Las diligencias de Amelia patinaron ante la defensa obstinada de las sobrinas. Intentó hacerlas hablar por las buenas. Les recordó la antigua armonía, el perfecto entendimiento que antes existía entre todas. Isaura y Adriana se lo tomaban a broma. Le demostraban, con todas las razones posibles, que no estaban enfadadas, que sólo la preocupación de verlas constantemente felices le hacía imaginar cosas que no existían ni en sombras.
—Todas tenemos nuestras preocupaciones, tía —decía Adriana.
—Ya lo sé. Yo también las tengo. Pero no penséis que me engañáis. Tú hablas, y te ríes, pero Isaura nada. Sería necesario que estuviera ciega para no verlo.
Desistió de saber por ellas, directamente, la razón de la frialdad que las separaba. Veía que existía entre ambas una especie de pacto para fingir ante ella y la hermana. Pero si la apariencia bastaba a la que era la madre, Amelia sólo se daría por satisfecha con la realidad. Sin disimulos, se puso a vigilarlas. Obligó a las sobrinas a un estado de tensión cercano al pánico.
La menor frase oscura le daba pie a insinuaciones. Adriana las soportaba tomándoselo a broma, Isaura se recogía en el silencio, como si recelase que de las palabras más inocentes la tía concluyera lo que no debía.
—¿No dices nada, Isaura? —preguntaba Amelia.
—No tengo nada que decir…
—Antes, en esta casa, toda la gente se entendía. Todas hablábamos, todas teníamos qué decir. Pero hemos llegado a tal punto que ya no oímos ni la radio.
—No la oye porque no quiere, tía.
—¿Para qué, si estamos todas pensando en otra cosa?
De no ser por la actitud de la sobrina, tal vez habría abandonado su idea. Pero Isaura parecía disminuida por algún pensamiento oculto que la atormentaba. Amelia decidió despreocuparse de Adriana y concentrar toda su vigilancia en la otra. Cuando ella salía, la seguía. Volvía desilusionada. Isaura no hablaba con nadie por el camino, no se desviaba del recorrido que la conducía a la tienda donde trabajaba, no escribía cartas y no las recibía. Ni siquiera iba ya a la biblioteca de donde se traía los libros:
—No estás leyendo, Isaura.
—No tengo tiempo.
—Tienes tanto tiempo como tenías antes. ¿Te han tratado mal en la biblioteca?
—Qué cosas dice…
Cuando oyó la pregunta acerca de su actual indiferencia por los libros, Isaura se sonrojó. Bajó la cabeza y evitó encontrar los ojos de la tía. Ésta le notó la confusión y creyó haber encontrado allí el hilo de la madeja. Fue a la biblioteca con el pretexto de conocer los horarios de lectura en el lugar. Quería ver a los empleados. Salió como entró: los empleados eran dos viejos calvos y desdentados y una señora joven. Su sospecha se fue al aire como humo y en él se desvaneció. Sintiendo que todas las puertas se le cerraban, se volvió de nuevo a la hermana. Cándida se hizo la desentendida:
—Ya estás tú otra vez con tus ideas.
—Estoy y no desisto. Ya veo que tú les echas un capote a tus hijas. Cuando estás con ellas eres toda mimos, pero no me engañas. Por la noche te oigo suspirar. Y mucho…
—Pienso en otras cosas, cosas antiguas…
—El tiempo de los suspiros por esas cosas antiguas ya ha pasado. Los problemas que tú tienes también yo los tengo, pero guardados en un cajón. Y tú también los guardaste. Lo que te hace suspirar son cosas modernas, son las chicas…
—Pero, mujer, tienes manías enfermizas… ¿Cuántas veces nos hemos enfadado nosotras? ¿Y no hemos hecho las paces? El otro día, sin ir más lejos.
—Eso es. Ahí está. Nos enfadamos y hacemos las paces. Ellas no están enfadadas, no, pero no me quieras convencer…
—Yo no quiero convencerte de nada. Si te apetece seguir con ese disparate imaginario, sigue. Estás estropeando nuestra vida. Iba todo tan bien…
—Si las cosas van mal no es por culpa mía. En lo que me afecta, hago lo que puedo para que todo vaya bien. Pero —se sonaba con fuerza para disimular la conmoción— yo no puedo ver a las chicas así…
—Adriana está de buen humor… Mira ayer, cuando contó el caso del jefe que tropezó en la alfombra…
—Eso son disimulos. ¿Isaura también está de buen humor?
—Todos tenemos días…
—Tenemos días, sí. Y no son pocos. Parece que os habéis puesto de acuerdo. Tú sabes lo que pasa.
—¿Yo?
—Sí, tú. Si no supieras nada, andarías tan preocupada como yo.
—Pero si acabas de decir que suspiro por la noche…
—Te pillé.
—Eres muy lista, pero te equivocas si crees que sé algo… Por otra parte, esto no pasa de delirios que se te han metido en la cabeza…
Amelia se mostró indignada. ¿Delirios? Cuando la bomba reventase, ya se vería quién tenía delirios. Modificó su táctica. Dejó de atormentar a las sobrinas con preguntas e insinuaciones. Se hizo indiferente y olvidadiza. Enseguida notó que la tensión aflojaba. La propia Isaura sonreía ante las exageraciones de la hermana, que traía siempre una historia para contar. La actitud de Isaura la convenció aún más de que había un misterio. Era necesario que se sintiera menos presionada por la sospecha y por la persecución para que diera la cara lo que quiera que fuese. Fingía ayudarla a olvidar, pero Amelia no olvidaba. Retrocedía para saltar mejor y más lejos.
Se mostraba indiferente, oído atento a todas las palabras y sin reaccionar por más extrañas que fuesen. Creía que, fragmento aquí, fragmento allá, acabaría desenredando el ovillo. Comenzó a rebuscar en el pasado todos los elementos que pudieran servirle. Intentó recordar cuándo «eso» había empezado. Tenía la memoria ya débil y embotada, pero forcejeó, ayudada por el calendario, hasta que supuso haber hecho el descubrimiento. «Eso» comenzó la noche en que oyó a las sobrinas hablando en el dormitorio e Isaura lloraba. «Ha sido una pesadilla», dijo Adriana. Adriana fue quien lo dijo, luego el asunto tenía que ver con Isaura. ¿Qué se habrían dicho?
Sabía que las chicas se cuentan todo unas a otras, por lo menos así pasaba en su tiempo. Una de dos: o Isaura lloraba por algo que Adriana le había contado, y entonces el asunto iba con ésta, o lloraba por algo que ella misma había dicho, y eso explicaba que Adriana hubiese querido disimular. Pero, siendo el asunto de Adriana, ¿cómo podía mantener la sangre fría?
Estos pensamientos le hicieron dirigir su atención hacia Adriana. Siempre sospechó que esa alegría sonaba a falso, que no era nada más que un disfraz. Isaura se callaba, Adriana disimulaba. A no ser que el disfraz pretendiese, simplemente, encubrir a Isaura. Amelia se desesperaba en este callejón sin salida. Después comenzó a pensar que Adriana estaba casi todo el día lejos de su vista. No podía ir a la oficina como fue a la biblioteca. Tal vez allí estuviera la llave del misterio. Pero si la explicación estaba ahí, ¿cómo es que esto sólo aparecía tras dos años?…
La observación no tenía consistencia: las cosas alguna vez tienen que suceder y que no hayan sucedido ayer no quiere decir que no sucedan hoy o mañana. Estableció, por tanto, que «el asunto» tenía que ver con Adriana y se relacionaba con la oficina. Si se probaba que estaba equivocada, lo intentaría por otro lado. Provisionalmente, dejaba de lado a Isaura. Pero no conseguía entender sus lágrimas. Acontecimiento grave tendría que haber sido para que llorara aquella noche y se mantuviera silenciosa y triste después. Acontecimiento grave… Amelia no veía bien, o no quería ver, qué podría haber sido. Adriana era una joven, una mujer, y un acontecimiento grave en la vida de una mujer y que hace llorar a la hermana de esa mujer sólo puede ser… Encontró absurda la idea y quiso apartarla. Pero ahora todo le traía apuntes que daban consistencia a esa posibilidad. Primero: Adriana estaba todo el día fuera de casa; segundo: de vez en cuando tenía tertulias fuera; tercero: todas las noches se encerraba en el cuarto de baño. Casi por casualidad, Amelia descubrió que desde aquella noche Adriana nunca más se había encerrado en el cuarto de baño. Antes, era siempre la última y siempre tardaba. Ahora, si no era siempre la primera, en contadas ocasiones se quedaba para el final. Y, cuando tal acontecía, se repetía Amelia, era por poco tiempo. Pues bien, todas sabían que Adriana tenía un Diario, una niñería a la que nadie daba importancia, y que era en el cuarto de baño donde escribía. ¿Estaría ahí la explicación de todo este embrollo? ¿Y cómo conseguiría la llave para abrir su cajón?
Cada una de las cuatro mujeres tenía una gaveta sólo suya. Todas las otras estaban franqueadas: bastaba tirar de ellas. Viviendo en dependencia unas de otras, sirviéndose de las mismas ropas de cama y de las mismas toallas, sería absurdo cerrar cajones con llave. Pero cada una poseía sus recuerdos. Amelia y Cándida, viejas cartas, las cintas de sus ramos de novia, fotografías amarillentas, alguna que otra flor seca, tal vez un rizo de pelo. Las gavetas particulares eran, así, una especie de santuario donde cada una, cuando estaba sola y la nostalgia apretaba, iba a rezarles a sus recuerdos. Cada una de las mayores podría, mirando la suya, decir, con pocas probabilidades de error, lo que contenía la gaveta de la otra. Pero ninguna de ellas sería capaz de adivinar lo que guardaban los cajones de las más jóvenes. En el de Adriana, por lo menos, el Diario, y Amelia tenía la certeza de que allí encontraría la explicación. Antes de pensar en la forma de leer el manuscrito, ya le pesaba la violación que tendría que cometer. Pensó en lo que sentiría si supiera que le habían sido desvelados sus secretos, pobres secretos que no serían nada más que recuerdos de hechos que todo el mundo conocía. Pensó que sería un abuso intolerable. Pero pensó, también, que había prometido descubrir el secreto de las sobrinas, y no sería ahora, promesa hecha y a un paso de cumplirla, cuando retrocedería. Sucediera lo que sucediera, era necesario descubrirlo. Las dificultades eran grandes. Como si no bastase la convicción de que los secretos de cada una eran inviolables, que ninguna se atrevería a meter mano en el cajón que no le perteneciese, Adriana llevaba siempre las llaves con ella. Mientras estaba en casa, las guardaba en el bolso y era imposible sacarlas, abrir la gaveta y leer lo que hubiese para leer sin que nadie se diera cuenta. Que Adriana se olvidase de las llaves era poco probable. ¿Quitárselas, de manera que pensara que las había perdido? Era lo más fácil, pero tal vez desconfiara y podía sellar la cerradura de otra manera. Sólo quedaba una solución: hacer una llave igual. Para conseguirlo era necesario copiarla, y para copiarla tendría que llevarla a la tienda. ¿No habría otro procedimiento? Hacer un diseño, sin duda, pero ¿cómo?
Amelia forzó la imaginación. Se trataba de encontrar una oportunidad, nada más que unos escasos minutos, para dibujar las llaves. Hizo varias tentativas, pero en el último instante aparecía alguien. Tantas contrariedades le aumentaban el ansia de saber. El cajón cerrado la hacía estremecerse de impaciencia. Ya había perdido los escrúpulos que sintió al principio. Era necesario saber, fuesen cuales fuesen las consecuencias. Si Adriana había cometido algún acto del que pudiese avergonzarse, lo mejor era que se supiera antes de que fuese demasiado tarde. «Demasiado tarde» era lo que asustaba a Amelia.
Se empecinó y lo consiguió. Las primas de Campolide vinieron a visitarlas para corresponder a la visita realizada tiempo antes por Cándida y Amelia. Era un domingo. Pasaron allí la tarde, tomaron té, conversaron mucho. Fueron, una vez más, repasados los recuerdos. Siempre los mismos, todas lo sabían, pero todas ponían cara de oírlos por primera vez. Nunca Adriana estuvo tan exuberante y nunca la hermana hizo un esfuerzo tan grande para parecer contenta. Cándida, enredada en la alegría de las hijas, parecía haber olvidado todo. Sólo Amelia no olvidaba. Cuando vio una oportunidad, se levantó y fue a la habitación de las sobrinas. Con el corazón palpitando y las manos trémulas, abrió el bolso de Adriana y sacó las llaves. Eran cinco. Reconoció dos, la de la puerta de la calle y la de la puerta de la escalera; de las restantes, dos eran de tamaño medio y la otra pequeña. Dudó. No sabía cuál sería la de la gaveta, aunque suponía que debía de ser una de las dos casi iguales. La gaveta estaba a pocos pasos. Podía probar, pero temió que cualquier ruido atrajese a la sobrina. Decidió copiar las tres. No lo hizo sin dificultad. El lápiz se le escurría de los dedos y no quería seguir exactamente el contorno de las llaves. Le había sacado una punta larga y fina para hacer el diseño lo más fiel posible, pero las manos le temblaban tanto que estaba casi a punto de desistir. De la sala de al lado llegaban las carcajadas de Adriana: era la historia de la alfombra que las primas ignoraban. Todas reían mucho y las risas ahogaron el pequeño chasquido del bolso al cerrarse.
Esa noche, después de cenar, mientras la radio, que fue encendida como consecuencia del buen ambiente que quedó de la tarde, murmuraba un Nocturno de Chopin, Amelia expresó su alegría por ver a las sobrinas tan amables la una con la otra.
—¿Reconoces que era manía tuya, lo ves? —sonrió Cándida.
—Lo veo…