A su largo epistolario de quejas y lamentos, Carmen juntó una carta más. Allá lejos, en Vigo, en su tierra, los padres se quedaron abatidos y lagrimosos al leer el lienzo siempre renovado de desdichas de la hija, presa en manos de un extranjero.
Condenada al uso de una lengua extraña, sólo en las cartas podía explicarse en términos que ella misma entendía completamente. Relató todo lo que había pasado desde su última carta, deteniéndose en la enfermedad del hijo y dándole a la escena lamentable de la cocina un tono más compatible con su dignidad. Recuperada la sangre fría, pensó que se había portado de manera indecorosa. Ponerse de rodillas delante del marido era, para ella, la peor de las ignominias. En cuanto al hijo… El hijo se olvidaría, era un niño. Pero el marido no lo iba a olvidar y eso era lo que más le costaba aceptar.
Le escribió también al primo Manolo. No lo hizo sin dudar. Tenía la vaga idea de que cometía una traición y reconoció que esa carta, para él, no tendría sentido. Salvo breves misivas de felicitaciones en sus aniversarios o en Navidad, no había recibido de él nada más. Sabía, pese a todo, cómo le iba en la vida. Los padres la tenían al corriente de lo que sucedía en el clan familiar, y el primo Manolo, con su fábrica de cepillos, daba para mucha materia. Había triunfado en la vida. La pena era que se mantenía soltero: así, la fábrica, tras su muerte, tendría que contentar a tantos herederos que quedaría poco para cada uno. Si es que él no prefería a uno de esos herederos en detrimento de los otros. Era libre de disponer de sus bienes y todo podía pasar. Todos esos hechos eran ampliamente pormenorizados en las cartas de Vigo. Manolo todavía era joven, tenía sólo seis años más que Carmen, pero Enriquito debía ir haciéndose notar. Carmen nunca prestó atención a estas sugerencias, ni veía un modo eficaz de hacer presente a su hijo. Manolo no lo conocía. Lo vio cuando era muy pequeño y vino a Lisboa, con los padres de Carmen, de visita. Carmen supo (se lo dijo la madre) que el primo afirmó que no le había gustado Emilio. Por entonces, casada hacía poco tiempo, no le dio importancia, pero ahora veía que el primo Manolo tenía razón. Decían los portugueses que «de España, ni buen viento ni buen casamiento». Pues «de Portugal, ni buen marido ni…». Carmen no disponía de suficiente imaginación para inventar una rima que correspondiera con el maleficio lusitano, pero mantenía bien presentes todos los maleficios que proliferaban a este lado de la frontera.
Escritas las cartas, se sintió aliviada. Las respuestas no tardarían y, con ellas, el consuelo. Porque Carmen no quería nada más que compasión. La pena de Manolo la compensaría por la pequeña deslealtad que cometía con el marido. Se imaginaba al primo en su despacho de la fábrica, de la que conservaba algunos recuerdos. Un montón de cartas, encargos y facturas sobre la mesa. Su carta estaría encima. Manolo la abriría, la leería con mucha atención, la leería otra vez. Después la dejaría ante él, la miraría unos minutos con la expresión de quien recuerda acontecimientos agradables e, inmediatamente, apartaría todos los papeles, tomaría una hoja en blanco (con el nombre de la fábrica en mayúscula) y comenzaría a escribir.
Con estos recuerdos comenzaron las nostalgias a minar el corazón de Carmen. Nostalgias de todo lo que había dejado, de su ciudad, de la casa de los padres, del portón de la fábrica, del dulce hablar gallego que los portugueses no conseguían imitar. Recordando todo esto, se ponía a llorar. Seguro que hacía mucho tiempo que las añoranzas la mortificaban, pero, así como venían, así se iban, empujadas por el tiempo cada vez más pesado. Todo se esfumaba, la memoria apenas conseguía captar imágenes desvaídas de su pasado. Pero ahora todo se le aparecía con nitidez. Por eso lloraba. Lloraba el bien que había perdido y que nunca más recuperaría. Allí estaría con su gente, amiga entre amigos. Nadie, a sus espaldas, se mofaría de ella por su forma de hablar, nadie la llamaría «gallega» con el tono de desprecio que aquí utilizan. Sí, sería gallega en su tierra de gallegos, donde «gallego» no era sinónimo de «mozo de mudanzas» ni de «carbonero».
—¡Ah, disgraciada, disgraciada…!
El hijo la miraba con ojos asombrados. Con una terquedad inconsciente, resistió las tentativas de la madre de cautivarlo de nuevo, resistió los golpes y los conjuros. Cada bofetada, cada sortilegio lo empujaban más hacia el padre. El padre era calmo, tranquilo, la madre era excesiva en todo, en el odio y en el amor. Pero ahora ella lloraba y Enrique, como todos los niños, no podía ver llorar y mucho menos a su madre. Se le acercaba, la consolaba como podía, sin palabras. Le daba besos, arrimaba su cara a la cara mojada de lágrimas y, poco después, lloraban los dos. Entonces Carmen le contaba largas historias de Galicia, sustituyendo, sin ni siquiera darse cuenta, el portugués por el gallego.
—No te entiendo, madre…
Ella caía en la cuenta, traducía a la detestada lengua portuguesa aquellas lindas historias que sólo tenían belleza y sabor en su idioma natal. Luego le enseñaba fotografías, el retrato del abuelo Felipe y de la abuela Mercedes, alguna donde aparecía el primo Manolo con más familia. Enrique ya había visto todo esto, pero la madre insistía. Mostrando una donde se veía una esquina del jardín de la casa de los padres, dijo:
—Aquí jugué muchas veces con el primo Manolo…
El recuerdo de Manolo se le estaba convirtiendo en una obsesión. Por caminos recónditos, el pensamiento siempre llegaba a él, y Carmen se quedaba confusa cuando descubría el tiempo que llevaba pensando en él. Era una tontería. Había pasado tanto… Se sentía vieja, a pesar de sus treinta y tres años. Y, además, estaba casada. Tenía su casa, un marido, un hijo. Nadie tiene derecho, en esta situación, a semejantes pensamientos.
Recogía las fotografías, se afanaba en las ocupaciones domésticas, se aturdía. Pero el pensamiento regresaba: su tierra, sus padres, Manolo después de todo, como si el recuerdo de su figura y de su voz hubiera sido apartado y por eso llegara más tarde.
Por la noche, en la cama, al lado del marido, padecía largos insomnios. La nostalgia de la vida pasada se le hacía imperiosa, como si exigiera una acción inmediata de su parte. Enredada en pensamientos que la llevaban lejos, se hizo más calma. Su temperamento fogoso se ablandó, una dulce serenidad le entró en el corazón. A Emilio le extrañó la transformación, pero no hizo ningún comentario. Pensó que sería un cambio de táctica para captar nuevamente el amor del hijo. Supuso haber acertado al notar que Enrique se dividía, ahora, entre él y la madre. Se diría que hasta los pretendía reconciliar. Con una ingenua, y tal vez inconsciente, habilidad, buscaba interesar a ambos en sus asuntos. Los resultados eran desalentadores. Tanto el padre como la madre, siempre dispuestos a responder cuando se dirigía a cada uno, se hacían los distraídos si intentaba generalizar la conversación. Enrique no comprendía. Había querido poco al padre, pero se dio cuenta de que podía quererlo sin reservas; durante algún tiempo receló de la madre, pero ahora la madre lloraba y él reconocía que nunca había dejado de quererla. Los quería a los dos y veía que se apartaban cada vez más el uno del otro. ¿Por qué no hablaban? ¿Por qué se miraban a veces como si no se conocieran o como si se conocieran demasiado? ¿Por qué aquellas veladas silenciosas, donde la voz infantil parecía andar perdida, como en una selva inmensa y sombría que ahogaba los ecos y de donde habían huido todos los pájaros? Muy lejos habían huido las aves amorosas, la selva estaba petrificada, sin la vida que sólo el amor genera.
Lentos pasaron los días. El servicio postal encaminó a través del país y más allá de la frontera las cartas de Carmen. Tal vez por las mismas vías (quién sabe si por las mismas manos) las respuestas iniciarían su andadura. Cada hora, cada día, se aproximaban más. Carmen ni sabía lo que esperaba. ¿Compasión? ¿Buenas palabras? Sí, las necesitaba. No se sentiría tan sola al leerlas, sería como si alrededor estuvieran sus verdaderos parientes. Les veía los rostros compasivos inclinándose sobre ella e infundiéndole valor. Nada más debería esperar. Pero, quizá porque se le ocurrió escribir a Manolo, esperaba más. Los días pasaban. Su ansiedad le hacía olvidar que la madre no era muy rápida en escribir, que la correspondencia con ella sufría largos intervalos. Ya pensaba que se había olvidado…
Atado a su rutina de representante de comercio, viendo cada día más lejos el de su liberación, Emilio dejaba pasar el tiempo. Anunció que se iría, pero no daba el paso. Se le moría el valor. Cuando estaba casi a punto de cruzar el umbral de la puerta para no volver nunca más, algo le retenía. El amor había huido de su casa. No odiaba a la mujer, pero estaba fatigado de infelicidad. Todo tiene un límite: puede soportarse la infelicidad hasta aquí, pero no hasta allí. Y, sin embargo, no partía. La mujer ya no hacía esas escenas exasperantes, estaba más tranquila. Nunca más levantó la voz, nunca más se quejó de su negra vida. Pensando en esto, Emilio se asustaba ante la posibilidad de que ella pretendiera reconstruir la vida hogareña. Ya se sentía lo suficientemente preso como para desear tal eventualidad. Pero Carmen le hablaba sólo cuando no podía dejar de hacerlo. Nada permitía, pues, pensar en un deseo de reconciliación. Que ella conseguía atraer al hijo era evidente, pero de ahí a querer captarlo a él iba una gran distancia que no estaba dispuesto a recorrer. La transformación lo intrigaba: Enrique había vuelto a la convivencia con la madre, ¿qué esperaba ella para iniciar las escenas tempestuosas? Expuesta la pregunta y sin hallar la respuesta, Emilio se encogía de hombros con indiferencia y se entregaba al tiempo como si el tiempo pudiera darle el valor que le faltaba.
Hasta que llegó una carta. Emilio no estaba en casa, Enrique fuera, haciendo un recado. Cuando la recibió de las manos del cartero y reconoció la caligrafía de la madre, Carmen tuvo un estremecimiento.
—¿No trae nada más?
El cartero miró el lote que tenía en las manos y respondió:
—Es sólo ésa.
Sólo ésta. Carmen tuvo ganas de llorar. En ese momento comprendió que había estado esperando la carta de Manolo, no sólo, pero sobre todo la suya. Y la carta no llegaba. Con una lentitud que intrigó al cartero, cerró la puerta. Qué locura la suya. Cómo no lo había pensado antes. No debía de estar en sus cabales cuando le escribió al primo. Ocupada en estos pensamientos, hasta llegó a olvidarse de que tenía en las manos la carta de la madre. Pero, de súbito, sintió en los dedos el contacto del papel. Murmuró en gallego:
—Miña nai…
Con un gesto rápido, abrió el sobre. Dos hojas grandes, escritas de arriba abajo con la letra cerrada y pequeña que tan bien conocía. El pasillo era oscuro, no conseguía leer. Corrió hacia el dormitorio, encendió la luz, se sentó en el borde de la cama, todo esto apresuradamente, como si tuviera miedo a que la carta se evaporara de las manos. Con los ojos mojados de lágrimas, no conseguía distinguir las palabras. Nerviosa, se los enjugó, se sonó la nariz y pudo, por fin, saber lo que la madre le decía.
Sí, allí venía todo lo que esperaba. La madre se lamentaba una vez más, una vez más decía que no era culpa suya, que ella ya la había advertido… Sí, ya sabía todo eso, ya había leído esas mismas palabras en otras cartas… ¿Seguro que no decían nada más? ¿No tenían nada más que decirle? ¿No?… Pero… ¿Qué podían decir?… Ah, madre mía, querida madre…
Allí estaba. Iba a partir. Iba a pasar un tiempo en casa de los padres. Un mes, tal vez dos meses. Se llevaría a Enrique. Ellos le pagaban el pasaje. Sería… Lo que sería, ni Carmen era capaz de verlo. Se le saltaron las lágrimas y ya no podía leer más. Sin duda era felicidad. Dos meses, tal vez tres, lejos de esta casa, al lado de los suyos, el hijo con ella.
Se limpió los ojos y siguió leyendo. Noticias de casa, de la familia, el nacimiento de un sobrino. Después, besos y abrazos. En el margen de la carta, con letra más pequeña, una posdata. El timbre de la puerta sonó. Carmen no lo oyó. Volvió a sonar. Carmen ya había leído esas líneas finales, pero no oía nada más. Ahí estaba la explicación: Manolo le mandaba decir que no le escribía porque esperaba que ella llegara a Vigo. El timbre insistió, impaciente e inquieto. Como si regresara del fondo del tiempo, Carmen lo oyó, por fin. Abrió. Era el hijo. Enrique se quedó perplejo, la madre lloraba y reía al mismo tiempo. Se vio preso en sus brazos, sentía sus besos y oyó:
—Vamos a ver al abuelo Felipe y a la abuela Mercedes. Vamos a pasar una temporada con ellos. ¡Nos vamos, nos vamos, hijo mío!
Cuando Emilio llegó, por la noche, Carmen le mostró la carta. Nunca se había interesado por la correspondencia de la mujer y era demasiado delicado para ir a fisgonear en las cartas, a escondidas. Sospechaba de las quejas, adivinaba que su figura sería la del tirano en esa correspondencia, pero no quería leerla. Y Carmen, aunque no le desagradaba que el marido supiera lo que de él se decía, sólo le mostró el fragmento de la carta en el que la madre hablaba del viaje: era necesario que consintiera y la lectura del resto podría inducirlo, por despecho, a negarse. Emilio notó la falta de un margen que había sido cortado con tijeras. No preguntó por qué. Devolvió la carta, sin palabras.
—¿Entonces?
No respondió enseguida. Veía, él también, dos meses, tal vez tres, de soledad. Se veía libre, solo, en la casa vacía. Podría salir cuando quisiera, entrar cuando quisiera, dormir en el suelo o en la cama. Se veía haciendo todas las cosas que deseaba, y eran tantas que no conseguía ahora recordar ninguna. Una sonrisa distante en los labios. Desde ese momento comenzaba a sentirse libre, caían a su alrededor las cadenas que lo ataban. Por ahí fuera lo esperaba una vida ancha, plena, donde cabían todos los sueños y todas las esperanzas. ¿Qué importaba que no fuesen más que tres meses? Tal vez luego llegaran los días de su valor…
—¿Entonces? —insistió la mujer, presintiendo una negativa en el silencio.
—¿Entonces?… Me parece bien.
Sólo estas palabras. Por primera vez en muchos años había tres personas satisfechas en esta casa. Para Enrique era la perspectiva de las vacaciones, el tren «chu-cu-chu-chu-cu-chu», todo lo que de maravilloso tienen los viajes para los niños. Para Emilio y para Carmen, la liberación de la pesadilla que los unía.
La cena fue tranquila. Hubo sonrisas y palabras amables. Enrique estaba contento. Hasta los padres parecían felices. La propia luz de la cocina parecía más clara. Todo era más claro y puro.