II

Al alba se reúnen los lobos, pero al nacer el día rompen a cantar los pájaros.

El entierro de Alfred Materna prometía ser un acontecimiento fuera de lo corriente. Hasta en los alrededores de Maulen y en muchos otros puntos de la comarca hubo quien manifestó su deseo de asistir. Pero Alfons Materna había decidido lo contrario: «Se ruega abstenerse de hacer visitas de pésame». Él mismo colocó a la entrada de su casa un letrero que decía: «Atención, perro peligroso» y desató a Tyras de su correa. El vigoroso perro de pastor salió corriendo y fue a echarse en el granero. No por ello era menos necesaria la precaución, ya que bastaba un silbido de Materna o de Jablonski para transformar a Tyras en un animal sanguinario.

Así fue también como el fiel Jablonski se proveyó sin tardanza de una estaca de roble que no abandonaba ni para comer, sino que, por el contrario, la dejaba encima de la mesa a punto de ser usada. Estaba encargado de vigilar la puerta. Llevaba la llave del candado al cuello, colgada de un cordón. Cuando alguien osaba hacer sonar la campanilla, Jablonski le hacía esperar primero un rato, se dirigía después a la puerta con la estaca al hombro y gritaba:

—¡Por todos los demonios! ¡Estamos de luto! Tales frases se las gritó incluso al padre Bachus. Pero cuando éste le dirigió una mirada de prudente indignación, pronunció Jablonski algo parecido a una disculpa y sustituyó la expresión «por todos los demonios» por la fórmula «en nombre de Dios». El padre Bachus era un hombre pacífico que dejaba que cada cual se ganase el cielo a su manera, siempre y cuando se atuviese por lo menos a las normas fundamentales de la Iglesia. Y esto no debía de resultar muy difícil, pensaba él, ya que en toda la comarca había una sola iglesia: la suya.

—No recibimos a nadie —dijo Jablonski— y hemos rogado que no se nos hagan visitas de pésame. Pero Bachus, sin perder ni un ápice de su calma, dijo:

—Yo le agradecería, mi querido señor Jablonski, que tuviera la bondad de transmitir al señor Materna mi ruego de que me conceda una entrevista. Puede usted anunciarle que tengo la intención de tratar de algunos inevitables detalles administrativos relacionados con el sepelio.

Jablonski, admirado, asintió. Siempre le imponía respeto la elocuencia de Bachus. Con un gesto amable se retiró, olvidando incluso echarse la estaca al hombro.

Materna apareció casi inmediatamente. Llamó a Tyras y le ató a su correa. El animal se echó cuan largo era y abrió la boca en un formidable bostezo.

—¡Que el Señor sea con usted! —exclamó el pastor.

—Falta me hace —respondió Materna.

Se adelantó y condujo a Bachus a la sala grande. Allí yacía aún Alfred envuelto en los blancos lienzos. El pastor rezó un momento en silencio. Después, casi sin transición, dijo: —Yo podría ofrecerle un lugar muy hermoso en nuestro cementerio para Alfred, caso de que usted lo desee, señor Materna.

—Lo que se entiende por un lugar hermoso acostumbra a ser también un lugar caro, ¿no es cierto?

El padre Bachus se quedó un tanto sorprendido.

—¿Es que lo encuentra usted excesivo para su hijo? Pero, realmente, el precio en cuestión no es demasiado elevado. Es un lugar en la primera fila de la avenida principal, más ancho y el doble de largo de lo corriente, con espacio suficiente para unos bordes de mármol y, eventualmente, una lápida vertical. Vendría a costar unos ciento veinte marcos.

Materna se guardó de acceder enseguida. En Masuria, el regateo era habitual. Por ello dijo con cautela:

—Yo soy un hombre modesto… y no soy precisamente lo que se llama un buen hijo de la Iglesia.

—Lo sé, lo sé —exclamó el padre Bachus con un gesto de magnánima evasiva—. Muchas veces le he echado en falta en la misa, sí, casi siempre. Pero a todos nos ha de llegar la hora. Y esta hora, señor Materna, habría podido ser la suya.

—Ya lo es —dijo Materna sencillamente.

Pero antes de que Bachus, un tanto conmovido, comenzara a hablar otra vez del hijo muerto, Materna pasó a exponerle una especie de tratado que constaba de los siguientes puntos:

Primero: la tumba, según lo dicho, en lugar preferente. Precio, la suma mencionada más un donativo de treinta marcos.

Segundo: veinticuatro horas antes del entierro, instalación de la capilla ardiente en la iglesia, con la condición de mantener ésta cerrada y de no permitir, por tanto, la visita de personas extrañas. Qué personas eran consideradas «extrañas» lo decidiría él en persona. Cien marcos más.

Tercero y último: entierro solemne en el lugar convenido a celebrar en la más rigurosa intimidad, con asistencia sólo de las personas invitadas. Como era de suponer, también a este respecto se reservaba él el derecho de determinar quién era admitido y quién no lo era. Otros cien marcos.

Cuarenta marcos más si se seguían exactamente estas instrucciones y otras que pudiera dar sobre cuestiones de detalle. En total, pues, cuatrocientos marcos a pagar en efectivo inmediatamente después del entierro. Más, en todo caso, otros cien marcos para fines benéficos.

—Muy bien —dijo el pastor algo impresionado. Pero añadió en tono de ruego—: No obstante, hay aún una cuestión a considerar: el profundo sentimiento de nuestros conciudadanos, que desearán sin duda estar presentes para despedirse del llorado difunto. ¿Vamos a privarles de ello?

—Cuatrocientos marcos y quizá incluso quinientos —dijo Materna impasible— si todo se hace según mis deseos. Éste es el trato y me interesa que se cumpla al pie de la letra.

—De acuerdo, pues —declaró Bachus—. Estoy seguro de que será una ceremonia en extremo solemne.

—Al fin y al cabo, el muerto era uno de los nuestros —dijo Johannes Eichler—. Y así debe ser expuesto a la opinión pública. A nuestros camaradas les debemos al menos esto.

—Hemos recibido ya demandas de toda la comarca —informó Eugen Eis—. Quieren venir, se solidarizan con nosotros. No podemos hacer un desprecio a esa gente, a esos camaradas.

—Nosotros no se lo hacemos —dijo Eichler—. Es ese Materna quien se lo hace.

—Siempre ha de llevar la contraria —aseveró Ignaz Uschkurat, alcalde y jefe de la Unión de Campesinos—. Siempre, desde que le conozco, ha llevado la contraria a todos.

—Pero hay que respetar sus deseos —declaró inesperadamente Gottlieb Speer, maestro albañil y presbítero—. Al fin y al cabo ha pagado por ellos a la iglesia. Y a la iglesia le hacía mucha falta, porque es urgente construir un tejado nuevo.

—Y ese tejado, naturalmente, lo construirás tú —precisó Eis.

—¡Pues alguien ha de hacerlo! —Speer se irguió, molesto—. Y resulta que yo soy albañil, tejador y carpintero, y se puede decir también empresario de obras. ¿Es que se me va a echar esto en cara?

—¿Así que no te preocupa dejarte pagar por Materna? —dijo Eis.

Se mostraba agresivo. Eichler le había autorizado expresamente a adoptar tal actitud. En Maulen, cuando algún peligro amenazaba la comunidad, se llevaba el arma cargada y el dedo en el gatillo. —Esto es sencillamente una traición a la causa— añadió.

—¡No puedo consentir que se me hagan tales acusaciones! —exclamó Speer excitado.

Que se le reprochara el aceptar, aunque de manera indirecta, dinero de Materna era aún tolerable. Pero que le creyeran capaz de traicionar a la causa era realmente excesivo.

—Si construyo ese tejado es por la iglesia. Es ella quien me paga.

Y por cierto que le hago un precio especial.

—Bueno, no hagamos acusaciones precipitadas —dijo Ignaz Uschkurat.

—Nadie está acusando a nadie —aseguró Eichler conciliador. En un gesto amable colocó una mano sobre el brazo de Speer y la otra sobre el de Uschkurat. Ambos estaban visiblemente agitados, con lo cual podía decirse que la intervención de Eis había tenido el efecto buscado.

—Todos sabemos que se puede confiar en vosotros, queridos amigos.

Eichler se encontraba en compañía de Eis y de aquellos a quienes llamaba sus «queridos amigos» en el llamado «despacho». Dicho despacho se encontraba en un edificio contiguo al molino de Eichler donde había además unas habitaciones personales, cocina y bodega, y que resultaba muy adecuado para las discusiones privadas. El ama de llaves de Eichler les servía casi como si abrevara caballos.

—Nosotros tenemos unas obligaciones que no podemos eludir —dijo Eichler—. Obligaciones para con la opinión pública, la comunidad y la patria. Johannes Eichler era la personalidad más activa del pueblo de Maulen. Su actividad se había iniciado después de la muerte prematura de su esposa, ocurrida en circunstancias trágicas: se ahogó en una cuba de leche en la vaquería que había aportado como dote al matrimonio.

Después de un cierto período de luto, se había entregado intensamente a la labor patriótica. Muy pronto se convirtió en el pilar fundamental del patriotismo y el nacionalismo del lugar. También era bien conocido como generoso bienhechor. No sólo concedía y tramitaba préstamos y créditos, sino que había contribuido a la fundación de la Unión de Excombatientes y Veteranos y de otras asociaciones. A su iniciativa se debía asimismo el impresionante y artístico monumento a los caídos. Ignaz Uschkurat, que tenía la cabeza redonda, la figura cuadrada y una mirada de perro de San Bernardo, repuso: —Yo no soy un gran amigo de Materna, que digamos. Le encuentro demasiado terco. Siempre ha de hacerlo todo a su antojo, sin atenerse a las normas que todos observamos. Abona sus campos cuando le parece, cambia los cultivos sin razón aparente y muchas veces recoge la cosecha con procedimientos desacostumbrados. Y, sin embargo, sabe Dios que es el mejor agricultor de toda la comarca.

—Yo también aprecio a Materna en lo que vale —dijo Eichler magnánimo—. Es un hombre que conoce su oficio. Siempre consigue los mejores precios para su trigo y su ganado aumenta enormemente. Son cosas que hay que reconocer. Pero a menudo yo me pregunto: ¿es esto realmente todo lo que caracteriza a un alemán?

Eichler dijo esto mirando a Eis, el cual, interpretando correctamente la mirada, dijo.

—Ese Alfons Materna se mantiene siempre fuera de nuestra comunidad. No pertenece a ninguna de nuestras asociaciones y le importa un comino nuestra labor patriótica. ¿Por qué ha de comportarse así?

—¡Sólo un poco más de espíritu comunitario! —exclamó Eichler con expresión lastimera—. ¿Creéis vosotros que es demasiado pedir?

Ninguno de los presentes se sintió obligado a responder que no. Miraban por la ventana el exuberante paisaje estival. Un extenso campo de trigo centelleaba a la luz dorada del sol. Pero aquella imagen les resultaba ya muy familiar, y en aquel momento les atraía más la presencia de una botella de aguardiente.

—Alfred ha muerto como un héroe en plena época de paz —dijo Eis—. Es un mártir; el que fuera consciente de ello o no, no importa. Y así hay que hacerlo constar ante la opinión pública. Uschkurat manifestó su apremiante deseo de ir a orinar. Eichler le acompañó. Salieron fuera y se colocaron uno junto a otro, en buena armonía, ante la desnuda pared trasera de la casa. Entonces Eichler mencionó, como por casualidad, la deuda que Uschkurat tenía con él, de la cual formaba parte, entre otras cantidades, el dinero de la molienda de los últimos cuatro meses.

—Te pagaré después de la cosecha, como siempre —prometió Uschkurat.

—Desde luego, yo no te reclamo nada, amigo mío; sólo me he permitido recordar el asunto. Si algo he querido decir es que deberíamos admitir de una vez y sin reservas que tenemos que ir todos de acuerdo. Estamos todos en la misma barca.

Tras nuevas e intensas deliberaciones, los resultados de aquella conferencia fueron, en primer lugar, que Eugen Eis se ocuparía en adelante de promover la actuación patriótica y nacionalista de los ciudadanos. En idéntico sentido se comprometió el atribulado Speer a intervenir cerca del padre Bachus. E Ignaz Uschkurat se declaró dispuesto a ir a ver personalmente a Materna y «apelar a su conciencia», suponiendo, claro está, que aquel hombre la tuviera.

—Está en juego el respeto que nos profesa el pueblo —dijo Eichler para concluir—. Ni el mismo Alfons Materna puede rechazar esta justificada petición.

Aquel mismo día llegaron a casa de Materna dos muchachos a quienes se conocía por el apodo de «los hijos de Satán», y ello no sólo en Maulen sino también en los alrededores. Eran los hijos del gendarme y del pastor; se llamaban Konrad Klinger y Peter Bachus.

—Queremos ver el cadáver —dijo Peter.

—Y queremos saber lo que piensa el señor Materna de todo esto —añadió Konrad.

Los dos chicos eran los únicos del pueblo de Maulen que iban al instituto de Allenstein. Destacaban allí por su inteligencia y por su increíble pereza. Llevaban a algunos profesores al borde del éxtasis y a otros a la más profunda desesperación. Su trabajo era de una irregularidad alarmante. Y no menos alarmante era la conducta que observaban en el pueblo.

—Aquí la gente acostumbra a morir en la cama —dijo Peter.

—Pero esta vez ha ocurrido en pleno campo —añadió Konrad—, y en unas circunstancias muy poco corrientes. Esto nos interesa.

—¡Buenas piezas estáis hechos! —dijo Jablonski que había salido a la puerta a recibirles—. No tenéis miedo de nada, ¿verdad? Los «hijos de Satán» callaron, satisfechos. Estaban orgullosos de la mala fama que tenían y no perdían ocasión de consolidarla, no sólo en el instituto sino también en el pueblo. Pasaban en casa todos los fines de semana y las vacaciones, que a la sazón acababan de empezar. Tenían cuatro semanas enteras para desfogarse cuanto quisieran. Y pensaban aprovecharlas. Materna no dudó en recibir a los «hijos de Satán». Les hizo pasar primero a la cocina, donde calmaron su insaciable apetito con carne asada fría y embutidos.

Después fueron a ver el cadáver de Alfred Materna. El joven contaba pocos años más que ellos, pero aquella pequeña diferencia de edad había bastado para separarles como una barrera. No obstante, tenían mucha confianza con él y siempre habían pensado que Alfred sería el tercero ideal para sus aventuras, ya que a menudo tenían urgente necesidad de refuerzos.

—¿Por qué ha tenido que morir? —preguntó Peter.

—Todos hemos de morir un día u otro —dijo Materna—. Más pronto o más tarde.

—Pero hasta ahora yo siempre había pensado que se moría mucho más tarde, excepto en tiempo de guerra, claro —dijo Konrad pensativo.

—Quizá es siempre tiempo de guerra y nosotros no lo sabemos —respondió Materna.

Konrad y Peter se inclinaron sobre el cadáver. Materna les observaba con creciente atención.

—¡Qué extraño! —dijo Peter—. Uno está vivo, se echa tranquilamente en la hierba sin pensar en nada y de repente… ¡plas!, le borran del mapa.

—Lo que a mí me parece extraño son algunos tipos que andan por ahí sin ser vistos y se dedican a tirar granadas de mano —dijo Konrad en el mismo tono pensativo—. ¿Saben ellos lo que siente una persona a quien le estalla una granada encima?

—Tiene razón Konrad —dijo Peter guiñando el ojo a su amigo—. Me parece que hay que esclarecer este punto.

—Tenéis mucha imaginación —observó Materna—. Y la experiencia demuestra que eso no está exento de peligros.

—¿Usted conoce la colina que hay junto al pantano del norte? —preguntó Peter—, la que llaman «Colina del General».

Materna asintió.

—Desde allí se ve una gran parte de los pantanos —dijo.

—Sí —dijo Peter—. Y Johannes Eichler también los veía. Cuando estallaron las granadas él estaba allí. Nosotros le vimos.

—¿Está bastante claro ahora? —preguntó Konrad.

—Demasiado claro —dijo Materna evasivo.

El cielo de Masuria era de un color azul brillante. La tierra, cálida y joven, olía como un niño recién nacido al que acaban de bañar. Las calles de Maulen aparecían desiertas.

—Éste es un día de aquellos en que los perros andan con la lengua fuera —suspiró Ignaz Uschkurat.

Quería decir con ello que el tiempo era caluroso y seco. En días como aquél, los habitantes del pueblo, amodorrados, se echaban a la sombra o se metían en la taberna. Él, en cambio, pensaba afligido, tenía que darse el gran trote solo por las calles, aunque, de momento, había llegado sólo hasta la taberna. Allí se encontraba ya, sentado a una de las mesas, el maestro de obras y presbítero Speer, compañero suyo de fatigas, ya que también él se disponía a cumplir una enojosa misión.

Se saludaron con un gesto de inteligencia y se pusieron a beber cerveza y aguardiente de trigo. Ninguno de los dos se sentía especialmente tranquilo. «Ojalá todo vaya bien», pensaban.

—Ya estoy enterado —dijo Scharfke, sentándose a la mesa con ellos—. Me han dicho que los dos tenéis que ponerle el cascabel al gato, cada uno a su manera.

Scharfke estaba siempre bien informado gracias a Eugen Eis. Y todo el pueblo conocía la razón. El apuesto Eugen frecuentaba regularmente la taberna y frecuentaba también regularmente a la hija del tabernero, con la cual era incluso posible que se casara algún día, ya que Christine Scharfke no sólo era lo que en el país se llamaba «una real hembra» sino también la heredera del negocio. Y el favor del padre se lo ganaba Eis proporcionándole informaciones confidenciales acerca de asuntos privados del pueblo, informaciones que a menudo se hacía pagar.

—Hasta ahora no ha habido nunca en el pueblo un entierro con este carácter privado —dijo Scharfke—. Yo creo que cuantas más personas participan más se honra al difunto y a los deudos. Lo que quería decir con ello estaba claro: para los demás, un entierro concurrido podía representar una diversión, pero para él significaba además un negocio, sobre todo si el muerto era un Materna. Los Materna podían permitirse celebrar un espléndido banquete fúnebre con fuentes de asado, aguardientes de todas clases y banda de música, según la costumbre. Y todo ello tenía lugar en la fonda.

Speer y Uschkurat, meditabundos, callaban. Scharfke les hizo un guiño para darles ánimo.

—Ya veréis como todo sale bien. No hagáis caso de las estupideces que dicen por ahí.

—Oye, ¿qué estupideces?

—¡Ah, yo no he dicho nada! —se defendió Scharfke mientras llenaba de nuevo los vasos—. Y tampoco creo nada de lo que dicen algunos imbéciles.

—Pero ¿qué es lo que dicen?

—Que sois unos bragazas.

Uschkurat y Speer se quedaron con la boca abierta. Después, indignados, quisieron saber nombres. Pero Scharfke afirmó que él no iba a traicionar la confianza que se le tenía y que lo que se le había dicho en secreto estaba bien seguro.

—Éste lo único que quiere es calentarnos la cabeza —dijo Uschkurat cuando se quedaron de nuevo solos en la mesa.

—O quiere azuzarnos. ¿Contra Eis, quizá, a causa de su hija? ¿O por encargo de Eichler? Amigo mío, ¿en qué berenjenal nos hemos metido? ¿A quién le estamos sacando las castañas del fuego? ¿Y por qué precio?

Se miraron, se pusieron en pie sin apurar los vasos y se dirigieron pensativos hacia la puerta. Uno de ellos afirmó: —Todo esto se lo hemos de agradecer a Materna.

La viuda Meta Mischgoreit iba como un espíritu sembrando la inquietud entre las mujeres. Su rostro de patata brillaba de excitación.

—¿Por qué habrá muerto el pobre muchacho? —iba diciendo en tono lastimero—. ¡El pobrecillo!

Iba rápidamente de casa en casa. Disponía de mucho tiempo y, a su manera, sabía aprovecharlo.

—Está en peligro la salvación de nuestras almas —decía.

—Lo que quiere esa vieja lechuza es que le rebajemos el alquiler de su barraca —dijo Johannes Eichler cuando se le informó de lo que ocurría—. Hagámosle la rebaja y se callará la boca.

Pero aquella magnánima decisión tardó algún tiempo en llegar a los oídos de la viuda. Eis la consideraba persona sin importancia, pecando con ello de ligereza. Aquel lavado de cerebro colectivo que estaba realizando había tenido una inesperada repercusión. Decía a las mujeres que el dedo de Dios señalaba a Maulen.

—¿Y por qué lo hace? ¡Esta muerte es una señal!

Las mujeres de Maulen la escuchaban a regañadientes pero con creciente atención. Ellas hacían caso en todo a sus maridos, pero esto no les impedía desconfiar de ellos en cierto sentido.

—Ésos son incapaces de adivinar las relaciones profundas que hay entre las cosas —afirmaba la viuda—. Sólo se preocupan de llenarse la panza, de emborracharse y de irse a la cama con mujeres. ¡Qué saben ellos del espíritu del agua! Meta Mischgoreit revoloteaba de casa en casa. —¡El Topich se ha dejado ver! ¡Y sólo lo hace cuando quiere anunciar desgracia!

El Topich era símbolo de la proximidad de la muerte. Las mujeres, cuando nadie las veía, tiraban al lago para él coronas de rosas, panes recién hechos y, en determinados casos, ropa interior usada. Y de manera aún más secreta le ofrecían los hombres botellas de licor y trozos de carne. Pero nadie reconocía nada de todo esto ante los demás.

Cuando Eis finalmente mandó llamar a la viuda y le comunicó que se le concedía una rebaja en el alquiler, ella se limitó a dar un respingo con expresión despectiva. Lo que quería era quedar exenta de alquiler.

—De ahora en adelante no pagará alquiler —decidió Eichler, previsor—. Pero si esto no la hace entrar en razón, nosotros le taparemos la boca definitivamente. La viuda Mischgoreit enmudeció por algún tiempo.

El padre Bachus recibió a Gottlieb Speer, el presbítero, con marcada amabilidad.

—¿Qué le trae a usted por aquí?

Su voz tenía los alegres tonos de los cánticos que entonaba en la iglesia.

—Un asunto muy delicado, padre, pero del todo ineludible.

—No tenga usted reparo, amigo mío. Yo tengo comprensión para todo. Esto se aprende en Maulen.

Speer vio que podía prescindir de los preámbulos. Aliviado, expuso su petición, la petición de sus amigos, dijo él: el deseo general de que se celebrase un entierro solemne y con participación de todos.

—Que no se diga que enterramos a nuestros muertos en medio de la indiferencia general.

—Yo también preferiría una asistencia amplia —aseguró Bachus—. Estoy, pues, totalmente de acuerdo con su deseo y con el de sus amigos, de sus camaradas.

—Bien, en ese caso no hay ningún problema —creyó concluir Speer—. Era solamente esto.

—No obstante —observó Bachus—, yo siempre tomo en consideración los deseos personales de los deudos más próximos. Considero que tienen derecho a ello. Y por lo que respecta al señor Materna, tiene especial interés en celebrar el entierro en forma absolutamente privada.

—Pues trate usted de disuadirle —sugirió inocentemente Speer.

—Quizá podría conseguirlo —dijo Bachus—. Pero yo no soy solamente el guardián de la palabra de Dios, sino también de Su casa… y usted, querido amigo, es presbítero. Usted sabe que un entierro así cuesta dinero. Materna está dispuesto a pagar un precio extraordinariamente elevado. Y dígame usted: si además del entierro, que el señor Materna ha calculado exactamente, hubiera de celebrarse una fiesta popular, ¿de dónde saldría el dinero necesario?

—Pero… hay que hacer sacrificios, ¿no es cierto? —dijo Speer.

El padre Bachus, de complexión gótica y razonamiento barroco, respondió:

—Y yo no hago otra cosa desde hace años. Acepto siempre las pérdidas que se producen. Pero confieso que en esta ocasión me resulta difícil. La iglesia necesita urgentemente un tejado nuevo y la contribución de Materna nos hubiera permitido construirlo. Lo habría construido usted, querido amigo. De todas maneras, si usted insiste en considerar más importante una fiesta de unas horas que el tejado de una iglesia que dura varias generaciones… Yo siempre tengo en cuenta las recomendaciones de mis presbíteros.

Speer estaba entre la espada y la pared.

—¿Y no ve usted ninguna otra solución? ¿Por ejemplo, hablar a Materna y apelar a su conciencia?

Bachus negó con decisión.

—Ese Materna sabe contar, estoy convencido —lo dijo no sin admiración—. Es un hombre duro de pelar y yo no tengo ningún deseo de enfrentarme a él. Y usted tampoco, supongo.

Alfons Materna no le dejó tiempo a Uschkurat para hacer preguntas, sino que comenzó él a interrogarle.

—Ya me imagino que no habrás venido a hablar del tiempo.

—No —respondió Uschkurat.

—¿Necesitas mi consejo?

—Tampoco es eso.

—¿Quieres un préstamo? Puedo concedértelo, previas las garantías de costumbre.

—Esta vez no.

—Bien. Ya que, por lo visto, no quieres nada de mí —declaró Materna amablemente—, sólo me queda hacerte saber que yo tampoco quiero nada de ti. Vete con Dios. Ya sabes que estamos de luto.

—¡Espera, Materna! He de hablar contigo, de hombre a hombre. O, si lo prefieres, de campesino a campesino.

—Yo siempre estoy dispuesto a escucharte, vengas como campesino o como hombre. Pero, en caso de que vinieras como emisario de Johannes Eichler, no tendríamos nada más que hablar. ¿Vienes de su parte, Uschkurat?

—¿Y por qué no puedo hablar con él? No por ello he de ser necesariamente su esbirro. Al fin y al cabo, también tú y yo somos amigos.

—Nadie puede ser amigo mío y amigo de Eichler al mismo tiempo —dijo Materna en tono tranquilo y casi aburrido—. Si vienes de recadero suyo, lo siento mucho pero hemos terminado.

—¿Es tu última palabra, Materna?

—Voy a darte un buen consejo: ocúpate de tus sembrados. Están llenos de malas hierbas. Dicho esto, Materna se alejó.

Uschkurat se le quedó mirando con expresión sombría. De nuevo tenía ocasión de comprobar lo dura que Materna tenía la cabeza.

Pero también él tenía una cabeza de Masuria, con la cual, según rezaba el proverbio, se podía machacar un roble. ¿Qué ocurriría si chocaban entre sí dos cabezas tan duras?

Apenas una hora más tarde volvieron a encontrarse Ignaz Uschkurat y Gottlieb Speer en la taberna. Se saludaron con la cabeza, se sentaron y permanecieron unos momentos en expresivo silencio. Como de costumbre, pidieron cerveza y aguardiente. Scharfke se apresuró a servirles. Sonriendo familiarmente se sentó con ellos y preguntó: —¿Qué? ¿Cómo va la cosa?

—Se hace lo que se puede —respondió Uschkurat.

—Pero ninguno de nosotros puede hacer milagros —dijo Speer.

Esto le bastó a Scharfke para saber a qué atenerse. Con expresión compasiva bebió a la salud de los fracasados diplomáticos del pueblo. Después se levantó y subió la escalera hasta el piso alto donde tenía su vivienda.

Una vez allí fue directamente a la habitación de su hija. Tomó la precaución de llamar a la puerta. Le abrió Eugen Eis en camiseta y calzoncillos, pero aquella visión no pareció causarle la menor sorpresa.

—No lo han conseguido —informó Scharfke.

—Qué par de cagados —dijo Eis despectivamente—. Pensar que con tipos así hay que levantar la patria.

Eis se vistió para ir a informar a Eichler. Se despidió alegremente de su «prometida» con una afectuosa palmada en la carne desnuda. La hija de Scharfke ronroneó encantada. Llegó al molino. Eichler, sumergido en suaves velos de polvo, parecía contemplar con devoción la fina lluvia de harina. Creía ver la sana y concentrada pureza que estaba elaborando y experimentaba una sensación de plenitud.

—Esos desgraciados han fracasado —le anunció Eis. Eichler escuchó la narración de su subordinado. Miró la harina que iba cayendo en su mano extendida y se la llevó cerca de la nariz para olerla.

—Es de la mejor calidad —dijo.

Eis asintió. La harina y la leche eran productos alimenticios de primera necesidad. Johannes Eichler elaboraba la harina y transformaba la leche en mantequilla, nata y requesón. Tampoco en este aspecto su actividad tenía competencia alguna. El bienestar de numerosas personas de la comarca dependía de él.

—Yo nunca he contado con la gratitud de nadie —dijo Eichler—, pero sí espero que la gente use la cabeza de vez en cuando. Además, los de aquí son muy pillos cuando se trata de sacar ventaja de algo; sólo que no quieren arriesgarse demasiado para obtenerlo. Así pues, lo único que queda por hacer es dar una forma determinada a esas ventajas.

—Eso vale también para Materna.

—Yo tengo plena confianza en ti, Eis, pero Materna es más terco que una mula. ¿De verdad crees que podrás convencerle?

—Le demostraré de manera breve y enérgica que nosotros pensamos y hablamos muy claro.

—Estoy seguro de que puedo fiarme de ti —dijo Eichler. Volvió a mirar la harina que iba bajando por la canaleta y caía después en forma de fina nieve—. Sólo lo mejor es bastante bueno para nosotros.

—Voy a metérselo en la cabeza a Materna. Y si no quiere entrar en razón de una vez le haré ver las estrellas.

En aquel cálido día de verano, Eugen Eis atravesó el pueblo de Maulen como si inspeccionara las murallas de una fortaleza. Animado y resuelto llegó a la puerta del patio de Materna. Allí estaba Jablonski, armado de su garrote. Con una sonrisita amable, le dijo:

—¡Basta, Eugen! No pases de ahí.

—Este candado lo hago saltar yo de un empujón —dijo Eis despectivo.

—No lo dudo. Pero ¿qué pasaría entonces?

—¿Qué iba a pasar?

—Que vendría Tyras, que tiene unos dientes como puñales.

—¡Ese perrito sólo sirve para ladrar! ¡Por eso queda tan bien en vuestro patio!

—Puede ser… desde tu punto de vista. Pero no te hemos pedido tu opinión. Y tu cara de idiota ya no nos causa ni risa. ¡Así que ya te puedes marchar!

Jablonski dio media vuelta y se dirigió a la casa. Parecía divertirse enormemente.

Pero Eis se sintió provocado. Tomó un poco de impulso y se echó contra la puerta. El candado se rompió y los dos batientes saltaron con fuerza hacia los lados.

En aquel mismo instante sonó un agudo silbido y apareció corriendo Tyras, que se lanzó de un salto sobre Eis. Éste lo rechazó de un violento puntapié. El perro retrocedió y adoptó una nueva posición de ataque. De nuevo fue hacia su enemigo, le dio la vuelta y se colocó detrás de él. Eis lanzó un grito. Aquello fue para Tyras como una señal. Con alegre entusiasmo le bajó los pantalones a Eis. El trasero de éste brilló como la luna llena, pero Tyras pareció haber visto un jamón tierno, porque clavó los dientes en él con una expresión de placer en sus ojos color de ámbar. Eugen Eis, gritando como un loco, emprendió la huida.

Aquella noche se reunieron los hombres de la Guardia Territorial en la taberna de Scharfke, en la más trasera de las habitaciones traseras. Estaban serios, serenos y decididos, aunque sin saber por el momento a qué estaban decididos. Ocupaba la presidencia Johannes Eichler.

—Camaradas —dijo gravemente—, estoy aquí en representación de Eugen Eis, que acostumbra a presidir, ya que hoy no está en situación de hacerlo.

La «situación» de Eis en aquellos momentos era, efectivamente, inhabitual. El jefe de la Guardia Territorial se encontraba en el lecho de su prometida, pero solo esta vez y tendido boca abajo. Sus posaderas, que, como las demás partes de su cuerpo, eran de unas dimensiones considerables y que estaban a cargo del doctor Gensfleisch, se hallaban cubiertas por un grueso vendaje artísticamente manchado de yodo y ungüento.

—Nuestro querido camarada Eis está herido —declaró Eichler—. Según el doctor, han de transcurrir algunos días hasta su completo restablecimiento.

Los presentes, en su mayoría, eran jóvenes. Sus rostros brillaban a la luz de la lámpara como calabazas pintadas con fósforo. En sus ojos, que tenían casi todos de un color azul claro, se leía la lealtad y una cierta preocupación. Todos ellos —buenos chicos, personas de fiar—, estaban siempre dispuestos a creer lo que se les explicara con convicción.

—Yo sé que se os puede hablar con franqueza, muchachos —dijo Eichler con voz sonora—. Por ello voy a explicaros en confianza lo que ha sucedido en realidad. ¡A nuestro camarada Eugen Eis, a vuestro jefe, le han echado un perro de presa!

—¡Inaudito! —exclamaron algunos de los presentes. «Inaudito» era una de las dos palabras de su léxico colectivo que usaban con más frecuencia. La otra, la positiva, era «¡bravo!». Con estas dos palabras tenían bastante durante horas.

—Se han atrevido a atacar a un miembro de nuestras filas —prosiguió Eichler indignado, casi horrorizado—. Y esto me da que pensar. Estas cosas suelen empezar así. Después viene la segunda víctima. Y el día menos pensado nos echarán los perros a todos. Y ahora pregunto yo: ¿podemos tolerar esto? No, unos hombres íntegros no podían tolerar aquello. Y fue, por tanto, como si aquel perro hubiese mordido en el trasero no sólo a Eis sino a toda la Guardia Territorial.

Eichler pidió una ronda de cerveza y otra de aguardiente. Rogó entonces a sus honorables y estimados camaradas que cantaran su canción preferida: «Maté al ciervo en el bosque», lo que ellos hicieron con el debido volumen y entusiasmo. Eichler miraba complacido a los cantores, sin dejar por ello de observar de reojo al tabernero, con la mirada inquisidora de todo sargento experimentado. Tan pronto como en la taberna reinaba una cierta animación, Scharfke intentaba servir a sus clientes vasos que no estaban completamente llenos.

Los cantores de la Guardia Territorial seguían evocando nobles cacerías. En aquellos momentos de emoción se sentían todos orgullosos cazadores. Cuando se organizaban las cacerías de verdad, a finales de otoño, ellos iban simplemente como monteros; tirar a los corzos era privilegio de los caciques locales. Pero mientras cantaban eran los dueños del mundo, incluidos los bosques de Masuria.

Acabaron la canción con sentimiento. La última nota se alargó como si fuera de goma. Eichler se puso en pie.

—Mis queridos camaradas —comenzó.

Los más sensibles creyeron percibir el latido de sus corazones, de sus ardientes corazones alemanes.

Pero lo que oyeron en realidad fue un ruido de vidrios rotos. Uno de los cristales de la ventana saltó hecho pedazos y entró disparado en la habitación un objeto alargado que cayó con estrépito sobre la larga mesa, rebotó un momento entre los vasos y se quedó quieto. Inmediatamente después llegó por los aires un segundo objeto exactamente igual al primero. Todos miraban los dos artefactos con ojos muy abiertos. Eran del tamaño y la forma de una cafetera corriente y tenían un mango grueso y alargado de unos treinta centímetros de longitud. Emitían un fuerte siseo y despedían una nube de humo espeso de un color azul oscuro.

—¡Granadas! —gritó uno horrorizado.

Se echaron al suelo, se precipitaron hacia los rincones y saltaron hacia la puerta y la ventana. Tropezaban unos con otros, pálidos, con la cara descompuesta. Se abalanzaban unos sobre otros para ponerse a cubierto. Cada uno intentaba utilizar el cuerpo del otro como protección. Daban golpes a su alrededor; los vasos llenos se rompían y derramaban sobre ellos su contenido, que se mezclaba con el sudor del miedo y con la sangre. Se produjo un hedor, como si se hubiera roto el tubo de desagüe de una cloaca. Las granadas estallaron y se quedaron donde estaban, silenciosas e inofensivas. No hubo detonación alguna; no era posible tampoco, puesto que no llevaban carga explosiva. Se oyó un último siseo como el que produce un cigarro encendido al caer al agua. Reinó entonces un pesado silencio.

Algunos comenzaron a levantarse. Con precaución aún, vigilantes, se adelantaron unos pasos a cuatro patas. En sus pálidos rostros comenzó a aparecer el asombro primero, el alivio después y finalmente la risa convulsiva. Entonces, uno de ellos, uno de los hijos de Uschkurat, cuya sangre fría y decisión sería muy alabada en adelante, gritó a modo de charanga: —¡A ellos!

Se precipitó afuera. Algunos le siguieron, enfurecidos, para buscar a la persona que les había obligado a revolcarse por el suelo de la taberna. Pero sus esfuerzos resultaron inútiles. El autor del hecho, o mejor dicho los autores, ya que habían sido dos, habían disfrutado plenamente del espectáculo por ellos organizado, pero se habían puesto a salvo después con la rapidez del rayo. Entretanto, también Eichler había conseguido salir a rastras del montón de camaradas debajo del cual se encontraba. Jadeando aún, preguntó:

—¿Quién ha sido?

Pero él mismo se dio inmediatamente la fatal respuesta:

—¡Ya me imagino quién ha sido capaz de una cosa así! ¡Pero a nosotros esto no se nos hace! Mi paciencia se ha agotado. De ahora en adelante se han acabado las contemplaciones; sería una actitud suicida. Esta vez voy a entrar en acción yo personalmente.

Aquella noche Materna salió de su casa diciendo:

—Aún tengo algo importante que hacer.

Bajó despacio la Colina de los Caballos y atravesó los Prados de los Perros en dirección a Maulen. La noche era clara y llena de estrellas. Los árboles parecían rozar delicadamente el cielo muy bajo. La luna flotaba por entre los jirones de nubes que se desplazaban lentamente.

Llegó a casa del gendarme casi en el mismo momento en que dos granadas de mano sin carga explosiva dispersaban a la Guardia Territorial hasta los últimos rincones de la taberna de Scharfke.

—Si mi reloj anda bien es un poco tarde —dijo Materna—. Yo tengo las nueve y doce minutos. ¿Es esta hora?

Después de dirigir una mirada al reloj de pared, Klinger asintió y dijo con toda naturalidad:

—Pero no importa lo tarde que sea. Yo siempre estoy disponible.

—Usted no es de aquí —dijo Materna amablemente.

—Pero tengo aquí mi puesto.

Klinger, el jefe de policía, podía ser de inteligencia mediocre, pero su gran honradez estaba fuera de toda duda. Era el perfecto defensor del orden.

—¿Ha terminado usted el informe sobre la muerte de mi hijo? —preguntó Materna.

—Desde luego —respondió Klinger—. Los hechos están perfectamente claros.

Por espacio de algunos segundos, Materna casi sintió compasión por aquel hombre. El honesto gendarme no estaba a la altura de las especiales características del país. Miró sus ojos de color azul claro y su chaqueta verde, que estaba raída pero escrupulosamente limpia.

—¿Cuáles son pues los resultados de sus investigaciones? —preguntó Materna.

—De las declaraciones de varios testigos, que concuerdan totalmente entre sí, se puede deducir que ocurrió lo siguiente: mientras paseaba por los pantanos de Maulen, su hijo Alfred tropezó con una mina o bien un obús que se encontraba allí desde la guerra. La explosión de dicho objeto le causó la muerte.

—¿Y cree usted que realmente sucedió así?

—Señor Materna —dijo Klinger—, lo que yo crea o suponga no tienen ninguna importancia. Yo me atengo exclusivamente a los resultados de mis pesquisas y a las declaraciones juradas de los testigos.

—¿Y si yo le demostrara que se ha equivocado usted?

Klinger estaba intranquilo. Comenzó a pasear arriba y abajo del despacho. En la pared había tres mapas: uno de Prusia, otro de la Prusia Oriental y el tercero de Maulen y sus alrededores.

—Señor Materna —preguntó—, ¿adónde quiere usted ir a parar con esas insinuaciones? ¿Qué quiere usted de mí?

—Lo que no deseo en ningún caso es sacarle a usted de este puesto. Usted tiene un cierto sentido de la justicia. Y me atrevo a dudar que su posible sucesor poseyera esa cualidad en tan alto grado.

Klinger jadeaba como si estuviera andando contra un fuerte viento.

—Mi informe ha sido elaborado de forma absolutamente correcta —dijo.

—Pero no concuerda con los hechos. Si yo quiero, puedo demostrar que mi hijo fue herido de muerte por tres hombres que lanzaron granadas durante unas maniobras ilegales de la Guardia Territorial. Y si yo quiero, repito, puedo disponer del testimonio de uno de esos tres hombres. Se trata de mi hijo Hermann, que estaba presente.

—Precisamente su hijo —dijo Klinger—. Es terrible.

—¿Terrible para quién? ¿Para usted? ¿Para mí? ¿Para ese parvulario de patriotas? ¿Para aquello que debería ser la justicia? ¿O para su informe?

—Si lo que acaba usted de afirmar puede probarse con hechos, yo estoy acabado.

—Así es —dijo Materna.

—¿Y qué espera usted de mí? —preguntó Klinger sorprendido.

—Piénselo con calma. No se precipite. Mañana por la tarde le espero en mi casa… para levantar acta o para tomar una copa y conversar un rato. Para conversar como amigos, si lo desea.

—Vosotros limitaos a cubrirme —ordenó Eichler—. Dos hombres en la calle preparados para actuar si yo lo ordeno. Dos junto a la puerta. Dos en el patio, vigilando. Pero no hagáis nada sin mi orden expresa. ¡Insisto en que nadie debe dejarse provocar irreflexivamente!

Dicho esto, Eichler, con una pistola del ejército en el bolsillo del pantalón, atravesó la puerta del patio de Materna. Nadie se lo impidió. Tyras sólo acudía cuando le silbaban o le llamaban, y Jablonski, siguiendo una exhortación de Materna, estaba concentrado en un jarro de aguardiente. Eichler entró en la casa pisando fuerte.

—¡Materna! —gritó en tono provocativo.

—No está —dijo una voz suave.

Era la voz de la señora Margarete. El rostro de Eichler adquirió una expresión de éxtasis. Conmovido y cordial avanzó hacia ella.

—Tantos años sin vernos y estos días nos encontramos continuamente —exclamó.

—Es una alegría en medio de tanto dolor —dijo ella comedida—. Para mí significa mucho.

—Y para mí también —aseguró Eichler al tiempo que cogía la mano confiada que ella le tendía—. Cada vez que te veo me doy cuenta con terrible claridad de lo que he perdido. En aquel tiempo, más de quince años atrás, ella había preferido a Materna. Le había aceptado con sus dos hijos huérfanos de madre y con sus extravagancias ya perceptibles. Pensaba que Materna y Masuria formaban una unidad indisoluble. Pero Materna la había decepcionado: despreciaba la comunidad y tenía por amigos a personas banales. Johannes Eichler le aventajaba cada vez más.

—¿Estás sola? —preguntó.

—Brigitte, nuestra hija, duerme ya. Hermann está en su alcoba. María, la criada, también se ha retirado. Y Jablonski debe de estar en algún rincón completamente borracho. Estos excesos son habituales en nuestra casa. No puedes imaginarte cómo sufro.

—¿Y Materna?

—Está en el pueblo. No me ha dicho adonde iba. Nunca me lo dice.

—Esto puede ser importante —dijo Eichler aguzando el oído—. ¿Puedes decirme a qué hora ha ido al pueblo?

—Poco antes de las nueve.

—Esto da que pensar —dijo Eichler—. Pero no creo a Materna capaz de una tontería tan grande.

—¿Qué ha ocurrido?

—Un incidente en extremo desagradable que, por fortuna, no ha tenido consecuencias. No es forzoso, desde luego, que Materna haya tenido que ver con él, aún cuando muchas cosas lo indiquen.

—Johannes —dijo ella en voz baja—, ¿por qué tuvo que suceder todo como sucedió? He pensado mucho en ello, pero no logro entenderlo.

—A mí me pasa igual —confesó Eichler.

Su imaginación no era especialmente brillante, pero para Maulen bastaba. Para él, Margarete era aún la joven de antaño, rubia como el oro y de carácter confiado. Su apetecible voluptuosidad no tenía nada de la rusticidad habitual; para él era una dama, una «augusta señora» a la que todos miraban con reverencia; todos menos Materna.

—Nadie puede imaginar cuánto he sufrido —confesó Margarete—. Otras más débiles hubieran desfallecido.

Eichler le tomó la mano por encima de la mesa.

—Margarete —dijo gravemente—, yo opino que Alfred, a quien tú querías como a tu propio hijo, merece un entierro solemne. Yo estoy dispuesto a ocuparme de que así sea. Y estoy seguro de que con ello cumplo un deseo tuyo. Tienes que ayudarme.

—Puedes confiar en mí, Johannes. Yo sé también que puedo confiar en ti.

Alfons Materna entró en el patio de su casa. Había empezado a colocar sus trampas. Pero antes de que cayera en ellas algún lobo podía transcurrir aún mucho tiempo.

Miraba al cielo y respiraba con placer el cálido olor de la noche, semejante al aroma del pan recién cocido, que despedía la tierra saturada. El trigo estaba maduro, a punto de ser segado.

Del otro extremo del patio, vacilando ligeramente, venía hacia él Jablonski.

—Eichler está en casa —anunció con voz sorda—. Le ha cogido la mano a tu mujer y le está hablando. ¿Piensas aguantar esto también?

—Explícamelo con detalle —dijo Materna. Tomó el brazo de Jacob y le llevó hacia la Colina de los Caballos, donde estaba el haya roja, cuya vigorosa silueta se recortaba netamente contra el cielo azul oscuro.

—No puedes tolerar una cosa así, Alfons —decía Jablonski—. Eichler ha llegado cuando nadie vigilaba la casa. Tyras estaba durmiendo y yo me había bebido un barril de aguardiente. Pero le he oído llegar. He salido al jardín por la ventana, he dado la vuelta a la casa y he mirado a la cocina. Allí estaban los dos sentados, arrullándose como palomas.

—¿De qué hablaban?

—¡Pues de ti, naturalmente! Y nada agradable, por cierto.

—Muy interesante —dijo Materna—. Como si nos hubiésemos puesto de acuerdo. ¿Hay algo más?

—¿No tienes bastante con esto?

—Todavía no —dijo Materna pensativo.

Miró la luna y respiró profundamente, disfrutando de aquella noche llena de perfumes.

—Ella le miraba con ojos de cordero degollado —dijo Jablonski desdeñoso—. ¿Es que no te importa?

—No —respondió Materna tranquilamente—. Más bien lo encuentro divertido.

Jacob, el mozo, puso la mano sobre el brazo de su amigo.

—Lo que ha ocurrido en estos días ha sido demasiado para ti, Alfons. Pero no te aflijas. Ya se pasará.

—Todo esto puede ser un nuevo principio —dijo Materna—. No veo aún exactamente adonde puede llevar. Una cosa es segura: puede llevar a la muerte. Pero ¿por qué he de ser yo precisamente el que muera?