividió toda la comarca en sectores de actuación. Para cada sector se formó un cuerpo de monteros. La orden era: «Avance concéntrico hacia el punto clave: Maulen». Allí estaría él a la cabeza de los cazadores.
Los preparativos duraron todo un día y la mitad de una noche. El cuartel general era la taberna de Scharfke, donde se preparaba el grog en un caldero de los usados para hacer la colada. La gran cacería debía comenzar a las cinco en punto de la mañana desde cinco lugares a la vez. Pero antes se sirvieron debidas alcohólicas y se distribuyeron cantimploras y doscientos cincuenta gramos de salchichas calientes a cada cazador. Todo ello saldría de un fondo especial de la Guardia Territorial. La escena parecía una fiesta popular. Se veían numerosas chaquetas de piel de cordero y botas de fieltro que pisaban silenciosas la nieve. Las animadas charlas daban vida a la helada claridad de la mañana. Wilhelm, el sacristán, enterrador y primer corneta del Cuerpo de Bomberos estaba también allí, dispuesto para dar los toques propios de la ocasión.
Eichler apareció completamente envuelto en espesas pieles. Ornamento muy admirado fue su sombrero de cazador color verde esmeralda. Eis le llevaba la escopeta. Los monteros formaron sus grupos y los cazadores saludaron. Eichler, seguro de la victoria, les dio las gracias. Consultó el reloj y vio que faltaban aún algunos minutos para la hora de la gran cacería, minutos que decidió aprovechar.
—¡Formad un semicírculo a mi alrededor! —ordenó.
Mientras los hombres se agrupaban en torno a él se oyó en la lejanía el sonido límpido y alegre de un trineo. Eichler alzó la cabeza malhumorado. Había prohibido terminantemente que se hiciera ningún ruido antes de iniciar la caza. Con expresión de reproche miró a Eis, el cual declaró: —Seguro que es ese Materna otra vez.
El sonido del trineo se aproximaba rápidamente. Dos de los mejores caballos de Materna se acercaban al galope. En el pescante iba Jablonski sonriendo maliciosamente. Llegó hasta el centro de la asamblea y detuvo el vehículo.
—¿A qué viene esto? —dijo Eichler ceñudo.
—¡Eso digo yo! —exclamó Jablonski alegremente.
Se volvió hacia la parte de atrás y sacó un cuerpo de animal muy grande y de color gris. Lo tiró al suelo en medio del grupo, ante las botas de piel de Eichler. Era el lobo.
Materna lo había matado durante la noche, de un solo tiro. El animal se había desplomado sin emitir un sonido. Aquel tiro había alcanzado también a Johannes Eichler en lo más vivo.
Era ya hacia el mediodía cuando Fritz Fischer volvió a casa después de la frustrada cacería, saturado de grogs y sumido en meditaciones. Ni aquella considerable dosis de alcohol podía borrar de su mente la impresión de que Eichler había sufrido una derrota, si bien había guardado sobre el asunto el típico silencio de los campesinos masurianos.
Lo ocurrido no impidió a Eichler comunicar al gobernador: «Lobo muerto en Maulen. Enviamos cuerpo». A lo que el gobernador respondió: «Reciban nuestro agradecimiento». Pero esto no le satisfizo.
Fischer —y no era él el único— comenzó a hacerse reflexiones críticas sobre la era de Eichler. Pero tales reflexiones no duraron mucho, por lo menos en su caso, ya que le pareció ver que su cabaña estaba ardiendo. Aparecía, en efecto, envuelta en espesas nubes de humo. Horrorizado, corrió hacia el lugar, y descubrió con alivio que se trataba sólo de la chimenea obstruida. Vio que habían metido en ella su árbol de Navidad y colgado de éste un letrero en el que se leía: «Robado del bosque de Materna. Se dispone de testigos». En la estufa ardían montones de trapos empapados de alquitrán. Llenaba la estancia un hedor insoportable. Sobre la mesa encontró un papel en el que habían escrito en letras de imprenta: «Se ha acabado el tiempo de pensar. Es el último aviso».
Fischer permaneció inmóvil y tembloroso durante unos largos minutos. Pero después se puso rápidamente en movimiento, decidido esta vez a aplicar a grandes males grandes remedios. Fue primero a hablar con el gendarme y le dijo que, si alguna vez había presentado una denuncia contra persona desconocida o bien contra Materna, que la considerase retirada por tratarse de un error. Klinger aceptó esta decisión y dijo que le parecía muy razonable.
Se dirigió después a casa de Speer y a la de Uschkurat. A ambos les aseguró que estaba ahora totalmente de acuerdo con ellos, incluyendo la propuesta de nombrar a Materna miembro de honor del Cuerpo de Bomberos. Ambos le felicitaron por la comprensión que demostraba.
—¡Parece que has entrado en razón! —le dijo Uschkurat.
—Sí —dijo Fischer.
Emprendió rápidamente el camino hacia la casa de Materna. Una vez allí dijo sencillamente: —Vengo para hablar claro contigo.
—Me parece muy bien. Pero antes quizá deberías excusarte —dijo Materna indicando a su huésped, Grienspan, que estaba de pie junto a la ventana.
—Por favor… —dijo Grienspan tímido e inquieto—. No es necesario, se lo aseguro. No tiene ninguna importancia.
—Le ruego que me perdone —dijo prontamente Fischer—. Reconozco que me excedí y lo siento. No era mi intención. ¿Acepta usted mis excusas?
—Ah, sí, naturalmente —se apresuró a responder Grienspan—. No soy rencoroso.
Fischer emprendió una larga explicación. Las personas, dijo, podían equivocarse y entonces surgían fácilmente malentendidos.
—Al fin y al cabo somos vecinos y como vecinos hemos de comportarnos, digo yo.
—Me sorprende que te muestres tan conciliador —dijo Materna—. No debes creer que quiero coaccionarte de ninguna manera. No lo necesito.
Fischer se apresuró a explicar en tono amigable: —Tú, Materna, tienes tu propiedad y yo tengo mi pesquería. No hay razón para que tu interés y el mío se opongan. Su rostro de pez se había iluminado; parecía untado de mantequilla.
—Ya sé lo que quieres —dijo Materna—. La autorización para pescar en la orilla de mi propiedad. Pues bien, con algunas condiciones, yo no tendría inconveniente en dártela.
—¿Qué condiciones?
—Si te comportas realmente como un vecino con el que se puede convivir, pongo mi parte de orilla a tu disposición.
—¡Con esta oferta que me haces, puedes contar con ello, Materna! —prometió Fischer—. Yo, por mi pesquería, haría cualquier cosa. Ya verás cómo en adelante nuestra colaboración será un éxito. Si no, sería cosa del diablo.
—A veces anda el diablo de por medio —dijo Materna—. Habremos de contar con él.
Johannes Eichler juzgó conveniente, en vista de la situación, convocar a sus abanderados con el fin de reforzar su lealtad. Así pues, les invitó a una «reunión privada» en la trastienda de la taberna de Scharfke.
Eugen Eis, según las órdenes, fue el primero en acudir. Estaba encargado de los preparativos de costumbre: calentar la habitación, poner la cerveza a refrescar y el licor a enfriar y traer un sillón alto para Eichler y uno bajo para él. Los demás se sentaban en sillas.
Hermann Materna, el joven camarada, llegó pisando fuerte, alto y voluntarioso, aunque no sabía aún en qué había de emplear tal voluntad. Tomó la mano que le tendía Eis y la estrechó.
—¿Sabes tú de qué se hablará hoy? —preguntó.
—Naturalmente —respondió Eis, que en realidad no lo sabía pero consideraba que no era propio de jefes hacer confidencias a los subordinados—. Pero lo que sé es de carácter confidencial.
Scharfke se aproximó a Eis, le llevó a un lado y le dijo en voz baja:
—Me temo que tendremos problemas.
—No vengas ahora con problemas, Scharfke; hoy ha de salir todo a la perfección. Eichler tiene algo muy importante que decir.
—Puede ser —dijo el tabernero—, pero yo ante los sentimientos de las mujeres soy impotente. Mi hija se niega a serviros; por tu causa, Eugen. Dice que ahora sales con Brigitte Materna, nada menos, y que no será ella quien ponga un vaso en la mesa donde tú te sientes.
—Pero ¿qué estupidez es ésta? —exclamó Eis irritado—. En este caso se trata de un trabajo que se le encarga con carácter secreto.
—Sí, yo ya lo entiendo —aseguró Scharfke—. Pero vete a explicárselo a Christine.
—Ahora no tengo tiempo. Ve tú a hablar con ella. Que nos sirva y que se calle la boca. Cuando haya pasado este jaleo ya le hablaré yo personalmente.
Habían llegado entretanto otros tres hombres: Uschkurat, Speer y Fischer, que, en contra de lo acostumbrado, entraron juntos. Traían cara de funeral.
Inmediatamente después hizo su aparición Eichler, que parecía estar de excelente humor. Dirigiéndose a los presentes, exclamó:
—¡Señores, se anuncian importantes acontecimientos! ¡Habrá grandes sorpresas!
Bebieron en silencio. Era una apreciada costumbre aquella de calentarse un poco antes de comenzar.
—Nuestro camarada Hermann nos protegerá de interrupciones y de oídos indiscretos —dijo Eichler afable.
—¡A la orden! —exclamó Hermann diligente. No le sorprendió recibir aquella orden. Si Eugen Eis, bajo el mando de Eichler, era algo así como el jefe del estado mayor de Maulen, él, Hermann, ejercía, desde hacía algún tiempo, las funciones de ayudante general. Con mirada vigilante se instaló en el pasillo.
—Mis queridos camaradas —dijo Eichler en seguida—, pasemos sin preámbulos a la cuestión.
Los camaradas bajaron la cabeza como caballos en el pesebre. Ninguno de ellos miraba a su jefe. Pero éste no lo observó y prosiguió, seguro de sí mismo:
—Todos sabemos de dónde proceden los especiales problemas que se dan en nuestro pueblo. Tolerarlos en silencio por más tiempo es cosa que va contra nuestro honor. Supongo que estamos de acuerdo en este punto.
Lo cierto era que aquella vez no parecía ser éste el caso. Los presentes se limitaron a asentir con la cabeza, y ello de modo no muy expresivo. Sólo entonces se dio cuenta Eichler de aquella persistente e inesperada reticencia, que le llenó de inquietud. Con cierta impaciencia preguntó:
—¿O acaso no lo estamos? Con ello no haríamos más que reforzar la posición de nuestros enemigos. ¡Supongo que esto es bien evidente para todos!
Silencio. Un silencio sospechoso, casi amenazador. Eichler lo observaba alarmado. Decidió entonces recurrir a un procedimiento que resultaba casi siempre eficaz: la interpelación directa.
—¿Qué opinas tú, Fischer?
Fischer se retorció en su asiento como una anguila, pero sólo por unos instantes; en seguida se colocó en la órbita de Eichler.
—Ese Materna se esfuerza por… me importuna constantemente. Pero yo no me dejo ablandar tan de prisa. No me fío de él.
—Bien —dijo Eichler—. Ya es algo. ¿Y tú qué dices, Speer?
—Pues… él ha pagado las obras de la iglesia y además ha hecho donación de una bomba de incendios… Yo creo que, en cierto modo, esto nos obliga a algo.
—En cierto modo sí, es verdad —afirmó Eichler magnánimo. Si no había más problemas que éstos, podía estar tranquilo—. Pero la pintura de la iglesia y la bomba de incendios no pueden hacernos vacilar en nuestras convicciones —concluyó—. Y ahora tú, Uschkurat, ¿cómo ves la situación?
—Pues… Materna tiene unos indudables merecimientos…
—Ah, ¿sí? ¿Cuáles? —preguntó Eichler con leve ironía.
—Materna ha regalado los Prados de los Perros al Ayuntamiento. Sí, regalados.
—¡No! —exclamó Eichler—. Eso es absolutamente imposible. No puedo creerlo.
—Pues es cosa hecha —declaró Uschkurat sencillamente—. Incluso ha sido ya establecido ante notario. Legalmente irrevocable.
—Ésta es la mayor vileza que jamás se ha cometido conmigo —dijo Eichler temblando de ira—. Pero esto a mí no se me hace… ¡Esto traerá consecuencias que nadie puede imaginar!
En aquellos últimos días de enero, la viuda Mischgoreit volvía a recorrer el pueblo como un alma en pena.
—Al ir a cruzar el lago, he visto al Topich —decía—. Ha salido del agua delante de mí. Llevaba su gorro colorado y me miraba fijamente.
—¿Es que ahora se dedica usted a beber? —le preguntó el padre Bachus frunciendo el entrecejo.
La viuda se le encaró y le dijo con una sonrisa ladeada: —Yo soy una pobre viejecita. Yo no tengo ninguna bodega llena de vino de misa.
Desconcertado, el pastor se alejó y fue a informar al gendarme de lo que ocurría.
—Es posible que esos chismes sean un peligro público —dijo Klinger—. Pero yo, oficialmente, no puedo hacer nada. Vetter, el maestro, se esforzaba en explicar a sus alumnos que no existían espíritus del agua, pero comprobó, consternado, que no le hacían caso. Entonces se dirigió a Eis en busca de ayuda. Eis llamó a la mujer y le dijo:
—Si no dejas de chismorrear inmediatamente, volverás a pagar alquiler.
—Pronto no habrá nadie que pague alquileres. ¡Se acerca el fin del mundo! —exclamó la viuda imperturbable. Estaba como poseída. Día a día se iba excitando más. Vestida con desaliño y con los cabellos en desorden recorría el pueblo de casa en casa. Un día irrumpió incluso en la taberna y echó su sermón a los que allí se encontraban:
—¡Vais a reventar como unos cerdos! ¡Y será muy pronto!
—¿Y quién te lo ha dicho? ¿Tu hombre del agua? La viuda miró los vasos que tenían todos delante y exclamó: —¡Bebed, bebed hasta que os ahoguéis! Lo ha dicho el Topich: ¡lloverá sangre! ¡Pensad en sus palabras, pandilla de degenerados!
Salió rápidamente y desapareció en la tormenta de nieve. Tres días después, el veintinueve de enero, la encontraron, ahogada, a la orilla del lago. Tenía las manos apretadas contra el pecho izquierdo, donde debió de suponer que tenía el corazón. En Maulen no pocos susurraron furtivamente: —¡Se la ha llevado el Topich!
Y añadían:
—Si se aparece el espíritu del agua es que han de venir malos tiempos, tiempos de sangre. El Topich nunca se contenta con una sola víctima.
—¿Qué hace un perro cuando le persiguen y le atacan? —preguntó Alfons Materna—. Tiene que defender su pellejo; no puede hacer otra cosa. Y lo mismo me ocurre a mí.
—Permítame que lo dude —dijo Siegfried Grienspan—. Después de todo lo que ha ocurrido en estos últimos tiempos… Tenía la mirada fija en su vaso. Su rostro estaba impasible pero le brillaban los ojos.
—¿No deberíamos intentar todos tener algo más de paciencia? —preguntó.
—Los muertos tienen más paciencia que nadie. Pero ellos tienen sobre nosotros una ventaja muy importante: no pueden morir otra vez.
Era de noche y muy tarde. Las velas iluminaban sus rostros. En los vasos brillaba el vino tinto. Materna callaba. En un rincón de la estancia, lejos de la luz, estaba sentado Jablonski. A sus pies estaban echados los perros.
—Es usted muy valiente, amigo Materna.
—Ah, no, para desgracia mía eso no es cierto —dijo Materna sonriendo—. Al contrario, me parece mucho que soy un hombre ruin, marrullero y rencoroso. Por ejemplo, no soy capaz de dejar el campo libre sin condiciones a un hombre como Johannes Eichler.
—Lo que hace usted precisamente es provocar su enemistad.
—Ahora ya no queda nada que provocar —dijo Materna recostándose en el sillón—. Todo cuanto se podía provocar en él se ha manifestado ya.
—Eso es injusto, Materna… —dijo Grienspan con evidente esfuerzo—. No se puede negar que entre Eichler y su esposa existe un sentimiento real y profundo. Es decir, lo que se llama amor.
—Eso se verá muy pronto —dijo Alfons.
—Lo de los Prados de los Perros no hubiera debido hacerlo, Materna —dijo Grienspan en tono de reproche—. Eichler nunca se lo perdonará.
—Ah, vamos. Ahora tendrá que casarse si no quiere pasar por un vulgar cazador de dotes y por un hombre sin palabra delante de todo el pueblo. En resumen: que le tengo en la trampa.
—Pero ¿cómo puede ser? —inquirió Eichler—. ¿Cómo es posible que haya pasado una cosa así sin que nos hayamos enterado a tiempo?
—Esos desgraciados son así —dijo Eis—. Se arrastran por el suelo delante del mejor postor.
—¿Y tú qué, Eugen? ¿No te arrimas tú también a Materna?
—A su hija nada más… que es muy diferente.
—¡De qué gentuza estoy rodeado! —se lamentó Eichler. Dirigió a Eis una mirada penetrante e inquirió—: Lo de los Prados de los Perros, ¿tú no lo sabías?
—¡No, te juro que no! He estado trabajando a la pequeña y con muy buenos resultados por cierto. Puedo asegurarte que la tengo en el bolsillo. Pero ella de los Prados no sabía nada; eso lo ha tramado Materna solo y a escondidas de todos.
Eichler estaba muy agitado. Se llevó la mano al pecho convulsivamente, como si fuese a exclamar: «¡He alimentado serpientes en mi seno!», pero lo que dijo fue mucho más prosaico: —¿Qué podemos hacer?
Eis se encogió de hombros. Se había perdido una batalla. No quedaba sino reagrupar las tropas y empezar de nuevo, como hacían los buenos luchadores. Y dijo:
—Me disgusta tener que hablar precisamente ahora de la vaquería, pero… Ya sabes que vengo administrándola solo desde hace años, y muy bien por cierto. Con esto quiero decir que siempre he sido persona de fiar. Yo no pretendo que me la transfieras en propiedad, pero me iría muy bien tener una participación fija en las ganancias; digamos una tercera parte.
Eichler se dio cuenta de lo bajo que había caído. De nuevo la bondad y la verdad estaban a merced de oscuros poderes. Y se preguntó atormentado: —¿Qué he hecho yo para merecer esto?
Esto sucedía la víspera del 30 de enero de 1933, el llamado Día del Advenimiento al Poder.