Llegó, por fin, el día en que se desvelarían los secretos. Después de tejer prodigios de diplomacia, Amelia convenció a la hermana de que acompañara a Isaura a la tienda de las camisas. Que el día era bonito, que le haría bien el aire libre y el sol, que era un crimen estar entre cuatro paredes mientras, fuera, la primavera parecía haber enloquecido de alegría. En los elogios a la primavera alcanzó el lirismo. Fue tan elocuente que la hermana y la sobrina se burlaron un poco. Le preguntaron si no quería salir también, ya que estaba tan inspirada. Se disculpó con la cena y las empujó hacia la puerta. Recelosa de que alguna regresara, las siguió con la mirada desde la ventana. Cándida era muy olvidadiza, casi siempre se dejaba algo atrás.
Estaba, ahora, sola en casa: la hermana y la sobrina tardarían unas buenas dos horas y Adriana llegaría más tarde. Fue a buscar las llaves que había escondido y regresó a la habitación de las sobrinas. La cómoda tenía tres gavetas pequeñas: la del medio era la que pertenecía a Adriana.
Al aproximarse, Amelia sintió una vergüenza súbita. Iba a cometer una acción censurable, bien lo sabía. Aunque esa acción le permitiese saber lo que tan cuidadosamente las sobrinas escondían, ¿cómo podría, en caso de que la obligaran a hablar, reconocer que había violado la gaveta? Conocida la violación, todas temerían nuevas invasiones y ella, Amelia, concedía que todas la iban a detestar por eso. Saber naturalmente, por casualidad o de otra manera más digna, no afectaría a su autoridad moral, pero usar una llave falsa, actuar con malas artes apartando a las personas que podrían impedírselo, era el cúmulo de la indignidad.
Con la llave en las manos, Amelia se debatía entre el deseo de saber y la conciencia de la indignidad del gesto. ¿Y quién le garantizaba que no descubriría algo que más valdría que permaneciera ignorado? Isaura estaba de buen ánimo, Adriana seguía alegre, Cándida tenía, como siempre, una confianza total en las hijas, fuesen sus pensamientos los que fuesen. La vida de las cuatro parecía querer entrar en los antiguos senderos, calma, tranquila, serena. ¿La violación de los secretos de Adriana no haría imposible la tranquilidad? Desvelados los secretos, ¿no se llegaría a lo irremediable? ¿No se volverían todas contra ella? Y, aunque fuesen grandes las culpas de las sobrinas, ¿lograrían sus buenas intenciones disculpar el atentado contra el derecho que asiste a cada persona de querer sólo para sí misma sus secretos?
Todos estos escrúpulos ya habían asaltado a Amelia y ya habían sido repelidos. Pero, ahora que bastaba un pequeño movimiento para abrir la gaveta, regresaban más fuertes que antes, con la última y desesperada energía del que va a morir. Miró las llaves que mantenía en la palma de la mano abierta. Mientras pensaba, notó, inconscientemente, que la llave más pequeña no serviría. El orificio de la cerradura era demasiado ancho para ella. Los escrúpulos continuaron atropellándose, cada cual queriendo llegar más deprisa y ser más convincente que los otros y, pese a todo, venían ya sin fuerza ni esperanza. Amelia tomó una de las llaves menores y la introdujo en la cerradura. El tintineo del metal, el crujir de la llave en la cavidad hicieron desaparecer los escrúpulos. La llave no servía. Sin darse cuenta de que todavía le faltaba una para probar, se obstinaba con ésa. Se asustó al sentir que se atascaba. Comenzaron a aparecerle gotas de sudor en la cabeza. Tiró de la llave con fuerza, a sacudidas, ya presa de un pánico irracional. De un tirón más violento consiguió sacarla. Era, sin duda, la otra. Pero Amelia, tras el esfuerzo, estaba tan derrotada que necesitó sentarse en el borde de la cama de las sobrinas. Las piernas le temblaban. Al cabo de unos instantes se levantó, más calmada. Introdujo la otra llave. Despacio, la giró. El corazón comenzó a batirle con más fuerza, con palpitaciones tan profundas que la mareaban. La llave servía, ya era imposible retroceder.
La primera cosa que sintió, al abrir la gaveta, fue un intenso perfume a jabón de alhucema. Antes de retirar los objetos que la llenaban, procuró retener en la memoria las respectivas posiciones. Encima, dos pañuelos con monograma bordado que reconoció inmediatamente. Pertenecieron al cuñado, al padre de Adriana. En el lado izquierdo, un manojo de fotografías antiguas, atadas con un elástico. En el lado derecho, una caja negra, sin cerradura, con guarniciones de plata. Dentro, algunas cuentas de collar, un alfiler de solapa al que le faltaban dos piedras, un tallo de flor de naranjo (recuerdo de la boda de alguna chica conocida) y poco más. En el fondo, una caja más grande, cerrada. Ignoró las fotografías: eran demasiado antiguas para poder interesarle. Con cuidado, para no alterar la posición de los diferentes objetos, sacó la caja. La abrió con la llave más pequeña y vio lo que buscaba: el Diario, y algo más: un paquete de cartas con una cinta verde, ya deslucida. No deshizo el lazo; reconocía esas cartas, todas de 1941 y 1942, restos de un noviazgo fracasado de Adriana, su primer y único noviazgo. Consideró disparatado que conservara todavía esas cartas, diez años después de la ruptura.
Amelia pensaba todo esto mientras sacaba el Diario de la caja. El exterior no podía ser más banal y prosaico. Era un vulgar cuaderno de notas como los que usan los escolares. Obedientemente, Adriana había escrito en la portada, con su mejor letra, aparte del nombre completo en la línea que estaba destinada a ese fin, la palabra DIARIO en mayúsculas, con un cierto airecito gótico, al mismo tiempo pueril y aplicado. Debía de estar mordiéndose la lengua mientras las diseñaba, como alguien que emplease todo su saber caligráfico. La primera página tenía la fecha de 10 de enero de 1950, más de dos años antes.
Amelia comenzó a leer, pero enseguida notó que allí no había nada interesante. Saltó decenas de páginas, todas escritas con la misma letra vertical y angulosa, hasta llegar al último día en que la sobrina escribió. En las primeras líneas, sintió que encontraba algo. Adriana hablaba de un hombre. No indicaba el nombre, empleaba la palabra él para designarlo. Era un colega, eso lo entendía bien, pero nada hacía sospechar la falta grave que Amelia esperaba. Leyó las páginas anteriores. Quejas de indiferencia, asomos de revuelta contra la debilidad de amar a una persona que, concluía, no era digna, todo entremezclado con pequeños acontecimientos de la vida doméstica, apreciaciones sobre la música oída, en fin, nada positivo, nada que justificase las sospechas. Hasta que llegó al punto en que Adriana hablaba de la visita que la madre y la tía hicieron el 23 de marzo a las primas de Campolide. Amelia leyó atentamente: el día fastidioso… La sábana bordada… La confesión de la fealdad… El orgullo… La comparación con Beethoven, que también era feo y no fue amado… «Si yo viviera en su tiempo, sería capaz de besarle los pies, y apuesto a que ninguna mujer hermosa lo haría». (Pobre Adriana, ella habría amado a Beethoven, le habría besado los pies como si fuera un Dios…). El libro de Isaura… El rostro de Isaura, contento y dolorido… El dolor que causaba placer o el placer que causaba dolor… Amelia leyó y releyó. Tenía el vago presentimiento de que allí estaba la explicación del misterio. Ya no pensaba en la existencia de una falta grave. Adriana quería a un hombre, sin duda, pero ese hombre no la amaba… «¿Cómo va a intentar darme celos, si no sabe que me gusta?». Aunque Adriana, aquella noche, le hubiese hablado de su amor a la hermana, no podría haberle dicho más de lo que allí estaba escrito. Y, aunque temiendo una indiscreción, no escribiese en el Diario todo lo que pasaba, no diría que él no la amaba. Por menos sincera que fuera al escribir, no ocultaría toda la verdad. Para ocultarla, de nada le serviría el Diario. Un Diario es un desahogo. Sin embargo, el único desahogo que allí existía era el dolor de un amor no correspondido y, para colmo, ignorado. ¿Dónde estaba, entonces, el motivo de la frialdad, de la separación de las dos hermanas?
Amelia siguió leyendo, retrocediendo en el tiempo. Siempre las mismas quejas, las rutinas profesionales, la historia de una suma equivocada, música, nombres de músicos, los enfados de las viejas, su enfado por la cuestión del sueldo… Se sonrojó al leer las apreciaciones de la sobrina sobre ella: «Tía Amelia está hoy más protestona…». Pero a continuación se conmovió. «Quiero a la tía. Quiero a madre. Quiero a Isaura». Y, otra vez, Beethoven, la máscara de Beethoven, el dios de Adriana… Y, siempre constante e inútil, constantemente inútil, él… Más páginas hacia atrás: días, semanas, meses. Las quejas desaparecían. Ahora era el amor que nacía y dudaba de sí mismo, demasiado pronto para dudar de él. Las páginas anteriores a aquellas en que él aparecía por primera vez, sólo banalidades.
Con el cuaderno abierto sobre las rodillas, Amelia se sentía realizada y, al mismo tiempo, satisfecha. Nada había, pues, de malo. Un amor escondido, encerrado en sí mismo, fracasado como el amor que el paquete de cartas atado con cinta verde recordaba. Siendo así, ¿dónde estaba el secreto? ¿Dónde estaba la razón de las lágrimas de Isaura y del disimulo de Adriana?
Hojeó el cuaderno hasta encontrar de nuevo la página del 23 de marzo: Isaura tenía los ojos rojos… Parecía que había llorado… Nerviosa… El libro… El placer-dolor o el dolor-placer…
¿Estaría ahí la explicación? Guardó el cuaderno dentro de la caja. La cerró. Cerró el cajón. De allí no había nada más que sacar. Adriana, finalmente, no tenía secretos. Pero había un secreto. ¿Dónde?
Todos los caminos estaban sellados. El libro… ¿Cuál fue el último libro que Isaura leyó? La memoria de Amelia también parecía sellada, con todas las puertas cerradas. Después, de repente, se abrieron y aparecieron nombres de autores y títulos de novelas. Ninguno era el que le interesaba. La memoria mantenía una puerta cerrada, una puerta de la que no se encontraba la llave. Amelia recordaba todo. El pequeño libro forrado sobre la mesa de la radio. Isaura dijo de qué iba y quién era el autor. Después (lo recordaba bien) habían oído La danza de los muertos, de Honegger. Recordaba la música zumbona en casa de los vecinos y la discusión con la hermana.
Pero… quizá Adriana lo hubiera escrito en el Diario. Volvió a abrir la gaveta, buscó el día y lo encontró. Ahí estaban Honegger y él. Nada más.
Cerrado nuevamente el cajón, miró las llaves en la palma de la mano. Se sentía avergonzada. Había cometido, ella sí, una falta grave. Conocía lo que no era para saberse: el amor frustrado de Adriana.
Salió de la habitación, fue a la cocina, abrió la ventada de la marquise. El sol seguía alto y luminoso. Luminoso el cielo, luminoso el río. Lejos, los montes de la otra orilla, azulados por la distancia. Un nudo de tristeza se le vino a la garganta. Así era la vida, su vida, triste y apagada. También ella tenía ahora un secreto para guardar y callar. Apretó las llaves con fuerza. Enfrente había unos edificios más bajos. Sobre el tejado de uno, al sol, se desperezaban dos gatos. Con mano firme y decidida, lanzó, una tras otra, las llaves.
Ante aquel bombardeo inesperado, los gatos huyeron. Las llaves rodaron por el tejado y cayeron en el canalón. Se acabó. Y fue en ese instante cuando Amelia pensó que todavía le quedaba una posibilidad: abrir el cajón de Isaura. Pero no: sería inútil. Isaura no tenía Diario, y aunque lo tuviese… Se sintió súbitamente cansada. Regresó a la cocina, se sentó en un banco y lloró. Estaba vencida. Jugó y había perdido. Y menos mal que perdió. No sabía, no quería saber. Incluso aunque recordara el título de la novela, no iría a buscarla a la biblioteca para leerla. Haría todo lo posible para no recordar, y si la puerta cerrada de la memoria se abriese, volvería a cerrarla con todas las llaves que pudiese encontrar, menos con las falsas que tiró lejos… Llaves falsas… Secretos violados… Nunca más. Estaba demasiado avergonzada para repetir el acto.
Se enjugó las lágrimas y se levantó. Tenía que preparar la cena. Isaura y la madre no tardarían y se quedarían sorprendidas con el retraso. Fue al comedor en busca de un utensilio que necesitaba. Sobre la radio estaba el ejemplar del programa de Radio Nacional de esa semana. Recordó que hacía tiempo que no oía música con oídos de oír. Tomó el folleto, lo abrió y buscó el programa del día. Noticias, conferencias, música… De repente, los ojos se clavaron en una línea, fascinados. Leyó y releyó tres palabras. Tres palabras sólo: un mundo. Despacio, soltó el programa. Los ojos siguieron fijos en un punto perdido en el espacio. Parecían esperar una revelación. Y la revelación llegó.
Apresuradamente se quitó el delantal, se calzó unos zapatos, se puso una chaqueta. Abrió su cajón particular, sacó una pequeña joya, un alfiler de oro, antiguo, que representaba una flor de lis. En un trozo de papel escribió: «He tenido que salir. Haced vosotras la cena. No os asustéis, que no es nada grave. Amelia».
Cuando regresó, ya cerca de la noche, tan cansada que apenas podía arrastrar las piernas, traía un paquete que guardó en su cuarto. Se negó a explicar la razón de esa salida de casa.
—Pero vienes tan cansada… —notó Cándida.
—Pues sí.
—¿Alguna novedad?
—Es un secreto, por ahora.
Sentada en una silla, miró a la hermana sonriendo. Sonriendo miró a Isaura y Adriana. Y era tan dulce la mirada, tan afectuosa la sonrisa, que las sobrinas se conmovieron. Repitieron las preguntas, pero ella, en silencio, movía la cabeza negativamente con la misma mirada y la misma sonrisa.
Cenaron. Después, llegó la velada. Pequeños trabajos, largos minutos. Una carcoma royendo en algún lado. La radio silenciosa.
Cerca de las diez, Amelia se levantó.
—¿Ya te vas a acostar? —preguntó la hermana.
Sin responder, puso la radio. La casa se llenó de sonidos, unos sonidos de órgano que nacían y fluían como un torrente inagotable. Cándida y las hijas levantaron la cabeza, sorprendidas. Algo en la expresión de Amelia las intrigó. La misma sonrisa, la misma mirada. Después, como una catedral que se desmorona, el órgano se calló, tras un final de elocuencia barroca. Silencio de segundos. El locutor anunció la emisión siguiente.
—¡La Novena! Qué bueno, tía —exclamó Adriana aplaudiendo como una niña.
Todas se acomodaron mejor en sus sillas. Amelia salió de la sala y regresó instantes después cuando ya comenzaba el primer movimiento. Traía el paquete, que depositó sobre la mesa. La hermana la miró interrogante. Quitó de la pared uno de los retratos que la decoraba. Despacio, como si cumpliese un rito, desenvolvió lo que traía. La música, un poco olvidada, continuaba. El sonido del papel molestaba. Un movimiento más, el papel cayendo al suelo, y apareció la máscara de Beethoven. Se diría que era el final de un acto. Pero el telón no bajó. Amelia miró a Adriana y explicó mientras colgaba la máscara en la pared:
—Te vengo oyendo decir, desde hace tiempo, que te gustaría tener su máscara… Ésta es la sorpresa.
—¡Querida tía!
—Pero… Pero ¿el dinero? —preguntó Cándida.
—Eso no importa —respondió la hermana—, es secreto.
Ante esta palabra, Adriana e Isaura miraron a la tía furtivamente. Pero en los ojos de ella no había ya sospechas. Tenían sólo una inmensa ternura, una ternura que se transparentaba a través de algo que podría parecerse a las lágrimas, si la tía Amelia fuese persona de llorar…