Muchos perros matan a una liebre. Pero la fecundidad de las liebres es superior a todos los esfuerzos de los perros.
—Eso sí que no se cura —dijo Alfons Materna cuando le anunciaron la muerte de su hijo.
Extendió los brazos en un gesto defensivo y resignado a un tiempo y bajó la cabeza como para evitar que pudieran leer en sus ojos. Su rostro permaneció totalmente inexpresivo. —La muerte es cosa de la vida— se oyó decir a sí mismo. Y así lo creía él realmente. Desde el momento de nacer, la muerte acechaba al hombre a cada instante. Había niños de pecho que se asfixiaban, chicos que se ahogaban en el lago, hombres que morían por causa de un caballo, otros a quien abatía una insolación y otros que quemaban su vida en el alcohol. —No quiero preguntar la razón de su muerte. A esta pregunta nadie puede responder. Pero quiero saber cómo ha sido.
—Cuando yo le he visto ya estaba muerto —aseguró Moritz, el recadero.
Materna alzó la cabeza como lo haría un animal que olfateara algo. Sus ojos se posaron en las manos del recadero, que estrujaban el borde de una gorra azul.
—Moritz, tú me conoces. No hace falta que me escondas la verdad; ya sabes que puedo aguantarla.
—En seguida lo traerán —dijo Moritz en tono evasivo—. Ya están en camino.
—¿Es que han hecho alguna canallada? —preguntó Materna.
—¡Yo no he dicho nada de eso! —se apresuró a responder Moritz echándose atrás como si se le viniera un árbol encima—. Yo no sé nada, sólo sé que ha muerto.
Las paredes de la estancia eran de un color gris oscuro. Parecían rocas que mostraran la huella del humo de muchas hogueras. La sala grande de la casa de Materna parecía una gruta. Los muebles eran angulosos. Sillas y armarios parecían de piedra tallada.
—¿Quién te ha mandado venir?
Alfons Materna no era alto, pero parecía vigoroso como las raíces de un árbol, resistente como un gnomo y ágil como un perro de caza. Tenía una mirada de zorro. Aunque contaba poco más de cuarenta años, su rostro, de un color moreno oscuro, estaba cubierto por una densa red de arrugas, como si hubiera estado riendo toda la vida. Pero ahora sus ojos tenían una expresión triste.
—¿Que quién me ha mandado venir? Me parece que me ha dado el encargo Johannes Eichler…
—Entonces es seguro que han hecho una canallada —dijo Materna con voz apenas perceptible—. Y yo sabía que harían algo… aunque no creí que fuera una cosa así.
Juntó las manos apretándolas una contra otra. Su párpado inferior derecho se puso a temblar, brotó el sudor de su rostro y su piel adquirió un aspecto como de papel mojado.
—Tranquilízate —dijo Moritz preocupado—. Son cosas que pasan. ¿Para qué preguntar lo que ha ocurrido realmente? Eso no lo sabemos los hombres, sólo Dios lo sabe.
—No, los hombres no sabemos gran cosa. Pero hay algo que sí sabemos todos porque de eso se ha cuidado Dios: sabemos que cada otoño caen las hojas y que todo hombre debe morir. Pero algunos hombres mueren por la mano de otros, y eso es un crimen.
Moritz creía conocer bien a la gente de su pueblo. Estaba seguro de que, al enterarse de la muerte de su hijo, Materna se quedaría estupefacto y mudo y se apartaría de la vista de todos. Estaban en Masuria, y allí, pasara lo que pasara, sólo los pusilánimes dejaban ver sus emociones y sólo las viejas lloraban. Pero Materna era presa de una gran excitación. El nombre de Johannes Eichler había sido como la chispa que inflama un montón de paja seca.
—Si han matado a mi hijo, que Dios tenga piedad de ellos. Porque cuando yo haga justicia temblarán todos de terror.
—Es lo que yo pensaba. Alfred ha sido asesinado.
Materna llegó a esta conclusión cuando, desde la entrada de su patio, miraba acercarse lentamente el carro que traía el cadáver. Vio que el coche y los dos caballos a él enganchados pertenecían a Johannes Eichler. El hombre que iba al pescante con un aire tan indolente como si transportara sacos de harina o una carga de patatas era Eugen Eis, la «mano derecha» de Eichler y, en opinión de Materna, el más frío de sus esbirros. Eugen Eis saludó con la mano que sostenía la fusta.
—Ahí está —le dijo a Materna señalando la figura que yacía detrás—. ¡Ah, quién lo hubiera dicho! No somos nada.
Materna se acercó al vehículo. La imagen de su hijo muerto se le apareció con la fuerza de un golpe, con la fuerza del hachazo de los leñadores de Masuria que hacía estremecerse la misma copa del árbol.
—Sí, no es muy agradable de ver —dijo Eis—. El suelo del coche está perdido de sangre. Pero ya la limpiaré. Allí estaba el hijo de Alfons Materna convertido en un paquete de huesos, carne y harapos. Su rostro era una masa informe, una pasta sangrienta. En su pecho se abría un agujero que parecía hecho por varios golpes de pico.
—¿Cómo ha podido pasar esto? —preguntó Materna.
—Fue cosa de mala suerte —explicó Eis—. Se había puesto a tiro.
Materna miró de nuevo aquel cuerpo mutilado. Había visto cadáveres parecidos en Verdún, pero en Maulen nunca. En Masuria la muerte solía trabajar mejor.
—Estábamos haciendo maniobras —dijo Eis—. El terreno era el pantano de Maulen, como siempre. Practicábamos el lanzamiento de granadas. Y esta vez estaban cargadas. Los hombres han avanzado y han tirado las granadas. Y… bueno, así ha sido.
—Ha sido un crimen —afirmó Materna con voz sorda.
—¡Calma, calma! —le advirtió Eis—. ¡No vayas tan deprisa! ¿Es que tienes algo contra nuestra Guardia Territorial?
—¡Sí! —dijo Materna—, ¡si esa asociación resulta ser una banda de asesinos, sí tengo algo contra ella!
—Nada de eso —dijo Eis. El tono de su voz quería indicar que su paciencia era mucha pero tenía un límite—. Nuestros hombres han lanzado las granadas, pero no podían imaginarse que Alfred estaba echado entre las hierbas precisamente en el lugar al que tiraban. ¿Y quién podía imaginárselo? ¿A qué persona en sus cabales se le ocurre echarse en las hierbas así como así? Materna retrocedió unos pasos. No podía soportar por más tiempo aquel espectáculo. Miró al cielo, como buscando ayuda. El cielo de Masuria era como un lienzo muy liso de color azul de acero. Le dolieron los ojos y se los cubrió con la mano para protegerlos.
—Puedes creerme —aseguró Eis—. Ha sido un accidente. Tienes que creerme en tu propio interés, porque con el grupo a quien tocaba ir hoy a los pantanos estaba Hermann, tu hijo mayor.
—¿Hermann estaba con ellos?
—Claro. Es uno de nuestros mejores hombres. Nosotros no tenemos prejuicios ni acostumbramos a guardar rencor a nadie, como hacen otros. Con nosotros, todo el que quiere colaborar es bienvenido.
—¿Y habéis conseguido adiestrarle para que asesinara a su propio hermano?
—Puedes llamarlo como quieras, mientras no sea delante de terceros. El caso es que se ha entregado granadas cargadas a tres hombres y uno de ellos era Hermann. Los tres han lanzado las granadas. Han tenido la desgracia de tirar precisamente adonde estaba Alfred. Esto es lo que ha ocurrido.
Alfons Materna dio media vuelta y echó a andar mecánicamente. Fue hasta lo alto de la colina. Allí había un haya, un haya roja que su padre había plantado cuarenta y dos años atrás, el día en que él nació. Había al pie del árbol un tosco banco de madera sobre el que se dejó caer. Ante él, en el valle, al pie de la suave pendiente, estaba el pueblo de Maulen. Pero él no lo veía. Sus ojos estaban velados por las lágrimas.
—Le ha dado fuerte —observó Eugen Eis impávido—. Parece que tiene sentimientos como todo el mundo. ¿Quién lo hubiera creído?
—Todo esto es muy triste —afirmó Moritz—. ¿Puedo hacer algo?
—Ayúdame a descargar —dijo Eis.
Pero, cuando se disponían a hacerlo, apareció Margarete, la mujer de Materna. Con envarada dignidad se aproximó al coche. Estaba blanca como la cera y tenía la mirada fija.
—Ella sí que sabe comportarse —susurró Moritz en tono de aprobación—. Es muy diferente de su marido.
—Yo no sé lo que le encontraría a ese Materna. Nunca lo he entendido —susurró a su vez Eis.
—¿Ha sufrido? —preguntó Margarete Materna.
—¡Oh, no! —aseguró Eis—. Ha muerto en el acto.
—Esto, al menos, es un consuelo —dijo Margarete.
—¿Adónde le llevamos?
—A la sala grande.
Su voz no temblaba; sonaba, por el contrario, clara y firme. Moritz recordó entonces que el muerto no era en realidad hijo suyo: de los tres hijos de Materna sólo la muchacha lo era. Pero sus ojos la siguieron respetuosamente mientras ella se alejaba erguida.
—¿Sabes lo que te digo? —dijo Eis mientras sacaba el cadáver del coche ayudado por Moritz—. Que este asunto traerá cola. Habrá lo que llaman división de opiniones. Y ya era hora. Ya se ha hablado bastante de las grandes cosas del futuro.
Eis se movía con gestos seguros.
—Este hijo de Materna no hacía más que matar el tiempo y dejarlo todo a la buena de Dios. ¡Lo mismo que su padre! Pero aquí estas cosas no pueden durar siempre. Moritz agarró por los pies el cadáver, que estaba envuelto en un trozo de tienda de campaña.
—¡Demonio, cómo pesa! —exclamó—. Nosotros aquí deslomándonos y Materna sentado en su banco mirando el paisaje. A saber lo que estará tramando.
Eis se concentró en su tarea. Dejó el cadáver sobre la mesa de la sala grande y dio con ello por cumplido el encargo. Con gesto pensativo se limpió las manos en la lona que envolvía el cuerpo y dijo, a modo de conclusión:
—A este desgraciado no deberían dejarle tirado aquí mucho tiempo; pronto empezará a oler mal.
—No quiero ver a nadie —dijo Alfons Materna—. Ni quiero que nadie me vea.
Estaba aún sentado en el banco, debajo del haya.
—Deberías estar en casa, Alfons. Te necesitamos allí. Desde que murieron sus padres, una sola persona en el mundo le seguía llamando Alfons: su único amigo y primer mozo Jacob Jablonski. Sus tres hijos —Hermann, el mayor, el que había lanzado una granada sobre su hermano, Alfred, el más joven, que no era ya más que un cadáver, y Brigitte— le llamaban «padre». Margarete, con quien se había casado después de la muerte prematura de su primera esposa, le llamaba «Materna», y ello a menudo en el tono con que se hubiese dirigido a un empleado.
—No puedes quedarte aquí escondido, Alfons.
—¿Qué otra cosa puedo hacer, Jacob?
Jablonski era la única persona a quien Materna confiaba sus pensamientos. Sólo él sabía que también Alfons Materna era capaz de verter lágrimas. En su vida dura y ruda aquello había ocurrido tres veces: la primera, cuando murió su madre; la segunda, el día en que sacaron del agua, ahogada, a una joven llamada Hilde; y la tercera en aquellos momentos.
—¡No llores, caramba! —dijo Jablonski con aspereza—. Ahora tienes otras cosas que hacer. En esta perra vida hay tragos mucho peores que perder a un hijo.
—¡Vete al infierno! —exclamó Materna.
—¿Yo solo sin ti? —preguntó Jablonski con un asomo de sonrisa en sus ojos astutos.
Se conocían de toda la vida. Habían nacido en el mismo año. Alfons era hijo de la dueña de la casa, Jacob de una sirvienta. Se había encargado a la misma persona de su educación y esta persona se ocupó de ambos por igual. Crecieron como hermanos, y cuanto más crecían más les agradaba parecerse el uno al otro y afirmar este parecido ante los demás. Eran inseparables, mucho más de lo que acostumbran a serlo las personas de la misma sangre.
—Me siento débil y desvalido, Jacob, como un niño abandonado.
—Ya se te pasará —dijo Jablonski—. Sobre todo porque es Eichler, nada menos, quien parece contar con esa debilidad tuya.
Alfons Materna se irguió.
—¿Por qué me hablas ahora de ése?
—Porque en este momento Johannes Eichler está en tu casa. Materna, como impelido por un resorte, echó a andar en dirección a la casa.
—Nunca le había visto así —pensó Jacob en voz alta. Esta forma de hablar era frecuente en Masuria, donde se decía que cada cual era el mejor interlocutor de sí mismo—. Pero si no anda con cuidado, Eichler le desollará vivo. Eso sí que a él se le da bien.
Cuando Johannes Eichler se aproximó a la casa de Materna no lo hizo, de momento, sin cierta precaución. Su maciza figura pareció incluso vacilar unos instantes poco antes de llegar al portal. Pero pronto avanzó de nuevo pisando fuerte. Había visto a Materna a conveniente distancia en lo alto de la colina, sentado bajo el haya.
—¿Dónde están los afligidos deudos? —gritó con sonora cordialidad.
Nadie respondió a esta primera llamada. Eichler aprovechó la favorable oportunidad para observar cuanto había a su alrededor. Hacía ya largos años que no tenía ocasión de visitar aquella casa, la más rica de todo Masuria, según se decía. Lo que vio no le impresionó de manera especial: un confort sencillo y rústico, poltronas y mantas de abigarrados colores. Se veían también libros. Su buen humor iba en aumento. Gritó con voz potente:
—¿No hay nadie aquí a quien pueda expresar mi condolencia? Apareció entonces Margarete Materna, con la cabeza inclinada, visiblemente afligida pero guardando la compostura. Eichler se aproximó a ella con expresión grave.
—¡Quién lo hubiera dicho nunca! —exclamó.
—Te agradezco que hayas venido a expresarme tu condolencia.
Siguieron unas bellas palabras repletas de significado: —¡Hay que resignarse ante el destino!
Se miraron a los ojos y sus manos extendidas se encontraron. Los cabellos de Margarete, rubios y brillantes aún, que llevaba partidos sobre la frente, se inclinaron por su peso hacia él.
—Margarete, yo quisiera poder decirte lo que siento en este instante.
En realidad, tal explicación era innecesaria. En otro tiempo, la señora Margarete hubiera podido convertirse igualmente en la señora Eichler. Ambos la habían cortejado. Su elección hubiera podido llamarse ligereza juvenil, precipitación imprudente o debilidad. Sea como fuere, no era ahora la señora Eichler sino la señora Materna.
—Qué doloroso es todo esto —dijo ella. Se refería a la muerte de su hijo.
Eichler pensó en los llamados «Prados de los Perros», situados al extremo sur del pueblo, que Margarete había aportado como dote al matrimonio. Eichler estaba convencido de que únicamente en razón de aquella propiedad Materna se había convertido en el campesino más rico de toda la comarca.
—Sí… Pero hay que intentar sobreponerse —dijo él.
A Margarete le complacía la presencia de Eichler en aquellos momentos. Y no dudó en decírselo: —Me alegra que no me hayas olvidado.
—Quiero que sepas que yo estoy siempre contigo, ¡siempre! —respondió Eichler en un tono conmovido y tímido a un tiempo—. ¿Y tu marido? ¿Por qué no está a tu lado en estos momentos tan duros?
—Pero ¿qué le importo yo a él? —preguntó en voz baja la señora Margarete.
Su pecho arrogante se estremeció. Eichler lo observó con interés. Pero ahora era más importante mirarla a los ojos, cuyo color, según él mismo lo había descrito, era el de la flor del azulejo. Con un gesto protector del brazo la condujo ante la mesa donde yacía el cadáver.
—Él nunca te ha comprendido —se atrevió a observar. La señora Margarete asintió discretamente a esta afirmación con una ligera inclinación de cabeza. Ello permitió a Eichler contemplar su nuca, lo que le llenó de placer. ¡Qué nobleza! Recordaba quizá la parte alta del lomo de una vaca de buena raza. Esta asociación de ideas indicaba la más alta consideración—. Margarete —dijo sombrío y áspero—, es triste que no sepamos reconocer los verdaderos méritos hasta que llegan las horas difíciles.
—Tú me comprendes —dijo Margarete.
—Siempre te he comprendido —afirmó Eichler—. Sólo que hasta ahora no he tenido oportunidad de demostrártelo.
El idilio se vio interrumpido por las rudas voces de Materna. Estaba en el umbral de la puerta con el brazo derecho extendido en dirección a su mujer y a Eichler.
—Espero que no interpretes mal la situación —dijo Eichler esforzándose por aparecer digno.
—¡Fuera de aquí! —gritó Alfons.
—Materna, he venido a expresarte mi condolencia —señaló Eichler.
—Yo me cago en tu condolencia —replicó Materna.
Margarete miró a Eichler como pidiendo ayuda. Pero éste miraba de hito en hito a Materna.
—¡Ten cuidado con lo que dices y no olvides a quién tienes delante!
—¡Como si pudiera olvidarlo nunca! —Alfons Materna estaba a punto de saltar—. ¡Sé muy bien a quién tengo delante! ¡A un redomado canalla!
—Está perturbado —dijo Eichler con esfuerzo—. Ha perdido completamente el dominio. Es comprensible; esto ha sido excesivo para él.
Margarete, separada de los dos contrincantes por la mesa de roble sobre la cual yacía el cadáver, se atrevió a intervenir: —El señor Eichler es mi huésped. Debo rogarte, Materna, que respetes esto, al menos por esta vez.
Margarete sabía pronunciar este tipo de frases con el énfasis requerido. Procedía de una «buena familia», de una casa en la que había incluso un piano. Además, leía regularmente el periódico local y el serial que se publicaba en el mismo; de ahí que su lenguaje se apartara a menudo del habla corriente del lugar.
—Para mí este hombre es un asesino —dijo Materna—. El asesino de mi hijo.
—Te vuelves cada vez más descomedido —declaró Margarete con amargura.
Miró a Eichler como pidiéndole excusas; él respondió con una inclinación, dando a entender que comprendía, y se alejó.
—Bien —dijo Eichler cuando Margarete hubo salido de la habitación—, ahora que estamos los dos solos podemos hablar claro. —Su voz había perdido la untuosa suavidad de antes.
—Muy bien —dijo Materna aparte. Se acercó a la mesa sobre la que yacía el cadáver de su hijo Alfred e inclinándose sobre él retiró la tela que lo cubría—. Me pagarás esto, Johannes Eichler.
—Realmente, no sabes lo que dices. Hay ciertas cosas con las que no me gusta que se bromee. ¿Es que todavía no lo has entendido?
—¿Cuál es el precio adecuado por la muerte de una persona? ¿La muerte de otra persona? ¿La muerte del culpable?
—Te ruego que dejes de decir tonterías, Materna. Si eres listo, y por listo te tengo, considera esto como una última advertencia.
—¿Una advertencia? —Materna miró fijamente a Eichler—. ¡Esto es una provocación! Y yo la acepto.
—Materna, cuando tu hijo ha muerto yo estaba muy lejos. Pero tu otro hijo, Hermann, estaba con los que han intervenido directamente en su muerte. De modo que, si buscas un culpable, toparás con Hermann. Y la gente dirá: «Un hermano ha matado a otro». No serás tan estúpido como para querer remover este asunto, ¿verdad? Así que te callarás y sacarás tus conclusiones de lo que ha pasado. No puedes escoger. ¿Te das cuenta?
—Para mí eres tú también hombre muerto —dijo Materna.
En las horas que siguieron, la señora Margarete ejerció su exclusiva autoridad en los asuntos de la casa de Materna. Ordenó que descolgaran los espejos y que echaran arena blanca en la habitación donde estaba el cadáver. Adornó con flores la cámara mortuoria. Colocó velas y mandó que sirvieran bebidas y pastas en la cocina. Amortajó el cadáver con sábanas blancas, que no eran nuevas pero sí recién lavadas. Le ayudó en estas tareas Moritz, el recadero y confidente del pueblo, por cuya indicación se prepararon emparedados de jamón, de morcilla y de foie-gras. —Bien, ya pueden venir a dar el pésame— dijo Margarete satisfecha al ver las botellas apiladas y los platos rebosantes. Y fueron viniendo. Uno de los primeros en llegar para expresar su sentido pésame fue el pastor Bachus. Lo hizo con citas de las Sagradas Escrituras. Luego se unió a los presentes para pronunciar la primera oración colectiva ante el difunto. El padre Bachus pareció no observar la ausencia de Materna y Jablonski. Se concentró en su esfuerzo por infundir consuelo a Margarete. Después reparó fuerzas con pan y jamón, sin olvidarse de alabar la calidad de este último. La alabanza era merecida, ya que los jamones de Materna, ahumados por él mismo, eran, según se decía, los mejores de todo Masuria.
Apareció entonces Klinger, el gendarme. También él supo hallar acertadas palabras de consuelo y no desdeñó el aguardiente de Materna, que era límpido como el agua de manantial y cortante como una navaja de afeitar y del cual se decía que hacía brillar los ojos y caldeaba el corazón.
Después del tercer vaso, el gendarme Klinger comunicó a los presentes, que le escuchaban con atención, los primeros resultados de sus investigaciones, que podían calificarse ya de oficiales. Según informó, había ocurrido lo siguiente: cuando paseaba por los pantanos del norte de Maulen, el infortunado Alfred Materna había dado con un cuerpo explosivo. Era de suponer que se trataba de una mina que se encontraba allí desde la Guerra Mundial, o, más exactamente, desde la batalla de los Lagos Masurianos, cuando el mariscal Hindenburg, de manera tan brillante…
En resumen y para terminar: había sido un accidente. Una víctima tardía de la Gran Guerra. Y la mina que había explotado era probablemente de fabricación rusa.
Seguidamente llegaron a la casa mortuoria Ignaz Uschkurat, alcalde y jefe de la Unión de Campesinos; Speer, el maestro de obras; los presbíteros y los presidentes de varias asociaciones; Vetter, director de la escuela; el conservador, el organista y el director del coro. Y muchos otros: Naschinski, Poreski, Sombray, Bembennek y Kochanowski. Nadie que tuviera en el pueblo posición y nombre pensó en sustraerse a aquella penosa obligación y mucho menos a las bebidas de Materna.
También apareció sin tardanza, como era de esperar, la viuda Meta Mischgoreit. Llevaba recogidas las faldas, que eran, como siempre, de color negro. Llegó resollando con fuerza. —¡Ah, pobre muchacho, tan bueno como era!— exclamó mientras se abría paso entre la gente—. ¿Cómo ha podido ocurrir? ¡Claro que siempre había estado muy pálido el pobrecillo! Todos llegaban pisando la arena, permanecían un momento mudos ante el cadáver, estrechaban cordialmente la mano de Margarete y se dirigían sin tardar a la cocina, donde María, la criada, les servía espléndidamente.
En Masuria la muerte era también una fiesta. La voluntad de Dios debía ser aceptada con alegría. Cada persona muerta era una más que dejaba tras de sí este valle de lágrimas. Y después de cada entierro sonaban alegres aires de danza alternados con marchas militares y canciones populares. —¿Y dónde está Materna?— se preguntaban los visitantes. Se hacían esta pregunta en voz alta y sin disimulo. Sabían que en presencia de la sirvienta podían hablar tranquilamente. María no era de allí, sino de Polonia, y además era sordomuda.
—Yo sé dónde está —dijo el gendarme—. Está en la taberna. ¡Nada menos que en la taberna!
—No querrás crearme complicaciones, ¿verdad, Materna? —preguntó el tabernero—. Ya sabes que yo estoy siempre a tu disposición… en lo que a la bebida se refiere. Pero que me vengas precisamente hoy…
—Precisamente hoy se está más tranquilo aquí que en mi casa —dijo Alfons.
—Materna, yo no he tenido nada que ver en absoluto con la muerte de tu hijo —aseguró el tabernero.
—No, claro… tú sólo les has servido alcohol. Y seguramente muy poco antes. De aperitivo, como si dijéramos. La taberna, que era también fonda, estaba en la plaza del pueblo. Al otro lado se encontraba la iglesia. Entre las dos se alzaba el monumento a los caídos, que representaba a un soldado moribundo que, a pesar de sus heridas, levantaba la bandera hacia el cielo. Estaba dedicado a los héroes caídos del pueblo de Maulen, de los años 1870-1871 y 1914-1918. La inscripción rezaba: «Eterna memoria a la fidelidad». Debajo, nombres, nombres y más nombres. Y debajo había espacio suficiente aún para más nombres.
La fonda se llamaba simplemente «Fonda». Para más nombre, llevaba el de su propietario: Scharfke. El actual Scharfke, llamado Christian de nombre de pila, no necesitaba para su trabajo ni inventario de mercancías ni lista de precios. En la taberna se servían sobre todo licores y cerveza. El licor era de tres clases: seco para los hombres, dulce para las mujeres y los chicos y coñac o aguardiente para los exigentes o para las grandes ocasiones. La cerveza era habitualmente de botella y de barril cuando reinaba mayor animación. Una copa de licor costaba diez pfennigs, un vaso de cerveza quince y una botella veinte. Había un bote de pepinillos en salmuera para los paladares refinados. Los hambrientos podían escoger entre las sardinas en aceite, los arenques en escabeche, las chuletas frías y el asado de carne picada. Casi nunca nadie pedía otras cosas. —Tráeme una botella de vino— dijo Materna. Incluso aquello podía servirlo Scharfke. En el último rincón de su bodega dormían algunas docenas de botellas de vino, a las que se daba los nombres de «Schwarze Katz» y «Liebfrauenmilch[1]». Tanto peor para quien quisiera beberlo. En Maulen el vino era considerado como una variedad superior del agua. Y el agua se utilizaba fundamentalmente para abrevar el ganado, para lavar y, en no pocas ocasiones, para alargar la leche. Cuando el tabernero bajó a la bodega, Jacob Jablonski dijo a Materna:
—Allí está nuestro hombre; ahí detrás, en el rincón. Acurrucado entre la pared, la percha y la puerta del retrete estaba Hermann, el hijo mayor de Materna y ahora el único. Tenía delante una botella de cerveza y una botella casi vacía de aguardiente del «blanco» al estilo de la casa, un brebaje extremadamente ordinario pero muy eficaz, extraído de la patata. Sus ojos estaban ya empañados, pero reconoció a su padre y a su perro guardián Jablonski. Los vio acercarse a él a través de un espeso velo de niebla.
—Puedes mirarme con desprecio, padre —dijo Hermann—, y no dirigirme la palabra. Me puedes dejar aquí como si no me vieras.
—Eso quisieras tú —dijo Materna con rabia. Hermann trató entonces de levantarse y mantenerse en pie, mientras decía con voz temblorosa:
—Puedes escupirme a la cara, padre… No merezco otra cosa. Puedes pegarme…
—¿Es que te he pegado alguna vez?
—No, padre.
Bajó los ojos. Su actitud revelaba lo que estaba pensando: «Quizá hubieras debido hacerlo».
—Pero quiero decirte una cosa, padre: yo no sabía lo que estábamos haciendo, de verdad que no lo sabía. No podía imaginármelo. Soy inocente. Pero ya comprendo, y te lo digo honradamente, que esto no arregla nada de lo que ha pasado. ¡El hecho es que yo he matado a mi propio hermano!
—Siéntate y no des tantas voces —le ordenó Materna—. Con eso no le devolverás la vida.
Jablonski fue hacia Hermann, le pasó el brazo por los hombros y suavemente le obligó a sentarse. Hermann obedeció como un niño, como el niño que era en realidad a pesar de sus veintiún años y a pesar del tamaño de su cuerpo, verdaderamente gigantesco.
—¿Cómo has podido caer en esa banda… en esa asociación que se hace llamar Guardia Territorial?
—Tú nunca me lo has prohibido expresamente, padre… Y además, cuando se trata de la patria…
Materna conocía muy bien las llamadas «bases ideológicas» de la asociación que se daba el nombre de Guardia Territorial. Según dicha ideología, la Prusia Oriental era el lugar sobre el que pesaba la mayor amenaza para la nación alemana. Los polacos, se decía, extendían continuamente sus sucias manos sobre aquella región. Y aunque el resultado del gran referéndum del año 1920 había mostrado de manera convincente su adhesión a la nacionalidad alemana, el enemigo se negaba a aceptar la realidad. Consecuencia de ello eran los constantes intentos de infiltración. Los trabajadores extranjeros hacían bajar los salarios de los campesinos prusianos, aleteaban en las casas hojas de propaganda y se propagaban mentiras y difamaciones. La lengua de Masuria, usada aún de forma esporádica, recibía la denominación de lengua polaca. Y el alboroto internacional sobre las supuestas minorías amenazadas se negaba a enmudecer.
Por todo ello, unos hombres patriotas y nacionalistas habían fundado la llamada Guardia Territorial, formada por grupos de combatientes voluntarios que conseguían con facilidad nuevos miembros hasta en los pueblos más pequeños. Eran éstos simples paisanos conscientes de su deber hacia la patria, si bien guiados y dirigidos por antiguos soldados de gran valor y experiencia en el frente o con preparación militar. En Maulen, por ejemplo, se dedicaban a la labor patriótica Eugen Eis, un antiguo cabo, y Johannes Eichler, que poseía el grado de sargento. Aunque la mencionada Guardia Territorial tenía, en la mayoría de los casos, más carácter simbólico que fuerza real, disponía también de armas, procedentes de depósitos clandestinos que habían pasado desapercibidos a las «comisiones de observación» de los aliados. Sólo en la zona de Maulen —en el campanario de la iglesia y en el bosque, junto a la pesquería— se encontraban dos depósitos generales muy bien provistos. Había allí varias docenas de fusiles del acreditado modelo 98 k, varias cajas de granadas de mano y tres ametralladoras del tipo 08/15, además de gran cantidad de municiones.
—¿Y qué es lo que ha pasado hoy? —quiso saber Materna.
La narración de Hermann fue inequívoca. Explicó cómo se les había convocado para efectuar unas maniobras y cómo se formaron cuatro grupos a las órdenes de Eugen Eis. Marcharon todos juntos hacia los pantanos. Allí se entregaron granadas de mano a los mejores y por tanto, naturalmente, también a Hermann. Se formaron líneas de tiradores. Se ordenó avanzar en silencio. De pronto, se dio la orden de apuntar.
—¿Quién dio la orden?
—Eugen Eis… Él estaba inmediatamente detrás de nosotros. Hablaba en voz baja porque, en teoría, el enemigo estaba cerca, en un bosquecillo a cuarenta metros escasos al frente. Hemos apuntado y nos hemos acercado a rastras por la hierba algunos metros más hacia el norte. Lo hemos hecho en silencio absoluto, ha salido realmente perfecto. Ha llegado el momento de las granadas: hemos quitado la espoleta, nos hemos levantado, hemos tirado y nos hemos puesto a cubierto. Entonces han sonado las detonaciones y se han oído gritos, cortos y agudos, como cuando…
—¡Basta! ¡Basta!
Alfons Materna tenía la cabeza baja. El olor que se respiraba en la taberna le causaba un fuerte dolor de cabeza. Fue hacia el retrete, abrió la puerta, entró arrastrando los pies y se apoyó pesadamente contra la pared blanqueada.
—¿Se encuentra mal? —preguntó Hermann preocupado. Porque él quería a su padre. Era lo propio de un hijo. Y él era un buen hijo, se esforzaba en serlo—. Porque, si no, es capaz de aguantar un barril entero de alcohol.
Jablonski apoyó la mano en el hombro del gigantón.
—Lo que ha tenido que aguantar hoy tu padre no lo aguanta el más fuerte.
—¿Está muy furioso conmigo? —preguntó Hermann.
—No te atormentes con eso, chico. Vete a casa y duerme. De lo demás ya se arreglarán las cuentas, tan cierto como que tu padre se llama Alfons Materna.
—Salid todos —dijo Materna colocándose junto al cadáver de Alfred—. ¡Todos! Ahora quiero estar solo con mi hijo.
—¿Quieres decir que yo he de salir también? —preguntó la señora Margarete.
—¡Quiero decir todos, absolutamente todos!
Margarete se retiró, baja la cabeza, con aire sumiso y doliente. Hermann la siguió, grave y resignado. Tras ellos salió Brigitte, la hija de Materna, que miró a su padre con expresión interrogante, sin sombra de reproche, hasta un poco curiosa. Materna le hizo una seña con la cabeza.
Se quedó solo. Las velas iluminaban el cadáver amortajado de su hijo. En la habitación flotaba un olor dulzón y espeso. Abrió las ventanas de par en par.
Jablonski asomó por la puerta y preguntó desde allí: —¿Quieres algo?
Materna asintió.
—Tráeme un jarro de aguardiente y dos vasos.
Jacob trajo el jarro y los vasos y los colocó en silencio delante de Materna, sobre la mesa donde yacía el cadáver. A continuación corrió las cortinas de las ventanas abiertas. Hecho esto, se dirigió a la cocina y se sentó en un rincón.
Nadie se fijó en él. Los invitados, en silencio pero sin dejar de comer y beber, miraban a través de la puerta acristalada cubierta con cortinas de tul que separaba la cocina de la sala grande. En la puerta se recortaba con gran precisión la silueta del dueño de la casa. Vieron claramente cómo Materna alzaba el vaso en dirección al cadáver. Las primeras palabras que balbució no se oyeron bien, pero después levantó la voz para decir: —¡Por la muerte! Ojo por ojo y diente por diente. ¡Muerte por muerte!
Más adelante confirmarían varios testigos que Materna había pronunciado estas palabras. En efecto, los visitantes reunidos en la cocina con la familia eran cada vez más numerosos. No podían arrancarse a la atracción de las bebidas y, por otra parte, esperaban que Materna, a quien se tenía por extravagante, les proporcionaría abundante materia de conversación.
—Este Materna es terrible cuando quiere —dijo pensativo uno de los presentes.
La viuda Meta Mischgoreit, que había ayudado a enterrar animadamente a muchas personas, explicó alterada que ella había previsto aquello, porque el Topich, el espíritu acuático de Masuria, se le había aparecido.
—Alargó las manos y gritó: «¡Vuestra desgracia es mi suerte!».
—¡Vamos, vamos! —suspiró el padre Bachus—. Ese Topich es una invención pagana, una leyenda.
—¡Pues yo lo he visto! —afirmó la Mischgoreit con convicción—. Y cada vez que se deja ver muere alguien. Siempre quiere una víctima.
El Topich, un hombrecillo muy pequeño y muy viejo vestido de rojo al que se llamaba también Dobnik, vivía en las oscuras y límpidas profundidades del lago de Masuria. De vez en cuando se aburría tanto allí abajo que deseaba vivamente tener compañía y se la procuraba entonces apoderándose de las almas de aquellos a quienes escogía y haciendo morir sus cuerpos.
—Y en la muerte de Alfred también habrá estado él de por medio… Le gusta la sangre joven.
El padre Bachus se esforzaba por no perder la calma. Le irritaba sobremanera la actitud crédula de una parte de los presentes.
Y no era la primera vez. Él creía muy necesario predicar contra tales supersticiones, si bien ello representaba también una osadía. Masuria distaba mucho de ser un país de gente ilustrada. Pero él tenía su puesto allí y allí recibía su paga. Aquellos problemas de conciencia que siempre le creaba la gente de Maulen se vieron oportunamente desplazados por la llegada de un hombre llamado Siegfried Grienspan. El tal Grienspan entró en la cocina, se quitó el sombrero educadamente, se inclinó y dijo jovialmente: —Bueno, ya estoy aquí. ¿Dónde están las reses?
—¿Qué reses?
—Las que hay que matar. Y también hay un caballo para desollar. Me han telefoneado hoy diciéndome bien claro que podíamos cerrar el trato. Y aquí estoy.
Los presentes miraban a Grienspan como si fuera un animal extraño. Hermann parecía dispuesto a cometer su segundo homicidio. La señora Margarete rompió en sollozos y Brigitte dejó a un lado el periódico que estaba leyendo.
En aquel momento, en la cámara mortuoria, Alfons Materna comenzó a cantar. Cantaba la canción de las flores de la vida: «Ninguna florece eternamente; nada en este mundo florece eternamente».
Grienspan se dio cuenta con sobresalto de que en aquella casa había ocurrido algo. Lo dedujo no sólo de la expresión afligida y solemne de los que le rodeaban sino también de la hostilidad que despertaba su presencia.
Créanme ustedes, es cierto que me han telefoneado… Era el señor Jablonski precisamente.
—¿Yo? —Jacob negó con la cabeza—. Eso sí que no. Yo no he telefoneado en mi vida.
—Pero entonces…
Grienspan, desconcertado, enmudeció. Empezaba a comprender que alguien le había jugado una mala pasada. Y no sólo a él. Miró los rostros tensos y expectantes que parecían señales luminosas que le advirtieran de algo a través del humo que llenaba la habitación.
Alfons Materna seguía cantando.
Siegfried Grienspan era bien conocido en la comarca. Se dedicaba a la trata de ganado. Tenía el negocio en la ciudad y recorría los pueblos con su bicicleta. Las gentes bienpensantes de pura cepa germánica le consideraban, como mínimo, una persona dudosa.
Pero él encontraba siempre quien le comprara y le vendiera. Decían de él:
—¡Éste sí que conoce su oficio! Por algo es judío. Materna se entendía a la perfección con Grienspan, lo cual, por supuesto, se consideraba en Maulen como «significativo». Jablonski se llevó a Grienspan a un lado y le puso al corriente de lo sucedido. Grienspan escuchaba con atención; su cabeza se hundía más y más y su cuerpo flaco parecía encogerse. Pero su rostro de color de marfil y aspecto transparente no se alteró. Parecía como si no acudieran palabras a sus labios.
—Voy a decir a Alfons que ha venido usted —dijo Jablonski.
Entró en la cámara mortuoria y estuvo allí sólo unos segundos. Materna apareció en seguida. Apuró su vaso e hizo una seña a Grienspan diciendo:
—El cielo me lo envía, Grienspan. Venga usted aquí. Me imagino que algún diablo le ha telefoneado a usted por encargo de Dios.
—Estoy desolado —dijo Siegfried Grienspan en voz baja—. Yo sé que la muerte no sólo se lleva una vida sino que cambia la vida de las demás personas. Usted quería mucho a ese hijo, ¿verdad?
—Tantas cosas queremos en esta vida —dijo Materna—. Cuando tenía dos años tenía un caballo de madera al que quería con locura. Lo echaron al fuego. A los ocho años quería a un perro. Lo cogió una segadora y tuvieron que matarlo. Después vinieron algunas mujeres; mi mujer, la primera, y más tarde la segunda. La primera me dio dos hijos. La segunda me dio una hija e hizo morir poco a poco lo que yo sentía por ella. Pero casi cada día muere algo cerca de nosotros y dentro de nosotros. Deberíamos irnos acostumbrando.
—Su hijo Alfred se le parecía, ¿no es cierto?
—Puede ser, Grienspan. Era para mí como un reflejo de mi juventud. Yo veía en él mis defectos no confesados, mis pasiones ocultas, mis ansias secretas… toda la locura y el esplendor de la juventud. Y después, al hacerme yo mayor, deseaba que Alfred gozara de todo aquello que yo no había podido gozar cuando era joven. Y ahora él ha muerto.
Materna acercó dos sillas y ofreció asiento a Grienspan. Cerró cuidadosamente la ventana y echó el cerrojo a la puerta. Tomó el jarro, llenó los dos vasos y le tendió uno a Grienspan. Bebieron el uno a la salud del otro.
—Qué horrible accidente —dijo Grienspan.
—No ha sido un accidente —dijo Materna—. Alfred ha sido asesinado. El asesino se ha servido de mi otro hijo, Hermann, como instrumento. Pero el verdadero objetivo era yo. Yo soy quien les resulta incómodo a algunos. Me odian porque estorbo sus planes.
Grienspan apuró el vaso. Tenía el rostro contraído en una expresión afligida y su frágil figura parecía sacudida por la inquietud. En un gesto fraternal y consolador puso la mano sobre el brazo de Materna.
—Yo soy judío —dijo en voz baja.
—No se vanaglorie de ello —dijo Materna furioso.
—Cuando digo que soy judío —explicó Grienspan imperturbable—, quiero decir que formo parte de uno de los pueblos más antiguos de este mundo. Seguramente hemos agotado todos los sufrimientos imaginables. Poco más puede ocurrimos ya. Por eso me permito darle un consejo, Materna: acepte usted la vida como es, con paciencia y generosidad. Manténgase por encima de las cosas. Evite en el futuro a sus adversarios. Siga viviendo como hasta ahora, tal como le plazca a usted solo. ¿Qué puede haber mejor que esto?
—Grienspan, le vendo mis caballos blancos. A usted siempre le han interesado. Se los doy por dos mil marcos.
—No —dijo Grienspan de mala gana—. Por ese precio no los quiero. Esos caballos valen dos mil quinientos por lo menos.
—Dos mil es bastante. Necesito dinero en efectivo y pronto, si puede ser.
—Yo le daré esos dos mil marcos en calidad de préstamo, sin interés ni compromiso para usted. Pero ¿para qué necesita usted esa suma? ¿Y por qué la quiere tan de prisa?
—He de hacer unas compras. Quiero comprar las opiniones y propósitos de algunas personas.
—¿Y no puede hacerlo por menos?
—¿Quiere usted decir que de todas maneras no valen gran cosa? Puede ser, pero piense usted, por ejemplo, que en el desierto unas gotas de agua pueden pagarse a precio de oro.
Grienspan meneó la cabeza. Tenía una expresión de cansancio en los ojos.
—No le entiendo, Materna. La venganza es una mala cosa. Nada que se haga con ese motivo tiene sentido; nunca se gana nada. Y es bien sabido que siempre pagan personas inocentes. La venganza es ciega.
Materna sonrió y dijo pensativo:
—¿Conoce usted la vieja historia del perro abandonado? No le quedó más remedio que aullar con los lobos. Tenía que hacerlo si quería sobrevivir. Pero aullaba tan fuerte que los lobos enmudecieron y emprendieron la huida. Y así pudo no solamente sobrevivir sino vivir su propia vida.
—Materna, ¿qué es lo que quiere usted hacer?
—No gran cosa, Grienspan. Sólo que nuestros lobos aúllan muy fuerte. Pero ¿por qué no habría de ser posible aullar más fuerte aún? ¿O es que conoce usted alguna otra manera de hacerles callar?