Caetano rumiaba ideas de venganza. Había sufrido una afrenta y quería vengarse. Mil veces se censuró por su cobardía. Debería haberle parado los pies a la mujer, como le dijo. Debería haberla golpeado con sus puños gruesos y peludos, obligándola a correr por todas las esquinas de la casa ante su furia. No fue capaz, le faltó coraje y ahora deseaba vengarse. Pero quería una venganza perfecta, que no se limitara a una paliza. Algo más refinado y sutil, lo que no significaba que, como complemento, no pudiese añadirle otras brutalidades.
Al recordar la escena humillante se estremecía de cólera. Procuraba mantenerse en esa disposición, pero apenas la puerta se abría, se sentía impotente. Quiso convencerse de que era el aspecto frágil de la mujer lo que lo frenaba, quiso darle a su debilidad aires de conmiseración, pero se atormentaba, consciente de que no era nada más que debilidad. Imaginó formas de aumentar su desprecio por la mujer: ella le respondía con un desprecio mayor. Pasó a darle menos dinero para el gobierno de la casa. Luego desistió, porque el único perjudicado era él: Justina le presentaba menos comida. Durante dos días enteros (llegó a soñar con eso) pensó en esconder o retirar de casa el retrato y los recuerdos de la hija. Sabía que era el golpe más hondo que podía asestarle a la mujer.
El miedo lo detuvo. No miedo de la mujer, sino de las posibles consecuencias del acto. Se figuraba que tal acción era demasiado parecida a un sacrilegio. Un gesto así sin duda le acarrearía las mayores desgracias: la tuberculosis, por ejemplo. Con sus noventa kilos de carne y hueso, su salud exultante, temía la tuberculosis como el peor de los males y sentía un horror enfermizo ante la simple vista de alguien atacado por ese mal. La mera cita de la palabra le hacía temblar. Incluso cuando sobre la linotipia copiaba los originales (trabajo en que el cerebro no intervenía, por lo menos para la percepción de lo que leía) y le aparecía la palabra horrible, no podía evitar un sobresalto. Eso sucedía con tanta frecuencia que acabó convenciéndose de que el jefe del taller, conocedor de su aversión, le mandaba todo lo que el periódico publicaba acerca de la tuberculosis. Era una fatalidad que le llegasen a las manos las crónicas de las sesiones médicas en las que la enfermedad se discutía. Las misteriosas palabras de las que estaban repletos tales relatos, palabras complicadas, de un tremebundo sonido griego, y que parecían inventadas aposta para asustar a las personas sensibles, se le fijaban en el cerebro como ventosas y lo acompañaban durante horas.
Además de este impracticable proyecto, su imaginación anémica sólo le sugería ideas que serían aprovechables si viviese en términos más amistosos con la mujer. Ya le había quitado tantas cosas, amor, amistad, sosiego y todo lo demás que puede hacer soportable y cuántas veces deseable la vida conyugal, que no le quedaba nada. Casi llegó a lamentar haber perdido tan deprisa el hábito de besarla al entrar y salir de casa, para poder hacerlo ahora.
A pesar de todos los fracasos de su inventiva, no desistía. Se obstinaba en la idea de vengarse de una manera que obligara a la mujer a ponerse de rodillas ante él, desesperada y pidiéndole perdón.
Un día creyó haber encontrado la manera. Es verdad que una simple reflexión le mostró lo absurdo de la idea, pero tal vez ese mismo absurdo fue lo que le sedujo. Iba a desempeñar un papel nuevo en las relaciones con la mujer: el del celoso. La pobre Justina, fea, casi esquelética, no suscitaría celos al más feroz de los Otelos. Con todo, la imaginación de Caetano no fue capaz de producir nada mejor.
Mientras preparaba el lance, se mostró casi afable para con la mujer. Llegó al punto de acariciar al gato, lo que para el animal fue la mayor de las sorpresas. Compró un marco nuevo para el retrato de la hija y anunció que estaba pensando en hacer una ampliación de ese retrato. Tocada en la cuerda más íntima de su sensibilidad, Justina agradeció el marco y alabó la idea.
Pero conocía lo suficiente al marido para sospechar que ocultaba segundas intenciones. Se calló, por tanto, a la expectativa, a la espera de lo peor.
Concluida toda esta preparación, Caetano dio el golpe. Una noche, apenas salió del periódico, se encaminó a casa. Llevaba en el bolsillo una carta que se había dirigido a sí mismo, desfigurando la letra. Usó tinta diferente de la suya, escribió con una pluma estropeada que hacía angulosa la caligrafía y emborronaba las letras apretadas. Era una obra maestra de falsificación. Ni un perito descubriría el fraude.
Cuando metió la llave en la cerradura, el corazón le saltaba agitado. Iba a satisfacer su deseo de venganza, iba a ver a la mujer de rodillas defendiendo su inocencia. Entró silencioso. Quería que la sorpresa fuera completa. Despertaría a la mujer bruscamente, le pondría delante de los ojos la prueba de su culpabilidad. Sonrió en lo oscuro, mientras avanzaba por el pasillo sobre las puntas de los pies. A medida que caminaba iba deslizando la mano por la pared, hasta que encontró el umbral. Con la otra mano palpó el aire. La puerta estaba abierta. Sintió en el rostro la atmósfera cálida del dormitorio. Con la mano izquierda tanteó el interruptor. Todo estaba a punto. Puso en su rostro una expresión colérica y encendió la luz.
Justina estaba despierta. Esta eventualidad no la había previsto Caetano. La cólera se le fue, el rostro se le quedó inexpresivo. La mujer lo miró sorprendida, sin hablar. Caetano sintió que todo el edificio de su maquinación se desmoronaría si no hablaba inmediatamente. Recuperó la serenidad, volvió a cargar el ceño y disparó:
—Menos mal que está despierta. Me ahorra trabajo. Lea esto.
Le tiró la carta. Sin prisas, Justina tomó el sobre. Durante el movimiento pensó que ahí se contenía el resultado del insólito cambio del marido. Sacó la carta e hizo lo posible para leerla, pero el paso brusco y reciente de las tinieblas a la luz y la mala caligrafía no se lo permitieron a la primera tentativa. Cambió de posición, se frotó los ojos, se apoyó sobre un codo. Estas demoras exasperaban a Caetano: todo le estaba saliendo al revés.
Justina leía la carta. El marido seguía las transformaciones fisonómicas con ansiedad. Estúpidamente, se le pasó por el cerebro una idea: «¿Y si, al final, fuese verdad?». No tuvo tiempo para ver adonde lo llevaría este pensamiento. Justina se acababa de echar para atrás sobre la almohada, con risas estrepitosas.
—¿Se ríe? —explotó Caetano desorientado.
La mujer no podía responder. Reía como loca, una risa sarcástica, se reía del marido y de sí misma, más de sí misma que del marido. Se reía convulsivamente, a carcajadas, se reía como si al mismo tiempo llorase. Pero los ojos estaban secos: sólo la boca abierta, las carcajadas histéricas e inacabables.
—Cállese. Es un escándalo —exclamó Caetano caminando hacia ella. Dudaba si seguir la comedia que acababa de comenzar. La reacción de la mujer hacía imposible ejecutar un proyecto tan bien delineado.
—Cállese —repitió inclinado hacia ella—. Cállese.
Ahora sólo unas carcajadas flojas sacudían a Justina. Poco a poco se iba calmando. Caetano intentó retomar el hilo que se le había escapado.
—¿Es así como recibe una acusación de este tipo? Es peor de lo que suponía…
Ante semejantes palabras, Justina se sentó bruscamente en la cama. El movimiento fue tan rápido que Caetano retrocedió un paso. Los ojos de la mujer centelleaban:
—Todo esto es una farsa. No comprendo adonde quiere llegar.
—¿Llama farsa a esto? Era lo que faltaba. Farsa… Exijo que me dé explicaciones sobre lo que viene en esta carta.
—Pídaselas a quien la escribió.
—Es anónima.
—Ya veo. Y yo me niego a darlas.
—¿Se atreve a decirme eso?
—¿Qué quiere que le diga?
—Si es verdad.
Justina lo miró de una manera que él no pudo soportar. Desvió los ojos y dio con el retrato de la hija.
Matilde sonreía a los padres. La mujer siguió su mirada. Después murmuró despacio:
—¿Quiere saber si es verdad? ¿Quiere que le diga que es verdad? ¿Quiere que le cuente la verdad?
Caetano vaciló. Nuevamente la idea de instantes atrás se le apareció a través de la desorientación que se había adueñado de su cerebro: «¿Y si fuese verdad?». Justina insistió:
—¿Quiere saber la verdad?
De un salto, se levantó de la cama. Volvió el retrato de la hija: Matilde siguió sonriendo hacia el espejo donde las figuras de los padres se reflejaban.
—¿Quiere saber la verdad?
Sujetó su camisón por el dobladillo y, con un movimiento rápido, se lo quitó. Se quedó desnuda delante del marido. Caetano abrió la boca para decir lo que ni él sabía. No llegó a articular palabra. La mujer hablaba:
—¡Aquí tiene! ¡Míreme! Aquí tiene la verdad que quiere saber. Míreme bien. No desvíe los ojos. Vea bien.
Como si obedeciese las órdenes de un hipnotizador, Caetano la miraba con los ojos nublados. Veía el cuerpo moreno y delgado, más oscuro por la delgadez, los hombros agudos, los pechos blandos y caídos, el vientre hundido, los muslos delgados que se implantaban rígidamente en el tronco, los pies grandes y deformados.
—Vea bien —insistía la voz de Justina, con una tensión que anunciaba la quiebra inminente—. Vea bien. Si ni usted me quiere, usted a quien todo sirve, ¿quién me puede querer? Míreme bien. ¿Quiere que siga así, hasta que me diga que ya me ha visto? Diga, diga deprisa.
Justina temblaba. Se sentía rebajada, no por mostrarse desnuda delante del marido, sino por haber cedido a la indignación, por no haber podido responderle con un desprecio silencioso. Ahora era tarde y no podía mostrar lo que sentía.
Avanzó hacia el marido:
—¿Se queda callado? ¿Para esto ha inventado toda esta comedia? Debería sentirme avergonzada ante usted en este estado. Pero no me siento. Es la mayor prueba de desprecio que le doy.
Caetano, precipitadamente, salió del dormitorio. Justina oyó abrir la puerta y bajar la escalera con pasos rápidos. Después se sentó en la cama y comenzó a llorar sin ruido, extenuada por el esfuerzo que había realizado. Como si estuviera avergonzada por su desnudez, ahora que estaba sola, tiró de la ropa cubriéndose hasta los hombros.
El retrato de Matilde seguía vuelto hacia el espejo y su sonrisa no se había alterado. Una sonrisa alegre, la sonrisa de la niña que ve al fotógrafo. Y el fotógrafo dice: «Así mismo, así. Atención, ya está. Ha quedado bonita». Y Matilde salió a la calle, de la mano de la madre, muy contenta por haber quedado bonita.