Paulino llegó más tarde, casi a las once. Besó a Lidia sin rozarla apenas y se sentó en su sillón preferido, chupando la boquilla del cigarro.
Esa noche, por fuerza de las circunstancias, Lidia no estaba en camisón, lo que tal vez contribuyera a la irritación sorda de Paulino. La manera misma de sostener el cigarrillo entre los dientes, el tamborilear de los dedos en el brazo del sofá, todo eran señales de que no estaba satisfecho. Sentada ante él, en un taburete bajo, Lidia trataba de entretenerlo con las bagatelas de su día. Hacía varias noches que venía notando la transformación del amante. No se la «comía» con los ojos, lo que, pudiendo justificarse por la larga convivencia, también podría significar que estaba perdiendo interés en ella por cualquier otra razón. El sentimiento permanente de inseguridad de Lidia le hacía temer siempre lo peor. Detalles aparentemente insignificantes, pequeñas faltas de atención, palabras una pizca bruscas, un aire distraído alguna que otra vez eran otras tantas preocupaciones para ella.
Paulino no ayudaba en la conversación. Se producían largas pausas en las que ni uno ni otro sabían qué decir. Más concretamente: sólo Lidia no sabía qué decir; Paulino parecía preferir el silencio. Ella exprimía su imaginación para no dejar morir el diálogo. Él respondía distraídamente. Y la conversación, a falta de asunto, moría como un candil a falta de aceite. Esa noche, hasta el vestido de Lidia parecía un motivo más de alejamiento. Paulino lanzaba al aire largas bocanadas de humo, con un soplo impaciente y prolongado. Desistiendo de encontrar un asunto capaz de interesarlo, Lidia, como quien no quiere la cosa, apuntó:
—Parece que andas preocupado…
—Uhm…
La respuesta era imprecisa: podía significar de todo. Parecía esperar que Lidia concretara la suposición. Con el vago miedo a lo desconocido que se oculta en las casas oscuras y en las palabras imprudentes de las que nunca se conocen las consecuencias, Lidia añadió:
—Desde hace unos días te siento diferente. Siempre me cuentas tus preocupaciones… No quiero ser indiscreta, entiéndelo bien, pero tal vez fuera bueno que me dijeras…
Paulino la observó con mirada divertida. Llegó incluso a sonreír. Lidia se atemorizó con la mirada y la sonrisa. Ya estaba arrepentida de lo que había dicho. Viendo cómo se retraía, Paulino añadió, para no perder la oportunidad que le había ofrecido:
—Cuestiones de negocios…
—Muchas veces me has dicho que cuando estabas conmigo no pensabas en negocios…
—Es verdad, lo he dicho. Pero, ahora, pienso…
La sonrisa era malvada. Los ojos tenían la fijeza implacable de quien nota imperfecciones o faltas. Lidia sintió que se sonrojaba. Tenía el presentimiento de que algo desagradable para ella iba a pasar. Paulino, viéndola silenciosa, insistió:
—Ahora pienso. No quiero decir que haya dejado de sentirme bien a tu lado, claro, pero hay asuntos tan complicados que nos obligan a pensar en ellos a todas horas y sea cual sea la compañía.
Por nada del mundo Lidia querría conocer esos asuntos. Presentía que sólo le haría mal hablar de ellos y, en este momento, ansiaba una interrupción, que el teléfono sonara, por ejemplo, cualquier accidente que pusiera fin a la conversación. Pero el teléfono no sonó, ni Paulino estaba dispuesto a dejarse interrumpir.
—Vosotras no conocéis a los hombres. Podemos querer mucho a una mujer, pero de ahí no se desprende que pensemos sólo en ella.
—Es natural. A las mujeres les pasa lo mismo.
Un diablillo malicioso debió de empujar a Lidia a decir esas palabras. El mismo diablillo le susurraba otras más osadas y Lidia tenía que dominarse o dominarlo para no decirlas. Ahora era su mirada afilada la que se posaba sobre las fealdades de Paulino. Éste, un tanto molesto por la afirmación, respondió:
—Claro. Era lo que faltaba, que se pensara siempre en la misma persona.
La voz sonaba a despecho. Se miraron desconfiados, casi enemigos. Paulino procuraba descubrir hasta qué punto Lidia sabía. Ésta, a su vez, tanteaba en la imprecisión de las palabras que oía para encontrarles la causa. Súbitamente, una intuición le cruzó el cerebro:
—Es verdad, claro… Esto no tiene nada que ver, pero se me había olvidado decírtelo… La madre de la chica de arriba me pidió que te agradeciera tu interés…
La transformación de la cara de Paulino le confirmó que había acertado. Sabía, ahora, contra quién luchaba. Al mismo tiempo, sintió un estremecimiento de miedo. El diablillo se había escondido en algún lado y ella estaba desamparada.
Paulino se sacudió la ceniza del cigarro y se movió en el sillón como si estuviera mal sentado. Tenía el aspecto de un niño sorprendido comiendo mermelada a escondidas de la madre.
—Sí… La chica es apañada…
—¿Piensas en aumentarle el sueldo?
—Sí… Tal vez… Habíamos hablado de tres meses… pero su familia es pobre, fuiste tú la que me contó eso, ¿te acuerdas?, y… Claudiña se entiende bien con el trabajo…
—¿Claudiña?
—Sí, María Claudia.
Paulino se concentró en la contemplación de la ceniza que atenuaba el fulgor de la colilla. Con una sonrisa irónica, Lidia le preguntó:
—¿Y la taquigrafía? ¿Qué tal va?
—Va muy bien: la pequeña aprende con facilidad.
—Me lo creo, me lo creo…
El diablillo había vuelto. Lidia estaba segura de que acabaría venciendo, siempre que no perdiera la serenidad. Debía, sobre todo, evitar enfadar a Paulino, no permitir, por nada en el mundo, que él descubriera los secretos temores que la dominaban. Estaría perdida si él sospechaba que se sentía insegura.
—La madre se lleva muy bien conmigo, ¿sabes? Según me ha contado, la pequeña se portó muy mal hace unos días…
—¿Se portó mal?
La curiosidad de Paulino era tan flagrante que bastaría para convencer a Lidia, si no estuviera ya convencida.
—No sé qué te estará pasando por la cabeza… —insinuó. Después, fingiendo que se le ocurría en ese momento, lanzó una gran exclamación—: ¡Cielos! No es nada de eso… Si fuera verdad, ¿crees que me lo iban a contar? Eres demasiado bueno, querido Paulino.
Tal vez Paulino fuera demasiado bueno. Lo cierto es que pareció decepcionado. Balbuceó:
—Yo no estaba pensando…
—La cuestión es de lo más simple. El padre andaba con sospechas porque ella llegaba tarde a casa. La chica se disculpaba: que tú la entretenías con trabajos urgentes…
Paulino entendió que debía rellenar la pausa:
—No es exactamente así… Ocurrió alguna vez, es verdad, pero…
—Eso se comprende, y de ahí no viene ningún mal. ¡El padre la siguió y la sorprendió con el novio!
El diablillo exultaba, daba volteretas, se moría de risa. Paulino se quedó sombrío. Mordió la boquilla del cigarro con fuerza y farfulló:
—Son terribles, estas jóvenes modernas…
—¡Oh, querido, no seas injusto!… ¿Qué iba a hacer la pequeña? No te olvides de que tiene diecinueve años… ¿Qué hace una chica con diecinueve años? El príncipe encantado es siempre un muchacho de la misma edad, guapo y elegante, que dice palabras patéticas pero encantadoras. ¿Te olvidas de que yo también he tenido diecinueve años?
—Cuando yo tenía diecinueve años…
Y no dijo más. Se quedó mordiendo la boquilla, refunfuñando palabras incomprensibles. Se sentía despechado, furioso. Durante todo este tiempo se había esmerado en adular a la nueva dactilógrafa y de pronto va y descubre que ella sí le había hecho una buena jugada. Bien es verdad que no avanzó demasiado, muchas atenciones, algunas sonrisas, conversaciones inteligentemente conducidas a solas en su despacho, después de las seis… No le hizo ninguna propuesta, claro… La chica era muy joven y tenía padres… Con el tiempo, tal vez… Sus intenciones eran buenas, por supuesto, quería ayudar a la pequeña y a la familia, que era pobre…
—Pero ¿será eso verdad?
—Ya te digo que eres demasiado bueno. Esas cosas no se inventan. Cuando suceden, hasta se tiene el cuidado de ocultarlas. Y, si yo lo sé, es porque la madre tiene confianza en mí… —se interrumpió y añadió, comprensiva—: Espero que esto no te incomode mucho. Sería lamentable que comenzaras a tenerle antipatía a la pequeña. Conozco bien tus escrúpulos en cuestiones de esta naturaleza, pero te pido que no la perjudiques…
—Está bien. Quédate tranquila.
Lidia se levantó. No convenía insistir en el asunto. Introdujo desconcierto en el delicioso flirt de Paulino y creía que eso sería suficiente para acabar, de una vez por todas, con el devaneo. Preparó café, atenta a la elegancia de sus movimientos. Ella misma sirvió a Paulino. Se le sentó en las rodillas, le pasó los brazos por la espalda y le dio a beber el café como si fuera un niño pequeño. El asunto María Claudia estaba eliminado. Paulino se tomó el café, sonriendo ante las caricias que la amante le hacía en la nuca. De súbito, Lidia se mostró muy interesada en su cabeza:
—¿Qué usas ahora para el pelo?
—Un preparado nuevo.
—Lo noto por el olor. Pero, espera…
Miró fijamente la calva y añadió, risueña:
—¡Querido, tienes más pelo!…
—¿Palabra?
—Te lo juro.
—Dame un espejo.
Lidia saltó de las rodillas y corrió al tocador.
—Aquí tienes. Mira bien…
Entornando los ojos para ajustarse a la imagen que el espejo reflejaba, Paulino murmuró:
—Sí…, parece que tienes razón…
—Mira. Aquí y aquí… ¿No ves este vello pequeñito? ¡Es pelo que nace!
Paulino le entregó el espejo, sonriendo:
—El preparado es bueno. Ya me lo habían dicho. Tiene vitaminas, ¿sabes?
—¿Ah, sí?
Con gran acopio de detalles, Paulino le explicó la composición del preparado y el modo de aplicación. De esta manera, la velada, que comenzó mal, acabó bien. No fue tan larga como de costumbre. Atendiendo al estado de Lidia, Paulino salió antes de la medianoche. Con sobrentendidos, uno y otro lamentaron las abstinencias a que tal circunstancia los obligaba. Se compensaron mutuamente con besos y palabras tiernas.
Después de que él saliera, Lidia regresó al dormitorio. Comenzaba a recoger cuando oyó en el piso de arriba, sobre su cabeza, un leve taconeo. El sonido se oía con claridad. Iba y venía, desaparecía y regresaba. Mientras lo oía Lidia permanecía inmóvil, con los puños cerrados, la cabeza ligeramente erguida. Luego, dos golpes más fuertes (la caída de unos zapatos) y el silencio.