—Abel se retrasa. ¿Quieres cenar?
—No. Esperaremos un poco más. —Mariana suspiró:
—Puede que no venga. Dos esperando a uno…
—Si no viniera a cenar, habría avisado. Pero si no quieres esperar, cena tú. Yo no tengo hambre.
—Ni yo…
Al oír la puerta abrirse, los dos tuvieron un sobresalto. Cuando Abel apareció:
—¿Cómo ha ido? —preguntó Silvestre.
—Nada.
—¿No ha conseguido nada? —El muchacho tiró de una banqueta y se sentó:
—Fui a la oficina. Le dije al ordenanza que era un cliente y que quería hablar con el administrador Moráis. Me mandaron entrar en una sala y poco después llegó él. En cuanto le dije a lo que iba, tocó una campanilla, y cuando el ordenanza apareció le pidió que me acompañara a la puerta. Pese a todo, intenté hablar, explicarme, pero él me dio la espalda y salió. En el pasillo me encontré con la chica del segundo piso: me miró con aire de desprecio. En fin, me echaron a la calle.
Silvestre dio un puñetazo sobre la mesa:
—Ese tipo es un canalla.
—Fue lo que me llamó cuando le telefoneé a casa. Me llamó canalla y colgó.
—¿Y ahora? —preguntó Mariana.
—¿Ahora? Si él no fuera un viejo, le daba dos bofetadas. Pero así, ni eso puedo hacer…
Silvestre se levantó y recorrió la cocina con pasos rápidos.
—Esta vida… Esta vida es un muladar. Porquería, porquería y nada más. ¿No hay, entonces, ningún remedio?
—Me temo que no. Haré lo que debo hacer.
Silvestre frenó en seco.
—¿Lo que debe? No lo entiendo…
—Es muy sencillo. No puedo seguir aquí. Todo el vecindario sabe lo que ha pasado. Mi permanencia aquí sería como el colmo de la caradura. Además, es lógico que ella no se sienta bien sabiéndome aquí y sabiendo lo que los vecinos dicen.
—¿Qué? ¿Que se quiere ir?
Abel sonrió, con una sonrisa un poco cansada:
—¿Que si me quiero ir? No, no quiero, pero debo hacerlo. Ya he encontrado una habitación. Mañana haré la mudanza… No me miren de esa manera, por favor…
Mariana lloraba. Silvestre avanzó hacia él, le puso las manos sobre los hombros, quiso hablar y no lo consiguió.
—Vamos… Vamos… —dijo el joven.
Silvestre forzó una sonrisa:
—Si yo fuera mujer, también lloraría. Pero como no lo soy… Como no lo soy…
Se giró bruscamente hacia la pared, como si no quisiese que Abel le viera la cara. El joven se levantó y le hizo volverse:
—¿Y esto? ¿Vamos a llorar todos? Sería una vergüenza…
—Tengo tanta pena de que se vaya… —sollozó Mariana—. Ya estábamos acostumbrados. Era como si fuese parte de la familia…
Abel la oía, conmovido. Miró a uno y a otra y preguntó, serenamente:
—Seamos sinceros: ¿creen que debo quedarme?
Silvestre dudó un segundo y respondió:
—No.
—¡Silvestre! —exclamó la mujer—. ¿Por qué no dices que sí? A lo mejor se quedaba…
—Eres tonta. Abel tiene razón. Nos va a costar mucho, pero qué le vamos a hacer…
Mariana se limpió los ojos y se sonó con fuerza. Intentó sonreír:
—Pero vendrá por aquí de vez en cuando a hacernos una visita, ¿verdad, señor Abel?
—Sólo si me promete una cosa…
—¿El qué? Yo le prometo todo…
—Que deja de una vez para siempre lo de señor Abel, y me llama Abel, sin señorío. ¿Está de acuerdo?
—Estoy de acuerdo.
Se sentían, al mismo tiempo, felices y tristes. Felices por amarse, tristes por separarse. Fue la última cena en común. Habría otras, sin duda, más tarde, cuando todo se calmara y Abel pudiera regresar, pero serían diferentes. Ya no se trataría de la reunión de tres personas que viven bajo el mismo techo, que comparten las alegrías y tristezas, como el pan y el vino. La única compensación estaba en el amor, no en el amor obligatorio del parentesco, tantas veces un fardo impuesto por las convenciones, sino el amor espontáneo que de sí mismo se alimenta.
Terminada la cena, mientras Mariana lavaba los platos, Abel fue a preparar su equipaje con Silvestre. Acabaron el trabajo rápido. El joven se tumbó sobre la cama con un suspiro.
—¿Triste? —preguntó el zapatero.
—No es para menos. Como si no fuera suficiente para atormentarnos el mal que hacemos conscientemente… Como ve, el simple hecho de existir puede ser un mal.
—O un bien.
—En este caso, no lo ha sido. Si yo no hubiera venido a vivir a su casa, quizá esto no habría sucedido.
—Tal vez… Pero si la persona que escribió la carta estaba decidida a escribirla, habría encontrado la manera de hacer la denuncia. Usted ha sido un pretexto tan bueno, para ese efecto, como cualquier otro.
—Tiene razón. Pero pasó conmigo…
—Con usted, que ha tenido el mayor cuidado, que corta todos los tentáculos…
—No bromee.
—No estoy bromeando. Cortar tentáculos no basta. Usted se va mañana, desaparece, corta el tentáculo. Pero el tentáculo se queda aquí, en la amistad que yo siento por usted, en la transformación en la vida de doña Lidia.
—Es lo que le estaba diciendo. El simple hecho de existir puede ser un mal.
—Para mí fue un bien. Lo conocí y me convertí en su amigo.
—¿Y qué ha ganado con eso?
—Amistad. ¿Le parece poco?
—No, seguro…
Silvestre no respondió. Acercó la silla a la cama y se sentó. Sacó del bolsillo del chaleco la caja de tabaco y el papel y se lió un cigarro. Miró a Abel a través de la nube de humo que se levantaba y murmuró, como quien juega:
—Su mal, Abel, es no amar.
—Soy su amigo y la amistad es una forma de amor.
—De acuerdo…
Hubo otro silencio, durante el que Silvestre no dejó de mirar al muchacho.
—¿En qué piensa? —preguntó éste.
—En nuestras viejas discusiones.
—No veo qué relación…
—Todo se relaciona… Cuando le he dicho que su mal era no amar, ¿ha supuesto que me refería al amor por una mujer?
—Es lo que he pensado. Efectivamente, me han gustado muchas, pero no he querido a ninguna. Estoy seco.
Silvestre sonrió:
—¿A los veintiocho años? Déjeme reír, espere a mi edad.
—Así sea. Entonces ¿no se refería al amor por una mujer?
—No.
—¿A qué, entonces?
—A otra especie de amor. ¿Nunca ha sentido, al ir por la calle, un deseo repentino de abrazar a las personas que lo rodean?
—Si quisiera ser gracioso, le diría que sólo me ha apetecido abrazar a las mujeres, y no siempre, ni a todas… Pero, espere… No se enfade. Nunca me ha pasado eso, palabra de honor.
—Ahí está el amor del que yo hablaba.
Abel se levantó sobre los codos y miró al zapatero con curiosidad:
—Sería usted un buen apóstol, ¿sabe?
—No creo en Dios, si es ahí donde quiere llegar. A lo mejor me considera un blandengue…
El joven protestó:
—De ningún modo.
—Quizá piense que esto es efecto de la vejez. Si es así, siempre he sido un viejo. Siempre he pensado y sentido de la misma manera. Y si hoy creo en algo, es en el amor, en este amor.
—Es…, es hermoso oírle decir eso. Pero es una utopía. Y una contradicción también. ¿No ha dicho hace poco que la vida es un muladar y una porquería?
—Y no me desdigo. La vida es un muladar y una porquería porque unos cuantos así lo quisieron. Esos han tenido, y tienen, sucesores.
Abel se sentó en la cama. La conversación comenzaba a interesarle:
—¿También abrazaría a ésos?
—No llevo la blandenguería hasta ese punto. ¿Cómo podría amar a los responsables del desamor entre los hombres?
La frase, tan cargada de sentido, despertó una reminiscencia en Abel:
—Pas de liberté pour les ennemis de la liberté…
—No lo entiendo. Parece francés, pero no lo entiendo…
—Es una frase de Saint-Just, uno de los hombres de la Revolución Francesa. Quiere decir, más o menos, que no debe haber libertad para los enemigos de la libertad. Aplicándolo a nuestra conversación, podría decirse que debemos odiar a los enemigos del amor.
—Tenía razón ese…
—Saint-Just.
—Eso. ¿No está de acuerdo conmigo?
—¿En cuanto a la frase o con el resto?
—En ambas cosas.
Abel pareció concentrarse en el pensamiento. Después respondió:
—En cuanto a la frase, lo estoy. Pero, en el resto… Nunca me he encontrado a nadie que pueda amar con ese amor. Y mire que he conocido a mucha gente. Son todos a cual peor. Tal vez la persona que usted es sea la excepción. No por lo que me está diciendo, sino por lo que sé de usted y de su vida. Comprendo que pueda amar de ese modo, yo no puedo. Me han dado muchas patadas, he sufrido demasiado. No haré como el otro, que ponía la mejilla izquierda a quien le abofeteaba la derecha…
Silvestre interrumpió con vehemencia:
—Yo tampoco. Antes le cortaría la mano a quien me agrediera.
—Si todos actuaran de esa manera, no habría en el mundo nadie que tuviera dos manos. Quien es golpeado, si no ha golpeado aún, golpeará un día. Es una cuestión de oportunidad.
—A esa manera de pensar se le da el nombre de pesimismo, y quien piensa así ayuda a los que quieren el desamor entre los hombres.
—Disculpe si le hiero, pero todo esto es una utopía. La vida es una lucha de fieras, a todas horas y en todos los sitios. Es el «sálvese quien pueda», y nada más. El amor es el pregón de los débiles, el odio es el alma de los fuertes. Odio a los rivales, a los competidores, a los candidatos al mismo pedazo de pan, o de tierra, o al mismo pozo de petróleo. El amor sólo sirve como chanza o para que los fuertes tengan la oportunidad de disfrutar con las debilidades de los débiles. La existencia de los débiles es ventajosa como recreo, sirve como válvula de escape.
Silvestre no pareció haber entendido la comparación. Se quedó mirando muy serio a Abel. Después sonrió bruscamente y preguntó:
—¿Y usted pertenece al bando de los fuertes o al bando de los débiles?
El joven se sintió pillado en falso:
—¿Yo? Esa pregunta es desleal…
—Pues le ayudo. Si pertenece al bando de los fuertes, ¿por qué no hace como ellos? Si está con los débiles, ¿por qué no hace como yo?
—No sonría con ese airecito de triunfador. No es leal, repito.
—Pero responda.
—No sé responder. Quizá haya una especie intermedia. A un lado, los fuertes; a otro, los débiles; y en el medio, yo y…
Silvestre dejó de sonreír. Lo miró fijamente y el otro respondió, con lentitud, dispuesto a contar con los dedos las afirmaciones que hacía:
—Entonces, se lo diré yo. Usted no sabe lo que quiere, no sabe hacia dónde va, no sabe lo que tiene.
—En suma: no sé nada.
—No se haga el gracioso. Lo que estoy diciéndole es muy importante. Cuando, hace tiempo, le dije que tenía que descubrir por sí mismo…
—La utilidad, ya lo sé —interrumpió Abel impaciente.
—Cuando se lo dije, estaba lejos de suponer que se iba a ir tan pronto. También le dije que no podría aconsejarle. Se lo repito todo. Pero se va mañana, tal vez nunca más volvamos a vernos… Pienso que si no puedo aconsejarle, por lo menos puedo decirle que la vida sin amor, la vida así como la ha descrito hace poco, no es vida, es un estercolero, es una ciénaga.
Abel se levantó, impulsivo:
—Es todo eso, sí, señor. ¿Y qué le vamos a hacer?
—¡Transformarla! —respondió Silvestre, levantándose también.
—¿Cómo? ¿Amándonos los unos a los otros?
La sonrisa de Abel se desvaneció ante la expresión grave de Silvestre:
—Sí, pero con un amor lúcido y activo, un amor que venza al odio.
—Pero el hombre…
—Oiga, Abel: cuando oiga hablar del hombre, acuérdese de los hombres. El Hombre, con H mayúscula, como a veces lo veo en los periódicos, es una mentira, una mentira que sirve de tapadera para todas las villanías. Todo el mundo quiere salvar al Hombre, nadie quiere saber nada de los hombres.
Abel se encogió de hombros, en un gesto de desaliento. Reconocía la verdad de las últimas palabras de Silvestre, él mismo lo había pensado muchas veces, pero no tenía esa fe. Preguntó:
—¿Y qué podemos hacer nosotros? ¿Yo? ¿Usted?
—Vivimos entre los hombres, ayudemos a los hombres.
—¿Y usted qué hace para ayudarlos?
—Les arreglo los zapatos, ya que otra cosa no puedo hacer ahora. Usted es joven, es inteligente, tiene una cabeza sobre los hombros… Abra los ojos y vea, y si después de eso todavía no ha comprendido, enciérrese en casa y no salga hasta que el mundo se le venga encima.
Silvestre había elevado la voz. Sus labios temblaban de conmoción mal reprimida. Los dos hombres estaban uno frente al otro, ojos en los ojos. Circulaba entre ellos un fluido de comprensión, un permutar silencioso de pensamientos más elocuentes que todas las palabras. Abel murmuró con una sonrisa forzada:
—Tendrá que darme la razón en que lo que dice es un poco subversivo…
—¿Así lo cree? No me lo parece. Si esto es subversivo, todo es subversivo, hasta la respiración. Siento y pienso así como respiro, con la misma naturalidad, la misma necesidad. Si los hombres se odian, nada se puede hacer. Todos seremos víctimas de los odios. Todos nos mataremos en guerras que no deseamos y de las que no tenemos responsabilidad. Nos pondrán delante de los ojos una bandera, nos llenarán los oídos con palabras. ¿Y para qué? Para crear la simiente de una nueva guerra, para crear nuevos odios, para crear nuevas banderas y nuevas palabras. ¿Para esto vivimos? ¿Para hacer hijos y lanzarlos a la batalla? ¿Para construir ciudades y arrasarlas? ¿Para desear la paz y tener la guerra?
—¿Y el amor resolverá todo eso? —preguntó Abel, sonriendo con tristeza, donde también se percibía una punta de ironía.
—No lo sé. Es lo único que todavía no se ha experimentado…
—¿Y llegaremos a tiempo?
—Tal vez. Si los que sufren se convencieran de que es ésta la verdad, tal vez llegaríamos a tiempo… —se interrumpió, como si una preocupación le asaltara el espíritu—: Pero no se olvide, Abel: amar con un amor lúcido y activo. Que la actividad no le haga olvidar la lucidez, que la actividad no le haga cometer villanías como las que cometen los que quieren el desamor entre los hombres. Activo, sí, pero lúcido. Y lúcido sobre todo.
Como un muelle que se quiebra tras una tensión excesiva, el entusiasmo se calmó. Silvestre sonreía:
—Habló el zapatero. Si otra persona me oyera, diría: «Habla demasiado bien para zapatero. ¿Será un doctor disfrazado?».
A su vez, Abel rió y preguntó:
—¿Será un doctor disfrazado?
—No, soy sólo un hombre que piensa.
Abel dio algunos pasos por el dormitorio, silencioso. Se sentó en la maleta donde guardaba los libros y miró al zapatero. Silvestre parecía confundido mientras revolvía el tabaco suelto.
—Un hombre que piensa… —murmuró el joven.
El zapatero levantó los ojos, con expresión interrogante.
—Todos pensamos —prosiguió Abel—. Pero sucede que pensamos mal la mayor parte de las veces. O bien hay un abismo entre lo que pensamos y lo que hacemos… O hicimos…
—No comprendo adonde quiere llegar —observó Silvestre.
—Es fácil. Cuando me contó su vida, tuve la percepción clara de mi inutilidad y sufrí por eso. Me siento en este momento un poco compensado. Al final, mi querido amigo, cayó en una actitud tan negativa como la mía o tal vez más. En la actualidad usted no es más útil que yo…
—Creo que no me ha comprendido, Abel.
—Le he comprendido, sí. Lo que piensa le sirve sólo para convencerse a sí mismo de que es mejor que los otros.
—No me juzgo superior a nadie.
—Se juzga. Tengo la certeza de que se juzga.
—Le doy mi palabra.
—Sea. Lo creo. De todas formas, eso no importa. Lo que importa es que cuando usted pudo actuar no pensaba de ese modo, su creencia era diferente. Hoy, que la edad y la circunstancia lo obligan al silencio, intenta engañarse con ese amor casi evangélico. ¡Ay del hombre que tiene que sustituir los actos por las palabras! Acabará oyendo simplemente su voz… La palabra «actuar» en su boca, querido amigo, es apenas un recuerdo, una palabra vacía…
—Un poco más y me dirá que no soy sincero.
—De ningún modo. Pero ha perdido el contacto con la vida, está desenraizado, cree estar en el combate, cuando la verdad es que lo que tiene en la mano es sólo la sombra de una espada y a su alrededor no hay nada más que sombras…
—¿Desde cuándo piensa de mí de esa manera?
—Desde hace cinco minutos. Después de lo que vivió, y ¡acabó cayendo en el amor!
Silvestre no respondió. Con las manos trémulas lió un cigarrillo y lo encendió. Parpadeó cuando el humo le alcanzó los ojos y se quedó a la espera.
—Me ha llamado pesimista —prosiguió Abel— y me ha acusado de ayudar con mi pesimismo a quienes quieren el desamor entre los hombres. No le quitaré la razón. Pero note que su actitud, meramente pasiva como es, no los ayuda menos, porque, casi siempre, esos a quienes se refiere también usan el lenguaje del amor. Las mismas palabras, las suyas y las de ellos, anuncian o esconden objetivos diferentes. Incluso diría que las suyas solamente sirven a los objetivos que ellos tienen, porque no creo que usted hoy tenga ningún objetivo concreto. Se contenta diciendo: amo a los hombres, y eso le basta, olvidando que su pasado exige algo más que una simple afirmación. Dígame, por favor, cómo puede interesarle al mundo esa frase, aunque sea proferida por millones de hombres, si les faltan, a esos millones de hombres, todos los medios necesarios para hacer de ella algo más que el resultado de un impulso emocional.
—Está hablando de una manera que casi no lo entiendo… ¿Olvida que dije: amor lúcido y activo?
—Otra frase más. ¿Dónde está su actividad? ¿Dónde está la actividad de esos que piensan como usted y que no tienen la vejez como disculpa de la inactividad? ¿Quiénes son?
—Ha llegado su turno de darme consejos…
—No tengo esa pretensión. Los consejos no sirven de nada, ¿no es eso lo que dijo? Una cosa me parece verdadera: el gran ideal, la gran esperanza de la que me habla no serán nada más que palabras si pretendemos concretarlos recurriendo al amor.
Silvestre se apartó hacia una esquina de la habitación. Desde allí, preguntó bruscamente:
—¿Qué va a hacer?
El muchacho no respondió enseguida. En el silencio que siguió a las palabras de Silvestre se oyó, procedente quién sabe de dónde, un canto de voces numerosas.
—No sé —respondió—. Actualmente soy un inútil, acepto su acusación, pero prefiero esta inutilidad temporal a la supuesta utilidad de su actitud.
—Se invierten los papeles. Ahora usted me censura.
—No lo censuro. Lo que dice acerca del amor es hermoso, pero no me sirve.
—Olvidé que entre nosotros existen cuarenta años de diferencia… No me puede entender…
—Tampoco el Silvestre de hace cuarenta años entendería al Silvestre de ahora, querido amigo.
—¿Quiere decir que es la edad la que hace pensar así?
—Tal vez —sonrió Abel—. La edad puede mucho. Trae la experiencia, pero trae también el cansancio.
—Oyéndolo hablar, nadie diría que hasta hoy no ha hecho otra cosa que no sea vivir para usted mismo…
—Es cierto. Pero ¿para qué censurarme? Tal vez mi aprendizaje tenga que ser más lento, tal vez tenga que acumular muchas más cicatrices hasta convertirme en un verdadero hombre… De momento soy uno al que llamaron inútil y se calló porque sabía que era así. Pero no lo seré siempre…
—¿Qué piensa hacer, Abel?
El muchacho se levantó lentamente y se dirigió hacia Silvestre. A dos pasos, le respondió:
—Algo muy simple: vivir. Salgo de su casa más seguro de lo que estaba cuando entré. No porque me sirva el camino que me ha apuntado, sino porque me hizo pensar en la necesidad de encontrar el mío propio. Será cuestión de tiempo.
—Su camino será siempre el pesimismo.
—No lo dudo. Sólo deseo que ese pesimismo me desvíe de las ilusiones fáciles y envolventes, como el amor…
Silvestre lo tomó por los hombros y lo sacudió:
—Abel: ¡todo lo que no sea construido sobre el amor generará odio!
—Tiene razón, amigo mío. Pero tal vez tenga que ser así durante mucho tiempo… El día en que sea posible construir sobre el amor no ha llegado todavía…