Algunas veces, desde que comenzó a vivir libremente, Abel se preguntaba a sí mismo: «¿Para qué?». La respuesta era siempre igual y también la más cómoda: «Para nada». Y si el pensamiento insistía: «No es nada. Así no merece la pena», añadía: «Me dejo ir. Esto irá a alguna parte».
Veía claro que «esto», su vida, no iba a ninguna parte, que procedía como los avariciosos que amontonan oro sólo por tener el placer de contemplarlo. En su caso no se trataba de oro, sino de más experiencia, único provecho de su vida. Sin embargo, la experiencia, si no se aplica, es como el oro inmovilizado: no produce, no rinde, es inútil. Y de nada le vale a un hombre acumular experiencia como si acumulara sellos.
Sus pocas y mal asimiladas lecturas de filosofía, que abarcaban desde compendios escolares hasta separatas desenterradas de los polvorientos estantes de las librerías de viejo de la Calcada do Combro, le permitían pensar y decir que deseaba conocer el sentido oculto de la vida. Pero en los días de desencanto de su existencia no tuvo más remedio que reconocer que semejante deseo era una utopía y que las experiencias multiplicadas sólo servían para tornar más denso el velo que pretendía apartar. La falta de sentido concreto de su vida lo forzaba, no obstante, a afirmarse en un deseo que ya había dejado de serlo para transformarse en una razón de vida tan buena o mala como cualquier otra. En esos días sombríos en que lo rodeaba el vacío del absurdo, se sentía cansado. Procuraba atribuir ese cansancio a su lucha diaria para asegurarse la subsistencia, a la depresión causada por las épocas en que los medios para sobrevivir se reducían al mínimo. Sin duda, todo eso importaba: el hambre y el frío cansan. Pero no era bastante. Estaba acostumbrado a todo, y lo que al principio le llegó a asustar, ahora casi le era indiferente. Había preparado el cuerpo y el espíritu para dificultades y privaciones. Sabía que, con mayor o menor facilidad, podría librarse de ellas. Aprendió tanto en el transcurso de la vida que le habría sido relativamente fácil encontrar un empleo estable que le permitiera ganar lo necesario para mantenerse. Nunca intentó dar ese paso. No quería atarse, decía, y era verdad. Pero no quería atarse porque eso sería confesar la inutilidad en la que había vivido. ¿Qué habría ganado dando tan largo rodeo para, a fin de cuentas, salir al mismo camino por donde iban todos aquellos de quienes resueltamente quería alejarse? «¿Me quieren casado, fútil y tributable?», se preguntó Fernando Pessoa. «¿Es esto lo que la vida quiere de todo el mundo?», se preguntaba Abel.
El sentido oculto de la vida… «Pero el sentido oculto de la vida es que la vida no tiene ningún sentido oculto». Abel conocía la poesía de Pessoa. Había hecho de sus versos otra Biblia. Tal vez no los comprendiese perfectamente, o viese en ellos lo que en ellos no estaba. De cualquier manera, y aunque recelaba que, en muchos pasajes, Pessoa se burlaba del lector y que, pareciendo sincero, se mofaba, se habituó a respetarlo hasta en sus contradicciones. Y, si no tenía dudas acerca de su grandeza como poeta, le parecía a veces, especialmente en esos días absurdos de desencanto, que en la poesía de Pessoa había mucho de gratuito. «¿Y qué hay de malo en eso? —pensaba Abel—. ¿No puede la poesía ser gratuita? Puede, sin duda, y no es nada malo. Pero ¿y bueno? ¿Qué hay de bueno en la poesía gratuita? La poesía es, tal vez, como una fuente que corre, es como agua que nace en la montaña, sencilla y natural, gratuita en sí misma. La sed está en los hombres, la necesidad está en los hombres, y sólo porque éstas existen, el agua deja de ser de gracia. ¿Será así también la poesía? Ningún poeta, como ningún hombre, sea quien sea, es sencillo y natural. Y Pessoa menos que ningún otro. Quien tenga sed de humanidad no la saciará en los versos de Fernando Pessoa: será como si bebiera agua salada. Y, con todo, qué admirable poesía y qué fascinación. Gratuita, sí, pero ¿eso importa si desciendo al fondo de mí mismo y me encuentro también gratuito e inútil? Y Silvestre protesta contra esta inutilidad —la inutilidad de la vida, que es la que interesa—. La vida debe ser interesada, interesada a todas horas, proyectándose de acá para allá. Presenciar no es nada. Presenciar es estar muerto. Era lo que él quería decir. No importa que se quede uno aquí o allá, lo que es necesario es que la vida se proyecte, que no sea un simple fluir animal, inconsciente como el fluir del agua en la fuente. Pero proyectarse ¿cómo? Proyectarse ¿hacia dónde? Cómo y hacia dónde, he ahí el problema que genera mil problemas. No basta decir que la vida debe proyectarse. Para el «cómo» y para el «hacia dónde» se encuentra una infinidad de respuestas. La de Silvestre es una, la de un creyente de una religión cualquiera es otra. ¿Y cuántas más? Sin contar que la misma respuesta puede servirles a varios, sirviendo también a cada uno otra respuesta que no sirve a otros. Al final, me he perdido en el camino. Todo estaría bien si, ocupado en apartar los obstáculos del mío, no adivinara la existencia de otros caminos. La vida que elegí es dura y difícil. Aprendí con ella. Está en mi mano dejarla y comenzar otra. ¿Por qué no lo hago? ¿Porque ésta me gusta? En parte. Me parece interesante hacer, conscientemente, una vida que sólo otros aceptarían a la fuerza. Pero no basta, esta vida no me basta. ¿Cuál elijo, entonces? ¿Estar «casado, fútil y tributable»? Pero ¿puede uno ser cada una de estas cosas y no ser las restantes? ¿Y luego?».
Luego… Luego… Abel se sentía perplejo. Silvestre lo había acusado de inútil y eso le molestaba. A nadie le gusta que le descubran los puntos sensibles, y la conciencia de su inutilidad era el talón de Aquiles de Abel. Mil veces su espíritu le puso delante la pregunta incómoda: «¿Para qué?». Se engañaba y disimulaba pensando en otro asunto o especulando en el vacío, pero ni aun así la pregunta desaparecía: permanecía firme e irónica, esperando el final del devaneo para mostrarse implacable como antes. Le desesperaba, sobre todo, no ver en los otros el aire de perplejidad que le permitiría compartir inquietudes. La perplejidad en los otros (así lo creía Abel) era el resultado de tristezas íntimas, de falta de recursos, de amores mal correspondidos, todo menos la perplejidad provocada por la propia vida, la vida sin más nada. En otro tiempo, esa certeza le producía una consoladora sensación de superioridad. Hoy le irritaba. Tanta seguridad, tanto sosiego ante los problemas secundarios le provocaban una mezcla de desprecio y envidia.
Silvestre, con sus recuerdos, le agravó el mal. Pero, aunque perturbado, Abel se daba cuenta de que la vida de su casero había sido inútil en lo que a resultados se refiere: no consiguió los objetivos perseguidos. Silvestre era mayor, hacía hoy lo que ayer: arreglar zapatos. Pero el mismo Silvestre dijo que, por lo menos, su vida le había enseñado a ver más allá de lo que la suela de los zapatos que arreglaba le proponía, mientras que a Abel la vida no hizo más que darle el poder de adivinar la existencia de algo oculto, de algo capaz de otorgarle un sentido concreto a su existencia. Más le valdría no haber recibido ese poder. Viviría tranquilo, tendría la tranquilidad del pensamiento adormilado, como le sucede al común de las personas. «El común de las personas —pensaba—. Qué estúpida es esta expresión. Qué sé yo lo que es el común de las personas. Miro a miles de personas durante el día; veo, con ojos de ver, a decenas. Las veo graves, risueñas, lentas, apresuradas, feas o hermosas, vulgares o atractivas. Y a eso lo llamo el común de las personas. ¿Qué pensará cada una de esas personas sobre mí? También yo voy lento o apresurado, grave o risueño, para algunas seré feo, para otras seré hermoso, o vulgar, o atractivo. A fin de cuentas, también formo parte del común de las personas. También yo tendré para algunos el pensamiento adormilado. Todos ingerimos diariamente la dosis de morfina que adormece el pensamiento. Los hábitos, los vicios, las palabras repetidas, los gestos habituales, los amigos monótonos, los enemigos sin odio auténtico, todo eso adormece. Vida plena… ¿Quién hay ahí que pueda declarar que viva plenamente? Todos llevamos al cuello el yugo de la monotonía, todos esperamos algo, el diablo sabrá qué… Sí, todos esperamos. Más confusamente unos que otros, pero la expectativa es de todos. El común de las personas… Esto, dicho así, con este tono desdeñoso de superioridad, es idiota. Morfina del hábito, morfina de la monotonía… Ah, Silvestre, mi bueno y puro Silvestre, ni siquiera tú imaginas las dosis masivas que has ingerido. Tú y tu gorda Mariana, tan buena que dan ganas de llorar —recordando estos pensamientos, Abel no estaba lejos, él mismo, de ponerse a llorar—. Ni siquiera lo que pienso tiene el mérito de la originalidad. Es como un traje de segunda mano en una tienda de ropa nueva. Es como una mercancía fuera del mercado, envuelta en papel de colores con un lazo a juego. Tedio y nada más. Cansancio de vivir, eructo de digestión difícil, náusea».
Cuando llegaba a este punto, Abel salía de casa. Si todavía estaba a tiempo y tenía dinero, entraba en un cine. Encontraba absurdas las historias. Hombres persiguiendo a mujeres, mujeres persiguiendo a hombres, aberraciones mentales, crueldades y estupidez, de la primera a la última imagen. Historias mil veces repetidas: él, ella y el amante; ella, él y el amante, y, lo peor de todo, la simpleza con que se reproducía la lucha entre el bien y el mal, entre la pureza y la depravación, entre el barro y la estrella. Morfina. Intoxicación permitida por ley y anunciada en los periódicos. Pretexto para pasar el tiempo, como si la eternidad fuese la vida del hombre.
Las luces se encendían, los espectadores se levantaban con el ruido sordo del batir de los asientos. Abel se iba quedando. Se habían callado los fantasmas en dos dimensiones que ocupaban las sillas. «Y yo soy el fantasma en cuatro dimensiones», murmuraba.
Creyéndolo dormido, venían los acomodadores a despertarlo. Fuera, los últimos espectadores corrían hacia los sitios libres de los tranvías. Parejas recién casadas, muy agarradas… Parejas de pequeñoburgueses con decenas de años de sagrado matrimonio, ella detrás, él delante. No más que medio paso los separaba, pero ese medio paso expresaba la distancia irremediable a la que se encontraban uno del otro. Y eran maduros y burgueses, el retrato anticipado de los novios cuya alianza matrimonial tenía todavía el brillo de la novedad.
Abel se metía por calles tranquilas, de pocos transeúntes, con las vías de los tranvías brillando paralelas, las famosas paralelas que nunca se encuentran. «Se encuentran en el infinito. Sí, dicen los sabios que las paralelas se encuentran en el infinito… Todos nos encontraremos en el infinito, en el infinito de la estupidez, de la apatía, del marasmo».
—¿No quieres venir? —le preguntaba una voz de mujer en la oscuridad. Abel sonreía con tristeza.
«Admirable sociedad que todo lo previene. Ni siquiera se olvida de los infelices solteros que necesitan regularizar sus funciones sexuales. Tampoco de los felices casados a los que les gusta variar por poco dinero. Qué madre amorosa eres tú, ¡oh, Sociedad!».
En las calles de los barrios periféricos, en cada puerta había cubos de basura. Los perros buscaban huesos, los traperos harapos y papeles. «Todo se aprovecha —murmuraba Abel—. En la naturaleza nada se crea, nada se pierde. Adorable Lavoisier, apuesto a que nunca pensaste que la confirmación de tu principio estaría en este cubo de basura».
Entraba en un café, mesas ocupadas, mesas vacías, empleados que bostezaban, nubes de humo, ruido de conversaciones, tintineos de tazas… El marasmo. Y él solo. Salía, angustiado. La templada noche de abril lo recibía fuera. Los altos edificios le canalizaban el camino. De frente, siempre de frente. Girar a la izquierda o a la derecha sólo cuando la calle lo decida. La calle y la necesidad de, tarde o temprano, tener que ir a casa. Y, tarde o temprano, Abel iba a casa.
Le dio por hablar poco. Silvestre y Mariana se extrañaron. Se habían habituado a considerarlo persona de casa, casi familia, y se sentían afectados, ofendidos en su confianza. Una noche, Silvestre entró en su cuarto con el pretexto de enseñarle una noticia del periódico. Abel estaba acostado, con un libro en la mano y un cigarro en los labios. Leyó la noticia, que para él no tenía el menor interés, y le devolvió el periódico, murmurando una frase distraída. Silvestre se quedó mirándolo con los brazos apoyados en la barra de la cama. Visto así, el joven parecía más pequeño y tenía, a pesar del cigarro y de la barba un poco crecida, un aire de niño.
—¿Se siente preso? —preguntó Silvestre.
—¿Preso?
—Sí. El tentáculo…
—¡Ah!…
La exclamación salió con un tono indefinible, como de ausencia. Abel hinchó el busto, miró al zapatero fijamente y añadió, despacio:
—No. Tal vez esté sintiendo la falta de un tentáculo. Las conversaciones que hemos tenido me han hecho pensar en cuestiones que ya suponía superadas.
—No creo que estuvieran superadas. O estaban muy mal superadas… Si usted fuera lo que quiere parecer, yo no le habría contado mi vida…
—¿Y no está contento?
—¿Contento? Al contrario. Creo que usted está preso del aburrimiento. Está harto de la vida, cree que lo ha aprendido todo, sólo ve cosas que aumentan su aburrimiento. ¿Cree que puedo estar contento? No todo es fácil de contar. Siempre es posible dejar un empleo que nos pesa o una mujer que nos cansa. Pero el aburrimiento ¿cómo se corta?
—Ya me ha dicho todo eso con otras palabras. Seguramente no va a repetirlas…
—Si entiende que lo estoy molestando…
—No, no. Vaya idea…
Abel se levantó de un salto y extendió el brazo hacia Silvestre. El zapatero, que ya hacía un movimiento para retirarse, se quedó. Abel se sentó en el borde de la cama, con el tronco vuelto hacia su casero. Los dos se miraban sin sonreír, como si esperasen cualquier acontecimiento importante. El joven pronunció, lentamente:
—¿Sabe que soy su amigo?
—Lo creo —respondió Silvestre—. También yo soy su amigo. Pero parece que andamos enfadados…
—La culpa es mía.
—Tal vez sea mía. Usted necesita a alguien que lo ayude, y yo no sé, no soy capaz…
Abel se levantó, se calzó los zapatos y se dirigió hacia una maleta que había en una esquina. La abrió y, apuntando hacia los libros que casi la llenaban, dijo:
—En los peores momentos de mi vida, la idea de venderlos ni siquiera se me pasó por la cabeza. Están aquí todos los que saqué de casa, más los que fui comprando durante estos doce años. Ya los he leído y releído, he aprendido de ellos mucho. La mitad de lo aprendido lo he olvidado y la otra mitad puede que esté equivocada. Cierto o errado, la verdad es que sólo han contribuido a hacer más evidente mi inutilidad.
—Pienso que hizo bien en leerlos… ¿Cuántos se pasan la vida sin descubrir que son inútiles? A mi entender, sólo puede ser verdaderamente útil quien ya ha sentido que era inútil. Por lo menos, no corre tanto riesgo de volver a serlo…
—Utilidad, utilidad, sólo le oigo esa palabra. ¿Cómo puedo ser útil?
—Cada uno tiene que descubrirlo por sí mismo. Como todo en la vida. Los consejos no sirven de nada. Ya me gustaría a mí dárselos si sirviesen de algo…
—También a mí me gustaría saber qué hay por detrás de esas medias palabras…
Silvestre sonrió:
—No tenga miedo. Sólo quiero decir que lo que cada uno de nosotros tenga que ser en la vida, no lo será por las palabras que oye ni por los consejos que admite. Tendremos que recibir en la propia carne la cicatriz que nos transforma en verdaderos hombres. Después, se trata de actuar…
Abel cerró la maleta. Se volvió al zapatero y repitió, como si soñara:
—Actuar… Si todos actuaran como nosotros, querría decir que no hay verdaderos hombres…
—Mi tiempo ha pasado —respondió Silvestre.
—Por eso le es tan fácil censurarme… ¿Nos echamos un jueguito de damas?