32

Hombre de poca persistencia, Anselmo se cansó pronto de custodiar a la hija. Le fastidiaban, sobre todo, las dos esperas: desde las seis, hasta que la hija saliese, y mientras estaba con el profesor de taquigrafía. El primer día tuvo el placer de ver huir al estudiante, cuando éste se acercaba. El segundo, el mismo placer. Pero, después, el muchacho dejó de aparecer y Anselmo se fue cansando de su función de ángel de la guarda. La hija, tal vez por resentimiento, no decía ni una palabra durante el trayecto. También eso le molestaba. Intentaba conversar, hacía preguntas, y recibía respuestas breves que le quitaban las ganas de seguir. Además de que, acostumbrado como estaba a la realeza doméstica, le parecía poco digna la misión que a sí mismo se había atribuido. Mal comparado, y con el debido respeto, era como si el Presidente de la República anduviera por la calle controlando el tráfico. Anselmo sólo pedía un pretexto para acabar con la vigilancia: una promesa de la hija de que se portaría como muchacha juiciosa. O cualquier otra cosa.

El pretexto apareció y no fue la promesa. Claudiña, a fin de mes, le entregó cerca de setecientos cincuenta escudos, lo que significaba que el patrón le había aumentado el sueldo a ochocientos. Por inesperado, este aumento alegró a toda la familia y particularmente a Anselmo. Estando como estaban probados los méritos de Claudiña, se encontró en la «obligación moral» de ser magnánimo. Y como su periclitante situación económica sólo le permitía ser magnánimo de corazón, lo fue: le anunció a la hija que iba a dejar de acompañarla. El agradecimiento de Claudiña fue bastante moderado. Pensando que ella no había comprendido bien, repitió la declaración. El agradecimiento no aumentó. A pesar de la ingratitud, Anselmo cumplió su palabra, pero, para asegurarse de que la hija no haría mal uso de la libertad que le concedía, la siguió algunos días, de lejos. Ni la sombra del muchacho apareció.

Sosegado, Anselmo regresó a su entretenimiento diario, que tanto placer le daba. Cuando Claudiña llegaba a casa, él ya estaba instalado ante sus mapas de estadística deportiva. Comenzó, también, a elaborar un álbum de fotografías de jugadores, que le obligaba a comprar todas las semanas una revista de aventuras para jóvenes, revista esta que, para aumentar las ventas, incluía en cada número un horstexte en color con la imagen de un jugador de fútbol. Al comprar la revista, encontraba siempre la manera de decir que era para un hijo, y se la llevaba a casa enrollada en una hoja de papel, de modo que los vecinos no descubrieran su debilidad. Incluso se permitió el lujo de comprar números atrasados, consiguiendo, de una sentada, ser poseedor de algunas decenas de retratos. El aumento de sueldo de Claudiña fue providencial. Rosalía se atrevió a protestar contra el dispendio, pero Anselmo, regresado a su autoridad, la hizo callar.

Por fin, todos estaban satisfechos: Claudiña libre, Anselmo ocupado y Rosalía como de costumbre. La máquina familiar retomó su curso normal, que sólo se excitó cuando Rosalía, en una velada, lanzó una sospecha:

—Me huelo que hay novedades con doña Lidia… —Padre e hija la miraron con puntos de interrogación en los ojos.

—¿Tú no sabes nada, Claudiña? —insistió la madre.

—¿Yo? Yo no sé nada.

—Uhm… Tal vez no quieras decirlo…

—Ya he dicho que no sé nada.

Rosalía metió el huevo de zurcir en el calcetín que estaba cosiendo. Lo hizo con lentitud, como si quisiera atizar la curiosidad del marido y de la hija, y añadió:

—¿Todavía no habéis notado que el señor Moráis no viene desde hace más de ocho días?

Anselmo no lo había notado y lo dijo enseguida. Claudiña sí lo había notado y también lo dijo. Pero añadió:

—El señor Moráis ha estado enfermo. Me lo dijo él…

Algo decepcionada, Rosalía no consideró que la enfermedad fuese razón suficiente:

—Tú sí que podías saberlo, Claudiña…

—¿Saber el qué?

—Si están enfadados. Es lo que yo sospecho…

Claudiña se encogió de hombros, con fastidio:

—Lo que faltaba. ¿Cómo voy a preguntarle una cosa así?

—¿Qué hay de malo? Le debes favores a doña Lidia, es lógico que te intereses.

—¿Qué favores le debo a doña Lidia? Si le debo algo a alguien, es al señor Moráis.

—Pero, hija —acudió Anselmo—, si no fuera por doña Lidia, tú no tenías esa colocación…

La muchacha no respondió. Se volvió hacia la radio y comenzó a buscar una emisora que pusiera música de su gusto. Se quedó en un concurso. Un cantante, de voz tipo «caliente», narraba, con música huera y huero verso, sus desdichas amorosas. Tal vez porque la cancioneta la había ablandado, Claudiña declaró, al callarse el cantante:

—Está bien. Si queréis, puedo intentar enterarme… Por supuesto —añadió tras una larga pausa—, si se lo pregunto, el señor Moráis me lo dirá…

Claudiña tenía razón. Cuando, al día siguiente, llegó a casa, ya lo sabía todo. No la esperaban tan pronto: eran poco más de las siete y media. Tras besar a los padres, anunció:

—Bien: ya lo sé.

Antes de dejarla continuar, el padre quiso saber por qué llegaba tan temprano.

—No he ido a clase —respondió.

—Entonces, llegas tarde…

—Me quedé para que el señor Moráis me contara.

—¿Y entonces? —preguntó Rosalía, ansiosa.

Claudiña se sentó. Parecía un poco nerviosa. El labio inferior le temblaba ligeramente. El pecho le latía, lo que podía atribuirse al cansancio de la caminata.

—Dinos, hija. Estamos llenos de curiosidad…

—Se enfadaron. El señor Moráis recibió una carta anónima donde se decía…

—¿El qué? ¿El qué? —preguntaron marido y mujer, excitados por la curiosidad.

—… que doña Lidia lo engañaba.

Rosalía se dio un golpe en los muslos:

—Estaba segura.

—Lo peor es el resto —siguió Claudiña.

—¿Qué resto?

—La carta decía que lo engañaba con el huésped del señor Silvestre.

Anselmo y Rosalía tocaron las nubes, de asombro.

—Qué poca vergüenza —exclamó Rosalía—. Parece imposible, doña Lidia haciendo una cosa de ésas…

Anselmo la contradijo:

—A mí no me parece imposible. ¿Qué se puede esperar de una persona con una vida así? —y más bajo, para que la hija no lo oyera—: Es todo el mismo ganado…

A pesar de la sordina, Claudiña lo oyó. Pestañeó, pero se hizo la desentendida. Rosalía todavía murmuró:

—Parece imposible.

Se estableció un silencio incómodo. Claudiña añadió después:

—El señor Moráis me enseñó la carta… Me dijo que no tenía ni idea de quién la había mandado.

Anselmo creyó conveniente condenar las cartas anónimas. Las calificó como infames. Pero Rosalía saltó desde su posición, con la santa indignación de quien defiende una causa justa:

—Si no fuera por las cartas anónimas, se quedarían escondidas muchas cosas. Qué bonito sería que el señor Moráis siguiera haciendo la triste figura de engañado…

Todo se iba encaminando hacia la decisión que el acontecimiento exigía. Anselmo estuvo de acuerdo:

—Sí, si yo estuviera en la misma situación, también me gustaría que me avisaran…

Escandalizada ante tal posibilidad, la mujer interrumpió:

—Pero ¿qué idea tienes de mí? Por lo menos, respeta a tu hija.

Claudiña se levantó y se fue a su cuarto. Rosalía, todavía enfadada, observó:

—Mira que decir eso, hombre. No se habla así.

—Bueno. Está bien. A ver cuándo cenamos.

La decisión fue retrasada. Claudiña regresó del dormitorio y, poco después, cenaban. Durante la refección no se habló de otro asunto. Sin embargo, Claudiña guardaba el más absoluto silencio, como si la conversación fuese demasiado escabrosa para intervenir en ella. Rosalía y Anselmo apreciaron el caso desde todas las perspectivas, excepto una, la que exigía tal decisión. Unos y otros sabían que era necesaria, pero, tácitamente, la reservaron para más tarde. Rosalía declaró que desde el primer día no le había gustado el huésped del zapatero y obligó al marido a recordar que ya entonces notó su pobre presencia.

—A mí, lo que me confunde —dijo Anselmo— es que doña Lidia se haya relacionado con un vagabundo que va realquilando habitaciones… ¿Qué diablos podría ella esperar?

—Que no te confunda eso. No hace mucho dijiste que no se puede esperar otra cosa de personas que llevan esa vida…

—Eso es, eso es…

Cuando acabaron la cena, Claudiña comentó que le dolía la cabeza y que iba a acostarse. Ahora, ya sin testigos, marido y mujer se miraron, movieron la cabeza y abrieron la boca al mismo tiempo para hablar. La cerraron luego, cada uno esperando que el otro hablase. Anselmo tomó, por fin, la palabra:

—¡Así son las rameras, uf!

—Gente sin vergüenza.

—Yo, a él, no lo censuro. Es hombre, aprovecha… Pero ella, con todo lo bueno que tiene en casa.

—Buenos vestidos, buenas pieles, buenas joyas…

—Es lo que yo te digo: quien se mete en una se mete en cien… Lo llevan en la masa de la sangre. Sólo están a gusto pensando en sinvergonzonerías.

—Y si todavía fuera sólo pensar…

—Y con el huésped del zapatero, en las barbas del señor Moráis.

—Es necesario tener poca vergüenza.

Todo esto tenía que decirse, porque la decisión sólo vendría después de haber definido bien las culpas. Anselmo tomó un cuchillo y comenzó a reunir las migas. Como si de ese trabajo dependiese la seguridad de los pilares del edifico, la mujer lo observaba con atención:

—Así las cosas —comenzó Anselmo después de acabar con la recogida—, hay que tomar una decisión…

—Pues sí…

—Tenemos que actuar.

—Eso creo…

—Claudiña no puede seguir tratando a esa mujer. Sería un mal ejemplo.

—Ni yo lo consentiría. Te lo iba a decir en este momento.

Anselmo levantó la fuente y arrastró nuevas migajas. Las juntó con las primeras y declaró:

—Y, en cuanto a nosotros, las conversaciones con esa desvergonzada se han terminado. Ni buenos días, ni buenas tardes. Hacemos como que no existe.

Estuvieron de acuerdo. Rosalía comenzó a juntar los platos sucios de la cena y Anselmo sacó el álbum del cajón del aparador. La velada fue corta. Las emociones fatigan. Marido y mujer se retiraron al dormitorio, donde continuaron con la apreciación severa del proceder de Lidia. Y la conclusión fue ésta: hay mujeres que merecerían desaparecer de la faz de la tierra, hay mujeres cuya existencia es una mancha que se arrastra en medio de las personas honestas…

Claudiña no dormía. Y no era el alegado y verídico dolor de cabeza lo que le quitaba el sueño. Recordaba la conversación con el patrón. Las cosas no habían pasado tan sencillamente como contó a los padres. No tuvo la menor dificultad para saber, pero lo que siguió no podía ser contado fácilmente. No pasó nada grave, nada que, mirándolo bien, no pudiese y debiese ser contado. Pero era difícil. No todo lo que parece es, no todo lo que es parece. Pero entre el ser y el parecer hay siempre un punto de entendimiento, como si ser y parecer fuesen dos planos inclinados que convergen y se unen. Hay un declive, la posibilidad de escurrir por él, y, si así sucede, se llega al punto en que, al mismo tiempo, se contacta con el ser y el parecer.

Claudiña preguntó y supo. No enseguida, porque Paulino tenía mucho que hacer y no le podía dar, inmediatamente, las explicaciones pedidas. Tuvo que esperar a las seis. Los colegas salieron, ella se quedó. Paulino la llamó a su despacho y la mandó sentarse en el maple reservado a los clientes importantes de la casa. El maple era bajo y bien tapizado. Claudiña, que no había aceptado la reciente moda de las faldas largas, se quedó con las rodillas descubiertas. El tapizado mullido la mantenía como en un regazo. El patrón cruzó dos veces el despacho hasta sentarse en una esquina de su mesa. Tenía un traje gris claro y una corbata amarilla que lo rejuvenecía. Encendió un cigarrillo, y el aire ya cargado del despacho se hizo más denso. En poco tiempo sería asfixiante. Pasaron largos minutos antes de que Paulino hablase. El silencio, apenas interrumpido por el tictac de un solemne reloj de pie, era embarazoso para María Claudia. El patrón parecía estar a sus anchas. Ya el cigarro iba por la mitad cuando él habló:

—Entonces ¿quieres saber lo que pasa?

—Reconozco, señor Moráis… —fue así mismo como María Claudia respondió—, reconozco que no tengo derecho… Pero mi amistad con doña Lidia…

Hablaba de este modo como si supiese de antemano que las razones de la ausencia de Paulino sólo podían ser consecuencia de un enfado. Quizá estuviese bajo la impresión de las palabras de la madre, que no encontraba otro motivo. Su respuesta sería tonta si finalmente no había habido desencuentro.

—¿Y su amistad conmigo no cuenta? —preguntó Paulino—. Si es sólo la amistad con ella la que le hace hablarme del asunto, no sé si debo…

—He hecho mal preguntando. No debo inmiscuirme en su vida. Le pido que me disculpe…

Esta manifestación de falta de interés podría servirle a Paulino de pretexto para no explicar lo que pasaba. Pero Paulino esperaba las preguntas de María Claudia. Incluso se preparaba para responderlas.

—Dese cuenta de que no ha respondido a mi pregunta. ¿Es sólo la amistad con ella la que le hace querer saber? ¿No cuenta por ventura la amistad que tiene conmigo? ¿No es mi amiga?

—Usted ha sido tan bueno…

—También soy bueno con los otros empleados, pero eso no me lleva a contarles mi vida privada ni los mando sentarse en ese maple

La muchacha no respondió. La observación la dejó aturdida. Bajó la cabeza al sentir que se sonrojaba. Paulino simuló no darse cuenta. Tomó una silla y se sentó enfrente de Claudiña. Después, contó lo que pasaba. La carta, la discusión con Lidia, la ruptura. Omitió los pasajes que le eran desfavorables y se presentó con la dignidad que la referencia a esos pasajes habría comprometido fatalmente. Por algunas dudas en el relato, María Claudia sospechó que la actitud más digna no habría sido la de él. Pero en cuanto al fondo de la cuestión, no ofrecía dudas, una vez leída la carta que Paulino le mostró:

—Estoy arrepentida de haberle preguntado, señor Moráis. Realmente veo que no tenía derecho…

—Lo tiene más de lo que cree. Soy su amigo, y entre amigos no puede haber secretos.

—Pero…

—Está claro que no le voy a pedir que me cuente los suyos. Los hombres confían más en las mujeres que ellas en ellos, por eso le he contado todo. Tengo confianza en usted, la más completa de las confianzas… —se inclinó hacia delante con una sonrisa—. Queda, entonces, como un secreto entre nosotros. Los secretos aproximan, ¿sabe?

Como única respuesta, María Claudia sonrió. Hizo lo que todas las mujeres hacen cuando no saben qué responder. La persona a quien la sonrisa va dirigida puede interpretarla como quiera.

—Me gusta verla sonreír. A mi edad, a uno le gusta ver sonreír a los jóvenes. Y usted es tan joven…

Nueva sonrisa de María Claudia. Paulino interpretó:

—Y no sólo joven, también es guapa.

—Muchas gracias, señor Moráis.

Esta vez la sonrisa no vino aislada y las palabras de agradecimiento provocaron rubor:

—No vale la pena sonrojarse, Claudiña. Lo que he dicho es la pura verdad. No conozco a ninguna otra tan guapa…

Por decir algo, ya que la sonrisa no bastaba, la muchacha dijo lo que debería haber callado:

—Doña Lidia era mucho más guapa que yo…

Así mismo: «Era». Como si Lidia hubiese muerto, como si ya no contara para la conversación a no ser como un simple término de comparación.

—No pretenda comparar. Se lo digo yo, como hombre… Usted es diferente. Es joven, es guapa, tiene un no sé qué que me impresiona…

Paulino era persona delicada. Tan delicada que dijo: «Con permiso» antes de alargar la mano para retirarle el pelo que caía sobre el hombro de María Claudia. Pero la mano no siguió el mismo trayecto en el regreso. Se posó en la mejilla de la muchacha, tan despacio que parecía una caricia, tan lenta que parecía no querer apartarse. Claudiña se levantó precipitadamente. La voz de Paulino, de pronto enronquecida, se oyó:

—¿Qué le pasa, Claudiña?

—Nada, señor Moráis. Tengo que irme. Ya es tarde.

—Todavía no son las siete.

—Pero tengo que irme.

Hizo un movimiento para avanzar, pero Paulino le impedía el paso. Lo miró, trémula y asustada. Él la tranquilizó. Le pasó la mano por la cara como haría un abuelo afectuoso y murmuró:

—¡Tontiña! Yo no le hago mal. Sólo quiero su bien…

Lo mismo que le decían los padres. «Sólo queremos tu bien».

—¿Me ha oído? Sólo quiero su bien.

—Tengo que irme, señor Moráis.

—Pero ¿cree en lo que le acabo de decir?

—Lo creo, sí, señor Moráis.

—¿Y es amiga mía?

—Sí, señor Moráis.

—¿Y nos llevaremos siempre bien?

—Así lo espero, señor Moráis.

—Estupendo.

Le pasó nuevamente la mano por la cara y recomendó:

—Lo que le he dicho, que quede entre nosotros. Es un secreto. Si quiere, puede contárselo a sus padres… Pero si se lo cuenta, no se olvide de decir que dejé a esa mujer porque ella se portó indignamente. Sería incapaz de dejar a una persona que estimase sin una razón de peso. Es verdad que, desde hacía algún tiempo, no me sentía bien a su lado. Creo que ya la quería menos. Pensaba en otra persona, una persona que conozco desde hace pocas semanas. Me sentaba mal ver que esa persona estaba tan cerca de mí y no podía hablarle. ¿Me entiende, Claudiña? Era en usted en quien yo pensaba…

Con las manos extendidas, avanzó hacia la chica y la sujetó por los hombros. Claudiña sintió los labios de Paulino recorriéndole la cara, buscándole la boca. Sintió el aliento del tabaco, los besos golosos que la devoraban. No tuvo fuerzas para reaccionar. Cuando él la dejó, se sentó en el maple exhausta. Después, sin mirarlo, murmuró:

—Déjeme marcharme, señor Moráis…

Paulino respiró hondo, como si se hubiese liberado bruscamente de una opresión que le afectaba a los pulmones, y dijo:

—He de hacerte muy feliz, Claudiña.

A continuación abrió la puerta del despacho y llamó al ordenanza. Mandó que trajera el abrigo de la señorita Claudiña. El ordenanza era su hombre de confianza, de tanta confianza que pareció no notar la perturbación de María Claudia, así como no pareció asombrado cuando vio al patrón ayudándola a ponerse el abrigo.

Nada más. Fue esto lo que María Claudia no contó en casa. Le dolía mucho la cabeza y el sueño no llegaba. Acostada sobre la espalda, los brazos doblados y las manos detrás de la nuca, pensaba: imposible no comprender lo que Paulino quería. Imposible cerrar los ojos a la evidencia. Estaba todavía en el declive del parecer, pero tan cerca del ser como una hora de la hora siguiente. Sabía que no había reaccionado como debería, no sólo durante esa conversación sino desde el primer día, desde el momento en que, sola con Paulino, en casa de Lidia, le vio los ojos voraces que la desnudaban. Sabía que, de la ruptura, sólo la carta no era obra suya. Sabía que había llegado a ese punto no por lo que hizo, sino por lo que no hizo. Sabía todo esto. Tan sólo no sabía si quería ocupar el lugar de Lidia. Porque toda la cuestión se resumía ahora en querer o no querer. Si se lo hubiera contado todo a los padres, al día siguiente ya no iría a la oficina. Pero no se lo quiso contar. ¿Y por qué no lo contó? ¿Necesidad de resolver el asunto con sus propias fuerzas? Sus fuerzas la habían conducido a esa situación. ¿Retraimiento de quien quiere ser independiente? ¿Y a qué precio?

Hacía algunos minutos que María Claudia distinguía en el piso de abajo un ruido de zapatos de tacón. Al principio no le prestó atención, pero el ruido no cesaba y acabó por interrumpirle el pensamiento. Estaba intrigada. De súbito oyó la puerta abrirse, el girar de una llave en la cerradura y, tras un breve silencio, una persona que bajaba. Lidia salía de casa. María Claudia miró el reloj luminoso de la mesilla de noche. Once menos cuarto. ¿Qué haría Lidia saliendo a la calle a esa hora? Apenas acabó de formular la pregunta, encontró la respuesta. Sonrió fríamente, pero luego descubrió hasta qué punto era una sonrisa monstruosa. Le vinieron unas repentinas ganas de llorar. Se tapó la cabeza con la ropa para ahogar los sollozos. Y así, casi sofocada por la falta de aire y por las lágrimas, tomó la firme decisión de contárselo todo a sus padres al día siguiente…