Quien cava una tumba quiere también ver coronas. Pero no se debe vender la piel del oso antes de haberlo matado.
El día del entierro de Alfred Materna el sol se levantó descolorido, pero pronto se liberó de la densa humedad de la mañana y comenzó a brillar con fuerza, hasta que el campo quedó seco y caliente y la tierra tomó el aspecto del polvo. Muy temprano comenzó el sepulturero a cavar la fosa. Las gruesas coronas estaban preparadas. El cadáver de Alfred descansaba en la iglesia. Sus hermanos y la señora Margarete le habían velado durante toda la noche. Montaban guardia además unos hombres de la Guardia Territorial que se relevaban cada dos horas; pero éstos se quedaron junto a la puerta. Alfons Materna dormía.
Scharfke, el tabernero, no podía conciliar el sueño. Ello se debía, en parte, a los ruidos procedentes del cuarto de su hija: los gemidos de Eugen Eis, debidos esta vez a sus heridas. Pero lo que más le intranquilizaba era el hecho de que Materna no le había formulado ningún encargo en relación con el banquete fúnebre. También a Johannes Eichler la inquietud le quitaba el sueño. Había estado levantado hasta muy tarde y a primera hora de la mañana estaba de nuevo en pie. Sobre sus hombros pesaba toda la responsabilidad de las heridas de Eis.
Eichler organizó el relevo de la Guardia Territorial, mantuvo conversaciones telefónicas con uniones y asociaciones de los pueblos vecinos y conferenció con el presidente de la Unión de Campesinos, con el presbítero y con el pastor.
—¡El muerto era uno de los nuestros! —repetía en tono lastimero—. No podemos abandonarle así como así.
Nadie deseaba hacerlo. Pero la decisión correspondía únicamente a Materna. Y Materna había dicho que no se le molestase. Pero, mientras Alfons dormía, actuaba Jacob en su lugar. Se dirigió a casa de Klinger e hizo allí unas declaraciones que iban a complicar considerablemente la ya delicada situación reinante en el pueblo de Maulen.
A las 08.20 de la mañana, según el diario del gendarme, Jacob Jablonski denunció la muerte del perro Tyras, producida seguramente por envenenamiento. Desconocía al autor del hecho, pero había visto a Johannes Eichler, acompañado al menos por cuatro hombres, en el patio de la casa.
El gendarme tomó nota de la denuncia y fue a visitar el lugar del suceso. Indudablemente, el animal estaba muerto, pero no estaba claro si la muerte se debía a causas externas o era consecuencia de alguna enfermedad. Klinger prometió, no obstante, abrir una investigación.
A las 09.10 horas, según su diario, y con el fin de esclarecer lo ocurrido, el gendarme se dirigió a casa de Johannes Eichler, el cual no sólo negó rotundamente cualquier intervención suya o de sus hombres en el asunto, sino que presentó a su vez una denuncia contra una persona, por el momento desconocida, por el lanzamiento de dos granadas de mano a través de una ventana cerrada contra un grupo de hombres reunidos tranquilamente bebiendo cerveza.
—Espero que ha considerado usted bien esta denuncia —dijo el gendarme, circunspecto.
—Esto debería decírselo más bien a Materna, que es quien ha comenzado a emplear esos métodos. ¡Y todo por el pellejo de un perro! Yo no hago más que defender mi vida. ¿O es que quiere usted convencerme de que debo retirar la denuncia?
—De ninguna manera. Yo me limitaba a hacer una observación.
—Yo no soy ningún cobarde pacifista, sabe usted, señor Klinger. A mí no se me provoca impunemente. ¡Yo devuelvo los golpes!
Encogiéndose de hombros, el gendarme echó mano de su portaplumas. Destapó el tintero y al tiempo que mojaba la pluma refunfuñó: —¿En qué parará todo esto?
—Debería darte vergüenza, Materna —exclamó Margarete agresiva.
—Vaya por Dios —dijo Materna iniciando un bostezo—. ¿Y qué es lo que debería darme vergüenza? Yo no he matado a nadie. No, no he matado a nadie todavía.
—Debería darte vergüenza —repitió ella—. Tu conducta es vergonzosa.
—Estás muy animada esta mañana —observó Alfons—. Esto me hace suponer que el desayuno no tardará en llegar.
—¡Yo he velado toda la noche, Materna! Y tú, ¿qué es lo que has hecho?
—Yo he dormido —declaró Alfons—. Y para dormir bien me bebí anoche un litro de aguardiente. Por eso necesito un buen desayuno. Pongamos media docena de huevos y dos lonjas de jamón gruesas como mi dedo.
—Materna, quiero que nuestro hijo tenga un entierro digno.
—Yo también lo quiero. Sólo que me temo que por «digno» entendemos tú y yo cosas diferentes —respondió Alfons.
—Todos quieren honrar a Alfred y él se lo merece —dijo Margarete—. Dicen que toda la gente del pueblo quiere asistir al entierro y que varias asociaciones de los alrededores han anunciado también su llegada.
—¡Que se vayan a la mierda el pueblo y los alrededores!
—¿Y si yo te lo pido, Materna?
—Esto ya es otra cosa. Yo no tengo inconveniente en acceder a tus deseos… con ciertas condiciones.
—¿Qué quieres de mí?
—Por de pronto el desayuno. Y además me interesaría otra pequeñez: los Prados de los Perros. Tú los aportaste como dote al matrimonio, no sin asegurarte mediante contrato de que yo no podría disponer de esas tierras sin contar antes con tu permiso. Y te confieso que eso siempre me ha molestado.
—¿Son éstas tus condiciones?
—No, no; es una simple proposición. Pero, ya que tú tienes tus deseos, ¿por qué no habría de exponer yo los míos? Los Prados de los Perros tenían una extensión de trescientas cincuenta hectáreas como mínimo. Eran especialmente valiosos por el hecho de encontrarse cerca del centro del pueblo, inmediatamente detrás de la escuela. Constituían una considerable y tentadora extensión de terreno sin edificar y apenas aprovechada. Más allá estaban las pequeñas propiedades de algunos campesinos y, a continuación, las extensas tierras de los Materna, que se extendían hasta los límites del pueblo vecino y hasta el lago, incluyendo el bosque y el pantano del Sur.
—Estoy dispuesta a cederte todos los derechos sobre los Prados. Con una sola condición: no podrás inscribirlos a tu nombre en el registro.
—De acuerdo —dijo Materna.
—¿Y Alfred será enterrado con toda solemnidad?
—Sí. Supongo que estás dispuesta a confirmar por escrito la concesión de esos derechos.
—Sí.
—Muy bien. Mandaré llamar al notario hoy mismo, antes del entierro.
Mientras Alfons Materna desayunaba llegaron Konrad y Peter, los «hijos de Satán». Sonriendo expectantes corrieron a la cocina y se quedaron de pie delante de él.
—Y bien —dijo Peter curioso—. ¿Qué dice usted ahora?
—Estoy desayunando —declaró Materna.
Konrad se inclinó hacia él y le dijo confidencialmente:
—¿Se ha enterado ya de lo que pasó anoche en la taberna?
—Pues claro —respondió Materna mientras cortaba cuidadosamente el último pedazo de jamón—. Estas cosas se saben en seguida.
—¿Y qué? —preguntaron los dos a un tiempo. Estaban ambos ligeramente inclinados hacia Materna, como dos signos de interrogación vivientes.
—No tengo ningún deseo especial de echar sermones —dijo Materna prudente—. Pero, ya que me lo preguntáis, os diré que, en mi opinión, la cosa no fue muy fina.
—¡Sí, pero el resultado valió la pena! —Konrad estaba seguro de que contaban con la divertida aprobación de Materna—. Esos héroes corrían como liebres. Se pegaban unos a otros y gimoteaban como ratas en la trampa. Para mí que más de uno se hizo en los pantalones.
—Desde luego, tenéis una imaginación considerable —dijo tranquilamente Materna—. Porque supongo, naturalmente, que no estabais por allí. Eso sería peligroso.
—¿Peligroso para quién?
—Pues… en primer lugar para los autores del hecho —dijo Alfons apartando el plato vacío—. ¿O es que creéis que esos ardientes defensores de la patria se dejan convertir en liebres y ratas sin protestar?
—Nos decepciona usted, señor Materna —dijo Konrad, desilusionado—. ¿Qué hemos hecho para merecer esto?
Materna meneó su cabeza esbelta y bien formada.
—Ah, qué jóvenes sois aún —dijo.
—Una cosa al menos es segura: nos hemos divertido mucho.
—Esto ya es algo. Pero me parece, mis jóvenes amigos, que no os dais cuenta de una cosa muy sencilla pero de gran importancia: que todo tiene su precio. ¿Qué ocurriría, por ejemplo, si quisieran cobrarme a mí vuestra factura?
—Créanos, señor Materna, nosotros no queríamos causarle a usted ningún problema —aseguró Konrad. Y Peter añadió:
—Ahora más valdrá que nos vayamos.
—¿Por qué sólo dos granadas? —preguntó súbitamente Alfons—. Fueron tres las que mataron a Alfred.
Los dos jóvenes se detuvieron como si hubieran chocado contra un muro.
—Pues… es muy sencillo —dijo Konrad—. No pudimos conseguir más que dos.
—¿Y qué es lo que pueden probar?
—¿Contra nosotros? ¡Nada! —respondió Peter sonriendo.
—Yo en vuestro lugar no estaría tan seguro —advirtió Materna—. Eichler ha presentado una denuncia, de momento contra persona desconocida. Es de suponer que la cosa va contra mí. Pero vosotros podríais encontraros en medio a la hora de los palos.
—¡Y aunque así fuera! —exclamó Konrad desafiante—. Nosotros también repartiríamos leña.
—Por ejemplo, yo sé donde hay tres minas —aseguró Peter animadamente—. Con ellas podríamos hacer saltar por los aires la fonda entera y el ayuntamiento de propina.
—Bueno, ya basta —dijo Materna en tono decidido—. Marchaos a casa y de momento no os mováis de allí. Entretanto yo intentaré salvaros de la cárcel, que es adonde deberíais ir aunque sólo fuese por lo tontos que sois. Y nada de hacer saltar casas por los aires. Y mucho menos sin la orientación de un especialista.
—Gracias por sus buenos consejos —dijo Konrad.
—¡Fuera! —exclamó Materna echándose a reír—. Poneos a cubierto. Éste es el consejo que os doy, y si no lo seguís no os daré ninguno más.
—Ahora marcharemos siempre adelante —aseguró Johannes Eichler con decisión.
—Eso significa que no podemos retroceder —dijo Eugen Eis, que estaba recostado de lado en un sillón junto a la ventana, aunque en aquel momento no sentía las mordeduras del infortunado Tyras—. ¿Tú crees que Materna cederá? Él y ese Jablonski recurren ahora a la violencia, como lo demuestra lo ocurrido conmigo. Son capaces de echar a la gente a palos del cementerio.
Eichler había establecido su cuartel general en la fonda. Ello permitía al inmovilizado Eis participar en la organización. Tenían reservada una habitación del primer piso desde la cual se veía bien la plaza del pueblo.
—¡Materna a la vista! —exclamó Eis desde su puesto de observación—. Ahí viene. A saber lo que estará tramando ahora.
Alfons Materna, rodeado del asombro general, atravesaba la plaza vestido con su ropa de trabajo. Caminaba a grandes pasos, dedicando una leve sonrisa a los vecinos endomingados que se habían reunido ya para asistir al entierro.
—Se mete en casa del gendarme —anunció Eis—. Quizá piensa pedir la protección de la policía para el entierro. Y no me extrañaría que ese Klinger le obedeciera como un corderito.
Eichler guardó silencio durante algunos minutos. Eis disfrutaba, muy discretamente, desde luego, al ver a su amo en apuros. De la taberna subían las primeras oleadas del alegre alboroto de los invitados al entierro.
—Tengo la conformidad del consejo municipal —comenzó a enumerar Eichler—. Puedo contar con la lealtad de numerosos camaradas. El pastor no se inmiscuirá en esto. Con el gendarme sí que tendré que hablar. Y Materna… ése sería capaz de emprenderla a palos con veinte hombres, pero no con doscientos.
En el umbral apareció el tabernero.
—¡Qué asco! —exclamó—. La gente no tiene dinero. El único que está bebiendo como una esponja es Uschkurat, y pagándoselo él. Y no hace más que decir estupideces.
—¿Qué dice?
—Cosas muy extrañas —respondió Scharfke. No le agradaba el ambiente que reinaba aquel día: pocas caras alegres y muchas gargantas secas—. Dice no sé qué tonterías de cerebros, de que se pueden cascar tantos como se quiera, porque sólo sale de la cabeza un líquido parecido a la orina cuando se ha bebido demasiada cerveza. Ya me dirá usted, señor Eichler, si son cosas éstas para oír con el estómago vacío.
Eichler vio que efectivamente no lo eran.
—Una cerveza y un vaso de aguardiente para cada uno —ordenó—. Yo pago.
—Materna y el gendarme atraviesan la plaza —anunció Eis desde la ventana—. Ahora se separan sin darse la mano. Materna se dirige ahora a casa del pastor. El gendarme viene directo hacia aquí.
—Las cervezas grandes y el aguardiente doble —rectificó Eichler.
Scharfke comenzó a animarse. Eis, esperanzado, se irguió sobre sus almohadas. —¡Estamos llegando a la encrucijada!— exclamó.
—Mi querido señor gendarme —le advirtió Eichler amablemente a Klinger—, yo sé lo que he visto. Eran dos granadas de mano.
—Pero no estaban cargadas.
—¡Pero habrían podido estarlo! ¿O es que habré de esperar a que me maten de verdad?
El gendarme sudaba intensamente dentro de su grueso uniforme. Eichler tenía la sensación de hallarse ante un menesteroso. Creía saber dónde le apretaba el zapato a Klinger: seguramente su hijo había tenido alguna intervención en aquel asunto. Si así era, podía decir que le tenía en el bolsillo. Pero él no cometería la ruindad de insistir en aquel punto; estaba dispuesto a tratar bien al gendarme en la medida en que éste se ofreciera a colaborar con él, entendiendo por esto que él decidiría el tipo de colaboración que habrían de mantener.
—Lo siento, pero hasta ahora no conozco ningún indicio concreto de la personalidad del autor o autores.
—¿De veras? —dijo Eichler sonriendo afablemente—. Me parece que para eso no ha de buscar usted muy lejos. ¿No sospecha usted de nadie?
—No basta con las sospechas. Me hacen falta pruebas. Y para conseguir estas pruebas he de proceder metódicamente. Esto, en la práctica, significa que para encontrar sin error posible al culpable o culpables he de empezar por averiguar la procedencia de esas granadas.
—¿Ah, sí? —dijo Eichler sorprendido—. ¿Y cómo es eso?
—El instrumento con que se ha cometido una acción acostumbra a señalar inequívocamente al autor —explicó Klinger—. Así pues, yo me pregunto: ¿de dónde salieron esas granadas? ¿Cómo es posible que se encontraran en la comarca? ¿Cómo llegaron a manos de los culpables?
—Todo eso que está diciendo no es de su cosecha —dijo Eichler en tono inexpresivo después de una pausa.
El gendarme conocía bien la respuesta a sus propias preguntas. Aunque oficialmente no se había enterado nunca del asunto, conocía la existencia de los depósitos de armas. Pero siempre había ignorado deliberadamente aquellos restos de antiguas grandezas.
—La posesión y almacenamiento de armas y municiones están penados por la ley —se atrevió a decir.
—No, eso no puede habérsele ocurrido a usted solo —repitió Eichler—. Se nota que le ha ayudado alguien. Y ya me imagino quién ha sido. Materna, naturalmente.
Klinger no admitió ni negó tampoco tales afirmaciones. Terco como una acémila de Maulen, se limitó a decir: —O todo o nada. Yo no hago las cosas a medias.
En la hora que siguió, Eichler trató de convencer al gendarme. Apeló primero a lo que él llamaba su indiscutible patriotismo, y le espetó finalmente en tono amenazador que no podía creer que él, que había sido en tiempos un valeroso soldado, fuera a oponerse ahora a la comunidad consciente de su deber nacional. El gendarme sudaba, pero permanecía inconmovible.
—No estoy haciendo más que cumplir con mi deber sin miramientos para nadie y tampoco para mí —dijo.
En aquel momento apareció el padre Bachus. Entró corriendo casi como un muchacho y anunció: —¡Traigo una buena noticia!
Eichler le miró con desconfianza.
—¿También a usted le ha llenado la cabeza Materna?
—Llámelo usted como quiera —dijo Bachus amablemente. Sus botas altas estaban sucias de tierra. Había venido directamente del campo. Además de explicar la Biblia, su ocupación principal era el cultivo de sus coles, que a menudo eran más apreciadas en el pueblo que sus comentarios de las Sagradas Escrituras.
—¿Y qué dice de bueno ese Materna?
El pastor juntó las manos, que eran grandes como palas y no estaban en aquel momento precisamente limpias.
—Estoy realmente tentado de considerar lo ocurrido como una inesperada iluminación —aseguró.
—Es posible —dijo el gendarme en tono neutro pero amable.
—El hecho es —declaró Bachus solemnemente— que Alfons Materna consiente en que se celebre el entierro de su hijo con la participación de todos. Todo aquel que quiera asistir será bienvenido, sin ninguna excepción. Lo ha dicho expresamente: ¡sin ninguna excepción!
—¡Magnífico! —comentó el gendarme en voz baja, aliviado.
Eichler desconfiaba todavía. Creía conocer bien a Materna. Pero el pastor continuó explicando entusiasmado: —Me ha dado su palabra de honor. Su deseo no es otro que el de enterrar con toda solemnidad a su hijo querido. ¿Podemos negarnos a ello?
—Desde luego que no —se apresuró a responder Eichler—. ¡Pero ay de él si intenta tendernos una trampa! ¡Habría doble entierro!
Una hora antes de la señalada para la ceremonia apareció Siegfried Grienspan montado en su bicicleta, con el traje de los domingos, negro y delgado como un cuervo. Le abrió la puerta Jablonski.
Alfons Materna salió de la casa para recibirle.
—¡Bienvenido! —exclamó—. No tenía idea de que fuera usted amigo de fiestas, Grienspan.
—Pasaba por aquí casualmente.
—Y casualmente llevaba usted el traje negro. Las vacas que ha comprado deben de haber quedado impresionadas.
Tomó a Grienspan por el hombro y le hizo entrar en la casa. Cuando estuvieron solos en la sala grande le dijo simplemente: —Gracias.
Grienspan se sentó. Parecía agotado. Aquel trayecto en bicicleta bajo el sol canicular le había resultado extremadamente fatigoso. Sacó el pañuelo y se secó la frente.
—Le veo a usted tranquilo, querido amigo. Me alegro.
—Y si mira usted bien, verá que hasta estoy de buen humor.
—Y por qué no. La muerte no es más que un tránsito… A un mundo que seguramente es mejor que éste.
—Entonces, los que llevan a otros al más allá deberían ser considerados como benefactores.
—Materna —dijo Grienspan preocupado—, ¿adónde quiere usted ir a parar con esto?
—Al cielo directamente —respondió Alfons.
Grienspan se levantó intranquilo y comenzó a pasear por la habitación. Tenía las manos juntas en un gesto de inquietud. De pronto dejó de pasear y dijo:
—Yo tenía un hermano. Usted no le conoce, nunca habrá oído hablar de él. Decían que era muy diferente de mí, y lo decían como un elogio. Lo mataron en Berlín, en la primavera de mil novecientos diecinueve. Murió por lo que él llamaba sus convicciones. Se dejó matar por sus convicciones, ¿comprende usted?
—Estas cosas ocurren, Grienspan. Es algo muy noble… aunque no siempre la mejor solución posible.
—Dice usted esto, Materna, pero ¿qué está usted haciendo ahora? ¡Casi lo mismo que él!
Alfons Materna sonrió.
—Hoy, en el transcurso de un solo día, he visto tres cosas y tres personas que han conmovido mi corazón. Las tres cosas eran: la rosa que se ha abierto junto a mi ventana, el agua cristalina que había en la tina para las vacas y un árbol que parecía cortar en pedazos el cielo de plomo de esta mañana. Y las personas eran: primero, Jacob Jablonski, que es como un hermano mío; después María, mi criada sordomuda, que sabe describir con un solo gesto de la mano la redondez de la tierra y que me hace sentir día a día y minuto a minuto que estoy vivo; y ahora usted, Grienspan, que me recuerda con su presencia que todavía existe la amistad.
—Qué testarudo es usted —dijo Grienspan abatido—. Sigue empeñado en soñar cosas imposibles. Y lo que es más, pretende mover montañas y cambiar el curso de los ríos.
—Ambas cosas son posibles.
—¿Y se puede cambiar también a las personas?
—No sólo se puede, sino que se debe hacer. Al menos, hay que intentarlo.
Grienspan meneó la cabeza.
—¿No cree usted que confía demasiado en sus propias fuerzas? O quizá no le comprendo del todo… —dijo pensativo.
—Nadie comprende nunca a nadie —dijo Materna en tono de broma pero con una expresión triste en sus ojos color ceniza—. Hay que resignarse a ello.
—¿Quiere usted que me vaya? Así estará más tranquilo…
Materna se rió silenciosamente.
—Por nada del mundo debe dejarse usted perder el espectáculo que estoy preparando.
—¡Materna, está usted loco!
—No, por favor, nada de alabanzas anticipadas. Todavía no sé si me saldrán bien las cuentas. Pero estoy casi seguro de que sí. La insensatez humana es ilimitada.
Las ceremonias del entierro de Alfred Materna comenzaron a la hora fijada. La puntualidad era una virtud de los vecinos de Maulen, al menos mientras estaban serenos. El toque de difuntos fue como las campanadas de un reloj antiguo de probada exactitud.
—Bien, vamos allá —dijo el padre Bachus cogiendo su sotana.
El ataúd, tapado y cerrado con tornillos, estaba delante del altar. Encima de éste había gran cantidad de flores, rosas sobre todo, que florecían espléndidamente en aquella época del año. A derecha e izquierda había dos candelabros. A los dos lados, un laurel. Delante del altar había una alfombra de color azul oscuro con dibujos amarillos que querían ser dorados y que representaban cruces, peces y coronas.
—Un chico tan valiente y tan guapo —dijo la viuda Meta Mischgoreit, que se había abierto paso tenazmente hasta las primeras filas—. Cómo ha debido de sonreír al ver al Padre Celestial.
—Qué tontería —dijo Jablonski—. Si tenía la cabeza hecha papilla. Cómo iba a sonreír.
—¡Que el Señor tenga piedad de su alma! —exclamó Uschkurat con énfasis—. No se debe hablar mal de los muertos. Llevaba ya la primera borrachera del día. Decían que un buen masuriano podía aguantar hasta tres. Suspirando, se secaba el sudor de la frente.
—Y mucho menos de éste, que ha muerto como un héroe —dijo solemnemente Gottlieb Speer, que estaba a su lado.
—¡Ah, el destino, el destino! —cuchicheó la Mischgoreit.
—Hagan el favor —dijo el sacristán en voz baja pero bien audible—. ¡En la iglesia habla sólo el señor cura! Los demás limítense a rezar o cantar cuando se les dé la señal.
Todos bajaron la cabeza. Uschkurat se sentó dando un traspiés y Speer le sostuvo. La viuda Mischgoreit se arrodilló en medio del pasillo.
Alrededor del ataúd se encontraban los parientes más próximos. Delante de todos estaba Margarete Materna, velado de seda negra el pálido semblante. Detrás de ella, los hermanos del muerto: Hermann, mirando al frente muy serio, en correctísima actitud; y junto a él Brigitte, que sollozaba de vez en cuando y miraba por encima del pañuelo a los apiñados asistentes sin dejar de observar las frecuentes miradas masculinas que se posaban sobre ella. Alfons Materna llegó muy tarde. Su rostro aparecía completamente inexpresivo. Se colocó a un lado del ataúd y se quedó allí de pie, inmóvil como una piedra.
—¡Oremos! —exclamó el padre Bachus.
En la tercera y cuarta fila se encontraban los criados de la casa de Materna. María miraba al suelo. Jablonski había cerrado los ojos y parecía pensar en algo. Detrás de ellos estaban, inmóviles, el ordeñador, el mozo de cuadra, la mujer que se ocupaba de los corrales y los inquilinos de Materna.
—Inclinémonos humildemente ante la majestad de la muerte —dijo el pastor.
Los presentes obedecieron. Pero ninguno de ellos estaba tranquilo. Johannes Eichler no se había presentado todavía. Y casi todos se preguntaban lo mismo: «¿Qué pasará cuando llegue?». Era un entierro como nunca se había visto en Maulen. La iglesia estaba abarrotada. Hombres, mujeres y niños llenaban todos los sitios disponibles hasta arriba en el coro.
Habían acudido nutridas delegaciones de uniones, asociaciones y organizaciones de Maulen y de toda la comarca. Allí estaba representada la Unión de Veteranos de Gross-Grieben, cuya célebre bandera, que había tenido en sus victoriosas manos el feldmariscal von Hindenburg para ornarla con una cinta negra, blanca y roja, se inclinaba ahora, brillante, hacia el ataúd. Más allá se encontraba el coro de Siegwalde, conocido en todo Masuria y ganador por dos veces del concurso «La patria musical». En su estandarte se leía la hermosa frase: «La canción os hará libres».
Allí estaban también los representantes de la Unión de Tiradores de Seebergen, cuyos festivales veraniegos eran siempre un acontecimiento en la comarca. Su lema era: «Pulso firme por la patria».
Venían aún otras delegaciones de uniones de veteranos, cuerpos de bomberos, sociedades deportivas y asociaciones de ahorros. Hombro con hombro se apretaban unos contra otros. Clases enteras de escolares habían acudido en peso para recibir explicaciones sobre las tradiciones patrias y el espíritu nacional que informaba las ceremonias colectivas.
La Guardia Territorial de Maulen había solicitado el honor de transportar de la iglesia al cementerio el ataúd de su camarada muerto y de bajarlo a la fosa. Materna no había rechazado aquella petición hecha con firme cortesía y consideraron, pues, que había accedido.
Pero ¿quién mandaría la Guardia Territorial, se preguntaban muchos, en ausencia de Eugen Eis?
Fue Eichler en persona quien lo hizo. A la cabeza de un grupo escogido de hombres marchó hacia la iglesia. Llevaban trincheras color gris de campaña. Sus botas se movían todas exactamente al mismo compás. Avanzaron decididos por el pasillo hacia el altar, hacia el ataúd, hacia Alfons Materna.
En el mismo instante se extinguieron las últimas notas del primer himno, «Señor, Señor nuestro, a Ti clamamos». El órgano subió de tono una vez más y enmudeció. Se hizo en la iglesia un silencio absoluto.
Eichler, tieso y pálido, avanzaba como si nada pudiera detenerle. A tres metros del ataúd se detuvo bruscamente. Miró a Materna y extendió la mano derecha hacia atrás. Le dieron una corona de ramas de encina con una cinta negra, blanca y roja en la que se leía: «A nuestro camarada inolvidable, de sus camaradas». Alfons Materna miró la última columna, al lugar donde estaba de pie Siegfried Grienspan, y le sonrió. Todos lo vieron. Fue una sonrisa que, como afirmarían después muchos de los presentes, «daba escalofríos». Todo el mundo estaba ahora preparado para ver lo imposible.
Y, en efecto, sucedió lo imposible. Sucedió cuando el padre Bachus, en tono de severa exhortación, exclamó: —¡Honremos la memoria de nuestro amado difunto! Alfons Materna echó a andar despacio, mecánicamente, casi como un muñeco movido por hilos. Dio tres, cuatro pasos que parecían inacabables en dirección a Eichler y se quedó parado delante de él, mirándole. Pasaron entonces unos angustiosos segundos. Materna extendió el brazo derecho y le tendió la mano a Eichler. Y lo bastante alto para que le oyeran todos, dijo:
—Me alegra que hayas venido.
—Era mi deber —dijo Eichler con dificultad. Se sentía como si estuviese bajo una amable lluvia de verano después de haber esperado una granizada o, quizá, rayos y truenos.
—Te aseguro que aprecio en lo que vale este gesto tuyo —dijo Materna con voz que se oyó en el último rincón de la iglesia.
—Gracias —dijo Eichler gravemente.
Tomó la mano que se tendía hacia él y la estrechó. No podía hacer otra cosa: había varios centenares de ojos fijos en él. Se inclinó profundamente, quizá para ocultar su confusión.
—¡Como Hindenburg y el Emperador! —gimoteó la Mischgoreit—. Igual que en el cuadro que tenía mi pobre marido a la cabecera de la cama.
El pastor exclamó: —Glorifiquemos al Señor, porque sus caminos son admirables.
Aquel día, según coincidieron todos en afirmar, el padre Bachus se superó a sí mismo. Su voz rivalizaba con los sones del órgano. Sus brazos extendidos parecían abrir su corazón paternal a todo Maulen, Materna y Eichler incluidos.
—Lo que acabamos de presenciar constituye un conmovedor ejemplo —exclamó—. ¡Es obra de la Providencia!
La viuda Mischgoreit sollozaba, feliz. Uschkurat se tapó la boca con la mano, se levantó y salió precipitadamente, tambaleándose. Speer, su camarada, fue tras él para ayudarle. Materna y Eichler estaban en la primera fila, sentados el uno junto al otro como si nunca hubieran roto un plato. Los enemigos jurados de hacía unas horas parecían envueltos en un halo de dulce concordia. El organista pulsaba todos los registros.
—Qué cuadro tan conmovedor —dijo Konrad Klinger pensativo—. Los dos delante del ataúd de Alfred, el que le trajo al mundo y el que le ha sacado de él.
—Vaya un hatajo de cobardes —dijo Peter Bachus—. Y Materna el más cobarde de todos.
—¿Tú crees? —preguntó Konrad. Se dirigía no sólo a su amigo sino también al hombre que estaba a su lado apoyado en la columna como si no le quedasen fuerzas: Siegfried Grienspan. Pero éste no respondió. Tenía una expresión de tristeza en los ojos. Sacó el pañuelo y se sonó.
Pero ante el pueblo, la reconciliación de los eternos rivales era un hecho. Cuando los hombres de la Guardia Territorial levantaron el ataúd sobre sus fuertes hombros, les siguieron en primer lugar Eichler y Materna. Pasaron después Margarete y los demás parientes. Detrás de ellos desfiló la gente del pueblo y de los alrededores. Entraron todos en el cementerio. Llegó entonces otro de los momentos culminantes de aquel día memorable: los discursos fúnebres, que el padre Bachus denominaba benévolamente «sermones profanos». El primero en dar al muerto su último adiós fue un camarada de la Guardia Territorial, que dijo sencilla y enérgicamente: —¡Nunca te olvidaremos, Alfred!— y dejó su corona. Siguieron otros, que tuvieron asimismo el acierto de no utilizar demasiadas palabras. Los masurianos no eran habladores sino más bien gente de acción.
—¡Adiós, amigo Alfred! —exclamó otro de sus compañeros con voz ahogada.
—¡Seremos fieles a tu memoria! —dijo otro.
—¡Siempre firmes al servicio de la patria! —exclamó un tercero.
El famoso coro de Siegwalde entonó la canción que le había valido el primer premio en el concurso regional:
A los verdes valles quiero regresar
y escuchar de nuevo el canto de la alondra;
ah, por los prados de la patria quiero cabalgar,
por las praderas donde saltan los arroyos.
Cuando se hubo calmado un tanto la emoción general, Johannes Eichler avanzó hacia la tumba abierta creyendo ser el último en hacerlo, no sin antes haber preguntado a Materna con amigable corrección: —¿Me permites?
—Naturalmente —respondió Alfons, para gran satisfacción de cuantos le rodeaban.
Durante unos segundos, Eichler pareció contemplar la tumba profundamente conmovido. Después levantó la cabeza y abrió la boca, pero permaneció silencioso, como si no pudiera pronunciar ni una sola palabra. Materna le miraba con verdadera preocupación. Pero finalmente dijo: —Estimado Alfons Materna y familia. Amigos míos. Queridos camaradas. Estamos aquí reunidos para enterrar a uno de los nuestros. ¡Era uno de los mejores! Honraremos siempre su memoria.
«Alfred había reconocido los signos de los tiempos. Muy pronto decidió unirse a la comunidad, que para nosotros lo es todo. Él sabía lo que es el amor a la patria, sabía que no es una vana ilusión sino que se debe estar dispuesto a sacrificar la misma vida por él. Y él lo ha hecho.
»Si todos fueran como él, no temería yo por el futuro de nuestro pueblo. Él es para nosotros advertencia y ejemplo al mismo tiempo. Debemos poner todo nuestro empeño en imitarle. Con el corazón dolorido pero lleno de emoción nos despedimos de ti, camarada Alfred, y te decimos todos: ¡descansa en paz!».
Hubo un silencio. Eichler fue a donde estaba Materna y le tendió la mano. Alfons la tomó. La viuda Mischgoreit se tambaleó a causa de la emoción, pero Jablonski le hizo recobrar el equilibrio con mano firme.
Grienspan miró preocupado a los «hijos de Satán» que en aquel momento se alejaban rápidamente, con una mueca despectiva en el rostro. Uno de ellos produjo una especie de desagradable chirrido.
El teniente músico del Cuerpo Voluntario de Bomberos de Maulen levantó la batuta. Dieciocho instrumentos de viento que brillaban al sol de manera deslumbrante comenzaron a tocar el himno «Recemos…». Los formidables sones del trombón ahogaron las palabras siguientes.
Acabada la imponente interpretación, el padre Bachus se dispuso a pronunciar la oración final, pero Materna le retuvo y se colocó él junto a la tumba. Desde allí miró casi con curiosidad los rostros asombrados de cuantos le rodeaban.
—Esto no estaba previsto —le susurró Eichler preocupado al pastor—. Todos están extrañados.
Pero Bachus respondió suspirando:
—Si se empeña en hablar, no vamos tampoco a privarle de ello. Se había levantado un ligero vientecillo que movía las copas de los árboles y acariciaba las cintas de las coronas. Los velos de Margarete aleteaban, rozando el duro rostro de Eichler como si quisieran ocultarlo.
—¿Qué es una vida humana? —decía Materna—. Todo el que nace tiene que morir. En todo el mundo es igual, hasta en el último rincón de Asia o de África. Y lo mismo aquí, en Maulen. Pero, naturalmente, el hijo de un chino que muere no nos preocupa, y tampoco el de un bantú. Sólo nos inquietamos cuando se trata de nuestra propia piel, aunque sea sólo en el momento de enterrar a uno de nuestros muertos. Entonces dicen todos: «Son sacrificios inevitables».
»Pero yo creo que debemos preguntarnos: ¿por qué y para qué tales sacrificios? Se afirma que vivimos dentro de un orden universal aceptado por todos y dentro del cual todo tiene su sentido. Según esto, es posible encontrar el sentido de cada uno de esos sacrificios.
«Soy un padre que ha perdido a su hijo. Esto en sí no es nada extraordinario. Cada día mueren muchas personas y no siempre se plantean preguntas sobre la justicia o injusticia del hecho. Pero ¿qué ocurre cuando surgen esas preguntas?
»La conclusión de todo esto es inequívoca y yo pienso ser consecuente con ella. Se lo prometo aquí a mi hijo muerto. Haré que pueda descansar en paz».
—Dios mío —murmuró Grienspan, que estaba algo apartado de los demás—. Ojalá nadie comprenda lo que quiere decir.
Pero no existía tal peligro. Cada cual oyó sólo lo que quería oír. Visiblemente aliviado, Eichler volvió a ofrecer su mano a Materna en un gesto algo teatral y Materna volvió a estrecharla. La gente del pueblo estuvo a punto de romper en aplausos. El padre Bachus impartió la bendición final: —En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
La banda interpretó la marcha «Viejos camaradas». A sus sones se agruparon todos y se dirigieron en apretada formación a la taberna, donde les esperaban barriles enteros de bebida fría. Pocos minutos después, la tumba de Alfred Materna era un solitario montón de tierra entre otros cien iguales. Pero aún había mucho sitio en el cementerio de Maulen.