IV

Primero es el relámpago, después el trueno. Y la lluvia que sigue puede traer la riqueza a la tierra.

El hombre es un animal de costumbres —dijo Johannes Eichler pensativo—. Mas no debe quedarse en eso, pues entonces su vida no tiene pleno sentido. Debe aspirar a una cierta perfección. Se dirigía a Eugen Eis, que le escuchaba con aparente devoción. En su opinión, Eichler había producido muchas grandes ideas en los últimos tiempos, pero en la práctica no servían de gran cosa. ¡Acción era lo que hacía falta si querían llevar a Maulen a su apogeo!

—Para mí, lo único que tiene pleno sentido es liquidar definitivamente a ese Materna —afirmó Eis—. Y la ocasión de ahora es muy favorable.

—Materna es un árbol caído del que todos harán leña —declaró Eichler.

Se estiró en el sillón de su escritorio. Su abdomen se abombaba, semejante a un globo cautivo cuando lo hinchan lentamente.

—Materna está acabado moralmente. Pero a mí me preocupan ahora cosas esencialmente diferentes. Los valores interiores, como los altos sentimientos, aunque éstos vayan ligados muy a menudo a especiales dificultades.

—¿Has tenido problemas con el ama de llaves? —preguntó Eis guiñando un ojo—. ¿O con una criada?

—A mí nadie me crea problemas… Y, en todo caso, por una sola vez.

En sus ojos brillaba una advertencia. Pero pronto volvió a sonreír familiarmente.

—Sabes, en el fondo estoy insatisfecho. Yo tengo una exigencia de calidad.

—A mí me ocurre igual —dijo Eis—. Sobre todo con Christine Scharfke, la hija del fondista. Desde luego, es muy buena chica y hace lo que puede… pero de perfección nada.

—Eugen —dijo Eichler—, a mí no me preocupan en absoluto los bajos placeres.

Eis adopto una expresión sincera, casi candorosa.

—Sí, ya sé. Tú aspiras siempre a lo más alto.

—¡Exacto! —dijo Eichler muy serio.

En los últimos tiempos había tenido ya varios accesos de intensa meditación, incluso en la taberna, en el transcurso de alegres libaciones.

—Aspirar a lo mejor y a lo más alto es de alemanes, Eugen.

—Sí —se apresuró a afirmar Eis—. Pero tú, ¿qué más puedes desear? Ahora en Maulen te siguen todos como corderos. Has vencido en toda la línea.

—Eso no afecta a mi modestia —dijo sonriendo halagado pero no sin melancolía, dando a entender que a su felicidad le faltaba algo.

Se levantó y dijo:

—Voy a estirar un poco las piernas.

—¿Te acompaño? —preguntó Eis solícito.

—No, gracias —respondió Eichler amablemente—. Quiero estar sólo un rato con la Madre Naturaleza.

—Me han dicho que Materna ha comprado dos perros de presa —le advirtió Eis—. Y dicen que han visto a Jablonski afilando un cuchillo. No olvides tampoco que Fischer nos informó que la semana pasada se llevaron del depósito dos fusiles y municiones.

Eichler sonrió con suficiencia.

—Cuando Materna me ve venir de lejos se quita el sombrero. Y siempre que puede da un gran rodeo para no toparse conmigo.

—¿Es que le tienes miedo? —preguntó Jablonski preocupado.

Materna alzó la cabeza.

—¿Doy la impresión de tener miedo?

—¡Pues sí!

—Vaya —dijo Materna—. Me alegro. Pero me alegraría más que en lugar de ocuparte tanto de mí pensases en los perros.

Jablonski se sonó con los dedos, según la rústica costumbre, y se limpió la mano en el pantalón.

—Si te parece, les enseñaré a hacer poses para cuando oigan el nombre de Johannes Eichler.

—Que hagan igual que su amo, ¿eh? —dijo Materna sonriendo y entornando los ojos como si apuntara a un blanco muy lejano—. Pero dicen que cada cual tiene el amigo que se merece. Porque tú eres mi amigo aún, ¿verdad, Jacob?

—Me voy con los perros —dijo Jablonski de mala gana—. A palabras necias, oídos sordos. Tú sigue así, a ver si llega el día en que te trataré de usted.

Se alejó. Alfons se quedó sentado en el banco que había delante de la casa contemplando el crepúsculo. El sol, recortándose netamente sobre el cielo rosado, se hundía en el horizonte. Por encima de los árboles el cielo era ya de color azul oscuro. Terminaba otro día de su vida. Cerró los ojos.

Cuando volvió a abrirlos vio a María ante él. En su rostro se leía una pregunta, de nuevo la pregunta que siempre hacía: «¿Qué puedo hacer?».

Alfons le hizo una seña con la cabeza. Comenzó a quitarse las botas llenas de tierra. María se arrodilló para ayudarle. Se movía con gestos seguros e, incluso ahora, no carentes de gracia. Cuando ataba gavillas o esparcía abono, lo hacía con un ritmo como de danza. Materna la observaba a menudo con íntimo placer.

—¿A ti también te parezco un perro que hace poses? —le preguntó.

María negó con la cabeza. Los largos y lisos mechones de su cabello le ocultaban parte de la cara. Le había comprendido, a pesar de ser sorda y muda, como comprendía todas y cada una de las palabras de sus labios.

—¿Verdad que tú crees que yo no soy un animal, que nunca querré convertirme en un animal, pase lo que pase?

María asintió. Tenía el rostro encendido. Era un rostro redondeado, liso aún, casi infantil pero lleno de dulzura. La línea de la barbilla y el cuello, de una gracia delicada, llevaba a la suave curva de su pecho, que los pliegues de tela basta no llegaban a ocultar.

—¡María, entra en casa en seguida! —dijo una voz potente desde la puerta.

Era la voz de Margarete. María había vuelto la cabeza. Había entendido la orden que se le daba. Tomó las botas de Materna, las apretó contra su pecho y entró corriendo en la casa.

—Deberías tratarla mejor —dijo Materna pacíficamente—. Se lo merece.

—Tiene que irse de esta casa —dijo Margarete—. Esto no puede continuar así.

—No se irá —dijo él tranquilamente—. Esta casa es la mía. Miró a su mujer que estaba ante él muy agitada. Era cosa de su carácter formular constantes exigencias. Darle respuestas negativas era para él una de las ocupaciones más habituales.

—¡Está enamorada de ti! —exclamó Margarete acusadora—. ¡Todo aquel que tenga ojos en la cara puede darse cuenta!

—Es una cosa que me honra —dijo Materna con algún esfuerzo, pues se había inclinado para subirse los calcetines—. No es nada frecuente que una persona quiera de verdad a otra, sin egoísmo y sin exigencias. Sea como sea, no es un motivo de despido.

—¡Qué poco debo de significar para ti! —dijo Margarete amargamente—. De un tiempo a esta parte me lo has demostrado de manera más humillante que nunca.

La gente de Maulen que creía conocer a Materna solía decir que no era cosa fácil entenderle y que ello era casi siempre culpa suya. Siempre había demostrado una predilección especial por cosas y personas dudosas. Se decía que cuando era joven hablaba con los animales igual que con las personas. De pequeño, había cuidado y protegido a un vagabundo perseguido por la ley que estaba enfermo y vivía en una cabaña. A los diez años había robado una botella de aguardiente para llevárselo a una vieja borracha que estaba a punto de morir. Y durante la Guerra Mundial fue castigado, tras varias advertencias inútiles, por confraternizar con los prisioneros. Nunca pasó de la graduación más baja. Siempre había defendido a Jablonski, incluso contra los ataques justificados. En la escuela compartía ostentosamente su desayuno con él, le ayudaba a hacer los deberes y se pegaba una y otra vez por ayudarle. Así era cómo, según decían, se había ganado la fanática fidelidad de Jacob.

Aún más extraña resultaba, en opinión de la gente, la aparición de María, la muchacha polaca sordomuda. Era muy significativo que hubiera intervenido en el asunto el tratante de ganado Grienspan. Un día de verano de 1922 habían ido los dos a comprar gansos y cerdos al otro lado de la frontera polaca. A la vuelta de aquel viaje trajeron a María con ellos. La chica tenía entonces diez años y dijeron que era huérfana. Alfons le hizo de padre, madre, hermano y quién sabe qué más. Sea como fuere, no había en el mundo persona más apegada —algunos decían «esclavizada»— a Materna que aquella extranjera sordomuda.

—¡Yo por mi parte me niego rotundamente a prolongar esta situación! —exclamó Margarete.

—Has cobrado nuevos ánimos, ¿eh? —dijo Materna mirando a su mujer con los ojos entornados en una expresión maliciosa—. Piensas que ahora ya no valgo nada, que ya han vendido mi pellejo. Es eso lo que piensas, ¿verdad?

—He tomado la firme determinación de no seguir tolerando ciertas cosas.

—Pues escúchame bien —dijo Alfons—. Si María me quiere, es cosa suya. Si a ti te molesta, es cosa tuya. Y suponiendo que yo quiera a María, es asunto mío solamente.

—¡Pero estás casado conmigo!

—Esto, Margarete, no necesitas recordármelo. Pero te lo digo sinceramente: nunca ha resultado muy agradable. En aquel momento llegó corriendo Jablonski. Tenía las manos en alto, como si hubiera de defenderse de un ataque. En tono de alarma exclamó: —¡Eichler viene hacia aquí! Materna se levantó y dijo sonriendo:

—Voy al retrete. Seguramente estaré un buen rato. Entretanto, mi amada esposa hará los honores de la casa al respetable huésped.

—¿Qué significa esto? —preguntó Margarete inquieta—. ¿Qué pretendes que haga?

—Lo mejor, como siempre.

Materna se alejó, divertido, y se dirigió a la barraca de madera con tres puertas que había al fondo del patio. Antes de abrir la puerta de la izquierda, del retrete reservado a él solo, le dijo a su mujer que le miraba aún de hito en hito:

—¡No puedes imaginar cuánto confío en ti! ¡Espero que no me decepcionarás!

—¡Qué agradable casualidad la de encontrarte! —declaró Johannes Eichler—. En realidad venía a hablar con tu marido.

—En este momento no puede venir —dijo Margarete—. Tendrás que contentarte conmigo por un rato. Eichler dijo entonces exactamente lo que se acostumbraba a decir en tales situaciones:

—Ah, no sé lo que prefiero…

Sonrió galante y tomó su mano limpia, suave y vehemente.

—Eres incomparable —dijo.

Margarete sonrió.

—Quizá seas el único que lo cree así.

¡El único! Pero Eichler no pudo responder porque en aquel momento entró Jablonski en la habitación. Sonrió y miró a Margarete y a Johannes con no disimulada curiosidad. Su sonrisa se acentuó.

—¿Dónde está Materna? —quiso saber Eichler.

—En el bosque, seguramente —respondió Jacob solícito—. Se ha marchado en dirección al pantano de Maulen.

—Iré a buscarle.

—Se ha llevado la escopeta —observó Jablonski como por casualidad.

—¡No me hagas reír! —exclamó Eichler—. ¿Tú crees que a mí se me asusta con eso?

Miró a Margarete. Por nada del mundo hubiera mostrado debilidad alguna en su presencia.

—¡Me voy!

—Si me lo permites, te acompañaré —dijo Margarete—. Me hará bien dar un paseo. En estos últimos años he salido tan poco de casa…

—Tened cuidado —dijo Jacob—. Materna está haciendo prácticas de tiro con los muñecos de cartón que puso en el bosque. Hay por lo menos doce. Procurad no acercaros demasiado. Johannes Eichler sonrió virilmente. El sentido de su propia superioridad se elevaba como una cometa al viento de otoño. Echó a andar a grandes y enérgicos pasos y le abrió la puerta a Margarete.

Atravesaron el patio, y salieron al campo donde maduraba el trigo de Materna, el mejor de toda la comarca. Las pesadas espigas parecían divisiones formadas contra el hambre. La cosecha de Materna superaría, también este año, las de los demás campesinos de Masuria. Eichler lo observó, no sin envidia, pero la presencia de Margarete desviaba su atención hacia ideas más gratas.

—¿Te acuerdas? —le preguntó cuando llegaron al bosque.

Ella asintió. Sabía a qué se refería. En aquellos días, lejanos pero inolvidables, habían paseado juntos por aquel mismo bosque. Bajo los grandes abetos, junto al Prado de los Jabalíes, él había tomado su mano. Y ahora, después de los años, en el mismo lugar, lo hacía de nuevo.

—Margarete —dijo Johannes.

—Johannes —dijo Margarete.

Con aquello estaba casi todo dicho, aunque quedaba mucho por hacer. Igual que entonces, los árboles formaban como un techo y la tierra invitaba a echarse en ella.

—Sentémonos —dijo Eichler.

En aquel preciso instante había aparecido hacía años Alfons Materna. Había estado vigilándoles escondido entre unos arbustos. Les saludó muy amable y se sentó con ellos despreocupadamente. Johannes, que por aquel entonces era aún sensible, se marchó. Y Materna aprovechó la oportunidad a fondo y sin escrúpulos. Sucedió lo que había de decidir la vida de Margarete hasta aquel momento.

También aquel día estaba Materna cerca. Escopeta en mano, se escondía esta vez detrás de un alisar. A su lado, armado de una estaca de roble, estaba Jablonski. Ambos miraban lo que ocurría ante sus ojos; Jacob, furioso, Alfons con una tranquila sonrisa. Pero la sonrisa de Materna se heló en su rostro cuando descubrió otras dos figuras que avanzaban silenciosas por el suelo cubierto de musgo. Eran los «hijos de Satán» que andaban buscando diversión.

—Estos dos me faltaban —susurró Materna inquieto—. Me espantarán la caza.

Eichler se inclinó sobre Margarete y aspiró con placer el perfume que emanaba de su cuerpo. ¡Qué mujer! Después de tanto tiempo… ¡Era realmente digna de él!

Esta vez no fue la voz de Materna la que sonó cuando se inclinaban el uno hacia el otro y les hizo separarse, sino otra tan joven y clara como la de Alfons en aquellos tiempos.

—¡Tengan cuidado! —decía aquella voz—. Esto está lleno de hormigas que se meten por todas partes y luego es dificilísimo sacárselas de encima.

Ante Margarete y Johannes estaban Konrad y Peter. Los jóvenes aparentaban no sentir un interés especial por el idilio. Ninguna sonrisa infantil podía ser más inocente.

—¿Podemos serles útiles en algo? —preguntó Konrad.

Eichler se levantó rápidamente y gritó indignado: —¡Por todos los demonios! ¿Qué es lo que queréis? ¿Qué buscáis aquí?

—Íbamos de paseo —dijo Peter pacíficamente—. Y no se puede pasear con los ojos cerrados.

—¡Estoy harto de vosotros! —gritó Eichler—. No hacéis más que perturbar la tranquilidad de nuestro pueblo una y otra vez. ¿Creéis que se os va a tolerar esto indefinidamente?

—¿Qué perturbamos la tranquilidad? —preguntó Konrad—. ¿Es que estamos molestando ahora?

—¡Exactamente! —dijo Eichler amenazador—. Y ya puedo imaginarme quién os ha dado la idea. ¡Esto no quedará así!

—Estáis cazando furtivamente en mi coto —dijo Materna a los dos chicos, con los que se había reunido en el bosque—. Y esto no me gusta.

—Sólo queríamos ayudarle un poco a dar una batida —declaró Konrad amablemente.

En los ojos de Materna se leía una expresión paciente y benévola.

—Las batidas han de ser organizadas previamente. Cuanto más a fondo se preparan, mejor es el resultado.

—Me parece que ya lo entiendo —dijo Peter guiñando el ojo a su amigo—. Con mucho gusto le escucharemos. Si tiene usted algún deseo especial, no tiene más que decírnoslo.

—El único deseo que tengo —declaró Alfons— es éste: haced el favor de no inmiscuiros en mis asuntos.

Konrad meneó la cabeza.

—Es que no es tan sencillo, señor Materna. Resulta que a nosotros nos desagradan las mismas caras que a usted. Además… no ha estado mal el numerito que le hemos preparado a Eichler, ¿verdad?

—Aparte de lo bien que haya estado, el caso es que podría tener consecuencias en extremo desagradables para vosotros —dijo Materna—. Eichler no se distingue por su gran sentido del humor. Así que lo que habéis de hacer ahora es decir que ha sido un malentendido. Que vosotros actuabais de buena fe y que, una vez más, se han interpretado mal vuestras intenciones. Procurad hacérselo creer así a los peces gordos del pueblo.

—¡Lo haremos! —exclamó Konrad.

Acababa de darse cuenta del tipo de actuación que podían llevar a cabo.

—Vamos a contar una verdad que provocará el asombro y el sonrojo general.

Los dos jóvenes salieron del bosque y regresaron al pueblo. Una vez allí, se sentaron en las gradas del monumento a los caídos para deliberar.

A continuación, Peter Bachus fue sin perder tiempo en busca de su padre. Le encontró en la iglesia, donde mantenía una entrevista con Speer, el presbítero, y con Vetter, el maestro, que estaba allí en su calidad de organista. Discutían la para ellos importante cuestión de cuál sería la mejor manera de emplear la generosa cantidad que había entregado Materna con ocasión del entierro: efectuar la reparación del tejado o pintar el coro y las paredes.

—¿Puedo molestarte un momento, padre? —preguntó Peter.

—Venga —dijo Bachus condescendiente—. ¿Qué hay? Peter se acogió gustoso a la pregunta y comenzó su relato. Al principio, los guardianes de los intereses locales de la Iglesia evangélico-luterana le escucharon sin gran interés, porque no parecía tratarse de nada extraordinario. Peter contó que había ido a pasear con su amigo por los alrededores del pantano de Maulen para observar las diferentes variedades de musgo, de las que había unas cien por aquellos parajes.

—Muy interesante —dijo Bachus impaciente—. Es difícil encontrar tantas variedades juntas en un mismo lugar. Pero vayamos al grano.

—Sí, ahora —dijo Peter—. Pues allí, cerca del alisar grande, los hemos visto a los dos echados.

—¿Quién? —preguntó Uschkurat con expresión divertida—. ¿A quién se le ocurre hacer eso en pleno día? El maestro meneó la cabeza con gesto reprobador.

—¡Hasta ahora, en Maulen, durante el día se trabajaba!

—Bueno, tampoco hay que pensar mal en seguida porque dos se echen en la hierba —alegó Peter con exquisita ingenuidad.

Uschkurat lanzó una risotada. El padre Bachus, que conocía a sus feligreses, juntó las manos resignadamente.

—¿Y quiénes eran? —preguntó Uschkurat.

—Margarete Materna y Johannes Eichler.

El efecto de aquellas palabras fue considerable. Vetter dejó instantáneamente de menear la cabeza y abrió un palmo de boca. Uschkurat cesó de reír. El pastor alzó las manos.

—¡Ah! —exclamó—. No es posible. No puedo creer una cosa así.

Lo mismo dijo exactamente y casi en el mismo momento el gendarme Klinger, que añadió además la palabra: «¡Demonios!». Su retoño le había encontrado en la taberna, a donde había ido a tomar una cerveza. Con él, bebiendo igualmente cerveza sola, estaban Scharfke, Fischer y dos campesinos. También ellos habían bromeado unos momentos sobre el asunto hasta que sonaron los nombres de Margarete Materna y Johannes Eichler.

—¡Imposible! —exclamó el gendarme a poco de haber dicho: «¡Demonios!».

Apuró el vaso y pidió otra cerveza en la dosis típica de Masuria: triple.

—Debes de haberte equivocado —declaró con energía.

—No —dijo Konrad con amable tozudez—. Peter ha visto exactamente lo mismo que yo.

—Entonces os habréis equivocado los dos —dijo el gendarme—. En cualquier caso, la cosa sería completamente inofensiva.

—¡Ah, desde luego! —dijo Konrad con énfasis, seguro de que nadie iba a creer tal cosa—. Sólo estaban echados en la hierba. Todo el mundo se echa en la hierba a veces. Es la Naturaleza y tal.

—No tiene nada de particular —gruñó el gendarme.

—Claro que no —dijeron todos como un eco múltiple.

—Lo único que no entiendo —dijo Konrad— es por qué el señor Eichler se ha puesto tan nervioso cuando hemos llegado por casualidad adonde estaban. Nos ha echado un sermón y nos ha mandado que nos fuéramos, como si el bosque fuera suyo. ¿Por qué lo habrá hecho?

—¡Otra ronda! —gritó el gendarme. Y amonestó a su hijo diciéndole:

—Mira, tú no lo entenderías. Eres demasiado joven. Estas cosas déjalas para nosotros.

—¡Esto no puede continuar así de ninguna manera! —dijo Eichler agresivo—. ¡Quiero saber de una vez exactamente a qué atenerme respecto a ese Materna!

—¿No es suficiente con que sepas a qué atenerte respecto a su mujer? —señaló Eis.

Eichler no respondió. Atravesó el despacho como un león entre rejas: majestuoso, pero lleno de inquietud. Se detuvo delante de su interlocutor y dijo:

—Si ese Materna no tiene bastante con lo que lleva ya e intenta ahora hacer trabajo de zapa, debemos tratarle como corresponde. Eis asintió. Estaba cómodamente sentado en un sillón; las heridas de sus posaderas habían sanado ya.

—¡Aplastémosle de una vez! —dijo—. ¿Cuál sería el mejor sistema?

Eichler tenía un plan. Eichler casi siempre tenía un plan. El de ahora consistía en averiguar si Materna estaba dispuesto a colaborar en las tareas comunitarias. Si se negaba a hacerlo, se le señalaría como elemento indeseable y enemigo del pueblo.

—Así le comprometeremos públicamente.

—Me encargaré de ello con mucho gusto —dijo Eis, poniéndose una pistola en el bolsillo.

Una vez ante la casa de Materna, golpeó vigorosamente la puerta. Aparecieron inmediatamente los dos nuevos perros. Eis metió la mano en el bolsillo del pantalón donde llevaba la pistola. Pero en seguida llegó Jablonski, silbó dos veces a los animales y éstos se alejaron.

—Aún les falta que aprender a los animalitos —explicó Jacob—, pero han hecho ya grandes progresos. Saben destrozar sacos de tela en un decir jesús. ¿Quieres verlo?

—He de hablar con Materna.

—¡Va, pasa, pasa! —dijo Jacob abriendo la puerta de par en par—. Bienvenido seas.

Eis se quedó desconcertado. Presentía que le tendían alguna trampa, aunque no veía qué podía ser. Vaciló un instante. Apretó con fuerza la pistola.

—¿No tendrás miedo? —le preguntó Jablonski—. Entra tranquilo, que nadie te hará nada. No, hoy no. Materna está en la huerta, echado debajo del peral grande.

Allí estaba en efecto Materna, echado boca arriba con los brazos bajo la cabeza, mirando a través del follaje al cielo inundado de sol. Sin volver la cabeza le dijo a Eis: —¿A qué debo el honor?

Su visitante estaba allí plantado, mirándole desde lo alto.

—Traigo un encargo.

—Ya me lo imagino, porque si no no estarías aquí —dijo Materna riendo—. ¿Y qué quiere o espera esta vez de mí mi amigo Eichler?

—El domingo —respondió Eis ligeramente irritado por la risa de Materna—, a las once de la mañana tendrá lugar un funeral por los caídos al que todos los hombres conscientes de sus deberes nacionales…

—Me parece muy bien —dijo Materna—. No puedo rechazar una invitación hecha tan amablemente. ¿Algo más?

—El mismo domingo —prosiguió Eis— se celebra el aniversario de la fundación de nuestro Cuerpo Voluntario de Bomberos. Se piensa solicitar donaciones, a ser posible de importancia, para efectuar una renovación y ampliación del material. No querrás dejar de participar en este esfuerzo.

—Todo lo contrario. Me uno a él y hago donación al Cuerpo de Bomberos de una manguera de veinticinco metros con doble pieza de unión. ¿Deseas algo más?

—Hemos comprobado que nuestra Guardia Territorial carece de la necesaria libertad de movimientos. Nos vemos siempre limitados a efectuar las maniobras junto al pantano del Norte y esto, a la larga…

—¿Y qué es lo que os haría falta? —continuó Materna con abrumadora amabilidad—. ¿Mi bosque? ¿Los Prados de los Perros, tal vez?

—Habíamos pensado en el bosque —dijo Eis con expresión incrédula.

—¿Y por qué sólo en el bosque? No seáis tan modestos… Sobre todo tratándose de una cosa tan importante. Yo pongo a disposición de la Guardia Territorial los Prados de los Perros y además la parte de orilla del lago de mi propiedad. ¿Alguna otra cosa?

—Nada más —dijo Eis casi tartamudeando.

—Muy bien —dijo Materna—. En ese caso, puedes librarme de tu presencia.

Eis se alejó, visiblemente derrotado por aquella provocativa y sorprendente capitulación. Por el camino intentó reponerse. Antes de penetrar de nuevo en la Cueva del León, decidió hacer un alto en la taberna.

—En cinco minutos he acabado con él —le aseguró después a Eichler—. Ha accedido sin reservas a todas nuestras demandas. Y es más, se ha arrastrado como un gusano.

—Muy propio de él —dijo Eichler con desprecio—. Es su señora esposa quien me inspira compasión, por estar unida a una persona así. Ella se merecía un hombre de carácter.

—Un vaso de agua —dijo Siegfried Grienspan. Se dejó caer, agotado, en la silla que había junto a la puerta. Estaba blanco como el papel.

—¿No habrá bebido usted un poco más de la cuenta?

Materna dejó a un lado el periódico que estaba leyendo y se acercó preocupado a su visitante.

—¿Qué le pasa, Grienspan?

Éste se quitó el gorro. Un reguero de sangre le atravesó la frente y le cayó hasta el ángulo de la boca.

Era un viernes por la noche, el viernes anterior al domingo en que había de celebrarse el aniversario del Cuerpo de Bomberos. Habría misa de campaña, bendición del material y baile en el salón y el jardín de la fonda. Días antes de la fiesta reinaba ya en el pueblo gran animación. Los más «duros» comenzaban a entrenarse en la bebida. Ocasionalmente, los preparativos daban lugar a alguna pelea, pero éstas, por lo general, carecían de trascendencia.

Grienspan, haciendo un esfuerzo, bromeó:

—Casualmente he ido a sentarme al lado de uno que pegaba. Son cosas que pasan.

—¿En calidad de qué estaba usted allí, Grienspan? ¿De cliente, de comerciante o de judío?

Materna se inclinó sobre su amigo y, con gestos seguros, dejó al descubierto la herida.

—Madre mía —dijo—. Se ve que es usted un tipo resistente. Otro se hubiera caído en redondo.

Materna fue a buscar una palangana de agua tibia y toallas. María quiso ayudarle, pero él le dijo que no era necesario. A Margarete no tuvo que decirle nada porque no estaba allí. Tampoco se veía rastro de Jablonski, que últimamente se había convertido en la sombra de Margarete.

—Ya no me duele —dijo Grienspan—. Pero es desagradable, sobre todo para usted, Materna.

—¡Qué tonterías dice usted! Me parece que esto le ha afectado la razón.

Materna limpió cuidadosamente la cabeza ensangrentada de Grienspan. La herida tenía unos tres o cuatro centímetros de longitud y, por suerte, no era profunda.

—¿Y quién ha sido el que le ha roto una botella de cerveza en la cabeza?

—No lo sé —dijo Grienspan—. No lo he visto.

—Así pues, ¿le han dado por la espalda?

—¿Y qué importa eso ya? —dijo Grienspan intentando desviar el creciente interés de Materna—. Es indiferente quién haya sido. Quizá le he provocado de alguna manera. Seguramente mi sola presencia resultaba provocativa. O quizá porque no he querido pedir cerveza ni aguardiente; las bebidas de Scharfke no inspiran excesiva confianza. Además, he dicho que los cerdos iban a bajar de precio.

—¿Y esto es una razón para pegar a la gente?

—He dicho también que ese descenso de los precios no era un hecho casual, sino la consecuencia de una política agrícola poco previsora, en la que tienen también culpa los campesinos y sus asociaciones.

—Desde luego —dijo Materna—, un golpe por la espalda no es nada, comparado con esas verdades que les ha dicho. Grienspan trató de sonreír. Era evidente que al hacerlo le dolía más la cabeza, pero sonrió. Alfons, con gesto protector, le llevó al sofá.

Se oyeron a lo lejos unos toques de corneta. Eran unas notas horriblemente desafinadas que parecían avanzar temblorosas por encima de los campos enredándose en las copas de los árboles.

—Es la corneta de los bomberos —dijo Materna—. Debe de tratarse de unas prácticas.

—¿No va usted?

—Voy a cerrar la ventana. Además, cuando me conviene soy algo duro de oído. No percibo ciertos sonidos. Mientras no se queme nada de verdad, esa pandilla de idiotas pueden ir practicando solos.

La corneta del Cuerpo de Bomberos había sonado al este del pueblo, del lado de la fonda, pero a cierta distancia de la misma. Este solo hecho hubiera debido llamar la atención a alguien, ya que habitualmente los toques se iniciaban en el centro del pueblo, junto al monumento. Esta vez sonaron muy lejos, e incluso enmudecieron por espacio de algunos minutos para hacerse oír de nuevo desde la parte sur, entre la vaquería y los Prados de los Perros.

No obstante esta alteración de la costumbre local en lo tocante a las alarmas, los hombres de Maulen salieron veloces de sus casas para cumplir con su deber. Los que estaban en la taberna se tomaron el tiempo justo de apurar sus vasos. También acudieron al depósito de bombas los niños de la escuela, ya que los dos maestros participaban en los trabajos de extinción y ellos no querían dejarse perder el espectáculo. Y en las granjas, los campesinos dejaron sus vacas, sus mujeres o sus criadas paira dirigirse presurosos al pueblo.

—¡Alarma! ¡Alarma! —gritaban todos.

Se llamaban unos a otros con una cierta euforia. Dado que no se veía incendio alguno en todo lo que alcanzaba la vista, se trataba sin duda de una práctica, que constituiría seguramente una especie de preludio de la fiesta. Aquellas prácticas acostumbraban a terminar en la taberna, y ello por cuenta del Estado; la cerveza, gratuita, constaba después como «material contra incendios». La corneta de los bomberos sonaba ahora al sudoeste del pueblo, en el prado que había detrás de la iglesia y el cementerio. Aquel sonido, producido con evidente esfuerzo, resultaba desagradable a algunos oídos sensibles.

—Qué forma de tocar —criticó el maestro—. Este Wilhelm nunca lo había hecho tan mal.

Wilhelm, además de sacristán y enterrador, era primer corneta del Cuerpo Voluntario de Bomberos. Nunca se daba una alarma sin su intervención. Pero en aquellos momentos se encontraba en la plaza, entre los demás hombres que allí se iban reuniendo y muy cerca de Vetter, al cual respondió, ofendido: —¡Pero si no soy yo el que toca!

—¡Pues es verdad!

—¡Pues claro!

—Pero entonces, ¿quién está tocando? —dijo Vetter. Comenzó a hacerle agitadas preguntas a Wilhelm, que juró por lo más sagrado que él no sabía nada, que su corneta estaba en su habitación, a la cabecera de la cama, y que él la había visto allí no hacía más de dos horas.

Los hombres de Maulen se iban congregando ante el depósito y daban cortos paseos mirando expectantes la puerta cerrada. Observaron que aquella puerta debía haberse abierto hacía ya rato. La alarma había comenzado hacía diez o quince minutos, minutos que habrían sido preciosos en caso de incendio real. Y la corneta seguía emitiendo aquel lúgubre sonido, ahora desde el extremo norte del pueblo, detrás del molino. El murmullo de las conversaciones se hizo desapacible.

—¡Qué mierda de organización! —exclamó uno de los hombres.

—¡Esto es intolerable! —dijo el maestro—. ¿Dónde está el jefe de bomberos?

El jefe de bomberos y presidente del Cuerpo Voluntario de Bomberos era Gottlieb Speer, que en aquel momento corría jadeante hacia la plaza. En su carrera intentaba aún abrocharse la chaqueta. Llevaba el casco, como siempre, escrupulosamente limpio, hasta el punto de que relucía a la suave luz de la luna, pero torcido y a punto de caer. Se le caían los pantalones formando arrugas sobre las botas. Un cuadro muy poco edificante, en opinión de algunos viejos soldados.

—¿Qué es todo esto? ¿Qué pasa? —preguntó sin aliento. Los presentes se agolparon en torno a él.

—¿Pues qué ha de pasar? ¡La alarma!

Speer miró desconcertado a su alrededor.

—¿Cómo alarma? ¡Yo no he dado ninguna alarma!

—¿Y quién la ha dado entonces? —inquirió Vetter—. ¿No eres tú el jefe de bomberos?

—¡Pero no soy el jefe superior! —dijo Speer en tono casi de acusación.

Se daba cuenta de que no estaba haciendo un papel nada brillante. A los ojos de algunos estaba ya a punto de ser sustituido. Se barajaban los nombres de varios posibles sucesores. Su indignación subió de punto.

—¡Esto es una canallada! —gritó—. ¡Dar la alarma sin mi conocimiento!

Pero al momento añadió, moderándose: —¡Va contra lo establecido!

—¡Todo esto ahora no importa nada! —exclamó uno de los hombres, que recibía instrucción en la Guardia Territorial y se mostraba por tanto eficaz y agresivo—. ¡Ahora lo importante es saber dónde diablos está la llave del depósito!

—Yo no la tengo —confesó el jefe de bomberos—. La he estado buscando… pero debo de haberla extraviado. Hace sólo dos horas estaba colgada en la pared de mi casa.

—¡Pues echad la puerta abajo! —gritaron algunos con energía—. ¡La alarma es la alarma!

Con mano temblorosa, Speer se enderezó el brillante casco, irguió el cuerpo y se colocó en actitud protectora ante el depósito. La sólida puerta que lo guardaba era obra suya. Él mismo la había construido y la había asegurado bien en largas horas de trabajo y sin cobrar ni un céntimo por ello. Se estremeció al ver que algunos sacaban ya sus hachas y otros traían incluso un enorme madero.

—¡Paso! —gritaron—. ¡Allá vamos!

—¡Fuerteee…! —corearon los niños alegremente.

Vetter decidió entonces intervenir de nuevo en su calidad de representante local del buen sentido acrisolado por la pedagogía. Veía el maestro que había llegado uno de sus grandes momentos. Abriendo los brazos, se colocó entre el defensor de la puerta y los hombres que avanzaban hacia ella con el madero.

—¡Camaradas! —exclamó—. ¡Pensemos con lógica!

Se subió a un cajón de basura que había allí y elevó su experta voz de pedagogo. Aquella voz se había impuesto a muchos alborotos de pilletes en edad escolar, y era un hecho probado que los adultos eran mucho más dóciles. Efectivamente, todos callaron en seguida.

Vetter preguntó en primer lugar: —¿Quién ha podido dar la alarma?

Y él mismo se respondió:

—O bien el jefe de bomberos, es decir Speer, o bien el jefe superior y jefe honorario, o sea Eichler. Así pues, ya que Speer no lo ha hecho, sólo puede haber sido Eichler. ¿Está claro?

Y concluyó diciendo:

—¿Es que hay alguien aquí que quiera actuar contra las órdenes del jefe superior de bomberos? ¡Pues entonces! Esperemos a que venga Eichler y entonces veremos lo que ha de hacerse. No tuvieron que esperar mucho. Eichler no tardó en aparecer. La alarma le había sorprendido en el bosque, en buena compañía; aquella noche la tierra de Masuria era cálida y la luna parecía sonreír. La interrupción le había molestado profundamente. Furioso, se abrió paso por entre la inquieta multitud y se encaró con Speer.

—¿Qué demonios pasa? ¿Te has vuelto loco?

—¿Yo? —dijo el jefe de bomberos agresivo—. ¿Qué dices? ¡No he sido yo quien ha dado la alarma!

Estaban el uno frente al otro, jadeantes, como gallos de pelea. Todos presentían ya un nuevo y gran escándalo; una palabra más y el Cuerpo Voluntario de Bomberos comenzaría a arder. Pero Eichler se dio cuenta a tiempo de que había algo extraño en todo aquello y preguntó sin aliento:

—¿De veras no has dado tú la alarma? ¡Pues yo tampoco! Pero entonces, ¿quién ha sido?

Los hombres de Maulen, que habían acudido dispuestos a llevar a cabo esforzadas acciones, se sentían provocados y despreciados.

¿Habrían sido víctimas de un alevoso engaño? Su arraigado sentido del honor no podía tolerar tal cosa. El alma popular de Maulen se acercaba al punto de ebullición.

—¡Maldita sea! —rugieron algunos—. ¡A nosotros no se nos hace esto!

—¡Camaradas! —gritó Eichler—. ¡Conservad la calma! Por supuesto que no vamos a tolerar una cosa semejante.

—¡Sólo la manera de tocar, qué vergüenza! —dijo Wilhelm, el corneta.

—Encontraremos al culpable o culpables —aseguró Eichler.

—No es difícil adivinar quién está detrás de una cochinada así —dijo uno de los presentes, cuyo rostro quedaba oculto de la luz de la luna por la sombra del depósito—. No hace falta ni decir el nombre de Materna.

—¡Y ese judío también habrá tenido algo que ver! —gritó otro con hostilidad mal contenida.

—¡Hasta puede que hayan sido los dos!

—No hagamos suposiciones prematuras —dijo Eichler—. Nosotros no somos vengativos sino justos. Una cosa es segura: el que haya sido tendrá que sufrir las consecuencias. Y ahora, queridos camaradas, vamos a la taberna para deliberar. Invito yo.

—¿Podemos pasar? —preguntaron los dos muchachos. Jablonski les había hecho entrar en la sala grande. Traían el pelo revuelto y los zapatos extraordinariamente sucios. Parecían exhaustos.

—Sólo queríamos desearles las buenas noches —declaró Konrad Klinger—. Ésta ha sido realmente una buena noche, o mejor, una noche de éxito.

—Me parece que nuestros jóvenes atletas se han echado una carrera alrededor de todo el pueblo… ¡y además tocando la corneta! —dijo Jablonski con expresión divertida.

Materna le preguntó a Siegfried Grienspan: —¿Ya ha visto usted a nuestros cachorros? Son unos hermosos ejemplares.

Hizo una seña a Jablonski, que se alejó y desde el patio llamó a los perros con un silbido. A la luz de la luna les hizo ensayar el ataque a un supuesto enemigo que apareciera de improviso. Dicho enemigo estaba representado por un saco de arena que oscilaba, colgado de una cuerda, por encima de la puerta del patio. Los perros lo destrozaron.

Entretanto, Materna ofreció asiento a sus jóvenes amigos y colocó ante ellos vasos y dos jarros, de los cuales uno contenía leche y el otro jarabe de frambuesas, al tiempo que les decía: —No alcanzo a comprender por qué os agrada tanto estar aquí, pero ahora ya habéis venido. ¿Puedo saber la razón?

—Pues bien —dijo Konrad—, hay expresiones tópicas que sirven para expresar bellas sensaciones, sensaciones que a veces son también útiles, como por ejemplo la frase «¡cómo pasa el tiempo!».

—¡Es verdad! —exclamó Peter—. Cuando hemos llegado aquí eran algo más de las ocho, y ahora son ya las diez.

—¿Ah, sí? —preguntó Materna sorprendido.

—Pregúntele a Jablonski —indicó Konrad—. Tengo la impresión de que él lo sabe con seguridad.

Materna creyó aconsejable llamar otra vez a Jablonski. Los perros se quedaron aullando, junto a la puerta. Jacob escuchó las preguntas de Materna y declaró: —Yo podría atestiguarlo con toda certeza, si fuera necesario. Estoy casi seguro de haber estado hablando durante mucho rato con estos muchachos, fuera, en el patio. Mucho rato, ya lo creo.

—Vaya, vaya —dijo Materna pensativo.

—Siempre ocurre así —observó Grienspan con expresión bondadosa—. Se quiera o no se quiera, uno tiene sus amigos.

—De acuerdo, pues —dijo Materna a los chicos—. Hemos pasado toda la velada conversando juntos.

Grienspan juntó las manos con gesto pensativo. Tenía una expresión de felicidad en sus ardientes ojos oscuros.

—Yo quisiera haber sido alguna vez tan despreocupado como nuestros dos amigos.

—Sí, despreocupado como los mozalbetes a los que la vida, la vida real, aún no ha manchado —dijo Materna—. Pero yo me pregunto: ¿qué vamos a hacer con ellos?

—Nosotros no hacemos más que pasear y vemos esto y aquello —dijo Konrad—. Por ejemplo, dos personas echadas en la hierba.

Peter asintió y dijo:

—Si necesitara usted testigos, señor Materna…

Materna hizo un ademán negativo.

—¡Esto es lo último que me faltaba! —dijo.

—Pero no crea usted que si hemos dado la alarma a los bomberos ha sido sólo por eso —confesó Konrad—. Esto lo veníamos planeando desde hacía ya mucho tiempo. Sabíamos dónde se guardaban la llave del depósito y la corneta. Sólo tuvimos que esperar la oportunidad favorable para…

—¡Bueno, ni una palabra más! —exclamó Materna—. Ninguno de nosotros tiene el menor deseo de participar en vuestros juegos. El hecho es que hemos estado hablando aquí toda una velada. Digamos que hemos hablado de la caza.

—De la caza y del amor —propuso Konrad—, que son las ocupaciones predilectas de los masurianos.

—Del amor no se habla —dijo Materna—. El amor se hace.

—¿También con la mujer de otro?

Materna sonrió imperturbable.

—Por lo visto, me creéis muy estúpido. ¿Tanto lo parezco?

—Pues… se mire como se mire, lo que está pasando no es muy edificante.

—Pero es práctico —dijo Materna divertido—. A cada mujer debe dársele lo que le corresponde.

—Unos desconocidos han dado la alarma al Cuerpo de Bomberos —le comunicó Hermann a su padre—. Se sospecha además que han robado la llave del depósito de bombas y la corneta. Se ha presentado ya la denuncia. El gendarme va a tener trabajo.

Hermann había entrado en la sala grande de la casa algo más tarde, cuando ya los dos jóvenes no estaban allí. Materna estaba sentado junto a Grienspan bajo la lámpara de petróleo que pendía del techo. Estaban jugando a las damas.

Hermann no prestó atención a Grienspan; no le dio la mano ni le miró siquiera. Se sentó aparte. Al cabo de un momento, dijo: —Lo siento, pero aquí huele a ajo.

Materna miró a su hijo visiblemente sorprendido.

—¿Qué has dicho? —preguntó.

—Que aquí huele a ajo.

Aquello, pensó Materna, era nuevo, por lo menos en su casa. Hermann repetía dócilmente cuanto decían algunos de sus camaradas. Y esta vez se hacía eco de un nuevo tipo de afirmaciones. Grienspan había palidecido. Sus manos estaban inmóviles junto al tablero. Sobre ellas se apoyó con suave presión la tranquila mano de Materna, que dijo en tono apacible:

—Me parece que Hermann quiere gastarnos una broma.

—Lo digo en serio —afirmó Hermann obstinadamente—. ¡Yo me atengo a mis convicciones!

Materna conocía —y tanto mejor que él lo conocía Grienspan— el verdadero significado de aquella absurda referencia al ajo. Significaba «judío». Porque los judíos tenían los pies planos y la nariz ganchuda y comían ajos. Todo poseedor de una nariz fina, de una nariz aria, podía oler a los judíos, porque los judíos apestaban a ajo.

—Qué extraño —dijo Materna sorprendido. Y luego, tranquilo—: Te daré un buen consejo: si no puedes respirar este aire, lo que has de hacer es, sencillamente, salir de la habitación.

—Es lo que voy a hacer —dijo Hermann. Sin dedicar ni una mirada a Grienspan, dirigió a su padre un saludo casi militar y abandonó la sala.

Materna miró a Grienspan y dijo, casi con buen humor: —Las variedades de la tontería humana son innumerables, y algunas de ellas muy peligrosas… Pero en el primer momento he de confesar que me divierten.

—Tengo miedo —dijo Grienspan en voz baja—. Temo por usted, Materna. Me pregunto en qué se está metiendo usted y adonde conducirá todo esto.

—Ya sé que los lobos no bromean —dijo Materna—. Pero no tengo ningún deseo de ser un cobarde ni un idiota. Eso significaría que no me quedan ya ganas de seguir viviendo. Y se lo confieso: me gusta vivir.

El llamado aniversario de la fundación del Cuerpo Voluntario de Bomberos se celebraba cada año el primer domingo de agosto. Todo Maulen participaba en los preparativos. No había en el lugar nadie que no estuviera dispuesto a divertirse, aunque hubiera de ser esta vez a sus propias expensas.

Johannes Eichler, vestido ya con el traje oscuro de las fiestas, recibió a su fiel Eugen Eis con el objeto de sostener una última entrevista de carácter informativo. Verificaron primero los fondos que había en la caja y establecieron la cantidad de cerveza a distribuir gratuitamente. Acto seguido discutieron la necesidad de organizar un comando que interviniera en caso de producirse desórdenes.

—No es necesario —dijo Eis—. Si alguien habla demasiado, yo mismo tendré mucho gusto en taparle la boca.

—Por supuesto, tendremos que vigilar especialmente a Materna…

Es decir, suponiendo que venga, cosa que no creo, porque están de luto. Si es así, tendremos el campo libre.

—Si viene, quizá traerá a su hija Brigitte —dijo Eis frotándose las manos—. La chica se ha puesto muy guapa en estos últimos tiempos.

—Ah, muy bien.

Eichler hizo un gesto magnánimo con la mano, como diciendo «te la regalo».

—Puedes divertirte todo lo que quieras, a condición de evitar que Materna se extralimite.

—Todo saldrá perfectamente —aseguró Eis—. Estoy seguro.

Entretanto, los padres más atribulados de la comarca, el gendarme y el pastor, hablaban de la mejor manera de atajar la sed de aventuras de sus hijos. Inmediatamente después del servicio divino se habían puesto a discutir las posibles medidas preventivas, y habían llegado a un acuerdo total.

—A estos chicos hay que atarles corto —dijo el gendarme—. Hay que meterles en cintura de una vez para siempre.

—Yo no soy partidario de las medidas radicales, pero en este caso le doy la razón —dijo el pastor—. No debemos, por ligereza, inducirles al mal.

—Yo lo que haría es encerrarles.

—Creo que será suficiente cortarles un poco las alas.

Resultado de este acuerdo fue que ambos entregaron a sus hijos un marco solamente para gastar en la fiesta. La entrada costaba ya medio marco, y con el resto, realmente, no podían hacer grandes excesos.

Konrad y Peter tomaron sus respectivos marcos sin protestar y se encaminaron a la fonda. Llegados a la parte posterior del edificio, saltaron adentro por una ventana del guardarropa. Desde allí entraron tranquilamente en la sala, la atravesaron y se instalaron junto al mostrador.

—Diez blancos —pidió Konrad, entregando su moneda.

—Lo mismo para mí —dijo Peter—. Hemos de ponernos en forma, a ver si animamos un poco todo esto.

Se tomaron cada uno sus diez copas en cosa de un cuarto de hora. Vacilando ligeramente, con una sensación de ingravidez, se dirigieron a la sala. Sus ojos tenían un brillo malicioso, también ellos habían hecho sus preparativos.

—Señores —dijo Materna animadamente a su familia, que estaba reunida en torno a él—, como es natural, no obligaré a nadie a acompañarme a la fiesta del Cuerpo de Bomberos. Pero creo que no deberíamos dejarnos perder la diversión que se prepara.

—Por mí, de acuerdo —asintió Jacob.

Margarete miró severamente a su marido.

—¿No estamos aún de luto?

—De luto estaremos siempre —respondió Alfons encogiéndose de hombros—. ¿Qué dices tú, Hermann?

Hermann se sintió halagado. Antes de aquel momento nunca había ocurrido que su padre le pidiera su opinión. Sonrió satisfecho y asintió calurosamente:

—A mí, desde luego, en un día como éste, me gustaría estar con mis camaradas.

—Cosa muy útil —declaró Materna—. Estando presente se evita que hablen mal de uno. Y al mismo tiempo se tiene ocasión de hablar, consolidando así el propio prestigio. El rostro de Brigitte, de facciones redondeadas y de suaves colores de manzana, resplandecía de ilusión. Hasta entonces, apenas había tenido oportunidad de tratar a la gente del pueblo, cosa que deseaba ardientemente.

—No seré yo quien diga que no, ¡ni mucho menos! Materna miró a su hija con cierto recelo, pero le sonrió. A continuación dirigió su mirada lentamente hacia Margarete.

—Bien… no querrás dejarnos ir solos.

—Por nuestros hijos, no puedo hacer tal cosa —declaró, mirando a lo lejos por encima de él.

—Muy bien —dijo Materna satisfecho—. En previsión, ya he mandado que nos reserven una mesa en primera fila, al lado mismo de la de Johannes Eichler.

—¡La cara de idiota que pondrá cuando nos vea llegar! —exclamó Jablonski divertido—. ¡Ya tengo ganas de verle! Casi con solemnidad, se pusieron todos en marcha. Alfons iba a la cabeza y Jablonski, como un árbol andante, cerraba la comitiva.

Junto a él, como bajo su protección, iba María, la muchacha polaca.

—¡Señores, os ruego que procuréis hacer un buen papel! —exclamó Materna de buen humor—. Los del pueblo han de creer que somos como Guillermo Tell y su familia. Y deben pensar que Hermann dejaría que yo tirase a una manzana sobre su cabeza.

—No entiendo lo que quieres decir —dijo Hermann amablemente—, pero en mí se puede confiar siempre.

—Ya lo sé —dijo Materna esbozando una sonrisa—. Cuento con ello.

La fiesta era un éxito completo. Ya a primera hora de la tarde nadie lo ponía en duda. La viuda Mischgoreit iba diciendo a todo aquel que no conseguía esquivarla:

—¡Si mi pobre marido hubiera podido verlo! ¡Lo que hubiera disfrutado el pobrecillo!

Nadie en todo Maulen había faltado a la gran celebración colectiva. Por todas partes se veían caras alegres y se oían las sonoras risas de las mujeres y las fuertes voces de los camaradas del Cuerpo de Bomberos. Cuando aparecieron Materna y sus acompañantes sonó un «¡bravo!» general.

—Nos alegramos de que haya venido —le dijeron sonrientes los «hijos de Satán» a Materna—. Si no, se hubiera perdido algo bueno.

Johannes Eichler se sobrepuso rápidamente a su sorpresa y se levantó para hacer una obsequiosa reverencia a la señora Margarete. Materna le hizo un gesto de salutación, en medio del vivo interés de los presentes.

La banda de música tocaba lo mejor que podía, con un éxito tal que tuvo que repetir varias veces algunas marchas populares, como el «Hohenfriedberger». En la sala y en el jardín reinaba una gran animación y un espíritu fraternal. Las bebidas de Scharfke eran irreprochables, por lo menos hasta aquel momento. «Olvido y reconciliación», tal parecía ser el lema de la jornada. Materna bebió a la salud de Eichler y éste hizo lo mismo. Los asistentes que se hallaban más cerca aplaudieron aquella inesperada manifestación de amistad.

Y cuando sonaron los acordes de «El Danubio azul», Eichler sacó a Margarete a bailar. Eugen Eis hizo lo propio con la hija de Materna. Entretanto, Hermann, que estaba junto al mostrador rodeado de sus camaradas, cantaba, feliz, las alabanzas de su padre.

—De un tiempo a esta parte ha demostrado una gran comprensión para todo. Y estoy seguro de que se puede esperar aún mucho más de él.

Alfons Materna se comportaba, en todos los aspectos, con arreglo a las costumbres locales. Invitó a cerveza a todos los miembros de la orquesta, conversó animadamente con los camaradas y pagó varias rondas. También tomó parte en el tiro al blanco en el jardín. Dio en el disco de doce con cinco tiros y alcanzó cincuenta y ocho de los sesenta anillos. Nadie podía disputarle el primer premio.

Comenzó a anochecer. Los más avisados empezaron a llenarse el estómago, aparte de la cerveza y el licor, con foie-gras, rodajas de limón, café y mostaza. Además del aguardiente seco, bebían unas combinaciones de alcohol y conservas muy apreciadas en el país, como el «Pillkaller», la «Nikolaschka» o la «trampa para osos».

—Qué asco —dijo Peter Bachus inquieto—. Todavía no ha pasado nada.

—Aún no ha llegado nuestra hora —dijo Konrad para tranquilizarle.

Lo que los muchachos llamaban «su hora» llegó cuando la orquesta dio un sonoro toque de atención. El estrado se balanceó fuertemente, pero quedó firme otra vez. Peter miró decepcionado a su amigo.

—¿No lo habremos calculado mal?

—Ten paciencia —dijo Konrad—. Todo llegará.

Subió entonces al estrado Vetter, el maestro, de cuya competencia era todo tipo de manifestación cultural que tuviera lugar en el pueblo, incluyendo las llamadas diversiones culturales, como la tómbola de aquel día, en la que se podía ganar, entre otras cosas, un libro titulado Héroes en alta mar.

Sonó de nuevo un fuerte toque de atención. El estrado se mantuvo firme. Vetter anunció:

—Vamos a proceder ahora al sorteo de los premios de la tómbola.

Cuatro hombres que vestían el uniforme del Cuerpo de Bomberos trajeron solemnemente la mesa sobre la cual se hallaban los premios: vasos, jarrones, camisas, ceniceros, pastillas de jabón, un reloj de cocina, papel de carta, una manta, figurillas, una pitillera y… un libro. Curiosos y participantes en el sorteo se agolparon en torno a la mesa.

Subió al estrado una niña, la hija de Speer, y se colocó junto a Vetter. La pequeña tenía unos ojazos inocentes y llevaba un vestido blanco como la nieve y un lazo en el pelo. Como su papá era presidente y jefe del Cuerpo Voluntario de Bomberos, ella tenía que representar el papel de «diosa de la fortuna» y sacar los números premiados.

—¡Primer premio! —exclamó Vetter con voz potente. Un ayudante levantó en alto el premio: un reloj de cocina. La hija de Speer sacó un número y lo entregó a Vetter haciendo una reverencia. El maestro leyó el número y lo anunció en voz alta—: ¡Veintitrés!

Respondieron al mismo tiempo dos personas: la mujer del cartero y un campesino. Ambos se adelantaron y presentaron sus boletos. Los dos tenían el mismo número: el veintitrés. La sonrisa condescendiente de Vetter se le heló en la cara. Con el ceño fruncido observó los boletos y se apresuró a explicar: —Sin duda se trata de una infortunada casualidad. Desde luego, no puede haber dos boletos con el mismo número. Pero ya lo aclararemos. Ahora sigamos con el sorteo.

Konrad y Peter observaban interesados a la gente, que comenzaba a dar muestras de inquietud. Materna los miraba también sin disimular que le divertía lo ocurrido.

Vetter leyó el número siguiente. De nuevo aparecieron dos ganadores. Y lo mismo ocurrió con el tercero. Al cuarto número, los ganadores eran tres.

—¡Aquí hay trampa! —gritó una voz joven y clara.

—¡Trampa! —repitieron en seguida otras voces.

Como un reguero de pólvora, la palabra atravesó la sala y el jardín y llegó a la plaza. Los presentes, indignados, sobre todo los que habían comprado boletos, se apiñaron más estrechamente aún alrededor del estrado, el cual comenzó a bambolearse otra vez. Vetter agitaba los brazos sin cesar, pero no conseguía imponerse. Intentó valientemente gritar para dominar el ruido. Pero en medio de aquel oleaje de indignación sólo fueron perceptibles algunos retazos de frases.

—… ya se comprobará… ha de ser un error… si realmente… en ese caso…

Sólo la banda de música podía competir con aquel alboroto. A una señal, se levantaron todos resueltamente como un solo hombre. A una segunda señal, se cuadraron, preparados para tocar. A la tercera, cogieron los instrumentos. Y entonces se hundió el estrado.

—¡Por fin! —dijo Peter Bachus.

Hubo un griterío general y una nube de polvo. Los gritos se convirtieron en risas convulsivas y después en estentóreas carcajadas. De la nube de polvo salieron, a cuatro patas, los músicos. Ninguno de ellos estaba herido, ya que el estrado no tenía más de ochenta centímetros de alto, pero de la tuba no quedaba más que un montón de metal. En cuanto al bombo, los dos músicos que habían caído dentro intentaban aún librarse de su armazón. Aquello puso fin a la tómbola. La música experimentó un agradable descenso de intensidad, ya que faltaban los instrumentos más ruidosos. Pero ocurrió entonces que se apagó la luz y la sala quedó sumida en la más profunda oscuridad. Y de nuevo sonó, enardecida, una voz joven y sonora: —¡Que nadie toque los premios de la tómbola!

—¡Oiga! —gritó una mujer indignada—. ¡Haga el favor de quitarme las manos de encima, cerdo!

—¿Qué dice usted? —exclamó con dignidad una voz de hombre—. Pensaba que era su hija.

—¡Silencio! —gritó como una sirena de alarma Scharfke, que temía, no sin razón, por sus existencias—. Dentro de poco habrán reparado la avería de la línea. Entretanto instalaremos luces. De momento, la fiesta puede continuar en el jardín, con los farolillos.

El jardín no era excesivamente grande. Las pocas mesas que había fueron reservadas en seguida a las personalidades. Scharfke mandó encender tres farolillos, además de los cinco que había ya. Con algo de buena voluntad, cosa que en Maulen no faltaba, se podía calificar la situación casi de romántica.

—Ahora podemos ir a averiguar quién está con quién —dijo Konrad Klinger—. Resultará entretenido e instructivo.

La ocasión era realmente propicia. Las cantidades de alcohol consumidas habían hecho aumentar el interés por otra clase de placeres, y la escasa iluminación era favorable a tales deseos. Además, con la confusión reinante, no era posible ver con claridad nada de lo que sucedía.

Del jardín de la fonda a la amable oscuridad no había más que un paso, un paso que se daba una y otra vez. Aquella noche canicular era cálida y húmeda como una sauna. Los iniciados conocían bien los mejores lugares. Los más impacientes solían ir sólo hasta la parte trasera del granero de la fonda, donde, en aquella época del año, había varios montones de heno. Otros puntos muy frecuentados eran el monumento a los caídos y el muro de la iglesia, que lo era también del cementerio. Sólo unos pocos creían necesario recorrer un camino más largo y complicado, hacia el norte, por ejemplo, en dirección a los pantanos, o hacia el sur, al bosque, ya que, al fin y al cabo, se trataba simplemente de ocupar en algo las pausas entre baile y baile. Jablonski había recibido de Materna instrucciones precisas, que estaba dispuesto a seguir aún sin aprobarlas. Aquella noche se convirtió en la sombra de Eichler. En aquel momento estaba apoyado a un árbol escuchando lo que Eichler le decía a Margarete y lo que ella le respondía. Aquella conversación le irritaba, mejor dicho, le causaba repugnancia. No obstante, permaneció inmóvil hasta que los dos enmudecieron.

Sólo entonces salió de su escondrijo y se colocó ante ellos. Se inclinó educadamente y dijo en tono amable: —El señor Materna les envía un saludo y me manda decir que no se preocupen por él. Les desea sinceramente que se diviertan. No tenía orden de esperar respuesta, de modo que dio media vuelta y volvió a hundirse en la oscuridad. Cuando se dirigía lentamente a la taberna, se encontró con los dos muchachos, que le salían al paso llenos de curiosidad.

—Sólo me faltabais vosotros —dijo con una sonrisa—. Pero a mí no me podéis aserrar como al estrado.

—¿Qué dice usted de aserrar? —exclamó Peter indignado—. Nosotros no empleamos métodos tan primitivos. No hemos hecho más que quitar algunos clavos, aflojar unas tablas y mover algunos puntales. Sea como sea, el resultado ha sido espléndido. Konrad parecía pensar en otra cosa.

—Tiene usted que hablar en seguida con el señor Materna —dijo—. Dígale que vaya inmediatamente al patio de la escuela. Junto a la entrada, al lado mismo de la valla, hay un banco. Allí están su hija Brigitte y Eugen Eis.

Jablonski se alejó corriendo. Materna le esperaba delante de la taberna. Escuchó lo que le contaba Jacob, jadeando, sobre Eichler y Margarete, e hizo un solo comentario:

—¡Perfecto!

Y cuando supo dónde estaban Brigitte y Eis, volvió a exclamar: —¡Perfecto!

Pero se puso en marcha inmediatamente. Veloz como el viento cruzó la plaza, pasó por delante del depósito de bombas y llegó a la escuela. Allí encontró a Brigitte y a Eis en el lugar indicado. Estaban aún sentados en el banco. Por fortuna, no hacían nada más que estar allí sentados.

Alfons se colocó delante de ellos y les preguntó amablemente: —Qué, muchachos, ¿lo pasáis bien?

Se separaron el uno del otro. Brigitte, avergonzada, bajó la cabeza. Eis, en cambio, se puso en pie en toda su considerable estatura, que le permitía mirar a Materna desde arriba.

—No hacíamos más que conversar sobre muchas cosas. Y ello guardando todos los respetos, por supuesto. Eso no está prohibido, ¿verdad?

—Todo lo contrario —aseguró Materna solícito—. ¿Qué puede haber más fructífero que una larga conversación? Y nosotros dos también deberíamos hablar alguna vez, Eis. Quizá mañana mismo por la tarde, tomando una copita. ¿Qué te parece?

—Eres más razonable de lo que yo había creído —declaró Eis—. Quizás es cierto que deberíamos hablar cuatro palabras en privado. Seguramente valdría la pena.

—Tanto para ti como para mí —dijo Materna en tono convincente—. Siempre hay varias maneras de alcanzar unos ciertos fines. Y a veces, hay un atajo que conduce a ellos muy deprisa.

—Creo que tú y yo hemos de hablar muy seriamente. De hombre a hombre —le dijo Eichler a Materna cuando se encontraron frente a frente.

Se hallaban bajo la lámpara eléctrica que pendía a la entrada de la taberna y que estaba encendida otra vez, ya que entretanto habían reparado la avería. Junto a Eichler estaba Margarete.

—¡Qué cuadro tan bello y armonioso! —exclamó Materna sin asomo de ironía—. Debo confesar que Margarete hace mejor pareja contigo que conmigo. Ya en lo referente a la estatura, sin ir más lejos.

—Materna —dijo Margarete—, debes reconocer que de todo lo ocurrido sólo tú tienes la culpa.

—Sí, es muy posible —dijo Materna complaciente—. Sólo espero que Eichler sea realmente el hombre de honor que dice ser.

—¿Y quién lo pone en duda? —dijo Eichler.

—Por favor, Johannes, ten cuidado —exclamó Margarete—. Yo le conozco. Querrá hacerte decir cosas que algún día puedes lamentar. No se puede luchar con él con palabras.

—Siempre me echáis en cara las palabras. Lo que vosotros habéis hecho entretanto pueden jurarlo al menos tres personas. Eichler avanzó un paso, haciendo ademán de colocarse delante de Margarete.

—Materna —advirtió—, no toleraré que organices aquí ningún escándalo. No te atrevas a ponerme en evidencia delante de todo el pueblo.

—¿Por qué te alteras, Eichler? Sé que he cometido muchos errores y estoy dispuesto a aceptar las consecuencias que de ellos se deriven. Esto significa que no te hago ningún reproche. Siento que no tengo derecho.

—¡No le creas! —exclamó Margarete preocupada.

—¿Qué jugada estás preparando? —preguntó Eichler inquieto—. ¡Desembucha la verdad de una vez! ¿Qué es lo que quieres achacarnos?

Materna cerró los ojos como para evitar que leyesen en ellos.

—Nada. Cedo, eso es todo. Me inclino ante la evidencia.

—¿Hablas en serio?

—Me ha costado mucho —declaró Alfons—. Me doy cuenta de que no he sabido hacerme digno de una mujer como Margarete. Ella se merece un hombre como tú. Así pues, sed felices juntos. Os doy mi bendición.

—Y ahora —anunció Gottlieb Speer, presidente y jefe del Cuerpo Voluntario de Bomberos— pasemos al reparto de premios. La fiesta se desarrollaba de nuevo en condiciones de normalidad. Las luces estaban encendidas y el estrado había sido reconstruido provisionalmente, de modo que habían podido volver a la sala. Salieron a la luz los tres primeros premios del tiro al blanco: una copa plateada, una escudilla de bronce y un cubilete de estaño. Cada uno de los tres objetos llevaba grabada la hermosa frase «Todo por la patria». Además, junto a la inscripción del lugar y la fecha, había dos hachas cruzadas, símbolo de la implacable extinción del fuego.

—Cedo ahora la palabra a nuestro presidente honorario, el señor Eichler —anunció Speer.

Carecían estas palabras del énfasis y el tono de camaradería habituales, lo cual había que atribuir seguramente a las diferencias habidas con motivo de la falsa alarma. Era evidente que Speer estaba aún ofendido. Algunos le tenían por rencoroso. También a Eichler le faltaba el entusiasmo requerido. Se le veía pensativo, como si algo muy importante le preocupara. No obstante, aún dominaba lo bastante la situación como para dejar traslucir una amable ironía, por ejemplo, en el momento de la entrega de premios.

—¡El vencedor de hoy es Alfons Materna! —proclamó.

Materna se levantó, tomó la copa y la levantó en alto entre los aplausos de todos.

Entonces ocurrió algo inesperado. Alfons se quedó allí, dispuesto a tomar la palabra. Nadie podía impedírselo. Su actitud era de una extrema modestia y su sonrisa resultaba incluso tímida.

—Queridos paisanos —dijo afablemente—, yo no soy ciertamente un orador tan espléndido como nuestro Johannes Eichler, cuya valía ha quedado demostrada en tantas ocasiones. Yo sólo soy un campesino, como la mayoría de nosotros. Nosotros trabajamos nuestros campos y cultivamos coles, patatas y trigo. El gobierno del pueblo lo dejamos en manos de aquellos que se sienten llamados a ello, como por ejemplo nuestro admirado Johannes Eichler.

—Guárdate de él —le advirtió Margarete a este último. Pero Eichler creía saber la verdad. Pensaba que, en aquellos momentos, Materna estaba realmente acabado. Había perdido no sólo a su hijo, sino ahora también a su mujer, y con ella los valiosos y extensos Prados de los Perros que eran de su propiedad. Entregarle una copa plateada a cambio de todo ello, pensaba Eichler, era el colmo de la ironía. Por eso dijo—: Déjale que hable. Éste ladra, pero ya no muerde.

—Yo también soy amigo de estas importantes fuerzas constructivas —declaró Materna con gallardía desde el estrado—. Y por ello considero que, hasta el momento, ninguno de nosotros ha hecho lo bastante por estos hombres valientes que, de manera desinteresada y espontánea, están dispuestos a todas horas a defender, con la manguera en la mano, nuestros bienes y nuestras vidas.

—¡Bravo! —gritó Speer.

Aquellas palabras le habían llegado al alma. Por fin había alguien que apreciaba en su justo valor el Cuerpo que él dirigía, ya que esta vez Eichler había omitido hacerlo.

—Los discursos están muy bien —dijo Materna haciendo un guiño—, pero lo importante son los hechos. Así pues, en primer lugar, yo hago donación de esta copa a los jóvenes del Cuerpo Voluntario de Bomberos.

Alborozo general. Aquella copa valía poco más de veinticinco marcos, pero representaba la victoria y su valor era, por tanto, inestimable. La joven guardia de los bomberos se sintió extremadamente honrada.

—Como quizá ya sabéis —dijo Materna a la entusiasmada multitud—, he hecho donación a nuestro Cuerpo de Bomberos de una manguera de veinticinco metros. Pero esto es demasiado poco teniendo en cuenta la enorme importancia de esta organización y los indiscutibles servicios que ha prestado. Por ello, yo hago ahora donación además de una nueva y moderna bomba de incendios.

—¡Bravo! —gritaron a coro los presentes—. ¡Viva Materna! ¡Qué mal le habían interpretado! ¡Viva Materna!

—Y esta bomba —continuó Alfons—, si a vosotros os parece bien, llevará el nombre de mi hijo Alfred. Para que se le recuerde siempre. Porque yo considero que hay cosas que no deben olvidarse nunca.