Amelia susurró al oído de la hermana:
—Las chicas tienen problemas.
—¿Qué?
—Tienen problemas…
Estaban en la cocina. La cena había acabado poco antes. Adriana e Isaura hacían los ojales de las camisas en la habitación de al lado. La puerta abierta derramaba luz al pasillo oscuro. Cándida miró a la hermana incrédula:
—¿No te lo crees? —insistió Amelia.
La otra se encogió de hombros y alargó el labio inferior en una confesión de ignorancia…
—Si no fueras siempre con los ojos cerrados, ya te habrías dado cuenta como yo…
—Pero ¿qué les puede pasar?
—Eso me gustaría saber a mí.
—Será impresión tuya.
—Pudiera ser. Pero se cuentan con los dedos las palabras que hoy se han dicho la una a la otra. Y no ha sido sólo hoy. ¿No te has dado cuenta?
—No.
—Es lo que te digo. Vas con los ojos cerrados. Déjame aquí, con el arreglo de la cocina, y vete dentro. Y míralas…
Con sus pasos pequeños, Cándida se dirigió al pasillo camino de la habitación donde estaban las hijas. Ocupadas con el trabajo, no levantaron la cabeza cuando la madre entró. La radio emitía, sin gran ruido, la Lucia de Donizetti. Se oían las notas agudísimas de una soprano. Más para sondear el ambiente que para criticar, Cándida declaró:
—Qué voz… Parece que está haciendo piruetas.
Las hijas sonrieron, con una sonrisa tan forzada, tan constreñida como las acrobacias vocales de la cantante. Cándida se inquietó. Le dio la razón a la hermana. Algo pasaba entre sus hijas. Nunca las había visto así, reservadas y distantes. Se diría que estaban con miedo la una de la otra. Quiso pronunciar una frase conciliadora, pero la garganta, súbitamente seca, no articuló palabra. Isaura y Adriana seguían trabajando. La cantante abandonaba la voz con un smorzando casi inaudible. La orquesta dio tres acordes rápidos y la voz del tenor se levantó fuerte y envolvente.
—Qué bien canta Gigli —exclamó Cándida por decir algo.
Las dos hermanas cruzaron miradas, dubitativas, deseando cada una que fuese la otra la que hablara. Ambas sentían la necesidad de responder. Fue Adriana quien dijo:
—Es verdad. Canta muy bien. Ya es mayor.
Feliz por poder revivir, aunque fuera durante unos minutos, las antiguas veladas, Cándida defendió a Gigli:
—Eso no quiere decir nada. Escucha bien… No hay otro como él. Que es viejo… Los viejos también tienen valor. Decidme si hay alguien que le supere. Valen más los viejos que muchos jóvenes…
Como si la camisa que tenía en el regazo le hubiese propuesto un problema difícil, Isaura bajó la cabeza. La alusión de la madre al valor de los viejos y de los jóvenes, aunque sólo remotamente pudiese alcanzarla, le hizo subir la sangre a la cara. Como todos los que tienen un secreto escondido, que ven insinuaciones y sospechas en todas las palabras y miradas. Adriana notó la confusión, adivinó el motivo y procuró zanjar la conversación:
—Las personas mayores siempre están refunfuñando contra los jóvenes.
—Pero yo no estoy refunfuñando… —se disculpó Cándida.
—Ya lo sé.
Al decir estas palabras, Adriana hizo un gesto de impaciencia. Normalmente era una persona calmada, casi apática, no tenía, como la hermana, ese nervio que se adivinaba bajo la piel y que denunciaba una vida interior intensa y tumultuosa. Ahora, sin embargo, estaba trastornada. Todas las conversaciones le fastidiaban y, sobre todo, el aire eternamente perplejo y entristecido de la madre. El tono de humildad con que hablaba conseguía irritarla.
Cándida notó la sequedad de la voz de Adriana y se calló. Se hizo más pequeña en su silla, tomó su crochet e intentó pasar inadvertida.
De vez en cuando miraba, a hurtadillas, a las hijas. Isaura todavía no había abierto la boca. Estaba tan absorta en el trabajo que parecía no prestar atención a la música. En vano Gigli y Toti Dal Monte gorgoriteaban un dueto de amor: Isaura no oía; Adriana, algo más. Sólo Cándida, aunque preocupada, se dejaba llevar por la melodía fácil y dulce de Donizetti. Poco después, ocupada con los puntos del crochet y el compás, se olvidaría de las hijas. La despertó de esa distracción la voz de su hermana, que la llamó desde la cocina.
—¿Qué me dices? —preguntó Amelia, cuando Cándida llegó a donde estaba la otra.
—No me he dado cuenta de nada.
—Ya lo suponía…
—Pero, hija… Eso son imaginaciones tuyas… Cuando te da por desconfiar…
Amelia puso los ojos en blanco, como si considerase las palabras de la hermana absurdas o, más que absurdas, inconvenientes. Cándida no se atrevió a concluir la frase. Encogiéndose de hombros, gesto que venía a significar el desaliento de sentirse incomprendida, Amelia declaró:
—Ya investigaré yo. Fui tonta pensando que podía contar contigo.
—Pero ¿tienes algún motivo concreto que te lleve a pensar así?
—No te lo voy a decir.
—Pues deberías decírmelo. Ellas son mis hijas y me gustaría saber…
—Lo sabrás a su tiempo.
Cándida tuvo un asomo de irritación tan inesperado como un acceso de furia en un canario enjaulado:
—Pienso que todo son tonterías… Manías tuyas…
—¿Manías? Es fuerte la palabra. ¿Yo me preocupo de tus hijas y a eso lo llamas manías?
—Pero, Amelia…
—No hay Amelia que valga. Déjame a mí con mi trabajo y vete tú al tuyo. Todavía tendrías que agradecérmelo.
—Podría agradecértelo ya, si me dijeras qué está pasando. ¿Qué culpa tengo de no ser tan observadora como tú?
Amelia miró a la hermana de soslayo, desconfiada. El tono le parecía zumbón. Sintió que su actitud no era razonable y estuvo casi a punto de confesar que no sabía nada. Tranquilizaría a la hermana y, las dos juntas, tal vez acabarían descubriendo el motivo del desencuentro entre Isaura y Adriana. Pero la retuvo el orgullo. Confesar su ignorancia después de haber supuesto que sabía algo era una actitud que iba más allá de sus fuerzas. Se había acostumbrado a tener siempre razón, a hablar como un oráculo y ni por asomo estaba dispuesta a ceder en su papel. Murmuró:
—Está bien. La ironía es fácil. Me las ingeniaré sola.
Cándida regresó junto a las hijas. Iba inquieta, más que la primera vez. Amelia sabía algo que no quería contarle. ¿Qué sería? Adriana e Isaura guardaban la misma distancia entre sí, pero la madre tuvo la sensación de que las separaban leguas. Se sentó en su silla, tomó el crochet, dio precipitadamente varios puntos y, después, incapaz de seguir, dejó caer las manos, dudó un segundo y preguntó:
—¿Qué os pasa?
Ante esta pregunta directa, Isaura y Adriana hicieron un movimiento de pánico. Durante unos segundos no pudieron responder, pero después hablaron al mismo tiempo.
—¿A nosotras? Nada…
Adriana añadió:
—Pero, madre, qué ideas le pasan por la cabeza…
«Claro, es una tontería», pensó la madre. Sonrió y miró a las hijas despacio, a una, a la otra, y dijo:
—Tenéis razón, es una tontería. Cosas que se meten en la cabeza… No me hagáis caso.
Tomó de nuevo el crochet y, una vez más, recomenzó el trabajo. Isaura, poco después, se levantó y salió. La madre la siguió con la mirada perdida hasta que hubo desaparecido. Adriana se inclinó más sobre la camisa. Ahora la radio mezclaba las voces de los cantantes. Debía de tratarse de un final de acto, con muchas personas en el escenario, unas de voces agudas, otras de voces graves. El conjunto era confuso y sobre todo ruidoso. De repente, tras un redoble de metales que se sobrepuso al canto, Cándida intervino:
—Adriana.
—Madre.
—Mira a ver qué le pasa a tu hermana. Puede no sentirse bien.
El gesto reluctante de Adriana no le pasó inadvertido:
—¿Entonces? ¿No vas?
—Claro que voy. ¿Por qué no iba a ir?
—Eso querría saber yo.
Los ojos de Cándida brillaban de una manera insólita. Se diría que estaban mojados de lágrimas.
—Pero, madre, ¿en qué piensa?
—No pienso en nada, hija. No estoy pensando en nada…
—No hay nada en que pensar, créame, nosotras estamos bien.
—¿Me das tu palabra?
—Se la doy…
—Menos mal. Pero ve a verla, ve.
Adriana salió. La madre dejó caer el crochet en el regazo. Las lágrimas hasta entonces reprimidas cayeron. Dos lágrimas sólo, dos lágrimas que tenían que caer porque habían llegado hasta los ojos y no podían volver atrás. No creía en la palabra de la hija. Ahora tenía la certeza de que entre Isaura y Adriana había un secreto que ninguna quería o podía revelar.
La entrada de Amelia le cortó de raíz el pensamiento. Cándida echó mano de las agujas y bajó la cabeza.
—¿Y las chicas?
—Están dentro.
—¿Qué hacen?
—No lo sé. Si quieres investigar puedes ir a espiarlas, pero te digo que pierdes el tiempo. Adriana me ha dado su palabra. No pasa nada entre ellas.
Amelia mudó con violencia la posición de una silla y respondió con voz dura:
—Tu opinión no me interesa. Nunca he sido persona de espiar, pero si fuera necesario, comenzaré ahora.
—Estás obcecada.
—No importa si lo estoy. Pero, haya lo que haya, quédate sabiendo que no admito palabras como las que me acabas de decir.
—No he querido ofenderte.
—Pues me has ofendido.
—Te pido disculpas.
—Llegan tarde las disculpas.
Cándida se levantó. Era un poco más baja que la hermana. Involuntariamente se puso de puntillas.
—Si no las aceptas, no te alabo el gesto. Tengo la palabra de Adriana.
—No creo en ella.
—Creo yo, y eso es más que suficiente.
—¿Quieres decir que no tengo nada que ver con vuestra vida? ¿Es eso? Bien sé que no soy nada más que tu hermana y que la casa no es mía, pero estaba lejos de pensar que me lo ibas a hacer sentir de esta manera.
—Estás sacando conclusiones equivocadas de mis palabras. No he dicho tal cosa.
—A buen entendedor…
—Hasta los buenos entendedores se equivocan a veces…
—¡Cándida!
—¿Te parezco rara? Tu estúpida desconfianza me hace perder la paciencia. Acabemos con la discusión. Es lamentable que estemos enfadadas por esto.
Sin esperar a que la hermana respondiera, salió de la habitación, con las manos en los ojos. Amelia se quedó de pie, inmóvil, los dedos crispados en el respaldo de la silla y, ella también, con los ojos húmedos. Una vez más, tuvo deseos de decirle a la hermana que no sabía nada, pero el orgullo la retuvo.
Sí, el orgullo la había retenido, pero sobre todo la retuvo el regreso de las sobrinas. Venían risueñas, pero su mirada aguda descubrió que las sonrisas eran falsas, que era como si se las hubieran pegado a los labios tras la puerta, como si fueran máscaras. Pensó: «Ellas se entienden para engañarnos». Y se afianzó más en la decisión de descubrir lo que había detrás de las sonrisas simuladas.