Ya con su mensualidad en el bolso, bien doblados los billetes en el sobado monedero, la madre de Lidia se tomó una taza de café. Dejó sobre la cama el tricot con que ocupaba sus veladas. Venía siempre dos veces por mes: una, por dinero; otra, por amistad. Conocedora de los hábitos de Paulino Moráis, sólo aparecía en días impares de la semana: martes, jueves o sábado. Sabía que no era deseada ni en esos ni en otros, pero no podía dejar de venir. Para vivir «con la cabeza alta» necesitaba del subsidio mensual. Ya que tenía una hija en buena situación económica, malo sería que la abandonase. Y como estaba segura de que Lidia, por sí misma, no daría un paso para auxiliarla, se hacía notar. Y para que no creyese que sólo el interés la hacía presentarse, más o menos dos semanas después de recibir el dinero iba a conocer el estado de la hija. De las dos visitas, la más soportable era la primera, porque tenía un objetivo real. La segunda, pese al afectuoso interés manifestado, era un fastidio tanto para la madre como para la hija.
Lidia estaba sentada en el sofá, con un libro abierto sobre las rodillas. Interrumpió la lectura para servir el café y todavía no la había retomado. Miraba a la madre sin la menor sombra de amistad en los ojos. La observaba fríamente, como a una desconocida. La madre no se daba cuenta de la mirada o estaba tan habituada que no se dejaba impresionar. Se tomaba el café en pequeños sorbos, con la compostura que siempre mantenía en casa de la hija. Recogió con la cuchara el azúcar depositado en el fondo de la taza, único gesto menos delicado que se permitía, y que justificaba porque era golosa.
Lidia bajó los ojos hasta el libro, con un movimiento que parecía significar que había alcanzado el límite de su capacidad de observación de una persona desagradable. No quería a la madre. Se sabía explotada, pero no radicaba ahí el motivo de la enemistad. No quería a la madre porque sentía que ella no la quería como hija. Varias veces pensó en apartarla. No lo hizo por temor a escenas desagradables. Pagaba por su tranquilidad un precio que, aunque alto considerado en sí mismo, no era excesivo para lo que le proporcionaba. Dos veces al mes tenía que recibir la visita de la madre, y se habituó. Las moscas también atosigan y, sin embargo, lo único que se puede hacer es habituarse a ellas…
La madre se levantó y colocó la taza en el tocador. Volvió a sentarse y retomó el tricot. El hilo ya estaba deslustrado y el punto avanzaba a paso de tortuga. El progreso era tan lento que Lidia todavía no había conseguido descubrir a qué destinaba el trabajo.
Incluso sospechaba que la madre sólo hacía tricot cuando estaba en su casa.
Intentó concentrarse en la lectura, tras haber echado una mirada al reloj de muñeca para calcular el tiempo que todavía estaría acompañada. Pensaba no abrir la boca hasta la despedida. Se sentía hastiada. Paulino había vuelto al antiguo mutismo, pese a toda la buena voluntad que empleaba para agradarle. Lo besaba con convicción, cosa que sólo hacía cuando lo entendía imprescindible. Los mismos labios pueden besar de diversas maneras y Lidia las conocía todas. El beso apasionado, el beso que no es sólo labios, que es también lengua y dientes, estaba reservado para las grandes ocasiones. En los últimos días había hecho largo uso de él, viendo que Paulino se apartaba o, por lo menos, lo parecía.
—¿Qué te pasa, hija? Hace tiempo que estás mirando esa página y todavía no la has acabado.
La voz era meliflua e insinuante, como la del empleado que agradece la gratificación de Navidad. Lidia se encogió de hombros y no respondió.
—Parece que estás preocupada… ¿Algún desencuentro con el señor Moráis?
Lidia levantó la cabeza y preguntó con ironía:
—¿Y si fuera así?
—Sería una imprudencia, hija. Los hombres son muy raros y, por una tontería cualquiera, se enfadan. Nunca se sabe cómo bregar con ellos…
—Parece tener mucha experiencia…
—Viví veintidós años con tu fallecido padre. ¿Quieres mayor experiencia?
—Si vivió veintidós años con mi padre y no conoció a otros hombres, ¿cómo puede hablar de experiencia?
—Son todos iguales, hija. Visto uno, vistos todos.
—¿Cómo lo sabe si sólo ha conocido a uno?
—Basta abrir los ojos y ver.
—Tiene buenos ojos, madre.
—Anda que no los tengo… No es por presumir, pero me basta mirar a un hombre para conocerlo.
—Sabe más que yo, por lo que oigo. Y del señor Moráis, ¿qué piensa?
La madre dejó el tricot y fue elocuente:
—Ha sido la providencia la que te ha visitado. Un hombre así, ni llevándolo en hombros le pagarías todo lo que le debes. Basta mirar la casa que tienes, y las joyas. Y los vestidos. ¿Alguna vez has encontrado a alguien que te tratara de esta manera? Lo que yo he sufrido…
—Ya conozco sus sufrimientos.
—Dices eso de un modo… Parece que no lo crees. Sería necesario no ser madre para no sufrir. ¿Qué madre no quiere ver a los hijos en buena situación?
—Sí. ¿Qué madre? —repitió Lidia, burlándose.
La madre retomó el trabajo y no respondió. Hizo dos vueltas, lentamente, como si tuviese el pensamiento en otro lugar. Después, volvió a la conversación:
—¿Tú le diste a entender que había algún desencuentro, eh? Mira bien lo que haces…
—Qué preocupación la suya, madre. Si hay o no desencuentros es cosa mía.
—No me parece bien que pienses así. Todavía si…
—¿Por qué no acaba? ¿Todavía si… qué?
El hilo presentaba tanta dificultad que parecía estar lleno de nudos. O al menos la madre se inclinó tanto sobre el trabajo como si se le hubiese aparecido el nudo gordiano resucitado.
—¿Entonces? ¿No responde?
—Quería decir…, quería decir que… Si tú te encontraras en una situación mejor…
Lidia cerró el libro con un estallido. Sobresaltada, a la madre se le soltaron una serie de puntos.
—Sería necesario que la respetara mucho para no echarla de casa. Respeto no le tengo ninguno, téngalo en cuenta, así que, si no hago lo que digo no es por respeto.
—Por favor, hija… ¿Qué he dicho para que te inflames de esa manera?
—¿Todavía me lo pregunta? Póngase en mi lugar.
—Pero, hija, qué exaltación la tuya. Parece que me censuras. Y es sólo tu bien lo que me preocupa…
—Haga el favor de callarse.
—Pero…
—Le pido que haga el favor de callarse.
La madre lloriqueó:
—Me parece imposible que me trates de esta manera, a mí, tu madre… Yo, que te crié y te di cariño. Esto es lo que le queda a una madre…
—Si yo fuese una hija como todas las otras hijas, y usted una madre como las otras madres, tendría razones para quejarse.
—¿Y mis sacrificios? ¿Y mis sacrificios?…
—Está bien pagada, si los ha hecho. Está en una casa que costea el señor Moráis, está sentada en un sillón que él compró, tomando el café que él bebe, tiene en el bolso dinero que él me ha dado. ¿Lo considera poco?
La madre lloriqueó más:
—¡Oh, hija, qué cosas dices! Hasta me siento avergonzada.
—Ya lo veo. Sólo se siente avergonzada cuando las palabras se dicen en voz alta. Pensadas no dan vergüenza.
Rápidamente, la madre se enjugó las lágrimas y respondió:
—No he sido yo la que te ha obligado a esta vida. Si la tienes, es porque quieres.
—Muchas gracias. Supongo, por el rumbo que la conversación está siguiendo, que será la última vez que ponga los pies en esta casa…
—¡Que no es tuya!
—Muchas gracias, una vez más. Mía o no, quien manda aquí soy yo. Y si yo digo: «Salga de aquí», usted sale.
—Tal vez un día me necesites.
—No llamaré a su puerta, esté tranquila. Aunque me esté muriendo de hambre, no iré a pedirle ni un céntimo del dinero que me ha quitado.
—Y que no es tuyo.
—Pero que me he ganado. Ahí está la diferencia. Soy yo quien gano este dinero, soy yo. Lo gano con mi cuerpo. Para algo me tenía que servir tener un buen cuerpo. ¡Para sustentarla!
—No sé por qué sigo aquí, por qué no me voy.
—¿Quiere que se lo diga? Por miedo. El miedo de perder la gallina de los huevos de oro. La gallina soy yo, los huevos están en su monedero, el nido es esa cama, y el gallo… ¿Sabe quién es el gallo?
—¡Qué indecencias!
—Hoy me ha dado por decir indecencias. La verdad, a veces, parece indecente. Todo está bien mientras no se comienza a decir indecencias, mientras no se comienza a decir verdades.
—Me voy.
—Pues váyase. Y no vuelva, que a lo mejor me encuentra dispuesta a decir más indecencias.
La madre envolvió y desenvolvió el tricot, sin decidirse a levantarse. Hizo un esfuerzo para contemporizar:
—Pero, hija, tú hoy no estás bien. Eso son nervios. Yo no te quise ofender, y tú fuiste muy lejos. Seguramente andáis alterados, y por eso te has puesto así. Pero eso pasa, verás que eso pasa…
—Parece estar hecha de material elástico. Por más golpes que le den, vuelve siempre a la misma posición. ¿Todavía no ha entendido que quiero que se vaya?
—Pues sí. Mañana llamo por teléfono para saber cómo estás, esto pasa.
—No pierda su tiempo.
—Pero, hija, tú…
—Ya he dicho lo que tenía para decir. Haga el favor de salir.
La madre reunió sus cosas, tomó el bolso y se dispuso a retirarse. Tal como la conversación estaba, no había muchas esperanzas de poder regresar. Intentó reblandecer a la hija por la vía de la conmoción:
—Ni te imaginas el disgusto que me has dado…
—Me lo creo, me lo creo. Está pensando que se le acaba su renta, ¿verdad? Todo acaba en este mundo…
Se interrumpió al oír que abrían la puerta de la escalera. Se levantó y fue hasta el pasillo:
—¿Quién es?… Ah, eres tú, Paulino. No te esperaba hoy…
Paulino entró. Venía con la gabardina y no se quitó el sombrero. Al ver a la madre de Lidia, exclamó:
—¿Qué hace esta señora aquí?
—Yo…
—Yo, yo, nada, ¡salga!
La frase le salió casi gritada. Lidia intervino:
—Pero ¿qué modales son ésos, Paulino? No pareces tú. ¿Qué pasa?
Paulino la miró, furioso:
—¿Todavía me lo preguntas? —giró el cuerpo a un lado y explotó—: ¿Todavía está aquí? ¿No le he dicho que saliera?… O espere… Ahora va a saber la linda prenda de hija que tiene. ¡Siéntese!
La madre de Lidia se dejó caer en la silla.
—Y usted siéntese también —le ordenó Paulino a la amante.
—No estoy acostumbrada a que me hablen en ese tono. No quiero sentarme.
—Como quiera.
Se quitó el sombrero y la gabardina y los tiró sobre la cama. Después se volvió a la madre de Lidia y comenzó:
—Usted es testigo de cómo he tratado a su hija.
—Sí, señor Moráis. —Lidia interrumpió:
—Pero ¿el asunto es conmigo o con mi madre?
Paulino dio media vuelta, como si lo hubiesen picado: avanzó dos pasos hacia Lidia esperando que ella retrocediese. Lidia no retrocedió. Paulino le entregó una carta que sacó del bolsillo:
—Aquí tiene la prueba de que me engaña.
—Se ha vuelto loco.
Paulino se puso las manos en la cabeza:
—¿Loco? ¿Loco? ¿Todavía me llama loco? Lea, lea lo que ahí dice.
Lidia abrió la carta y la leyó en silencio. El rostro no se le alteró. Cuando llegó al final, preguntó:
—¿Cree lo que dice esta carta?
—¿Si lo creo?… Claro que me lo creo.
—Entonces ¿a qué espera?
Paulino la miró como si no hubiera entendido. La frialdad de Lidia lo desarmaba. Mecánicamente, dobló la carta y se la guardó. Lidia lo miraba de frente, a los ojos. Amilanado, se volvió a la otra, que abría la boca de asombro:
—Imagínese que su hija estaba engañándome con un vecino, el huésped del zapatero, un tipejo cualquiera…
—¡Oh, Lidia, parece imposible! —exclamó la madre, horrorizada.
Lidia se sentó en el sofá, cruzó la pierna y sacó de la caja un cigarro y se lo puso en la boca. Movido por el hábito, Paulino se lo encendió.
—Gracias —expulsó el humo con fuerza y dijo—: No sé a qué esperan. Usted ha declarado que cree lo que esa carta dice, mi madre ve que me acusan de estar liada con un muchacho que, supongo, no tiene oficio ni beneficio. ¿A qué esperan para irse?
Paulino se le acercó, más callado:
—Dígame si es verdad o mentira.
—No tengo nada que añadir a lo que ya he dicho.
—Es verdad, está visto que es verdad. Si no fuese verdad, protestarías y…
—Si quiere que le diga lo que pienso, se lo diré: esta carta es un pretexto.
—Un pretexto ¿para qué?
—Lo sabe mejor que yo.
—¿Quieres decir que he sido yo quien la ha escrito?
—Hay personas que no miran los medios para conseguir sus objetivos…
—Eso es una refinada mentira —gritó Paulino—. Yo sería incapaz de una acción así.
—Tal vez…
—¿Qué es esto? Quieres, a la fuerza, hacerme perder la paciencia…
Lidia aplastó el cigarro en el cenicero y se levantó fríamente:
—Entra aquí como un salvaje, me acusa de una supina idiotez y ¿espera que me quede indiferente?
—Entonces ¿es mentira?
—No piense que le voy a responder. Tiene que creer o no creer lo que la carta dice, y no a mí. Ya ha dicho que lo creía. ¿No lo ha dicho? ¿Por qué espera, entonces? —sonrió forzadamente y añadió—: Los hombres que se consideran engañados matan o dejan la casa. O fingen que no lo saben. ¿Qué va a hacer usted?
Paulino se dejó caer en el sillón, abatido:
—Pero dime sólo si es mentira…
—Lo que tenía que decir, está dicho. Espero que no le lleve mucho tiempo decidir.
—Me pones en una situación…
Lidia le dio la espalda y se acercó a la ventana. La madre la siguió y cuchicheó:
—¿Por qué no le dices que es mentira?… Así se quedaba tranquilo.
—Déjeme.
La madre volvió a sentarse, mirando al hombre con aire de conmiseración. Paulino, derrumbado en el sillón, se daba con los puños cerrados en la cabeza, sin encontrar salida en el laberinto en que lo habían metido. Recibió la carta después del almuerzo y poco le faltó para tener una congestión cuando acabó de leerla. La carta no venía firmada. No indicaba el lugar de los encuentros, lo que impedía sorprender a Lidia in fraganti, pero se detenía en descripciones y pormenores y lo invitaba a proceder como un hombre. Después de haberla releído (estaba en su despacho de la compañía, cerrado por dentro para no ser incomodado), pensó que la carta tenía su lado bueno. La frescura y la juventud de María Claudia le tenían un poco atolondrado. Constantemente inventaba pretextos para llamarla al despacho, de tal manera que ya habían empezado las murmuraciones de los empleados. Como todo patrón que se precie, tenía a un hombre de confianza que le daba conocimiento de todo lo que se hacía y decía en la empresa. Comenzó a exigir más a los murmuradores y redobló las atenciones a María Claudia. La carta le venía como miel sobre hojuelas. Una escena violenta, dos insultos y adiós, por aquí me voy, con nuevas perspectivas. Por supuesto que había obstáculos: la propia juventud de María Claudia, los padres… Pensaba reunir los dos provechos en el mismo saco: conservar a Lidia, que era un buen pedazo de mujer, y cazar a Claudiña, que prometía serlo todavía mejor. Pero eso era antes de recibir la carta. La denuncia era formal y le obligaba a adoptar una decisión. Lo malo es que todavía no estaba muy seguro de Claudiña y temía quedarse sin Lidia. No le sobraba tiempo, ni disposición, para buscar amantes. Pero la carta estaba allí, ante él. Lidia le ridiculizaba con un pobretón que andaba realquilando habitaciones: era el peor de los insultos, el insulto a su virilidad. Mujer joven, hombre viejo, amante joven. Ofensa como ésta no podía soportarla. Llamó a Claudiña a su despacho y habló con ella durante toda la tarde. No le habló de la carta. Tanteó el terreno con mil cuidados y no quedó descontento. Después de que saliera la muchacha, releyó la carta y decidió tomar las medidas radicales que el caso exigía. De ahí la escena.
Pero Lidia reaccionó de manera imprevista. Le puso enfrente, con la mayor frialdad, el dilema: tomar o dejar, reservándose, para colmo, el derecho de actuar como considerase oportuno en el caso de que él se decidiera por el «tomar». Pero ¿por qué no respondía? ¿Por qué no decía sí o no?
—Lidia, ¿por qué no dices sí o no?
Ella lo miró altanera:
—¿Todavía va por ahí? Pensé que ya se había decidido.
—Pero es un disparate… Éramos tan amigos.
Lidia sonrió, una sonrisa de ironía y tristeza.
—¿Ves cómo sonríes? Responde a lo que te pregunto, venga.
—Si yo le respondo que es verdad, ¿qué hará?
—¿Yo?… No sé… Está claro: ¡te dejo!
—Muy bien. ¿Y ya ha pensado que si le respondo que es mentira, está sujeto a recibir otras cartas? ¿Cuánto tiempo cree que podría aguantar? ¿Quiere que esté aquí, a sus órdenes, hasta el momento en que deje de creer en mí?
La madre intervino:
—Pero, señor Moráis, ¿no ve que es mentira? Basta mirarla.
—Cállese, madre.
Paulino movió la cabeza perplejo. Lidia tenía razón. La persona que había escrito la carta, viendo que nada había pasado, escribiría otras, quizá con más detalles, más completas. Sería tal vez insolente, lo clasificaría con los peores epítetos que se le pueden dar a un hombre. ¿Cuánto tiempo podría aguantar? ¿Y quién le garantizaría que Claudiña estaría dispuesta a hacer de segunda? Con un gesto rápido y violento, se levantó:
—Está decidido. Me voy, y ya.
Lidia palideció. A pesar de todo lo que había dicho, no esperaba que el amante la dejara. Había sido sincera, e imprudente, ahora lo reconocía. Respondió, con falsa serenidad:
—Como quiera.
Paulino se puso la gabardina y tomó el sombrero. Quiso acabar con honra por su dignidad de hombre. Declaró:
—Quede sabiendo que comete la peor de las acciones. No esperaba esto. Que usted lo pase bien.
Se dirigió hacia la puerta, pero Lidia lo detuvo:
—Un momento… Las cosas que le pertenecen en esta casa, y son casi todas, están a su disposición. Puede mandar a buscarlas cuando quiera.
—No quiero nada. Puede quedarse con ellas. Todavía tengo dinero para ponerle casa a otra mujer. Buenas noches.
—Buenas noches, señor —dijo la madre de Lidia—. Yo creo…
—Cállese, madre.
Lidia se acercó a la puerta del pasillo y le dijo a Paulino, que ya estaba con la mano en el tirador para salir:
—Le deseo las mayores felicidades con su nueva amante. Tenga cuidado de que no le obliguen a casarse con ella…
Sin responder, Paulino salió. Lidia volvió y se sentó en el sofá. Encendió un nuevo cigarrillo. Miró a la madre con desdén y dijo:
—¿Qué espera? Se acabó el dinero. ¡Salga! Ya le decía que todo acaba en este mundo…
La madre, con una expresión de dignidad ofendida, avanzó hacia ella. Abrió el bolso, sacó el dinero del monedero y lo puso sobre la cama:
—Aquí tienes. Tal vez te haga falta…
Lidia ni se movió:
—Guarde el dinero. ¡Ya! De la misma manera que he ganado ése, puedo ganar más. ¡Salga!
Como si no desease otra cosa, la madre guardó el dinero y salió. No iba contenta consigo misma. La última frase de la hija le hizo tener presente que podría seguir contando con ese auxilio si no hubiera sido tan agresiva. Si se hubiese puesto de su parte, si se hubiese mostrado más cariñosa… Pero mucho puede el amor filial… Por eso, tenía la esperanza de que, más temprano que tarde, podría regresar…
El golpe de la puerta al cerrarse sobresaltó a Lidia. Estaba sola. El cigarro ardía lentamente entre sus dedos. Estaba sola como tres años antes, cuando conoció a Paulino Moráis. Se acabó. Era necesario recomenzar. Recomenzar. Recomenzar…
Despacio, dos lágrimas brillaron en sus ojos. Oscilaron un momento, suspendidas del párpado inferior. Después cayeron. Sólo dos lágrimas. La vida no vale más que dos lágrimas.