La perspectiva de estar todavía tres meses recibiendo de manos de la hija los quinientos escudos que Paulino Moráis se comprometió a pagar —poco más de cuatrocientos cincuenta, después de haber hecho los descuentos que establece la ley— no agradaba a Anselmo. ¿Quién le garantizaba que ese hombre, pasados los tres meses, le aumentaría el sueldo? Podría enfadarse con la chica, tomarla con ella. Anselmo sabía bien qué era eso, por su experiencia de treinta años de oficina. Sabía bien que empleado caído en desgracia nunca más levantaba la cabeza. Ahí estaba su caso como demostración. ¿Cuántos más jóvenes que él y que entraron después lo habían adelantado? No eran más competentes y, sin embargo, ascendían.
—Sin contar —le decía a la mujer— con que la chica ya estaba habituada al estilo de la oficina antigua y tal vez le costase ahora amoldarse. Ya tenía su pequeña antigüedad, y eso también cuenta. Es verdad que conmigo no ocurrió así, pero todavía quedan patrones decentes.
—Pero, hombre, ¿quién te dice que ése no es el caso del señor Moráis? Y tú olvidas que tenemos un buen respaldo… Doña Lidia sigue interesándose por Claudiña, y Claudiña no es ninguna tonta…
—Qué tendrá eso que ver…
—Pues ya ves…
Pero Anselmo no descansaba. Estuvo tentado de no aceptar el compromiso que la hija había asumido sin que su opinión hubiera sido tenida en cuenta, y si no lo hizo fue porque vio lo entusiasmada que ella estaba con el nuevo empleo. Claudiña garantizó que estudiaría a fondo taquigrafía y que, antes de tres meses, verían el sueldo aumentado. Lo dijo con tanta seguridad que Anselmo dominó sus augurios.
Durante la velada, mientras Rosalía zurcía los calcetines del marido y Anselmo alineaba números y nombres, unos y otros relacionados con el fútbol, la chica se iniciaba en los misterios de la escritura abreviada.
Aunque no lo confesase, Anselmo estaba pletórico de admiración ante las habilidades de la hija. En la oficina donde trabajaba nadie sabía taquigrafía: era una oficina a la antigua usanza, sin muebles de aluminio, y donde sólo hacía poco tiempo había entrado una máquina de sumar. El aprendizaje de Claudiña animó las veladas familiares y fue general la alegría cuando la chica enseñó al padre a escribir su nombre en taquigrafía. Rosalía también quiso aprender, pero tardó más tiempo, porque era analfabeta.
Pasada la novedad, Anselmo se dedicó a su trabajo interrumpido: elegir la selección nacional de fútbol, su selección. Descubrió un método simple y seguro: de portero puso al jugador que menos balones dejó entrar en el transcurso del campeonato. Como delanteros colocó, coherentemente, a los jugadores que más goles habían marcado. Los restantes lugares los distribuyó de acuerdo con los clubes de sus preferencias, sólo abdicando de este método cuando se trataba de jugadores que, según las noticias de los periódicos, eran insustituibles. El trabajo de Anselmo nunca concluía, puesto que, semana tras semana, las posiciones de los goleadores se alteraban. Sin embargo, como las variaciones, de las que tomaba nota en un gráfico que había inventado, no eran muy bruscas, creía que estaba a punto de encontrar la selección perfecta. Conseguida, faltaba ver qué haría el seleccionador.
Quince días después de comenzar a trabajar en la oficina de Paulino Moráis, María Claudia llegó a casa contentísima. El patrón la había llamado a su despacho y mantuvo una larga conversación con ella. Más de media hora. Le dijo que estaba satisfecho con su trabajo y que esperaba que se llevasen siempre bien. Le preguntó varias cosas acerca de la familia, si quería a los padres, si la querían a ella, si vivían sin privaciones y más preguntas que María Claudia no recordaba.
Rosalía vio en todo esto la acción benefactora de doña Lidia y declaró que se lo agradecería en cuanto la viera. Anselmo apreció el interés del señor Moráis y se sintió lisonjeado cuando la hija le hizo saber que había aprovechado una ocasión propicia para enaltecer los méritos del padre como empleado de una oficina. Anselmo comenzó a acariciar la posibilidad seductora de pasar a una firma importante, como la del señor Moráis. Sería una buena patada a sus actuales colegas. Desgraciadamente, añadió Claudiña, no había lugares disponibles, ni esperanza de que los hubiera. Para Anselmo esa circunstancia no era obstáculo: la vida tiene tantas sorpresas que no sería extraño que le estuviera destinado un futuro confortable. Encontraba incluso que la vida le debía una infinidad de cosas y que tenía derecho a esperar un pago.
Esa noche no hubo calcetines para zurcir ni taquigrafía ni trabajos de selección. Tras la narración entusiástica de María Claudia, el padre creyó convenientes algunas recomendaciones:
—Necesitas tener mucho cuidado, Claudiña. En todas partes hay gente envidiosa y sé bien de lo que hablo. Si comienzas a subir muy deprisa, verás que tus colegas te tendrán envidia. Mucho cuidado…
—Pero, padre, son todos tan simpáticos…
—Lo son ahora. Después no será así. Tienes que procurar llevarte bien con el patrón y con ellos. Si no, comenzarán las intrigas y son capaces de perjudicarte. Yo conozco el medio.
—Pues sí, padre, pero no conoces mi oficina. Son todas personas de orden. Y el señor Moráis es excelente.
—Lo será, pero ¿nunca has oído hablar mal de él?
—Cosas sin importancia.
Rosalía quiso colaborar en la conversación:
—Mira que tu padre tiene mucha experiencia. Si no ha ascendido más es porque le cortaron las piernas.
La referencia a la violenta operación no provocó esa extrañeza que sería perfectamente justificable de no ser por la circunstancia de que los miembros inferiores de Anselmo seguían unidos a su poseedor. Un extranjero desconocedor de las expresiones idiomáticas portuguesas, que entendiera al pie de la letra todo lo que oyera, creería estar en una casa de locos, viendo a Anselmo asentir con la cabeza gravemente y declarar con profunda convicción:
—Es verdad. Fue así.
—Está bien. Pero dejadme, yo sé hacer las cosas.
Con esta frase, Claudiña cerró la conversación. Su sonrisa confiada sólo podía proceder del conocimiento completo del modo de «hacer las cosas». De qué «cosas» se trataba es lo que nadie sabía, ni, tal vez, la propia María Claudia. Es natural que pensase que, por ser joven y bonita, desenvuelta para hablar y para reír, la solución de «las cosas» vendría de esos atributos. Sea como fuere, la familia descansó con la declaración.
Lo cierto es que tales atributos no bastaban. Lo verificó María Claudia. La taquigrafía no avanzaba. Estudiar sola con un libro era muy bueno para los rudimentos. Más adelante, la materia se complicaba y, sin profesor, María Claudia no progresaba. A cada página surgían dificultades insalvables. Anselmo quiso ayudar. Es verdad que de eso no entendía nada, pero tenía treinta años de experiencia de oficina y una gran práctica. Redactaba cartas en el más puro estilo comercial y, ¡qué diablos!, la taquigrafía no tenía tanta trascendencia. La tuviera o no la tuviera, lo confundió todo. La hija tuvo una crisis de nervios. Rosalía, despechada con la derrota del marido, la tomó contra la taquigrafía.
Quien salvó la situación fue María Claudia, lo que hizo que sumara puntos en cuanto a la declarada capacidad de saber hacer las cosas. Anunció que necesitaba un profesor que le diese unas clases por la noche. Anselmo contabilizó enseguida un gasto extra, pero pensó que se trataría de una inversión de capital que en poco más de dos meses comenzaría a dar intereses. Tomó bajo su responsabilidad encontrarle profesor. Claudiña le habló de algunas escuelas de enseñanza no oficial, todas con nombres imponentes donde la palabra «Instituto» era la regla. El padre no aceptó la sugerencia. Primero, porque eran caras; segundo, porque creía que no sería posible entrar en cualquier época del año; y tercero, porque había oído hablar de «mezclas» y no quería a la hija por ahí metida. Al cabo de algunos días encontró lo que les convenía: un viejo profesor jubilado, persona de respeto ante la cual una chica de diecinueve años no corría el menor riesgo. Además de no cobrar mucho dinero, tenía la inestimable ventaja de que daba las clases a hora razonable, lo que no obligaría a Claudiña a andar de noche por las calles de la ciudad.
Saliendo de la oficina a las seis, la chica iría en tranvía hasta San Pedro de Alcántara, donde el profesor residía, lo que no le ocuparía más de media hora. La clase se prolongaría hasta las siete y media, cuando empezaba a anochecer. De ahí a casa, tres cuartos de hora. Contando con un cuarto para los eventuales retrasos, a las ocho y media Claudiña debería estar en casa. Así fue durante algunos días. Ocho y media en el reloj de pulsera de Anselmo y Claudiña entraba.
Los progresos eran evidentes y fueron éstos los que le sirvieron a la chica para justificar su primer retraso: es que el profesor, entusiasmado con su aplicación, decidió concederle un cuarto de hora más sin aumento de honorarios. A Anselmo le gustó y se lo creyó, sobre todo porque la hija insistía en el detalle del desinterés del profesor. De acuerdo con su punto de vista utilitario, no podía dejar de pensar que él, en el lugar del profesor, haría «rendir el pescado», pero recordó que, pese a todo, aún hay gente buena y seria, lo que tiene todas las ventajas, sobre todo cuando la bondad y la seriedad resultan a favor de quienes, no siendo ni buenos ni serios, tienen la habilidad necesaria para recoger los frutos. La habilidad de Anselmo consistió en el hecho de haber encontrado un profesor así.
Ya le pareció que era excesivamente desinteresado e incomprensible cuando la hija comenzó a llegar a la casa a las nueve. Hizo preguntas y obtuvo las respuestas: Claudiña estuvo en la oficina hasta después de las seis y media acabando un trabajo urgente para el señor Moráis. Estando, como estaba, en régimen de prueba, no podía decir que no, ni alegar razones personales. Anselmo estuvo de acuerdo, pero desconfió. Le pidió al gerente que lo dejase salir un poco más temprano y se plantó cerca de la oficina de la hija. Desde las seis hasta las siete menos veinte reconoció que estaba siendo injusto: Claudia salía efectivamente más tarde. Seguro que se había entretenido aplicada en un nuevo trabajo urgente. Estaba a punto de desistir del espionaje cuando decidió seguir a la hija, más porque no tenía otra cosa que hacer en ese momento que para aclarar desconfianzas. La siguió hasta San Pedro de Alcántara y se instaló en una pastelería enfrente de la casa del profesor. Apenas acababa de tomarse el café solicitado cuando vio a la hija salir. Pagó precipitadamente y fue tras ella. Apoyado en una esquina, con un cigarro en la boca y la cabeza descubierta, había un chico hacia quien Claudiña se dirigió. Anselmo se quedó de piedra cuando la vio darle el brazo y caminar los dos calle abajo, conversando. Durante un segundo pensó en intervenir. Se lo impidió su horror al escándalo. Los siguió de lejos y, cuando tuvo la certeza de que la hija tomaba el camino de casa, saltó hacia un tranvía y se adelantó.
Rosalía, al abrir la puerta, se sobrecogió ante el rostro trastornado del marido.
—¿Qué pasa, Anselmo?
Él se fue derecho a la cocina y se dejó caer en una silla sin abrir la boca. Rosalía pensó lo peor.
—¿Te han despedido? Ay…
Anselmo se recobraba de la conmoción. Negó con la cabeza. Después, con una voz cavernosa, declaró:
—Tu hija ha estado engañándonos. La he seguido. Estuvo poco más de un cuarto de hora en casa del profesor y después se encontró en la calle con un mamarracho cualquiera…
—Y tú ¿qué hiciste?
—¿Yo? No hice nada, fui detrás, después les adelanté. Ella debe de estar a punto de llegar.
Rosalía enrojeció hasta el pelo de furia:
—Si yo estuviera en tu lugar me habría acercado… Y no sé qué les hubiera hecho…
—Habría sido un escándalo.
—¡Mucho me importa a mí el escándalo! Él se llevaba dos bofetadas que lo ponían a dormir, y a ella la traía a casa de las orejas…
Anselmo, sin responder, se levantó y fue a cambiarse de ropa. La mujer lo siguió:
—¿Y qué le vas a decir cuando venga?
El tono era un poco insolente, por lo menos para los hábitos de Anselmo, acostumbrado como estaba a ser rey y señor de la casa. Miró a la mujer con ojos expresivos y, después de mantenerla durante algunos segundos bajo la intensidad de esa mirada, respondió:
—Ya me entenderé con ella. Y, a propósito, debo decirte que no estoy habituado a que me hablen en ese tono, ni aquí ni en ninguna parte.
Rosalía bajó la cabeza:
—Pero yo no he dicho nada…
—Lo que has dicho es más que suficiente para ofenderme.
Reconducida a su posición de cónyuge más débil, Rosalía regresó a la cocina, de donde llegaba un leve olor a quemado. Mientras se ocupaba de salvar la cena, rodeada de cazos, el timbre sonó. Anselmo fue a abrir.
—Buenas noches, papaíto —dijo Claudiña sonriendo.
Anselmo no respondió. Dejó que la hija pasase, cerró la puerta y sólo después habló indicándole la sala de estar.
—Entra ahí.
La muchacha, sorprendida, obedeció. El padre la mandó sentarse y, de pie ante ella, le dirigió su mirada intensa y cargada de severidad:
—¿Qué has hecho hoy?
María Claudia intentó sonreír y ser natural:
—Lo normal, papaíto. ¿Por qué me lo pregunta?
—Eso es cosa mía… Responde.
—Pues… estuve en la oficina. Salí después de las seis y media y…
—Sí, adelante.
—Después fui a clase. Como llegué tarde, salí también más tarde que de costumbre…
—¿A qué hora saliste?
Claudiña estaba azorada. Buscó la respuesta para ajustar las horas y dijo, por fin:
—Serían poco más de las ocho…
—¡Es falso!
La chica se amilanó. Anselmo gozó del efecto de su exclamación. Podía haber dicho «Es mentira», pero prefirió el «Es falso» porque era más dramático.
—Ay, papaíto… —balbuceó la hija.
—Lamento mucho lo que pasa —dijo Anselmo con voz conmovida—. No es digno de ti. Lo he visto todo. Te he seguido. Te he visto acompañada por un vivalavirgen cualquiera.
—No es un vivalavirgen —respondió Claudiña decidida.
—Entonces ¿qué hace?
—Está estudiando.
Anselmo hizo un chasquido con los dedos que pretendía expresar la insignificancia de semejante ocupación. Como si eso no bastase, exclamó:
—¡Por favor!…
—Pero es muy buen chico.
—¿Y por qué no ha venido a hablar conmigo?
—Fui yo quien le dijo que no viniera. Sé que eres muy exigente…
Se oyeron unos leves golpes en la puerta.
—¿Quién es? —preguntó Anselmo.
La pregunta era ociosa, porque sólo había una persona más en la casa. Por la misma razón, también lo era la respuesta, pero ni por eso dejó de ser dada:
—Soy yo. ¿Puedo entrar?
Anselmo no respondió afirmativamente porque no deseaba ser interrumpido, pero tenía la conciencia de que no le era lícito negar la entrada a la mujer. Prefirió callarse y Rosalía entró:
—¿Qué? ¿Ya la has regañado?
Si Anselmo alguna vez hubiera estado dispuesto a regañar a la hija, no sería en ese momento. La mujer lo forzaba, sin darse cuenta, a ponerse de parte de la hija:
—Ya. Estábamos acabando.
Rosalía se puso las manos en la cintura y movió la cabeza con vehemencia, al mismo tiempo que exclamaba:
—Parece mentira, Claudiña. Sólo nos das disgustos. Ahora que estábamos tan contentos con tu empleo, vienes con éstas.
María Claudia se levantó de golpe.
—Pero, madre, entonces ¿yo no me voy a casar? Y, para casarme, ¿no es necesario tener novio, conocer a un muchacho?
Padre y madre quedaron aturdidos. La pregunta era lógica, pero la respuesta difícil. Fue Anselmo quien creyó encontrarla:
—Un estudiante… ¿Qué vale eso?
—Puede no valer ahora, pero está estudiando para ser alguien.
Claudiña recobraba la serenidad. Entendía que los padres no tenían razón, que la razón estaba toda de su lado. Insistió:
—¿No queréis que me case? Decídmelo.
—No es eso, hija —respondió Anselmo—. Lo que nosotros queremos es verte bien… Tus cualidades merecen un buen marido.
—Pero ¡si ni siquiera lo conoces!
—No lo conozco, pero es lo mismo. Y, además —aquí retomó el tono severo—, no tengo que darte explicaciones. Te prohíbo que te encuentres con ese…, con ese estudiante… Y, para que no me hagas una jugarreta, voy a acompañarte a clase y a traerte de vuelta. Será un trastorno, pero tiene que ser así.
—Padre, yo prometo…
—No te creo.
María Claudia se revolvió como si le hubieran pegado. Había engañado muchas veces a los padres, se burló de ellos cuantas veces quiso, pero ahora sabía que la trataban con injusticia. Estaba furiosa. Mientras se quitaba el abrigo, dijo:
—Como quieras, pero ya anuncio que te tocará esperar todos los días a la salida de la oficina. El señor Moráis tiene siempre trabajos que me obligan a quedarme después de la hora.
—Está bien, eso no tiene importancia.
Claudiña abrió la boca. Por la expresión del rostro parecía que iba a contradecir al padre, pero se calló con una sonrisa vaga.