Gracias a la vitalidad de sus años, Enrique se restableció con rapidez. Sin embargo, a pesar de la levedad del problema, su carácter parecía haberse modificado. Quizá por los mimos excesivos que le habían sido dispensados, su sensibilidad se exacerbó. Ante una palabra más fuerte, las lágrimas le venían a los ojos y ya estaba él llorando.
Con lo bullicioso que era, se convirtió en comedido. En presencia del padre se ponía serio y lo acompañaba en silencio. Lo observaba con miradas tiernas, una admiración muda, una contemplación apasionada. El padre no se mostraba más afectuoso: no existía, por tanto, correspondencia de intereses. Lo que ahora atraía a Enrique era exactamente lo que antes le había apartado: el silencio, la frase breve, el aire ausente. Por motivos que ignoraba, y que no comprendería de haberlos conocido, tuvo al padre a su cabecera. Esa permanencia, el rostro preocupado y, al mismo tiempo, reservado, la atmósfera de hostilidad que envolvía la casa, todo eso más la receptividad, el afinamiento de la percepción que la enfermedad le había provocado le impelían, brumosamente, hacia el padre. En su pequeño cerebro se entreabría una de las muchas puertas cerradas hasta entonces. Sin que tuviera conciencia de eso, estaba dando un paso hacia la madurez. Notaba la falta de armonía familiar.
Era cierto que antes había presenciado escenas violentas entre sus padres. Pero como espectador indiferente, como si asistiera a un partido que ni de lejos ni de cerca le afectaba. Ahora no. Todavía bajo la influencia de la enfermedad, bajo la impresión del estado mórbido anterior, captaba, sin que para eso mediase su voluntad, las manifestaciones del conflicto latente. El prisma a través del cual veía a los padres parecía haber girado un poco, lo suficiente como para verlos de otro modo. Tarde o temprano ese cambio tendría que producirse: la enfermedad no hizo nada más que acelerarlo.
Sin duda, la madre no había perdido nada ante sus ojos: la veía tal cual era antes. Pero el padre se le presentaba con otro aspecto. Enrique tenía seis años: era imposible que entendiera que la alteración se producía en su interior. Así, para él, era el padre el que se había transformado. Lo cierto es que el padre no le hablaba ni le besaba más que antes y esta evidencia remitía a Enrique, a falta de auténtica explicación, a las atenciones que le había prodigado durante la enfermedad. De este modo, todo estaba en su lugar. En resumidas cuentas, el interés de Enrique no era nada más que una retribución. No por el interés presente, sino por el interés pasado. Un reconocimiento. Una gratitud. Cada época de la vida adopta la explicación más fácil e inmediata.
Este interés lo manifestaba viniera o no al caso. En la cena, la distancia que iba de la silla de Enrique a la del padre era menor que la que lo separaba de la madre. Cuando Emilio, por la noche, ponía en orden sus papeles, las compras y los encargos conseguidos durante el día, el hijo se apoyaba en la mesa para verlo trabajar. Si alguno de esos papeles caía —y Enrique lo deseaba con toda su capacidad de desear—, corría presuroso para entregárselo, y si el padre, en señal de agradecimiento, le sonreía, Enrique era el más feliz de los niños. Pero todavía existía una felicidad mayor, que no admitía comparación alguna: era cuando el padre le posaba la mano en la cabeza. En esos momentos, Enrique casi perdía la visión. Para Emilio, el interés súbito y aparentemente inexplicable del hijo le provocaba dos reacciones diferentes y opuestas. Primero, la conmoción. Tenía la vida tan hueca de afectos, tan distante del amor, se sentía tan aislado, que aquellas pequeñas atenciones, la presencia constante del hijo a su lado, la dedicación obstinada, lo conmovían. Pero enseguida tuvo percepción del peligro: tal interés, tal conmoción sólo servirían para hacer más difícil la decisión que había tomado de separarse. Se endureció, intentó apartarse del hijo evidenciando más los trazos de carácter que podrían contribuir al desánimo. Pero el niño no desistía. Si Emilio hubiera recurrido a la violencia, tal vez lo habría apartado. No podía. Nunca le había pegado y no le pegaría aunque los golpes fuesen el precio de su liberación. Pensar que la mano con que acariciaba al hijo, y que el niño amaba precisamente por la caricia, pudiera agredirle le producía un malestar intenso.
Emilio pensaba demasiado. Con cualquier cosa su cerebro se prendía. Andaba alrededor de los problemas, se metía en ellos, se ahogaba en ellos y, por fin, su propio pensamiento ya era un problema. Olvidaba lo que más le importaba y se empleaba en la búsqueda de los motivos, de las razones. La vida le pasaba al lado y no se subía. La cuestión que tenía que resolver estaba delante y no la veía. Aunque ésta le gritara: «Estoy aquí, mírame», no la oiría. Ahora mismo, en vez de acelerar el proceso que le apartara del interés del hijo, se entretenía buscando las razones de ese mismo interés. Y como no las encontraba, el cerebro, lanzado en las redes del inconsciente, concluyó con una explicación supersticiosa. Porque anunció que se separaba, el hijo empeoró; por la misma razón, el niño, amedrentado ante la perspectiva de perderlo, manifestaba este interés inesperado. Cuando el pensamiento emergía de este embrollo paralizante, Emilio se daba cuenta de la irracionalidad de la conclusión: Enrique apenas escuchó sus palabras, le prestó tan poca atención como al vuelo de una mosca, ahora visto, enseguida olvidado. Además, las últimas palabras, las palabras definitivas e irremediables, ni siquiera las oyó porque se había dormido. Pero aquí el cerebro de Emilio emprendía nuevo viaje en la cuerda floja del subconsciente: las palabras dichas, aunque no oídas, se quedan en el aire, sobrevuelan en la atmósfera, son, por decirlo de alguna manera, respiradas, y producen los mismos efectos que si hubiesen encontrado en su camino oídos que las atendieran. Conclusión insensata, supersticiosa, toda tejida de augurios y misterios.
Para Carmen, lo que estaba pasando era la señal más clara de la perversidad del marido. No contento con haberle negado la felicidad, quería ahora robarle su último bien, el amor del hijo. Luchó contra los malos designios de Emilio. Redobló los cariños con el niño. Pero Enrique prestaba más atención a una simple mirada del padre que a la exuberancia del afecto de la madre. Carmen, desesperada, llegó a pensar que el marido lo había embrujado, que le dio de beber una droga cualquiera para modificarle los sentimientos. Empecinada en esta idea, reaccionó de la siguiente manera: a escondidas, sometió al niño a rezos y purificaciones. Lo aterrorizó con amenazas de paliza si le decía algo al padre.
Perturbado por el ceremonial de sortilegio, Enrique estaba más nervioso y excitable. Amedrentado por las amenazas, se acercó más al padre.
Los esfuerzos de Carmen eran inútiles: ni hechizos ni caricias desviaban al hijo de esa obstinación. Se hizo más agresiva. Empezó a encontrar pretextos para pegarle. A la menor trastada le daba un cachete. Sabía que estaba actuando mal, pero no podía dominarse. Cuando, después de pegar al niño, lo veía llorar, lloraba también a escondidas, de rabia y de remordimientos. Su deseo era pegarle hasta cansarse, aunque supiera que después se arrepentiría mil veces. Perdió el dominio de sí misma. Le apetecía hacer cualquier cosa monstruosa, romper todo lo que tenía delante, recorrer la casa dando patadas a los muebles y puñetazos en las paredes, gritarle al marido en los oídos, sacudirlo, abofetearlo. Tenía los nervios a flor de piel, perdió la prudencia y el vago temor que, como mujer casada, debía sufrir en relación al marido.
Una noche, en la cena, Enrique puso su banqueta tan cerca del padre que Carmen sintió una ola de furia subirle por la garganta. Le parecía que la cabeza le iba a estallar. Vio todo danzando a su alrededor y, para no desplomarse, necesitó sujetarse a la mesa. El gesto instintivo hizo que una botella cayera. El accidente, los vidrios rotos, fue la mecha que la hizo explotar de cólera. Casi en un grito, exclamó:
—¡Estoy harta! ¡Estoy harta!
Emilio, que se tomaba la sopa indiferente a la rotura de la botella, levantó la cabeza serenamente, miró a la mujer con sus ojos claros y fríos y preguntó:
—¿De qué?
Carmen, antes de responder, lanzó una mirada al hijo tan cargada de irritación que el niño se encogió, apoyándose en el brazo del padre.
—¡Estoy harta de ti. Estoy harta de la casa. Estoy harta de tu hijo. Estoy harta de esta vida. Estoy harta!
—Tienes el remedio a mano.
—Eso querrías tú, que yo me fuese, pero no iré.
—Como quieras…
—¿Y si yo quisiera ir?
—Quédate tranquila, que no iría a buscarte.
Acompañó la frase con una sonrisa irónica que fue, para Carmen, peor que una bofetada. Segura de que tocaría profundamente al marido, ella respondió:
—Tal vez te vayas… porque yo, si me voy, no iré sola.
—No entiendo.
—Me llevo a mi hijo.
Emilio sintió la mano del niño crisparse en su brazo. Lo miró un momento, le vio los labios trémulos y los ojos húmedos, y una honda piedad, una ternura irreprimible, lo invadió. Quiso evitarle al hijo aquel espectáculo degradante:
—Esta conversación es estúpida. Ni te das cuenta de que él está delante.
—¡No me importa! No te hagas el desentendido.
—Se acabó.
—Sólo cuando yo quiera.
—¡¡Carmen!!
La mujer levantó la cara y miró al marido. Su mandíbula fuerte, que la edad afilaba, parecía desafiarlo:
—No me das miedo. Ni tú ni nadie.
Eso estaba claro, Carmen no tenía miedo. Pero, de súbito, la voz se le quebró en la garganta, las lágrimas le iluminaron el rostro y, arrastrada por un impulso difícil de dominar, se lanzó hacia el hijo. De rodillas, con la voz sacudida por sollozos, murmuraba, casi gemía:
—Hijo mío, mírame, mira, yo soy tu madre. Soy tu amiga. Nadie te gusta más que yo. Mira…
Enrique temblaba de pavor agarrado al padre. Carmen seguía su monólogo deshilvanado, viendo cada vez más claramente que el hijo la rehuía y, con todo, era incapaz de renunciar a él. Emilio se levantó, soltó al niño de los brazos de la mujer, la levantó y la sentó en una silla. Ella se dejó llevar, casi desfallecida.
—¡Carmen!
Sentada, toda inclinada hacia delante, sujetándose la cabeza con las manos, Carmen lloraba. Al otro lado de la mesa, Enrique parecía que iba a tener una crisis nerviosa. Tenía la boca abierta, como si le faltase el aire, los ojos nublados, fijos como los de un ciego. Emilio corrió hacia él y, pronunciando palabras tranquilizadoras, lo sacó fuera de la cocina.
Con mucho esfuerzo, el niño se serenó. Cuando regresaron, Carmen se enjugaba los ojos con el delantal sucio. Allí, tan encorvada como una vieja, el rostro crispado y enrojecido, provocaba lástima. Emilio tuvo pena de ella:
—¿Estás mejor?
—Sí. ¿Y el niño?
—Está bien.
Se sentaron a la mesa, en silencio. En silencio comieron. Tras la escena tempestuosa, la calma del cansancio los obligaba al silencio. Padre, madre e hijo. Tres personas bajo el mismo techo, bajo la misma luz, respirando el mismo aire. Familia…
Cuando acabó la cena, Emilio se fue a la sala de estar y el hijo lo siguió. Se sentó en un viejo sillón de mimbre, agotado como si viniera de un trabajo violento. Enrique se le inclinó sobre las rodillas.
—¿Cómo te sientes?
—Estoy bien, papaíto.
Emilio le pasó las manos por el pelo suave. Esa pequeña cabeza, que su mano abarcaba, lo enternecía. Le apartó el pelo de los ojos, recorrió con los dedos las cejas finas y después, bajando, siguió el contorno del rostro hasta la barbilla. Enrique se dejaba acariciar como un cachorrito. Casi no respiraba, como si temiese que un soplo bastara para interrumpir la ternura. Tenía los ojos fijos en el padre. La mano de Emilio seguía recorriendo las facciones del hijo, ya olvidada de lo que hacía, con un movimiento mecánico del que la conciencia no participaba. El niño sintió el apartamiento del padre. Se deslizó entre las rodillas y apoyó la cabeza sobre su pecho.
Ahora Emilio estaba libre de la mirada del hijo. Sus ojos vagaban de mueble en mueble, de objeto en objeto. Sobre una columna, un muchacho de barro pintado lanzaba un anzuelo, pese a que tenía a sus pies un acuario vacío. Debajo de la estatuilla, cayendo desde la base de la columna, un napperon mostraba las habilidades domésticas de Carmen. Sobre el aparador y la vitrina que sólo guardaba unas lozas de Sacavém, unas copas de vidrio lucían sin brillo. Más pañitos insistían en la demostración de la capacidad decoradora de la dueña de la casa. Todo estaba deslucido, como si una capa de polvo, imposible de limpiar, ocultara brillos y colores.
Los ojos de Emilio recibían una impresión de fealdad, de monotonía, de prosaísmo. Una impresión deprimente. La lámpara del techo distribuía la luz de tal modo que su función parecía, más bien, la de distribuidora de sombras. Y era moderna la lámpara. Tenía tres brazos cromados, con los correspondientes globos. Por economía, sólo una bombilla estaba encendida.
Desde la cocina, Carmen se hacía sentir suspirando profundamente mientras rumiaba el disgusto y lavaba los platos.
Con el hijo apretado contra el pecho, Emilio veía la cortedad de su vida presente, recordaba la cortedad de su vida pasada. En cuanto al futuro… lo tenía en los brazos, pero ése no era el suyo. Dentro de unos años la cabeza que ahora se apoyaba, feliz, en su pecho, pensaría por su cuenta. ¿El qué?
Emilio apartó al hijo despacio y lo miró. El pensamiento de Enrique dormitaba todavía detrás de la serenidad. Todo estaba oculto.