Cuando, tras muchos pasos y gastos, Emilio pudo llegar a casa con toda la documentación que la mujer y el hijo necesitaban para partir, a Carmen casi le salta el corazón de alegría. Aquellos días de espera le habían parecido años. Recibía cualquier contratiempo que la forzara a retrasar el viaje como algo más fuerte de lo que su impaciencia podía soportar. Pero ahora no había nada que temer. Con curiosidad infantil, hojeó y rehojeó el pasaporte. Lo leyó de cabo a rabo. Todo estaba en orden, faltaba fijar el día de la partida y avisar a los padres. Si fuera por ella, se iría al día siguiente, tras enviar un telegrama. Pero tenía que preparar las maletas. Emilio la ayudó y las veladas que ese trabajo ocupó fueron las más felices que la familia vivió. Sin mala intención, Enrique lanzó una nube en la general alegría cuando declaró que tenía pena de que el padre no los acompañara. Pero el empeño y la buena voluntad de Carmen y Emilio en convencerlo de que el hecho no tenía la menor importancia, le hizo olvidar la pequeña sombra. Si los padres estaban alegres, también él debía estarlo. Si los padres no lloraban mientras separaban las ropas y los objetos de uso personal, sería absurdo que él llorara. Tres noches después, todo estaba listo. Las maletas ya tenían las etiquetas de madera con el nombre de Carmen y el lugar de destino. Emilio compró los pasajes y le dijo a la mujer que luego harían las cuentas, cuando regresara. Estaba claro que esa operación sería necesaria, puesto que los suegros se comprometieron a pagar los pasajes y Emilio tuvo que pedir dinero prestado para comprarlos. Carmen respondió que en cuanto llegase le mandaría el dinero, para que él no tuviera dificultades. Marido y mujer se comportaban con delicadeza, de tal manera que las últimas horas Enrique las vivió en la alegría de ver a los padres reconciliados, habladores como nunca los había visto antes.
Fue el día anterior al de la partida cuando Carmen supo lo acontecido en casa de Lidia. Con el pretexto de desearle buen viaje, Rosalía se pasó parte de la mañana contándole el enfado de Paulino. Relató los motivos, censuró el procedimiento de Lidia y, por su cuenta y riesgo, insinuó que quizá no fuera ésta la primera vez que ella abusaba de la buena fe del señor Moráis. Pródiga en elogios para con el patrón de la hija, destacó su delicadeza y la nobleza de su comportamiento. Y no se olvidó de añadir que, ya en el primer mes, Claudiña tuvo aumento de sueldo.
En esos momentos Carmen mostró el asombro natural en quien oye tan deplorable historia. Acompañó a Rosalía en la censura, la secundó en los lamentos acerca de las costumbres inmorales de ciertas mujeres y, como la vecina, se enorgulleció, en su fuero interno, de no ser como ellas. Después de que Rosalía saliera, notó que seguía pensando en el asunto, lo que estaría bien si no tuviera que partir al día siguiente y si ese hecho no la distrajera de otras preocupaciones. ¿Qué le importaba a ella que doña Lidia, de quien, por otra parte, no tenía razones de queja (por el contrario, siempre fue muy delicada y siempre le dio diez céntimos a Enriquito por un simple recado), qué le importaba que hubiera llevado a cabo tan fea acción?
La acción en sí no importaba, pero sí sus consecuencias. Después de lo sucedido, Paulino no podría regresar a casa de Lidia: sería una vergüenza para él. Y, sin saber cómo, Carmen se encontró en la misma situación que Paulino, o casi. Entre ella y el marido no mediaba ningún escándalo público, pero sí toda una vida en común, vida difícil y desagradable, repleta de resentimientos y enemistades, de escenas violentas y de reconciliaciones penosas. Paulino se fue, seguro que de una vez para siempre. Ella se iba también, pero regresaría en tres meses. ¿Y si no regresara? ¿Y si se quedase en su tierra con su hijo y su familia?
Cuando admitió esa posibilidad, cuando pensó que podría no regresar nunca más, sintió vértigo. Era fácil. Se callaría, partiría con el hijo y, cuando llegara a España, le escribiría una carta al marido dando noticias de su decisión. ¿Y luego? Luego recomenzaría su vida, desde el principio, como si acabara de nacer. Portugal, Emilio, el matrimonio habrían sido una pesadilla que duró años y años. Tal vez pudiese… Sería necesario el divorcio, evidentemente… Tal vez… Pero en este punto Carmen recordó que no podría quedarse en España sin la autorización del marido. Partía con su autorización, sólo con su autorización podría continuar.
Estos pensamientos le turbaron la alegría. Con ellos o sin ellos, partiría, pero la tentación de no regresar casi tornaba doloroso el júbilo. ¿Volver, después de tres meses de libertad, no sería el peor de los castigos? ¿Condenarse para el resto de la vida a sufrir la presencia y las palabras, la voz y la sombra del marido, no sería el infierno después de haber reconquistado el paraíso? Tendría que luchar constantemente para conservar el amor del hijo. Y cuando el hijo (la imaginación de Carmen saltaba por encima de los años), y cuando el hijo se casara, la vida sería todavía peor, porque viviría sola con el marido. Todo se acabaría si él concediera el divorcio. Pero ¿y si por capricho o mala fe la obligara a regresar?
Todo el día la atormentaron esos pensamientos. Hasta los momentos felices de su vida de casada, que los tuvo, se le habían olvidado. Veía sólo la mirada fría e irónica de Emilio, su silencio cargado de censura, su aire de fracasado que no presta importancia a mostrarse como tal y que hace del fracaso un cartel que todo el mundo puede leer.
La noche llegó sin que ella hubiera avanzado un paso en las respuestas a las preguntas que continuamente se le planteaban en el espíritu. Tan silenciosa se mostró que el marido quiso saber qué le preocupaba. «Nada», respondió. Estaba sólo un poco nerviosa por la proximidad del viaje. Emilio comprendió y no insistió. También él estaba nervioso. En pocas horas estaría libre. Tres meses de soledad, de libertad, de vida plena…
Al día siguiente fue la partida. Toda la vecindad lo sabía y casi toda se asomó a las ventanas. Carmen se despidió de los vecinos con quienes tenía buenas relaciones y entró en el coche con el marido y el hijo. Llegaron a la estación poco antes de que el tren partiera. Sólo el tiempo de colocar el equipaje, ocupar los lugares y hacer las despedidas. Enrique apenas tuvo tiempo de llorar. El tren se perdió en la boca del túnel, dejando una humareda blanca que se deshacía en el aire, como un pañuelo de despedida engullido en la distancia…
Fue el primer día de libertad. Emilio vagó por la ciudad durante horas. Recorrió sitios donde nunca había estado, almorzó en una taberna de Alcántara, con un aire tan feliz que el tabernero le cobró el doble del precio de la comida. No protestó y además dio propina. Volvió en automóvil al centro, compró tabaco extranjero y, al pasar cerca de un restaurante caro, pensó que había sido estúpido almorzar en una taberna. Fue al cine, en los intervalos tomó café, entabló conversación con un desconocido que le dijo, a propósito del café, que sufría horriblemente del estómago.
Cuando acabó la película, siguió a una mujer. En la calle la perdió de vista y no le importó. Se quedó parado en una acera sonriéndole al monumento a los restauradores. Pensó que con un simple salto estaría encima de la pirámide, pero no dio el salto. Estuvo más de diez minutos mirando al guardia de tráfico y oyendo el silbato. Lo encontraba todo divertido y veía a las personas y las cosas como si las estuviese viendo por primera vez, como si estuviese recuperando la vista tras muchos años de ceguera. Un chico que intentaba convencer a los transeúntes de que se dejaran sacar fotos se le dirigió y él no lo rechazó. Se puso en posición y, a la señal del fotógrafo, caminó hacia delante con paso firme y una sonrisa en los labios.
Fue a cenar a un restaurante caro. La comida era buena y el vino también. Tras tantos gastos extraordinarios le quedaba poco dinero, pero no se arrepintió. No se arrepentía de nada. Era libre, no tan libre como las aves, que ésas no tienen obligaciones que cumplir, pero por lo menos tanto cuanto podía esperar. Cuando salió del restaurante, todos los anuncios luminosos de Rossio refulgían. Los miró uno por uno, como estrellas de la Anunciación. Ahí estaban la máquina de coser, los dos relojes, la copa de vino de Oporto que se vaciaba sin que nadie la bebiera, el coche que no sale del mismo sitio. Y aquí abajo seguían las dos fuentes con mujeres de cola de pez y cornucopias, tan avariciosas que sólo ofrecen agua. Y la estatua del emperador Maximiliano de México, y las columnas del Teatro Nacional, y los automóviles circulando en el asfalto, y los gritos de los vendedores de periódicos, y el aire puro de la libertad.
Regresó a casa tarde, un poco cansado. Los escasos faroles iluminaban, sin convicción, la calle. Todas las ventanas estaban cerradas y sin luz. La suya también.
Al abrir la puerta sintió la extraña impresión del silencio. Anduvo de habitación en habitación, dejando tras de sí las luces encendidas y las puertas abiertas, como un niño. No tenía miedo, naturalmente, pero la inmovilidad de las cosas, la ausencia de voces familiares, un ambiente indefinible de expectativa le producían sensación de malestar. Se sentó en la cama de la que sería el único ocupante durante los próximos tres meses y encendió un cigarrillo. Estaría solo durante mayo, junio, julio, tal vez parte de agosto. Era el mejor tiempo para gozar de la libertad. Sol, calor, aire libre. Iría a la playa todos los domingos, se tumbaría al sol como un lagarto que acaba de despertar del sueño del invierno. Vería el cielo azul, sin nubes. Daría largos paseos por el campo. Los árboles de Sintra, el Castelo dos Mouros, las playas del litoral cercano. Todo eso solo. Todo eso y lo demás que pudiera hacer y que ahora no podía ni imaginarse porque había perdido el hábito de la imaginación. Estaba como ave que, viendo la puerta de la jaula abierta, duda en dar el salto que la lanzará fuera de las rejas.
El silencio de la casa lo rodeaba como una mano cerrada. La realización de proyectos, sean los que fueren, exigía dinero. Tendría que trabajar mucho y eso le robaría tiempo. Pero trabajaría con más ganas y, si en alguna cosa tuviera que recortar, sería en alimentación. Se arrepintió de la cena cara y del tabaco extranjero. Era el primer día, era lógico que se excediese. Otros, en su lugar, lo habrían hecho peor.
Se levantó y fue apagando luces. Volvió a sentarse. Estaba perplejo, como alguien a quien le ha caído el premio gordo y no sabe qué hacer con el dinero. Descubrió que, habiendo deseado tanto la libertad, ahora no sabía cómo gozarla completamente. Los proyectos de poco antes le parecían mezquinos y frívolos. En resumidas cuentas, sería hacer solo lo que había hecho con la familia. Recorrería los mismos lugares, se sentaría bajo los mismos árboles, iba a tumbarse sobre la misma arena. No podía ser. Tenía que pensar en algo más importante, algo que pudiera recordar después del regreso de la mujer y del hijo. ¿Qué podía ser? ¿Orgías? ¿Juergas? ¿Aventuras con mujeres? De todo eso tuvo en los años de soltería y no tenía ganas de comenzar. Sabía que esos excesos dejan siempre un sabor amargo de arrepentimiento y disgusto. Repetirlos sería ensuciar su libertad. Pero, además de excursiones y de lujuria, no veía nada más con que ocupar los tres meses que tenía por delante. Quería algo más elevado y digno, y no sabía qué.
Encendió un nuevo cigarro, se desnudó y se acostó. En la cama sólo había una almohada: era como si estuviese viudo, o soltero, o divorciado. Y pensó: «¿Qué voy a hacer mañana? Tengo que ir al trabajo. Por la mañana daré una vuelta. Necesito hacer encargos. ¿Y por la tarde? ¿Voy al cine? Ir al cine es perder tiempo: no hay ninguna película que merezca la pena. Si no voy al cine, ¿adónde iré? A dar una vuelta, claro. Pasear por cualquier lugar. Pero ¿por dónde? Lisboa es una ciudad en la que sólo puede vivir quien tenga mucho dinero. Quien no lo tenga, debe trabajar para ocupar el tiempo y ganar para comer. Mi dinero no es mucho… ¿Y por la noche? ¿Qué haré por la noche? Otra vez al cine… Qué panorama… ¿Será que me voy a pasar los días metido en un cine, como si no hubiera nada más que hacer? ¿Y el dinero? Por estar solo no puedo dejar de comer y de pagar el alquiler de la casa. Estoy libre, no hay duda, pero ¿para qué sirve la libertad si no tengo los medios para beneficiarme de ella? Si sigo pensando de esta manera, acabaré deseando que regresen…».
Se sentó en la cama, nervioso: «He ambicionado tanto este día… Lo he disfrutado completamente hasta llegar a casa, pero no ha sido nada más que entrar y venirme estos pensamientos idiotas. ¿Me habré transformado tanto como para parecerme a las mujeres a las que los maridos pegan y que, pese a eso, no pueden pasar sin ellos? Sería estúpido. Sería absurdo. Sería cómico que llevara tantos años deseando la libertad y, apenas pasado el primer día, sentir ya deseos de correr en busca de quien me la impedía». Aspiró una bocanada y murmuró:
—Es el hábito, claro. También el tabaco es malo para la salud y no lo dejo. Sin embargo, podría dejar de fumar si el médico me dijera: «El tabaco lo mata». El hombre es un animal de hábitos, evidentemente. Esta indecisión es consecuencia del hábito. Todavía no me he habituado a la libertad…
Tranquilizado con esta conclusión, volvió a acostarse. Lanzó la colilla al cenicero. No acertó. La colilla rodó sobre el mármol de la mesilla y cayó al suelo. Para probarse a sí mismo que era libre, no se levantó a recogerla. El cigarro ardió lentamente, quemando la madera del suelo. El humo subía despacio, la pavesa se ocultaba bajo la ceniza. Emilio se tapó hasta el cuello. Apagó la luz. La casa se hizo más silenciosa. «Es el hábito…, el hábito de la libertad. Un hombre hambriento moriría si le dieran mucha comida de una sola vez. Es preciso habituarlo… Es preciso habituarle el estómago… Es preciso…». El sueño le llegó de golpe.
Ya iba avanzada la mañana cuando despertó. Se restregó lentamente los ojos y sintió hambre. Al abrir la boca para llamar, recordó, de repente, que la mujer se había ido, que estaba solo. De un salto, salió de la cama. Descalzo, recorrió toda la casa. Nadie. Estaba solo, como deseaba. Y no pensó, como al acostarse, que no sabía de qué manera gozar la libertad. Pensó sólo que estaba libre. Y se rió. Se rió alto. Se lavó, se afeitó, se vistió, tomó su cartera y salió a la calle, todo esto como si estuviera soñando.
La mañana era clara, el cielo limpio, el sol cálido. Los edificios eran feos y feas las personas que pasaban. Los edificios estaban amarrados al suelo y las personas tenían aire de condenadas. Emilio rió otra vez. Era libre. Con dinero o sin dinero, era libre. Aunque no pudiera hacer nada más que repetir los pasos ya dados y ver lo que había visto, era libre.
Se echó el sombrero hacia atrás como si le molestara la sombra. Y siguió calle adentro, con un brillo nuevo en la mirada y un pájaro cantándole en el corazón.