De la escena nocturna en que Justina se mostró desnuda por primera vez frente al marido, nunca se habló. Caetano por cobardía, Justina por orgullo. Simplemente se estableció una frialdad mayor. Caetano, al salir del periódico, se iba a pasar el resto de la noche y la mañana a otra cama. Sólo regresaba a casa para almorzar. Se acostaba y dormía toda la tarde. Cuando necesitaban entenderse, lo hacían con monosílabos y frases cortas. Nunca la aversión mutua fue tan completa. Caetano evitaba a la mujer, como si recelara que ella se le apareciera, súbitamente, desnuda. Justina, sin embargo, no evitaba mirarlo, pero lo hacía con desprecio, casi con insolencia. Él sentía el peso de esa mirada y hervía de cólera impotente. Sabía que muchos hombres les pegan a las mujeres y que unos y otras califican el acto de natural. Sabía que muchos consideraban eso una manifestación de virilidad, tal como otros entienden que es una prueba de virilidad la aparición de síntomas de enfermedades venéreas. Pero, si podía presumir de sus males de Venus, no podía vanagloriarse de haber golpeado alguna vez a la mujer. No era por cuestión de principios, aunque le gustara afirmarlo, sino por pura cobardía. Lo intimidaba la serenidad de Justina, sólo una vez quebrada y en condiciones que le hacían avergonzarse. Revisaba la escena, constantemente tenía ante sus ojos la figura escuálida y desnuda, oía las carcajadas que parecían sollozos. La reacción de la mujer, por inesperada, le acentuaba el complejo de inferioridad que desde hacía mucho sufría con respecto a ella. Por eso la evitaba. Por eso estaba en casa el mínimo tiempo posible, por eso huía de tener que acostarse a su lado. Y había otra razón. Sabía que cuando se acostara en la cama donde la mujer estuviera no podría impedirse poseerla. Cuando por primera vez tuvo conciencia de eso, se asustó. Quiso reaccionar, se llamó estúpido, enumeró todas las razones que deberían disuadirlo: el cuerpo sin gracia, la repulsión de otros tiempos, el desprecio. Pero cuantas más razones añadía, más furioso se le encendía el deseo. Para calmarlo, intentaba agotarse fuera de casa, pero nunca lo conseguía. Vacío, hueco, con las piernas flácidas y los ojos hundidos, le bastaba llegar a casa y sentir el olor peculiar del cuerpo de Justina para que la ola de deseo se desatara en lo más secreto de su ser. Era como si hubiera soportado un larga abstinencia y viese, por primera vez, una mujer al alcance de su brazo. Cuando se acostaba, después del almuerzo, el calor de las sábanas lo atormentaba. Una prenda de ropa de la mujer, abandonada sobre una silla, le atraía la mirada. Mentalmente, le daba al vestido vacío, a la media doblada, el contorno y el movimiento del cuerpo vivo, de la pierna tensa y vibrante. La imaginación construía formas perfectas que ni de lejos se correspondían con la realidad. Y si Justina, en ese momento, entraba en el dormitorio, necesitaba recurrir a toda su capacidad de autocontrol para no saltar de la cama y arrastrarla. Vivía dominado por la más baja sensualidad. Tenía sueños eróticos como un adolescente. Extenuaba a sus amantes de ocasión y las insultaba porque no conseguían calmarlo. Como una mosca obstinada, constantemente le picaba el deseo. Como una mariposa a la que la luz paraliza los movimientos de un lado del cuerpo y por eso describe círculos cada vez más apretados hasta que se quema en la llama, así circulaba alrededor de la mujer, atraído por su olor, por las formas toscas que el amor no moduló.
Justina no sospechaba el efecto que su presencia le producía al marido. Lo veía nervioso, excitable, pero atribuía ese estado al redoblado desprecio con que lo trataba. Como quien juega con un animal peligroso sabiendo el peligro que corre, pero sin huir de él por pura curiosidad, quería ver hasta dónde era capaz de aguantar el marido. Quería medirle la altura de la cobardía. Aflojó su desprecio silencioso y empezó a hablarle más para tener, también, más oportunidades de demostrárselo. En todas sus palabras, en todas las inflexiones de voz, le hacía evidente al marido hasta qué punto lo consideraba indigno. Caetano reaccionaba de una manera que ella nunca habría adivinado. Se había transformado en el tipo de amante masoquista. Los insultos, los latigazos en su orgullo de hombre y de marido lo transportaban al paroxismo del deseo. Justina jugaba con fuego sin saberlo.
Una noche, incapaz de resistir más tiempo, Caetano, al salir del periódico, corrió a casa. Tenía una cita pendiente, pero se olvidó de ella. La mujer que lo esperaba no podía satisfacerlo. Como si hubiese enloquecido, pero guardase todavía en la memoria el lugar donde le restituirían la razón, corrió a casa. Se metió en un taxi y le prometió al conductor una buena propina si lo llevaba rápido. Por las calles desiertas de la ciudad, el automóvil galopó en pocos minutos la distancia. La propina fue generosa, más aún, fue extravagante. Al entrar en casa, Caetano recordó, de repente, que la última vez que llegó a esa hora salió trasquilado. Durante un breve instante se mantuvo lúcido. Vio lo que iba a hacer, temió las consecuencias. Pero oyó la respiración pausada de Justina, sintió la calidez del dormitorio, palpó sobre la colcha el cuerpo acostado y, como una ola que el mar levanta de las profundidades, se irguió en él el furor sexual.
Fue a oscuras. Al primer contacto, Justina reconoció al marido. Sumergida a medias en el sueño, hizo unos movimientos confusos para defenderse. Pero él la dominó, aplastándola contra el colchón. Ella se quedó extendida, inmóvil, ajena, imposibilitada para reaccionar, como si estuviese soñando una de esas pesadillas en que la Cosa monstruosa, desconocida y por eso horrible, cae sobre nosotros. Consiguió, por fin, soltar un brazo. Tanteando en la oscuridad, encendió la lámpara de la mesilla de noche. Y vio al marido. Su rostro aterraba. Los ojos saltones, el labio inferior más caído que de costumbre, el rostro enrojecido y sudado, un rictus animal torciéndole la boca. Justina no gritó porque la garganta cerrada por el pavor no podía emitir el menor sonido. De súbito, la máscara de Caetano tuvo una especie de contracción que la hizo irreconocible. Era el rostro de un ser diferente, de un hombre arrancado a la animalidad prehistórica, de una bestia salvaje encarnada en un cuerpo humano.
Entonces, con un brillo frío en la mirada, Justina le escupió en la cara. Caetano, aturdido, aún estremeciéndose, se quedó mirándola. No entendía bien lo sucedido. Se pasó la mano por la cara y luego la observó. La saliva, todavía templada, se le pegó a los dedos. Los abrió: la saliva los ligaba con hilos brillantes cada vez más delgados hasta que se quebraban. Caetano comprendió. Comprendió, por fin. Fue como el latigazo imprudente que hace levantarse al tigre ya domado sobre las patas traseras, las garras extendidas, los dientes afilados. La mujer cerró los ojos y esperó. El marido no se movía. Justina comenzó a entreabrir los párpados, con miedo, e inmediatamente sintió que el marido la montaba de nuevo. Intentó desviarse, pero todo el cuerpo del hombre la dominaba. Quiso mantenerse fría, como la primera vez, pero la primera vez estuvo fría naturalmente, no lo estuvo por acción de la voluntad. Ahora, sólo a fuerza de voluntad lo conseguiría. Pero la voluntad empezó a flaquearle. Fuerzas poderosas, hasta entonces adormecidas, se levantaban dentro de ella. Olas rápidas y envolventes la recorrían. Algo parecido a una luz viva pasaba y volvía a pasar dentro de su cabeza. Soltó una exclamación inarticulada. La voluntad ahondaba en el pozo del instinto. Sobrevivió todavía un momento, se agitó y desapareció. Como loca, Justina correspondía al abrazo del marido. Su cuerpo delgado casi se perdía debajo del cuerpo del hombre. Vibraba, se contoneaba, furiosa también ahora, también ahora subyugada por el instinto ciego. Hubo una especie de estertor simultáneo y los cuerpos rodaron enlazados y palpitantes.
Después, movidos por la misma repugnancia, se apartaron. En silencio, cada uno en su lado recuperaba el aliento. La respiración jadeante de Caetano apagaba la de la mujer. De ella, apenas unos últimos estremecimientos señalaban su presencia.
Se hizo el vacío en el cerebro de Justina. Tenía los miembros doloridos y blandos. El olor fuerte del cuerpo del marido impregnaba su piel. Gotas de sudor le recorrían las axilas. Y una laxitud profunda le impedía el movimiento. Sentía todavía el peso del cuerpo del marido. Despacio, extendió el brazo y apagó la luz.
Poco a poco la respiración de Caetano se fue regularizando. Saciado, se deslizó hacia el sueño. Justina se quedó sola. Los estremecimientos cesaron, el cansancio disminuyó. Sólo el cerebro seguía vacío de capacidad de razonar. Fragmentos de ideas comenzaron a aparecer lentamente. Se sucedían unos a otros incompletos, sin continuidad, sin un hilo que los ligara entre sí. Justina quería pensar en lo que había sucedido, quería agarrarse a alguna de aquellas ideas huidizas que aparecían y desaparecían como burbujas que el hervor levanta y luego se destruyen. Era demasiado pronto. No lo conseguiría tan deprisa, porque de repente fue el asombro lo que se apoderó de ella. Tan absurdo se le antojaba lo que había pasado minutos antes que llegó a admitir que fuera un sueño. Pero su cuerpo atropellado y una extraña sensación de plenitud indefinible, localizada en ciertas regiones de su anatomía, decían lo contrario. Fue entonces, sólo entonces, cuando el horror se adueñó de ella o ella se adentró en el horror.
Durante el resto de la noche no durmió. Continuó mirando la oscuridad, desorientada, incapaz de razonar. Sentía vagamente que sus relaciones con el marido habían sufrido una alteración. Era como si hubiera pasado de las tinieblas a la luz intensa, ciega, de momento, para los objetos que la rodeaban, cuyos contornos adivinaba aunque los veía como un borrón confuso. Oyó todas las horas que el reloj marcó. Presenció la retirada de la noche y la aproximación de la mañana. Tonos azulados comenzaron a esparcirse por el dormitorio, aquí y allí. El vano de la puerta que daba al pasillo se diseñó en la penumbra con una tonalidad opalescente. Al mismo tiempo que la mañana, se empezaron a oír en el edificio ruidos imprecisos. Caetano dormía, vuelto de espaldas, con una pierna destapada hasta la ingle, una pierna blanca y floja como la barriga de un pez.
Reaccionando contra el entumecimiento que le ataba los miembros, Justina se levantó. Se quedó sentada, la espalda curvada, la cabeza perdida. Todo el cuerpo le dolía. Se levantó con cuidado para no despertar al marido, se puso la bata y salió del dormitorio. Seguía sin poder coordinar dos ideas, pero, tras esta imposibilidad, el pensamiento involuntario, ése que se procesa y desarrolla sin depender de la voluntad, comenzaba a trabajar.
Escasos segundos empleó Justina en llegar al cuarto de baño. Un momento bastó para que levantara la cabeza y se mirara al espejo. Se vio y no se reconoció. El rostro que tenía enfrente no le pertenecía o había estado oculto hasta ese momento. Alrededor de los ojos, un círculo oscuro los hacía más mortecinos. Las mejillas parecían chupadas. El pelo en desorden recordaba la agitación de la noche. Pero este aspecto no era nuevo para ella: siempre que la diabetes se agravaba, el espejo le mostraba esa apariencia. Lo que difería era la expresión. Debía estar indignada y estaba calma, debía sentirse ofendida y se sentía como si hubiese perdonado una injuria.
Se sentó en un banco de la marquise. El sol entraba ya por los cristales superiores y pintaba la pared con una línea de luz rosada que se iba ensanchando y aclarando. Por el aire vivo de la mañana pasaban gritos de golondrinas. Inducida por un impulso irreflexivo, regresó al dormitorio. El marido no se movió. Dormía con la boca abierta, los dientes muy blancos en la cara oscurecida por la barba. Se aproximó despacio y se inclinó sobre él. Ese rostro inerte sólo de lejos le recordaba la cara convulsionada que había visto. Recordó que le escupió y tuvo miedo, un miedo que la obligó a retroceder. Caetano hizo un movimiento. La ropa que lo cubría se deslizó sobre la pierna, que se movió y dejó el sexo a la vista. Una ola de asco le subió por el estómago a Justina. Huyó de la habitación. Sólo entonces se desató el último lazo que le atenazaba el pensamiento. Como si quisiera recuperar el tiempo perdido, el cerebro comenzó a girar rápidamente, hasta detenerse en un pensamiento único y obsesivo: «¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?».
No más desprecio, no más indiferencia. Ahora era odio lo que sentía. Odiaba al marido y se odiaba a sí misma. Recordaba que se había entregado con la misma furia con que él la poseía. Dio unos pasos indecisos en la cocina, como si estuviera en un laberinto. Por todas partes, puertas cerradas y caminos sin salida.
Si hubiese podido mantenerse indiferente, le estaría permitido presentarse como víctima de la fuerza bruta. Bien sabía que, como mujer casada, no tenía derecho a negarse, pero la pasividad hubiera sido su mayor rechazo. Se habría dejado poseer, no se habría entregado. Y se entregó. El marido vio que ella se entregó; consideraría eso una victoria y actuaría como vencedor. Impondría la ley que decidiese y se reiría en su cara cuando ella quisiera rebelarse. Un momento de desvarío, y todo el trabajo de años se desmoronó. Un momento de ceguera, y la fuerza se convirtió en debilidad.
Tenía que pensar en lo que debía hacer. Y pensar deprisa, antes de que él despertara. Pensar antes de que fuese demasiado tarde. Pensar, ahora que el odio estaba vivo y sangrando. Cedió una vez, no quería ceder otra. Pero el recuerdo de las sensaciones comenzó a perturbarla. Nunca, hasta esa noche, había alcanzado las más altas cumbres del placer. Incluso cuando mantenía relaciones normales con el marido, jamás experimentó esa aguda sensación que hace temer la locura y desearla. Nunca se sintió lanzada, como en aquel momento, al remolino del placer, rotos todos los lazos, cruzadas todas las fronteras. Lo que para las demás mujeres sería la ascensión, para ella era la caída.
El timbre de la puerta le cortó el pensamiento. Corrió a abrir, de puntillas. Atendió al lechero y regresó a la cocina. El marido no se había despertado.
Veía, ahora, la situación clara. Tenía que elegir entre el placer o el dominio. Callándose, aceptaría la derrota a cambio de otros momentos como el que había vivido, siempre que el marido estuviera dispuesto a concederlos. Hablando, se arriesgaría a que le echara en cara la manera en que ella le había correspondido. Exponer estas dos alternativas era fácil, lo difícil era optar por una de ellas. Unos instantes atrás sintió asco, pero ahora una marejada interior, como olas del mar dentro de una cavidad, le traía los recuerdos del éxtasis sexual. Hablar sería perder la posibilidad de la repetición. Callarse sería sujetarse a las condiciones que el marido quisiera imponerle. Justina oscilaba entre los dos polos: el deseo despierto y la voluntad de dominio; uno excluía al otro. ¿Qué elegir? Más aún: ¿hasta dónde era posible elegir? Dominando, ¿cómo podría resistirse al deseo, después de haberlo conocido? Sometiéndose, ¿cómo soportaría la sumisión impuesta por un hombre al que despreciaba?
El sol de la mañana de domingo entraba por la ventana como un río de luz. Desde el lugar en que estaba sentada, Justina veía las pequeñas nubes blancas de contornos desdibujados que recorrían el cielo limpio. Buen tiempo. Claridad. Primavera.
Del dormitorio llegó un murmullo apagado. La cama crujió. Justina se estremeció sintiendo que la cara le ardía. La línea de pensamiento que venía desarrollando se quebró. Se paralizó, a la espera. Los ruidos continuaban. Se aproximó a la puerta del dormitorio y acechó: el marido tenía los ojos abiertos y la vio. Imposible volver atrás. En silencio, entró. En silencio, Caetano la miró. Justina no sabía lo que iba a decir. Todos los razonamientos la abandonaron. El marido sonrió. Ella no tuvo tiempo para descubrir el significado de esa sonrisa. Casi sin darse cuenta de que hablaba, dijo:
—Haga como que no ha pasado nada esta noche. Por mí, haré lo mismo.
La sonrisa desapareció de los labios de Caetano. Una arruga honda se acentuó entre las cejas.
—Tal vez no sea posible —respondió.
—Conoce a muchas mujeres por ahí fuera, puede divertirse con ellas…
—¿Y si yo quisiera usar mis derechos de marido?
—No podría negarme, pero se cansará…
—Ya lo entiendo… Creo que lo entiendo… ¿Por qué no actuó así anoche?
—Si tuviese alguna dignidad, no haría esa pregunta. ¿Ya se ha olvidado de que le escupí en la cara?
El rostro de Caetano se endureció. Las manos que se posaban en la colcha se cerraron con fuerza. Parecía que se iba a levantar, pero no lo hizo. Con voz lenta y sarcástica respondió:
—Ya me había olvidado, sí. Me acuerdo ahora. Pero también me acuerdo de que sólo me escupió una vez…
Justina comprendió la insinuación y se quedó callada.
—¿Qué pasa? ¿No responde? —preguntó el marido.
—No. Me da vergüenza por los dos.
—¿Yo? ¿Yo, que he sufrido su desprecio?
—Se lo merece.
—¿Quién se cree que es para despreciarme?
—Nadie, pero lo desprecio.
—Pero ¿por qué?
—Comencé a despreciarlo en cuanto lo conocí, y sólo lo conocí después de estar casada. Es un vicioso. —Caetano se encogió de hombros impaciente.
—Eso son celos.
—¿Celos, yo? Déjeme reír. Sólo se tienen celos de quien se ama, y yo no lo amo. Lo quise, quizá, pero duró poco tiempo. Cuando mi hija estuvo enferma, ¿qué importancia le dio? Todo el tiempo era poco para sus amantes…
—Está diciendo disparates.
—Piense lo que quiera. Sólo quiero que se convenza de que lo que pasó esta noche no se repetirá.
—Veremos…
—¿Qué quiere decir?
—Me ha dicho que soy un vicioso. Es posible. Suponga que, por cualquier razón, vuelvo a interesarme…
—Evite ese interés. Además, ¿cuántos años hace que no me ve como una mujer?
—Parece que siente pena…
Justina no respondió.
El marido la miraba con una expresión maligna:
—¿Siente pena?
—No. Sería ponerme al nivel de las mujeres que conoce.
—Le recuerdo que con ellas es más difícil. ¿Ha pensado que me bastaría con tirarle del brazo? Soy su marido…
—Desgraciadamente para mí.
—Eso que acaba de decir es una inconveniencia. El hecho de que me quedara indiferente cuando me escupió no quiere decir que esté en disposición de soportarle todas las impertinencias. ¿Me oye?
—Le oigo, pero no me da miedo. Ya me ha amenazado con que me pisaría y no he temblado.
—No me provoque.
—No me asusta.
—¡Justina!
Discutiendo, ella se había aproximado. Estaba a la vera de la cama y miraba al marido desde arriba. Con un movimiento rápido, el brazo derecho de él se movió y la agarró por la muñeca. No la atrajo, pero la mantuvo sujeta. Justina sintió un escalofrío en todo el cuerpo. Las rodillas temblaban una contra otra como si estuviesen dispuestas a vengarse. Caetano murmuró con voz ronca:
—Tienes razón… Soy un vicioso. Ya sé que no me quieres, pero, desde que te vi la otra noche, me volví loco. ¿Me oyes?… Me volví loco. Si no hubiese venido esta noche, me habría muerto…
Más que las palabras, el tono en que fueron pronunciadas perturbó a Justina. Intentó libertar su muñeca, desesperada, sintiendo que el marido la atraía lentamente:
—¡Déjeme! ¡Déjeme!
Sus débiles fuerzas cedían. Ya estaba inclinada sobre él, ya sentía en los oídos las palpitaciones de su corazón. Pero sus ojos tropezaron con el retrato de la hija, vio su dulce y obstinada sonrisa. Se mantuvo en el borde de la cama y resistió. Notó que el marido iba a sujetarla con la otra mano. Movió el cuerpo y clavó los dientes en los dedos que la inmovilizaban. Con un berrido, Caetano la soltó.
Ella corrió hacia la cocina. Ahora lo sabía todo, ahora sabía el motivo… Si no hubiese cedido al impulso que la hizo mostrarse desnuda al marido, nada de esto habría pasado. La Justina de hoy sería la Justina de ayer. Habló y ¿qué resultado obtuvo? La conciencia cierta y segura de que todo se había modificado. Si esta vez no cedió fue sólo por una casualidad. El retrato de la hija no habría servido de nada si el diálogo no le hubiera dado fuerza para resistir y también porque sólo hacía pocas horas… «Es decir, si él no hubiera insistido, si hubiera dejado pasar un día, dos días, si después de esos dos días hubiera hecho una tentativa, no habría resistido…».
Justina preparaba el desayuno con el pensamiento lejos de lo que hacía. Y pensaba: «Es un vicioso, por eso lo desprecié. Continúa siendo un vicioso, por eso lo sigo despreciando. Y, despreciándolo, me he entregado, y sé que, si llega la oportunidad, me entregaré otra vez. ¿Será esto el matrimonio? ¿Tendré que concluir, al cabo de tanto, al fin de tantos años, que puedo ser tan viciosa como él? Si lo quisiera… Si lo quisiera no hablaría de vicio. Lo encontraría todo natural, me entregaría siempre como hoy. Pero ¿es posible, no amando, sentir lo que he sentido? No lo amo y estuve a punto de enloquecer de placer. ¿Los otros también vivirán así? ¿Habrá, entre ellos, sólo el odio y el gozo? ¿Y el amor? Entonces, lo que sólo el amor debería dar, ¿también lo da este deseo animal? O, en resumidas cuentas, ¿el amor será sólo el deseo?».
—¡Justina! Quiero levantarme. ¿Dónde está el pijama?
¿Ya se iba a levantar? ¿Iba a pasar toda la mañana junto a ella? Tal vez quisiera salir… Entró en el dormitorio, abrió el ropero y le entregó el pijama al marido. Él lo recibió sin palabras. Justina ni siquiera lo miró. En el fondo del corazón seguía despreciándolo y cada vez más, pero no tenía valor para encararlo. Volvió a la cocina temblando: «Es miedo lo que siento. Tengo miedo de él. Yo tengo miedo de él… Si me lo hubieran dicho ayer, me habría reído…».
Con las manos en los bolsillos, arrastrando las zapatillas, Caetano pasó para ir al cuarto de baño. La mujer respiró: temía cualquier familiaridad y no estaba preparada para recibirla.
Caetano, en el cuarto de baño, silbaba un fado melodioso. Se puso delante del espejo, interrumpió el silbido para tocarse la cara y refregarse la barba hirsuta. Luego, mientras preparaba la maquinilla de afeitar, retomó el fado. Se enjabonó y abandonó el silbido para afeitarse con seguridad. Estaba ya en la última pasada cuando oyó la voz de la mujer cerca de la puerta cerrada:
—El café está listo.
—Está bien, hija. Ya voy.
Para él la conversación con la mujer no contaba. Sabía que había vencido. Con mayor o menor resistencia, algo que hasta le daba su gracia. Vería doña Justina cómo iba a pagar, y con cuántos palmos de lengua fuera, todos los desaires que le había hecho. La tenía en sus manos. ¿Cómo demonio no se dio cuenta de que la mejor forma de tenerla tiesa era, justamente, ésa? Se acabó el desprecio, se acabó el orgullo hecho ya añicos. Sin contar con que a ella le había gustado, la muy golfa. Es verdad que le escupió en la cara, sí señor, pero hasta eso lo iba a pagar. Le haría lo mismo aunque fuera una vez, por lo menos. Cuando ella comenzara con el «ay-ay-ay-ay» y a bambolearse, ¡toma ya de tu propia medicina! Está por ver qué hará ella. Quizá se enfade, quizá, pero sólo se enfadará después…
Caetano estaba contento. Ni los granos del cuello sangraban con el paso de la cuchilla. Se le habían calmado los nervios, por fin. Anduvo revoloteando en torno a la mujer, lo reconocía, pero ahora la tenía en la palma de la mano. Aunque la antigua repugnancia volviera, lo que estaba claro es que no rechazaría «la asistencia técnica que todo marido debe dar a su esposa».
El uso de la palabra técnica en esta frase le hizo sonreír: «Asistencia técnica. Tiene gracia…».
Se lavó con gran desperdicio de agua y jabón. Mientras se peinaba, iba pensando: «No hay duda de que fui un gran mentecato. Estaba claro que la carta anónima no iba a dar ningún resultado…».
Se interrumpió. Abrió la ventana despacio y echó una mirada alrededor. No le sorprendió ver a Lidia: por ella había interrumpido lo que hacía. Lidia miraba abajo y sonreía. Caetano le siguió la mirada y vio en el huerto del entresuelo derecha, el de la casa del zapatero, al huésped corriendo detrás de una gallina, mientras Silvestre, apoyado en el muro, con un cigarro en la boca, se daba sonoras palmadas en los muslos.
—Abel, que no es capaz de agarrar al bicho. Que no vamos a tener caldo para el almuerzo.
Lidia soltó una carcajada. Abel miró hacia arriba y sonrió.
—Disculpe… ¿Quiere echarme una mano?
La risa de Lidia sonó más alta:
—Sólo serviría para obstaculizar…
—Pero no es caritativo reírse de mi triste figura.
—No me río de usted. Me río de la gallina… —se interrumpió para saludar—: Buenos días, señor Silvestre. Buenos días, señor…
—Abel… —dijo el muchacho—. No digo los apellidos porque estamos muy lejos para presentaciones.
La gallina, en una esquina, se agitaba y cacareaba.
—Se está burlando —hizo ver el zapatero.
—¿Sí? Pues voy a obligarla a hacer reír a esta señora.
Caetano no quiso oír más. Cerró la ventana. Los cacareos agudos del ave perseguida recomenzaron. Sonriendo, Caetano se sentó en el borde del retrete, mientras ordenaba los pensamientos: «No dio resultado la carta… Esa no dio, pero ésta va a dar…». Extendió la mano hacia la ventana, señalando la de Lidia, y murmuró:
—Me la vas a pagar, tú también… O yo no me llamo Caetano…