Saramago se estaba afeitando cuando sonó el teléfono. Se colocó el auricular en la parte no enjabonada y pronunció pocas palabras: «¿De verdad? Es sorprendente», «No se molesten, estaré ahí en menos de media hora». Y colgó. Su baño jamás fue tan rápido. Luego me dijo que iba a recoger una novela que escribió entre los años cuarenta y cincuenta y que estaba perdida desde entonces. Cuando regresó traía Claraboya bajo el brazo, es decir, un mazo de folios escritos a máquina, que el tiempo no había amarilleado ni gastado, tal vez porque el tiempo fue más respetuoso con el original que quienes lo recibieron en 1953. «Para la editorial sería un honor publicar el manuscrito encontrado en una mudanza de las instalaciones», le dijeron ceremoniosamente a José Saramago en 1999, en los días en que se aplicaba para acabar El Evangelio según Jesucristo. «Obrigado, ahora no», respondió y salió a la calle con la novela recuperada y, por fin, con una respuesta, la que le fue negada cuarenta y siete años atrás, cuando tenía treinta y uno y todos los sueños a punto. Aquella actitud de la editorial le sumió en un silencio doloroso, imborrable y de décadas.
«El libro perdido y hallado en el tiempo», así se hablaba de Claraboya en casa. Quienes leyeron la novela entonces intentaron convencer al autor de la necesidad de su publicación, pero obstinadamente José Saramago se negaba, decía que no se editaría mientras viviera. Sin otra explicación que no fuera su norma de vida, tantas veces escrita y pronunciada: nadie está obligado a amar a nadie, todos estamos obligados a respetarnos. Según esta lógica, Saramago consideraba que ninguna empresa tiene la obligación de publicar los manuscritos que le llegan, pero existe el deber de ofrecer una respuesta a quien la espera día tras día, mes a mes, con impaciencia y hasta con desasosiego porque el libro entregado, ese manuscrito, es algo más que una montaña de letras, lleva un ser humano dentro, con su inteligencia y su sensibilidad. La humillación que le supuso al joven Saramago no recibir unas simples líneas, un breve y formal «nuestro programa de publicaciones está cerrado», podría reabrirse cada vez que se topara con el libro, es lo que pensamos quienes le rodeábamos, de modo que no insistimos más en que se publicara. A este dolor antiguo atribuimos el descuido con el que abandonó el manuscrito sobre su mesa, entre mil papeles. José Saramago no leyó Claraboya, no echó de menos el original cuando lo llevé a encuadernar en piel, y me llamó exagerada cuando se lo ofrecí. Sin embargo, él sabía —porque era el autor— que no estaba mal, que algunos hallazgos de esa obra fueron recurrentes en el resto de su trabajo literario y que ya se observaba lo que después acabaría desarrollando plenamente: su propia voz narrativa.
«Todo puede ser contado de otra manera», dijo Saramago cuando había cruzado desiertos y navegado aguas tenebrosas. Si aceptamos esa afirmación, ahora, después de narrados los hechos y las suposiciones, tendremos que interpretar signos y entender su obstinación a la luz de una vida completa, compartida y con imperiosa necesidad de comunicación. «Morir es haber estado y ya no estar», dijo José Saramago. Y es verdad que murió y no está, pero de pronto donde Claraboya ha sido publicada, Portugal y Brasil, las patrias de su idioma, las personas se pasan de mano en mano un libro nuevo y comentan con renovada emoción la lectura y la sorpresa. Entonces descubres que Saramago ha vuelto a publicar un libro, una novela que trae una frescura iluminadora, que penetra nuestra sensibilidad y nos arranca exclamaciones de júbilo y de asombro y entendemos, por fin entendemos, que es la ofrenda que el autor quiso dejar para seguir compartiendo, ya que definitivamente no está. Y se dice hasta la extenuación: este libro es una joya, ¿cómo es posible que el jovencito de veintitantos años escribiera con tanta madurez, tan seguro, que ya enunciara obsesiones literarias y dejara ver su mapa de trabajo y sentimental de una forma tan explícita? Sí, es la pregunta que se hacen los lectores. ¿De dónde sacó Saramago la sabiduría, la capacidad de retratar personajes con tanta sutileza y economía narrativa, de proponer situaciones anodinas y sin embargo tan profundas como universales, de transgredir de forma tan serenamente violenta? Un joven, recordémoslo, de menos de treinta años, que no fue a la universidad, hijo y nieto de analfabetos, mecánico de profesión, oficinista en esos días, que se atreve a interpretar el cosmos que es una casa, con brújula propia y con Pessoa, Shakespeare, Eça de Queirós, Diderot y Beethoven como amable compañía. Ésta es la entrada en el universo Saramago, así quedó definido ya entonces.
En Claraboya están contenidos los personajes masculinos de Saramago, el que simplemente se llama H, de Manual de pintura y caligrafía, Ricardo Reis, de El año de la muerte de Ricardo Reis, Raimundo Siva, de Historia del cerco de Lisboa, don José, de Todos los nombres, el músico de Las intermitencias de la muerte, Caín, Jesucristo, Cipriano Algor, esa colección de hombres de pocas palabras, solitarios, libres, que necesitan el encuentro amoroso para romper, siempre de forma momentánea, su forma concentrada e introvertida de estar en el mundo.
También en Claraboya están las mujeres fuertes de Saramago. Cuando el autor se recrea en los personajes femeninos la capacidad transgresora se hace más evidente y descarnada: Lidia, mujer mantenida por un empresario al que le da lecciones de dignidad, el amor lésbico, la sumisión heredada, que se descubre como un hecho patético en el seno de la familia, la insoportable condena social, la violación, el instinto, la fuerza para mantener posiciones, la pequeñez de las vidas y la honestidad que pueden encerrar algunos cuerpos, pese al cansancio de vivir tantas estrecheces e infortunios.
Claraboya es una novela de personajes. Se sitúa en Lisboa, en los años cuarenta, cuando la Segunda Guerra ha terminado, no la dictadura salazarista, que aparece como una sombra o un silencio que todo lo envuelve. No es una novela política, por tanto no cabe pensar que sufriera los rigores de la censura y que por eso no fuera publicada en su día. Sin embargo, para las pacatas costumbres del momento, una novela que transgrede los valores establecidos, donde la familia no es sinónimo de hogar, sino de infierno, las apariencias tienen más fuerza que la realidad, ciertas utopías que aparecen como objetivos loables son, páginas después, descritos como relativos, donde se condenan de forma explícita los malos tratos a las mujeres o se narra con naturalidad el amor entre personas del mismo sexo, expresado con angustia personal aunque sin condena por la mirada del autor, todo esto y lo demás que el libro es, sin duda influyó en la decisión de dejarlo inédito. Demasiado fuerte, demasiado arriesgado viniendo de un autor desconocido, demasiado trabajo defenderlo ante la censura y la sociedad, para el poco provecho que aportaría. De ahí que el libro se quedara relegado, sin un sí comprometido, sin un no que pudiera comprometer en el futuro. Tal vez, y de nuevo volvemos a las conjeturas, lo dejaron para más adelante, cuando los tiempos cambiaran, sin imaginar que necesitarían décadas para que el llamado aperturismo comenzara a ser visible y mientras tanto las generaciones se sucedieron y con ellas vino el olvido. En el mundo y en la editorial. También José Saramago tenía otro oficio, el de editor, había realizado su travesía de silencio y soledad y se preparaba para escribir otros libros.
La vida no fue sencilla para José Saramago. Al desaire de la falta de respuesta de los editores con Claraboya, libro escrito en horas nocturnas tras jornadas de trabajo en empleos que no eran fáciles, tuvo que sumar otros desplantes por su condición de desconocido, de no universitario, de no procedente de la élite, que son factores importantes en una sociedad pequeña, como era la lisboeta de los años cincuenta y sesenta. Quienes más tarde serían sus colegas se mofaban de él porque tartamudeaba, y este problema, que consiguió superar, le hizo ser siempre retraído, la locuacidad la dejaba para otros, él observaba y vivía muy instalado en su mundo interior, quizá por eso pudo escribir tanto. Desde la entrega de Claraboya hasta que volvió a publicar pasaron veinte años. Se reinició con la poesía en Los poemas posibles y Probablemente alegría, porque el tercero, El año 1993, ya es un puente hacia la narrativa, y luego dos libros de crónicas periodísticas que son embriones de ficciones. También Claraboya está contenida en sus crónicas, aunque nadie sabía que esa novela existía, estaba guardada esperando el momento para llegar al lector como algo más que un libro perdido.
Claraboya es el regalo que los lectores de Saramago se merecían. No es cerrar una puerta, por el contrario, es abrirla de forma rotunda, de par en par, para volver a leer la obra con la luz y la perspectiva de lo que el escritor, cuando joven, ya venía diciendo. Claraboya es la puerta de entrada a Saramago y será un descubrimiento para cada lector. Como si un círculo perfecto se cerrara. Como si la muerte no existiera.
Pilar del Río
Presidenta de la Fundación José Saramago